Niedamir no contestó. Eyck de Denesle, erguido, estaba de pie ante el rey, hincando en él unos brillantes y febriles ojos.
—Nos persigue la ira de los dioses —dijo levantando la mano—. Hemos pecado, rey Niedamir. Ésta era una empresa sagrada, una empresa contra el Mal. Porque el dragón es el Mal, sí, todo dragón es el Mal encarnado. Yo al Mal no lo dejo pasar con indiferencia, yo lo aplasto bajo mis pies... Lo destruyo. Del modo que mandan los dioses y el Libro Sagrado.
—¿Qué murmura? —se enfureció Boholt.
—No sé —dijo Geralt, mientras arreglaba los jaeces de la yegua—. No he entendido ni palabra.
—Estaos calladitos —dijo Jaskier—. Intento recordarlo; quizá se pueda utilizar, si se le encuentra rima.
—¡Dice el Libro Sagrado —Eyck se dejó llevar— que surgirá de una sima una sierpe, dragón terrible, de siete cabezas y diez cuernos! ¡Y sobre sus lomos una mujer sentada, vestida de púrpura y de escarlata, y dorada con oro, y adornada de piedras preciosas y de perlas, un cáliz de oro habrá en su mano lleno de abominaciones y de la suciedad de su fornicación, y en su frente una señal escrita, señal de toda abominación última!
—¡La conozco! —se alegró Jaskier—. ¡Es Cilia, la mujer del alcalde Sommerhalder!
—Alegraos, señor poeta —dijo Gyllenstiern—. ¡Y vos, caballero Denesle, hablad más claro, si no os importa!
—¡Contra el Mal, mi rey —dijo en voz alta Eyck— hay que enfrentarse con el corazón y la conciencia limpias, con la cabeza alta! Y ¿a quién vemos aquí? ¡Enanos, que son paganos, los paren en las tinieblas y se arrodillan ante oscuros poderes! ¡Hechiceros herejes, que usurpan los derechos divinos, sus fuerzas y privilegios! Un brujo, que es una repugnante rareza, una criatura antinatural y maldita. ¿Os asombráis entonces de que recayera sobre nosotros el castigo? ¡Rey Niedamir! ¡Alcanzamos los límites de lo posible! No pongamos a prueba la piedad divina. Os conmino, rey, a que limpiéis de inmundicia nuestras filas, antes de...
—Y sobre mí ni palabra —dijo Jaskier, apesadumbrado—. Ni una palabra sobre los poetas. Y yo que lo he intentado tanto...
Geralt sonrió en dirección a Yarpen Zigrin, quien estaba acariciando con lentos movimientos la hoja del hacha que portaba al cinto. El enano, divertido, enseñó los dientes. Yennefer se dio la vuelta demostrativamente, fingiendo que su falda rasgada hasta la cadera le molestaba más que las palabras de Eyck.
—Exageramos un poquito, ¿no?, don Eyck —habló con en» fado Dorregaray—. Aunque sin duda con nobles intenciones. Considero innecesario que nos hayáis puesto en conocimiento de vuestra opinión acerca de hechiceros, enanos y brujos. Aunque, a mi juicio, estamos ya todos acostumbrados a tales opiniones, no es cortés ni caballeresco declararlas, don Eyck. Y completamente incomprensible nos resulta después de ver cómo vos, y no otro, corréis y echáis una cuerda mágica de los elfos a un brujo y una hechicera al borde de la muerte. Por lo que decís, antes debierais haber rezado para que cayeran.
—¡Maldita sea! —susurró Geralt a Jaskier—. ¿Él nos echó la cuerda? ¿Eyck? ¿No Dorregaray?
—No —murmuró el bardo—. Fue Eyck; de verdad fue él.
Geralt movió la cabeza con incredulidad. Yennefer maldijo para sí, se irguió.
—Caballero Eyck —dijo con una sonrisa que cualquiera, excepto Geralt, podía haber tomado por amable y amigable—. ¿Cómo es esto? ¿Soy una inmundicia y vos me salváis la vida?
—Sois una dama, doña Yennefer. —El caballero se inclinó rígidamente—, Y vuestro hermoso y sincero rostro permite confiar en que renunciaréis algún día a la maldita nigromancia.
Boholt resopló.
—Os lo agradezco, caballero —dijo, seca, Yennefer—. Y el brujo Geralt también os lo agradece. Agradéceselo, Geralt.
—Antes me partirá un rayo —declaró el brujo con una sinceridad desarmante—. ¿Agradecer el qué? Soy una rareza inmunda y mi feo rostro no predice esperanza alguna de mejora. El caballero Eyck me sacó del precipicio sin quererlo, sólo porque me aferraba con todas mis fuerzas a una hermosa dama. Si hubiera estado solo, Eyck no habría movido ni un dedo. No me equivoco, ¿verdad, caballero?
—Os equivocáis, don Geralt —dijo el caballero andante con mucha tranquilidad—. Nunca niego el socorro a nadie que lo precise. Ni siquiera a un brujo.
—Agradéceselo, Geralt. Y pide perdón —habló Yennefer con dureza—. En caso contrario nos confirmas a todos que al menos en lo que se refiere a ti, Eyck tenía razón por completo. No eres capaz de convivir con los seres humanos. Porque eres distinto. Tu participación en esta empresa es un error. Te ha traído aquí una meta sin sentido. Lo juicioso ahora sería partir. Pienso que tú mismo ya lo has entendido. Y si no, ya va siendo hora.
—¿De qué meta habláis, señora? —metió baza Gyllenstiern.
La hechicera lo miró, no respondió. Jaskier y Yarpen Zigrin se sonrieron el uno al otro significativamente, pero de tal modo que la hechicera no pudiera verlo.
El brujo miró a los ojos de Yennefer. Eran fríos.
—Pido perdón y doy las gracias, caballero de Denesle. —Inclinó la cabeza—. A todos los presentes también doy las gracias. Por el rápido socorro prestado sin vacilar. Escuché mientras colgaba cómo los unos y los otros os apresurabais a ayudar. A todos los presentes pido perdón. Exceptuando a la noble Yennefer, a quien doy las gracias sin pedirle nada. Me despido. La inmundicia deja la partida por propia voluntad. Porque la inmundicia está ya harta de vosotros. Adiós, Jaskier.
—Hey, hey, Geralt —gritó Boholt—. No te portes como un crío, ni hagas de un grano de arena una montaña. Al diablo con...
—¡Paisanooos!
Desde la boca de la garganta venían corriendo Comecabras y algunos milicianos holopolacos que habían sido enviados como avanzada.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tiembla éste así? —Devastadón alzó la cabeza.
—Paisanos... Nobles... señores... —jadeó el zapatero.
—Suelta la boca, hombre —dijo Gyllenstiern, metiendo los pulgares en su cinturón dorado.
—¡El dragón! ¡Allá, el dragón!
—¿Dónde?
—Al otro lado de la garganta... En la raña... Señor, él...
—¡A los caballos! —ordenó Gyllenstiern.
—¡Devastadón! —aulló Boholt—. ¡Al carro! ¡Cortapajas, al caballo y detrás de mí!
—¡A los zapatos! —tronó Yarpen Zigrin—. ¡A los zapatos, su perra madre!
—¡Eh, esperadme! —Jaskier se echó el laúd al hombro—. ¡Geralt! ¡Llévame en tu caballo!
—¡Sube!
La garganta se terminaba en una aglomeración de claros riscos, que iban poco a poco raleando, y formaban un círculo irregular. Detrás de ellos el terreno caía ligeramente hacia una montuosa pradera cubierta de hierba, rodeada por todas partes por una pared caliza en la que se abrían miles de orificios. Tres angostos cañones, las bocas de tres arroyuelos secos, cortaban la pradera.
Boholt, que había llegado el primero galopando hasta la barrera de peñascos, detuvo de súbito el caballo, se puso de pie sobre los estribos.
—Oh, diablos —dijo—. Oh, diablos del infierno. ¡No... no puede ser!
—¿Qué? —preguntó Dorregaray acercándose.
Junto a él, Yennefer saltó del carro de los Sableras, apoyó el pecho en un bloque de roca, miró, retrocedió, se frotó los ojos.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —gritó Jaskier, inclinándose desde detrás de Geralt—. ¿Qué pasa, Boholt?
—Ese dragón... es dorado.
A no más de diez pasos de la boca de la garganta de la que habían salido, en el camino hacia el cañón que conducía en dirección al norte, sobre una pequeña colina de forma graciosamente ovalada, estaba sentada la criatura. Estaba allí, el largo y esbelto cuello doblado en un arco regular, la aplastada cabeza apoyada sobre el pecho abombado, la cola sobre las patas delanteras, que tenía estiradas.
Había en aquella criatura, en la posición en la que estaba sentada, una especie de gracia indescriptible, algo felino, algo que contradecía su evidente procedencia reptiliana. Innegablemente reptiliana. Pues aquella criatura estaba cubierta de escamas, claramente dibujadas, que brillaban hasta herir los ojos con los tonos de un claro y dorado oro. Porque la criatura que estaba sentada en la colina era dorada, dorada desde la punta de las garras clavadas en la tierra hasta el final de la larga cola, que se agitaba ligera entre los cardos. Al tiempo que los miraba a ellos con grandes ojos amarillos, la criatura desplegó unas anchas y amarillentas alas de murciélago y se quedó inmóvil, ordenándoles que le admiraran.
—Un dragón dorado —susurró Dorregaray—. Es imposible... ¡Una leyenda viviente!
—No existen, su puta madre, dragones dorados —advirtió Devastadón y escupió—. Sé lo que me digo.
—Entonces, ¿qué es lo que está sentado en la colina? —preguntó Jaskier con aire razonable.
—Alguna estafa.
—Una ilusión.
—Esto no es una ilusión —dijo Yennefer.
—Es un dragón dorado —habló Gyllenstiern—. Un verdadero dragón dorado.
—¡Los dragones dorados existen sólo en las leyendas!
—Dejadlo ya —se entremetió de pronto Boholt—. No hay por qué alterarse. Hasta un gilipollas ve que es un dragón dorado. ¿Y qué diferencia hay, señores míos, si es dorado, azul, de color mierda o a cuadros? Grande no es, nos lo cargaremos en un decir amén. Cortapajas, Devastadón, descargad el carro, sacad la herramienta. Qué me importará a mí la diferencia entre dorado o no.
—Hay diferencia, Boholt —dijo Cortapajas—. Y muy principal. Éste no es el dragón al que damos caza. No es ese al que envenenaron en Holopole, sentadito en su madriguera sobre oros y joyas. Este de aquí, sobre el culo sólo se sienta. Entonces, ¿para qué coño lo queremos?
—Este dragón es dorado, Kennet —aulló Yarpen Zigrin—. ¿Has visto alguna vez algo así? ¿No entiendes? Por su piel nos darán más de lo que nos sacaríamos con un tesoro normal.
—Y esto sin reventar el mercado de piedras preciosas —añadió Yennefer, sonriendo feamente—. Yarpen tiene razón. El trato sigue existiendo. ¿Hay botín que repartirse o no?
—¡Eh, Boholt! —gritó Devastadón desde el carro, donde andaba revolviendo ruidosamente en el equipo—. ¿Qué nos colocamos nosotros y los caballos? ¿Qué puede escupir el bicho dorado ése? ¿Fuego? ¿Ácido? ¿Vapor?
—El diablo sabrá, señores míos. —Boholt se mostró preocupado—. ¡Eh, hechiceros! ¿Acaso las leyendas sobre dragones dorados dicen cómo matarlos?
—¿Cómo matarlos? ¡Pues normal! —gritó de pronto Comecabras—. No hay qué meditar; traed presto algún animal. Lo atestamos de algo venenoso y se lo echamos al bicho, que reviente.
Dorregaray miró al zapatero de reojo, Boholt escupió, Jaskier volvió la cabeza con un gesto de asco. Yarpen Zigrin se rió a grandes carcajadas, echándose hacia un lado.
—¿Qué miráis? —preguntó Comecabras—. Vamos al tajo; hay que decidir con qué rellenamos el cebo, para que el bicho la palme cuando antes. Ha de ser algo que sea muy venenoso, tóxico o corrompido.
—Ajá —habló el enano, todavía sonriéndose—. Algo que sea venenoso, asqueroso y apestoso. ¿Sabes qué, Comecabras? Resulta que eso eres tú.
—¿Lo qué?
—Mierda. Lárgate de aquí, jodealbarcas; que mis ojos no te vean.
—Don Dorregaray —dijo Boholt, acercándose al hechicero—. Mostrad que sois de utilidad. Recordad leyendas y tradiciones. ¿Qué sabéis acerca de los dragones dorados?
El hechicero sonrió, se irguió orgulloso.
—¿Preguntas qué sé sobre los dragones dorados? Poco, pero suficiente.
—Entonces escuchamos.
—Pues escuchad, y escuchad con atención. Allá, delante de nosotros, está sentado un dragón dorado. Una leyenda viviente, puede que el último y el único de su género que se ha salvado de vuestra locura asesina. No se mata a una leyenda. Yo, Dorregaray, no os permitiré tocar a ese dragón. ¿Entendido? Podéis hacer el equipaje, recoger los bártulos y volver a casa.
Geralt estaba convencido de que iba a estallar una pelea. Se equivocaba.
—Poderoso hechicero —le interrumpió la voz queda de Gyllenstiern—. Cuidad bien de qué y a quién habláis. El rey Niedamir os puede ordenar a vos, Dorregaray, que recojáis las tiendas y os vayáis al diablo. Pero no al contrario. ¿Está claro?
—No —dijo el hechicero con orgullo—. No lo está. Porque yo soy el maestro Dorregaray y no voy a obedecer a alguien cuyo reino abarca un territorio que se ve desde la altura de la empalizada de una asquerosa, sucia y apestosa fortaleza. ¿Acaso sabéis, don Gyllenstiern, que si pronuncio un encantamiento y realizo un movimiento de mi mano os convertiréis en un pastel de ternera y ese rey vuestro menor de edad en algo infinitamente peor? ¿Está claro?
Gyllenstiern no alcanzó a responder, pues Boholt, que se había ido acercando a Dorregaray, lo agarró por los brazos y lo volvió hacia sí. Devastadón y Cortapajas, callados y sombríos, salieron de detrás de las espaldas de Boholt.
—Escuchad, señor mago —dijo el gigantesco Sablero—. Antes de que comencéis a realizar esos movimientos vuestros de mano, escuchad. Podría explicaros largo y tendido, señor mío, lo que hago yo con tus prohibiciones, tus leyendas y tu hablar de mierda. Pero no me apetece. Así que esto habrá de bastarte como respuesta.
Boholt carraspeó, se metió un dedo en la nariz y, desde corta distancia, lanzó un moco a la punta de las botas del hechicero.
Dorregaray palideció, pero no se movió. Veía —como todos— la maza de armas, ligada con una cadena a un palo de un codo de largo que sujetaba Devastadón en su mano tendida hacia abajo. Sabía —como todos— que necesitaba más tiempo para lanzar un hechizo del que necesitaba Devastadón para romperle la cabeza en pedacitos.
—Bueno —dijo Boholt—. Y ahora poneos a un lado como buen muchacho, señor mío. Y si te vuelve a venir gana de abrir el pico, te metes en la boca bien presto un puñado de yerba. Porque si vuelvo a escuchar tus gimoteos, te juro que te vas a acordar de mí.
Boholt se dio la vuelta, se frotó las manos.
—Va, Devastadón, Cortapajas, al tajo, que todavía se nos va a escapar el bicho.
—No parece como que tenga intenciones de huir —dijo Jaskier, que estaba contemplando el suceso—. Miradlo si no.
El dragón dorado, sentado en la colina, abrió la boca, removió la cabeza, agitó las alas, barrió el suelo con la cola.
—¡Rey Niedamir y vos, caballeros! —gritó con una voz que sonaba como una trompa de latón—. ¡Soy el dragón Villentretenmerth! Por lo que veo, no os retuvo a todos la avalancha que yo, valga la inmodestia, hice caer sobre vuestras cabezas. Llegasteis hasta aquí. Como sabéis, de este valle hay sólo tres salidas. Al oriente, hacia Holopole, y a poniente, hacia Caingorn. De estos caminos podéis hacer uso. El camino del norte, señores, no lo recorreréis, porque yo, Villentretenmerth, os lo prohíbo. Si alguien hay que mi prohibición no quiera respetar, lo reto a combate, a un honorable duelo de caballeros. Con armas convencionales, sin hechizos, sin escupir fuego. Una lucha hasta la completa capitulación de una de las partes. ¡Espero la respuesta a través de vuestro heraldo, como manda la costumbre!