—¿De verdad quieres saberlo?
—Quiero —dijo Tres Grajos volviendo hacia él la cara.
—Voy con ellos porque soy un golem sin voluntad propia. Porque soy un arbusto de estopa que el viento arrastra a lo largo del camino. ¿Adónde, dime, podría ir? Aquí por lo menos se han reunido algunos con los que tengo de qué hablar. Algunos que no cortan la conversación cuando me acerco. Algunos que, incluso si no les gusto, me lo dicen a la cara, no tirándome piedras por la espalda. Voy con ellos por la misma razón que fui contigo hasta la taberna de los almadieros. Porque todo me da igual. No hay ningún lugar al que podría querer dirigirme. No tengo meta que se halle al final del camino.
Tres Grajos carraspeó.
—Siempre hay una meta al final de cada camino. Todo el mundo la tiene. Incluso tú, aunque te parezca que eres tan diferente.
—Ahora yo te hago una pregunta.
—Hazla.
—¿Tienes una meta esperando al final de tu camino?
—La tengo.
—Tienes suerte.
—No es cuestión de suerte, Geralt. Es una cuestión de en qué crees y a lo que te consagras. Nadie debiera saberlo mejor que un... un brujo.
—Todo el día de hoy he estado oyendo hablar acerca de la vocación —suspiró Geralt—. La vocación de Niedamir es arramplar con Malleore. La vocación de Eyck de Denesle es defender a la gente de los dragones. Dorregaray se siente llamado a algo completamente opuesto. Yennefer, a causa de ciertos cambios a los que se sometió su organismo, no puede cumplir su vocación y se martiriza horriblemente por ello. Rayos, sólo los Sableros y los enanos no tienen ninguna vocación y no quieren más que ponerse las botas. ¿Puede ser que por eso me sienta más cercano a ellos?
—No es por su cercanía por lo que estás aquí, Geralt de Rivia. No soy ciego ni sordo. No fue al oír su nombre que tomaste tu bolsa. Pero me parece que...
—No necesitas que te parezca nada —dijo el brujo sin ira.
—Perdón.
—No necesitas pedir perdón.
Detuvieron los caballos, apenas a tiempo de no chocarse con la columna de arqueros de Caingorn, que se había quedado quieta de pronto.
—¿Qué ha pasado? —Geralt se puso de pie sobre los estribos—. ¿Por qué nos hemos detenido?
—No sé.
Borch volvió la cabeza. Vea, con el rostro extrañamente tenso, dijo algunas palabras muy rápidamente.
—Iré adelante —dijo el brujo— y veré qué pasa.
—Quédate.
—¿Por qué?
Tres Grajos calló por un segundo, la vista dirigida hacia el suelo.
—¿Por qué? —repitió Geralt.
—Ve —dijo Borch—. Puede que sea mejor.
—¿El qué será mejor?
—Ve.
El puente, que unía las dos vertientes del precipicio, parecía sólido, estaba construido de gruesas traviesas de pino, apoyadas en un pilar cuadrangular contra el que se abría la corriente, haciendo ruido, formando largas hileras de espuma.
—¡Hey, Cortapajas! —gritó Boholt, acercándose con el carro—. ¿Por qué te has parado?
—¿Y cómo sé yo cómo este puente es?
—¿Por qué tomamos ese camino? —preguntó Gyllenstiern, y cabalgó más cerca—. No me gusta nada tener que pasar sobre esos palos con los carros. ¡Eh, zapatero! ¿Por qué vas por ahí y no por el sendero? El sendero sigue adelante, hacia el oeste.
El heroico envenenador de Holopole se acercó, se quitó su gorrilla de badana. Tenía un aspecto muy cómico, vistiendo sobre su abrigo de sayal una coraza pasada de moda, forjada seguramente todavía en tiempos del rey Sambuk.
—Este camino es más corto, piadoso señor —dijo, no al canciller, sino directamente a Niedamir, cuyo rostro aún mostraba una expresión de terrible aburrimiento.
—¿Lo qué? —preguntó Gyllenstiern con el ceño fruncido.
Niedamir no se dignó dirigir al zapatero ni una mirada más atenta.
—Éstas —dijo Comecabras, y señaló tres melladas cumbres que dominaban los alrededores— son Chiava, Pústula y el Diente Saltarín. El camino pasa junto a las ruinas de la vieja fortaleza, rodea Chiava por el norte, por detrás de las fuentes del río. Y el puente nos puede acortar camino. Por la garganta pasaremos a la raña entre los montes. Y si allá huellas del dragón no halláramos, pues adelante al este nos iremos; veremos qué hay en los barrancos. Y aún más hacia al este hay unos pastos bien llanos, de allí a Caingorn, vuestros, señor, dominios, es todo recto.
—¿Y de dónde coño tú, Comecabras, tal conocimiento de estos montes sacaste? —preguntó Boholt—. ¿En las hormas?
—No, señor. Las ovejas de joven cuidaba por aquí.
—¿Y este puente aguantará? —Boholt se puso de pie en el pescante, miró hacia abajo, a la espumeante corriente—. El barranco tiene unas cuarenta brazas de hondo.
—Aguantará, señor.
—¿Y qué es lo que hace un puente así en este despoblado?
—Este puente —dijo Comecabras— lo construyeron los trolles antiguamente, el que lo pasaba tenía que pagarles el oro y el moro. Pero como raramente lo pasaba nadie, los trolles con sus hatos al hombro se fueron. Y el puente quedó.
—Repito —dijo Gyllenstiern con rabia—, los carros llevan herramienta y heno, nos podemos quedar atrancados en los malos trechos. ¿No sería mejor ir por el camino?
—Se puede también —el zapatero se encogió de hombros—, pero es un camino más largo. Y el rey decía que para el dragón le corría más prisa que a un muerto un encierro.
—Un entierro.
—Cómo queráis, pues un entierro —se mostró de acuerdo Comecabras—. Pero igualmente por el puente será más corto.
—Bueno, entonces, adelante, Comecabras —se decidió Boholt—. Tira por delante, tú y tu gente. Es la costumbre en nuestra tierra dejar pasar delante a los más bravios.
—No más que un carro por vez —advirtió Gyllenstiern.
—Vale. —Boholt azuzó el caballo, el carro empezó a traquetear sobre las vigas del puente—. ¡Detrás de nosotros, Cortapajas! ¡Atento a ver si las ruedas van por igual!
Geralt detuvo el caballo, los arqueros de Niedamir vestidos con sus caftanes púrpura y amarillo estaban apelotonados sobre la cabecera de piedra del puente y le cerraban el camino.
La yegua del brujo relinchó.
La tierra comenzó a moverse. Las montañas temblaron, el borde dentado de la pared de piedra desapareció de pronto ante el fondo del cielo y la propia pared dejó escapar un retumbar sordo y perceptible.
—¡Cuidado! —gritó Boholt, ya al otro lado del puente—. ¡Cuidado allá!
Las primeras piedras, al principio pequeñas, comenzaron a rodar y a rebotar por el talud mientras éste se retorcía espasmódicamente. Ante los ojos de Geralt, una parte del camino se abrió en una negra grieta que crecía a una velocidad terrible, se hundió, cayó con un estruendo ensordecedor en el abismo.
—¡Azuzad a los caballos! —gritó Gyllenstiern—. ¡Piadoso señor! ¡Al otro lado!
Niedamir, con la cabeza apoyada en la crin del caballo, se dirigió hacia el puente, detrás de él saltó Gyllenstiern y algunos arqueros. Los siguió, traqueteando sobre las temblo— rosas tablas, el carro real con la enseña del grifo que ondeaba al aire.
—¡Es una avalancha! ¡Fuera del camino! —aulló desde atrás Yarpen Zigrin mientras golpeaba con la tralla las posaderas de sus caballos, adelantaba al segundo carro de Niedamir y obligaba a quitarse de en medio a los arqueros—. ¡Fuera del camino, brujo! ¡Fuera del camino!
Junto al carro de los enanos galopaba Eyck de Denesle, estirado y tieso. Si no hubiera sido por su rostro mortalmente pálido y por sus labios apretados en una mueca temblorosa, podría haberse pensado que el caballero andante no advertía las piedras y peñas que caían sobre el camino. Por detrás, desde el grupo de arqueros, alguien gritó salvajemente, relincharon los caballos.
Geralt tiró de las riendas, picó al caballo con las espuelas, justo frente a él la tierra hervía de rocas que caían. El carro de los enanos traqueteaba por sobre las piedras, delante del puente saltó, cayó con estrépito sobre un lado, con un eje roto. La rueda atravesó la balaustrada y voló hacia abajo, hacia el remolino de las aguas.
La yegua del brujo, herida por agudas astillas de piedra, se encabritó. Geralt quiso saltar, pero se le enganchó la hebilla de la bota en el estribo, cayó de lado, al camino. La yegua relinchó y se lanzó hacia delante, directamente hacia el puente que se balanceaba sobre el abismo. Por el puente corrían los enanos, gritando y blasfemando.
—¡Más deprisa, Geralt! —gritó Jaskier al verlo, corriendo detrás de él.
—¡Salta, brujo! —gritó Dorregaray, revolviéndose en la silla y sujetando con esfuerzo a su enloquecida montura.
Por detrás de ellos, todo el camino se sumergió en una nube de polvo provocada por las rocas que caían, el carro de Niedamir estalló en pedazos. El brujo agarró con sus dedos las cinchas de las albardas del hechicero. Escuchó un grito.
Yennefer cayó junto con su caballo, rodó hacia un lado, lejos de los cascos que golpeteaban a ciegas, se apretó contra el suelo, protegiéndose la cabeza con las manos. El brujo soltó la silla, corrió hacia ella, se sumergió en el diluvio de piedras, saltó las grietas que se abrían a sus pies. Yennefer, que estaba herida en los hombros, se puso de rodillas. Tenía los ojos completamente abiertos, de una ceja abierta fluía un hilillo de sangre que ya le alcanzaba el borde de la oreja.
—¡Levanta, Yen!
—¡Geralt! ¡Cuidado!
Un enorme y plano bloque del risco, que resbalaba con estruendo y ruido a lo largo de la pared de piedra, se deslizó, voló directamente hacia ellos. Geralt se dejó caer, cubrió con su cuerpo a la hechicera. En el mismo momento el bloque estalló, se desgajó en millones de pedazos que cayeron sobre ellos, pinchándoles como si fueran avispas.
—¡Más rápido! —les gritó Dorregaray. Agitando su varita, montado sobre el caballo que no cesaba de balancearse, convertía en polvo los peñascos que seguían desgajándose de la montaña—. ¡Al puente, brujo!
Yennefer movió una mano, doblando los dedos, gritó algo incomprensible. Las piedras golpearon contra una semiesfera azulada que había surgido de pronto sobre sus cabezas y comenzaron a desaparecer como gotas de lluvia sobre un tejado de cinc caliente.
—¡Al puente, Geralt! —gritó la bruja—. ¡Cerca de mí!
Corrieron, alcanzaron a Dorregaray y a algunos arqueros que le seguían. El puente se balanceó y tembló, las traviesas se arqueaban en todas direcciones, golpeando de balaustrada a balaustrada.
—¡Más deprisa!
De pronto el puente se vino abajo con un penetrante crujido, la mitad que ya habían dejado atrás se desprendió, se hundió tronante en el abismo, y junto con ella el carro de los enanos, que se destrozó contra los dientes de piedra entre los relinchos del caballo enloquecido. La parte en la que ellos se encontraban resistía, pero Geralt se dio cuenta de pronto de que corrían ya bajo la superficie, por una pendiente cada vez más aguda. Yennefer lanzó una maldición jadeante.
—¡Tírate,Yen! ¡Agárrate!
El resto del puente rechinó, crujió y cayó como una rampa. Cayeron, aferrando los dedos a las rendijas entre las traviesas. Yennefer no se sostuvo. Chilló agudamente y resbaló. Geralt, sujeto con una mano, sacó el estilete, metió la hoja entre dos tablas, agarró con las dos manos la empuñadura. Las articulaciones de sus codos temblaron cuando Yennefer tiró de él hacia abajo, al colgarse del talabarte y la vaina de la espada que llevaba a la espalda. El puente crujió de nuevo y se inclinó aún más, casi perpendicularmente.
—Yen —gimió el brujo—. Haz algo... ¡Maldita sea, haz un hechizo!
—¿Cómo? —Escuchó su jadeo furioso y apagado—. ¿No ves que estoy colgada?
—¡ Suelta una mano!
—No puedo...
—¡Eh! —gritó desde arriba Jaskier—. ¿Estáis sujetos? ¡Eh!
Geralt no creyó necesario confirmarlo.
—¡Echad la cuerda! —pidió Jaskier—. ¡Deprisa, joder!
Junto al trovador aparecieron los Sableros, los enanos y Gyllenstiern. Geralt escuchó las quedas palabras de Boholt.
—Espera, músico. Ahora caerá ella. Entonces subiremos al brujo.
Yennefer siseó como una serpiente, retorciéndose sobre la espalda de Geralt. El cinturón le cortó dolorosamente en el pecho.
—¿Yen? ¿Puedes tomar apoyo? ¿Con los pies? ¿Puedes hacer algo con los pies?
—Sí —gimió—. Patalear.
Geralt miró hacia abajo, hacia el río, que bramaba entre las afiladas peñas, sobre las que daban vueltas, giraban, unos cuantos fragmentos del puente, algunos caballos y cadáveres con los chillones colores de Caingorn. Más allá de las rocas descubrió, en unas profundas y claras aguas de color verde esmeralda, los cuerpecillos ahusados de unas enormes truchas, moviéndose perezosamente entre la corriente.
—¿Aguantas, Yen?
—Todavía... sí...
—Sube. Tienes que encontrar un punto de apoyo...
—No... puedo...
—¡Dadme la cuerda! —gritó Jaskier—. ¿Qué es lo que hacéis, os habéis vuelto idiotas? ¡Van a caer los dos!
—¿Y no será mejor así? —reflexionó un invisible Gyllenstiern.
El puente tembló y se hundió aún más. Geralt comenzó a perder tacto en los dedos que apretaban la empuñadura del estilete.
—Yen...
—Cállate... y deja de moverte...
—¿Yen?
—No me llames así.
—¿Aguantas?
—No —dijo con frialdad.
No luchaba ya, colgaba de sus hombros como un peso muerto y sin fuerza.
—¿Yen?
—Cállate.
—Yen. Perdóname.
—No. Nunca.
Algo reptó hacia abajo por las tablas. Rápido. Como una serpiente.
Una cuerda que emanaba una fría luz azul, retorciéndose y doblándose como si estuviera viva, tocó con su punta movediza la nuca de Geralt, se deslizó por sus axilas, se unió en un nudo holgado. La hechicera, por debajo de él, gimió, tomó aire. Él estaba seguro de que iba a estallar en sollozos. Se equivocaba.
—¡Atención! —gritó desde arriba Jaskier—. ¡Vamos a subiros! ¡Devastadón! ¡Kennet! ¡Arriba con ellos! ¡Tirad!
Una sacudida, el doloroso y asfixiante abrazo de la tensa cuerda. Subieron rápidamente, rozando con sus barrigas en las toscas tablas.
Arriba, Yennefer fue la primera en levantarse.
—De toda la comitiva —dijo Gyllenstiern—, hemos salvado solamente un furgón, mi rey, sin contar el de los Sableras. Del destacamento sólo han quedado siete arqueros. Al otro lado del precipicio no hay camino ya, sólo rocas y la pared lisa, tan largo como nos permite ver la revuelta de la garganta. No sabemos si se salvó alguien de los que se quedaron cuando el puente se hundió.