Pero el ojos de pez tenía los dedos más largos.
El brujo lo cortó por el lado, por encima de las caderas, giró en semivuelta, apretó la hoja más hondo con el peso de su cuerpo, evitó sin problemas el contraataque amplio y descontrolado, desesperado y falto de gracia. El monstruo, abriendo su boca de pez sin ruido, desapareció bajo el agua, en la que flotaban nubecillas de color rojo oscuro.
—¡Dame la mano! ¡Deprisa! —aulló Jaskier—. ¡Vienen a montones! ¡Los veo!
El brujo agarró la mano derecha del bardo y salió del agua a la plataforma de piedra. Detrás de él, con fuerza, se estrelló una ola.
Comenzaba la marea alta.
Huyeron a toda prisa, perseguidos por el agua. Geralt miró y vio cómo del mar surgían muchos más seres ícteos, cómo se lanzaban en su persecución, saltando ágiles con unos pies musculosos. Aceleró el paso sin decir palabra.
Jaskier suspiraba, corría pesadamente, haciendo saltar el agua que ya llegaba hasta las rodillas. De pronto se tropezó, cayó, gateó por entre las algas y sargazos apoyándose en unas manos hinchadas. Geralt lo agarró por el cinturón, lo arrancó de entre la espuma que se había formado a su alrededor.
—¡Corre! —gritó—. ¡Los contendré!
—Geralt...
—¡Corre, Jaskier! ¡Pronto el agua llenará la grieta y entonces no podremos salir! ¡Corre mientras tengas fuerzas!
Jaskier gimió y echó a correr. El brujo le siguió, contando con que los monstruos se separarían en la persecución. Sabía que en una lucha con todo el grupo estaba perdido.
Lo alcanzaron junto a la misma grieta, porque el agua ya estaba tan alta que podían nadar, mientras que él, sumergido en la espuma, trepó con esfuerzo hacia arriba por las resbaladizas piedras. La grieta era, sin embargo, demasiado estrecha como para que pudieran atacarle desde todos los ángulos. Se detuvo en una hoya, allí donde Jaskier había encontrado la calavera.
Se paró, se dio la vuelta. Y se tranquilizó.
Al primero le clavó la punta de la espada en el lugar donde debiera estar la sien. Al segundo, armado con algo parecido a un hacha corta, le abrió la barriga. El tercero huyó.
El brujo se lanzó hacia la salida del agujero, pero en ese mismo momento se estrelló una ola contra él, lo ahogó en espuma, creó un remolino en la chimenea, lo arrancó de las rocas y lo tiró hacia abajo, hacia el ojo del remolino. Se estrelló contra un ser pez que se sacudía en el remolino, lo alejó de un puntapié. Alguien le agarró de una pierna y tiró de él hacia abajo, hacia el fondo. Apoyó la espalda en las rocas, abrió los ojos justo a tiempo para ver unas oscuras siluetas, dos rápidos brillos. El primer brillo lo paró con la espada, el segundo le hizo cubrirse inconscientemente con la mano izquierda. Sintió el golpe, el dolor, y acto seguido la ácida mordedura de la sal. Golpeó con los pies en el fondo, se impulsó hacia arriba, hacia la superficie, colocó los dedos, prendió la Señal. La explosión fue sorda, hirió sus oídos en un corto paroxismo de dolor. Si salgo de ésta, pensó, agitando el agua con manos y pies, si salgo de ésta, iré a ver a Yen a Vengerberg, intentaré otra vez... Si salgo de ésta...
Le pareció escuchar el sonido de una trompa. O de un cuerno.
La ola, estallando de nuevo en la chimenea, lo impulsó hacia la superficie, lo arrojó de bruces sobre la gran plataforma. Ahora escuchaba con claridad el sonido de un cuerno, los gritos de Jaskier, que parecían llegar de todos lados al mismo tiempo. Resopló para expulsar el agua salada de su nariz, miró alrededor, mientras se retiraba los cabellos mojados del rostro.
Estaba en la playa, junto al lugar del que habían partido. Estaba tendido de bruces en las piedrecillas, en su entorno la espuma blanca se preparaba para la subida de la marea.
Detrás de él, en la plataforma, ahora apenas un estrecho cabo, bailaba sobre las olas un enorme delfín gris. En sus lomos, agitando unos cabellos de verde celadón, cabalgaba una sirena. Tenía unos hermosos pechos.
—¡Peloblanco! —cantó, saludando con la mano en la que sujetaba una enorme concha cónica, retorcida, en espiral—. ¿Estás vivo?
—Estoy vivo —se asombró el brujo.
La espuma a su alrededor tomó un color rosáceo. El brazo izquierdo estaba rígido, la sal le roía. El brazo de su jubón tenía un corte recto e igualado, de la abertura manaba la sangre. Salí de ésta, pensó, lo conseguí de nuevo. Pero no, jamás iré.
Vio a Jaskier, que corría hacia él, tropezando con el suelo mojado.
—¡Los he detenido! —cantó la sirena y sopló de nuevo en la concha—. ¡Pero no por mucho tiempo! ¡Huye y no vuelvas por aquí, peloblanco! El mar... ¡no es para vosotros! —¡Lo sé! —repuso—. ¡Lo sé! ¡Gracias, Sh'eenaz!
—Jaskier —dijo Ojazos mientras cortaba con los dientes la punta del vendaje y lo anudaba sobre la muñeca de Geralt—. Explícame de dónde ha salido todo ese montón de conchas de caracoles que hay bajo las escaleras. En este momento la mujer de Drouhard lo está limpiando y no oculta el juicio que ambos le merecéis.
—¿Conchas? —se hizo el sorprendido Jaskier—. ¿Qué conchas? No tengo ni idea. ¿No los habrán dejado allí algunos patos voladores?
Geralt sonrió, volviendo el rostro hacia la oscuridad. Sonreía al recordar las blasfemias de Jaskier, que había pasado toda la tarde abriendo moluscos y rebuscando en la viscosa carne, se había cortado el dedo y ensuciado la camisa, pero no había hallado ni una sola perla. Y no es de asombrarse puesto que lo más seguro es que no fueran perlíferos sino simples chirlas o mejillones. La idea de hacer una sopa con ellos la habían descartado cuando Jaskier abrió la primera concha: la carne se veía tan poco apetitosa y apestaba de tal modo que hasta les saltaban lágrimas de los ojos.
Ojazos terminó el vendaje y se sentó en la tina vuelta del revés. El brujo le dio las gracias, al tiempo que se miraba la mano elegantemente vendada. La herida era profunda y bastante larga, afectaba también al codo, que dolía con rabia cuando lo movía. La había vendado ya provisionalmente a la orilla del mar, pero en cuanto alcanzaron la casa había comenzado a sangrar de nuevo. Antes de que llegara la muchacha, Geralt había echado en el antebrazo herido un elixir para coagular la sangre, tomó del elixir anestésico y Essi los había descubierto en el momento en que junto con Jaskier intentaba coser la herida con ayuda de un sedal atado a un anzuelo de pesca. Ojazos les había gritado y ella misma había cosido la herida, mientras que Jaskier la gratificó con una colorida descripción de la lucha, reservándose varias veces los derechos exclusivos para un romance sobre todo el acontecimiento. Essi, está claro, ahogó a Geralt con un diluvio de preguntas a las que no supo responder. Se lo tomó a mal, había sacado por lo visto la impresión de que le ocultaban algo. Se amohinó y dejó de preguntar.
—Agloval ya lo sabe —dijo—. Os vieron al volver, y la de Drouhard, cuando vio la sangre en las escaleras, corrió a cotillear. La gente se aprieta en las rocas con la esperanza de que las olas echen algo, todavía están dando vueltas por allí; por lo que sé no han encontrado nada.
—Y no lo encontrarán —dijo el brujo—. Iré a ver a Agloval mañana, pero avísale, si puedes, para que prohiba a la gente andar junto a los Colmillos del Dragón. Pero por favor, ni una palabra sobre esas escaleras ni sobre las fantasías de Jaskier acerca de la ciudad de Ys. Enseguida saldrían los buscadores de tesoros y de emociones y habría más cadáveres...
—No soy ninguna charlatana. —Essi puso mala cara, se apartó violentamente el rizo—. Si pregunto algo no es para salir corriendo a la fuente y contárselo a las lavanderas.
—Lo siento.
—Tengo que salir —comunicó de pronto Jaskier—. Tengo una cita con Akeretta. Geralt, me llevo tu jubón, el mío está inhumanamente sucio, aparte de húmedo.
—Todo aquí está húmedo —dijo con sarcasmo Ojazos, y, dando señales de repugnancia, asestó un golpecito con la punta del pie a las piezas de ropa desparramadas acá y allá—. ¿Cómo se puede ser así? Hay que colgar esto, dejarlo secar como es debido... Sois horribles.
—Se seca solo. —Jaskier tomó la almilla mojada del brujo y miró con alegría las tachuelas de plata de las mangas.
—No pongas excusas. ¿Y qué es esto? Va, no me digas, esta bolsa todavía está llena de fango y algas. Y esto... ¿Qué es esto? ¡Puaj!
Geralt y Jaskier contemplaron en silencio la concha azul cobalto que Essi sujetaba con dos dedos. Se habían olvidado. El molusco estaba ligeramente abierto y apestaba visiblemente.
—Es un regalo —dijo el trovador, deslizándose hacia la puerta—. Mañana es tu cumpleaños, ¿no es cierto, Marioneta? Pues esto es un regalo para ti.
—¿Esto?
—Bonita, ¿verdad? —Jaskier sorbió aire y añadió con rapidez—: Es de parte de Geralt. Él la eligió para ti. Oh, ya es tarde. Con dios...
Después de su salida Ojazos calló por un momento. El brujo miró el apestoso molusco y se avergonzó. De Jaskier y de sí mismo.
—¿Te acordaste de mi cumpleaños? —preguntó Essi, manteniendo el molusco lejos de sí—. ¿De verdad?
—Dame eso —dijo él con aspereza. Se alzó en el jergón, protegiendo la mano vendada—. Te pido perdón por ese idiota...
—No —protestó, tomando un cuchillito con su vaina del cinturón—. De verdad que es una concha bien bonita, la guardaré como recuerdo. Sólo hay que limpiarla, y antes librarse de... su contenido. Lo tiraré por la ventana, que se lo coman los gatos.
Algo golpeó contra el pavimento, rodó. Geralt hizo más amplia la retina y vio aquel algo bastante antes que Essi.
Era una perla. Una hermosa, opalina y brillante perla de color azul pálido, grande como un guisante.
—Por los dioses. —Ojazos la vio—. Geralt... ¡Una perla!
—Una perla —se rió él—. Así pues, has recibido un regalo, Essi. Me alegro.
—Geralt, no puedo aceptarlo. Esta perla vale...
—Es tuya —la interrumpió—. Jaskier, aunque se haga el tonto, se acordó de verdad de tu cumpleaños. Y es verdad que quería darte una alegría. Habló de ello, habló en voz alta. Así que el destino le oyó y concedió lo que era necesario.
—¿Y tú, Geralt?
—¿Y yo?
—¿Acaso tú... también querías darme una alegría? Esta perla es tan hermosa... Debe de valer muchísimo... ¿No lo lamentas?
—Me alegro de que te guste. Y si hay algo que lamente es que sólo hubiera una. Y que...
—¿SÍ?
—Que no te conozca desde hace tanto tiempo como Jaskier, tanto tiempo como para poder saber y recordar tu cumpleaños. Para poder hacerte regalos y darte alegrías. Para poder... llamarte Marioneta.
Se acercó a él y de pronto le echó los brazos al cuello. Geralt previó su movimiento hábilmente y con rapidez evitó sus labios, la besó con frialdad en la mejilla, la abrazó con el brazo sano, con torpeza, con reserva y delicadeza. Percibió cómo la muchacha se frenaba y retrocedía poco a poco, pero sólo a la distancia de los brazos, aún descansando en sus hombros. Él sabía lo que esperaba, pero no lo hizo. No la atrajo hacia sí.
Essi le soltó, se dio la vuelta hacia el ventanuco sucio y entreabierto.
—Por supuesto —dijo de improviso—. Apenas me conoces. Olvidaba que tú apenas me conoces.
—Essi —contestó él, al cabo—. Yo...
—Yo tampoco te conozco apenas —estalló, interrumpiéndole—. ¿Y qué más da? Te quiero. Nada puede evitarlo. Nada.
—¡Essi!
—Sí. Te quiero, Geralt. Me da igual lo que pienses. Te quiero desde el momento en que te vi, allá, en la fiesta...
Calló, bajó la cabeza.
Estaba de pie delante de él y Geralt lamentó que fuera ella y no el ser pez con su sable escondido bajo el agua. Con el ser pez tenía al menos una posibilidad de salir del paso. Con ella no.
—No dices nada —afirmó un hecho—. Nada, ni una palabra.
Estoy cansado, pensó, y horriblemente débil. Tengo que sentarme, se me nubla la vista, he perdido sangre y no he comido... Tengo que sentarme. Maldito cuartucho, pensó, así estallara en la próxima tormenta tocado por un rayo. Esta maldita falta de muebles, dos malditas sillas y una mesa, que sirve para separar, ante la que hablar es tan fácil y tan seguro, se puede incluso sujetar la mano del otro. Y yo tengo que sentarme en el jergón, tengo que pedirle que se siente junto a mi. Y el jergón lleno de cáscaras de guisantes es muy peligroso, de aquí no puede uno ni siquiera escaparse, retirarse...
—Siéntate junto a mí, Essi.
Se sentó. Con una pequeña vacilación. Con delicadeza. Lejos. Demasiado cerca.
—Cuando me enteré —susurró, rompiendo un largo silencio—, cuándo escuché que Jaskier te había traído cubierto de sangre, salí corriendo de casa como una loca, corrí a ciegas, sin prestarle atención a nada. Y entonces... ¿sabes lo que pensé entonces? Que es magia, que me echaste un encantamiento, que en secreto, a traición, me hechizaste, con tus Señales, con tu medallón de lobo, con tus ojos malos. Así pensé, pero no me detuve, seguí corriendo, porque comprendí que lo deseaba... que deseaba estar bajo tu poder. Y la realidad resultó ser aún más terrible. No me habías echado ningún hechizo. ¿Por qué, Geralt? ¿Por qué no me hechizaste?
Él guardó silencio.
—Si esto fuera magia —siguió—, todo sería sencillo, fácil. Me doblegaría ante tu poder y sería feliz. Y así... Tengo... No sé qué me pasa...
Diablos, pensó Geralt, si Yennefer cuando está conmigo se siente como yo ahora, la compadezco. Nunca más me asombraré. Nunca más la odiaré... Nunca.
Porque puede que Yennefer sienta esto mismo que yo siento ahora, sienta una profunda seguridad de que debiera conceder lo que es imposible de conceder, incluso aún más imposible que la relación entre Agloval y Sh'eenaz. La seguridad de que no bastaría un pequeño sacrificio, de que haría falta sacrificar todo y no se sabe siquiera si eso sería suficiente. No, no voy ya a odiar a Yennefer porque no pueda y no quiera darme algo más que un pequeño sacrificio. Ahora sé que un pequeño sacrificio es muchísimo.
—Geralt —gimió Ojazos, sujetando la cabeza entre los brazos—. Me da mucha vergüenza. Me avergüenzo de lo que siento, que es como una maldita anemia, como un resfriado, como el asma...
Él callaba.
—Siempre pensé que sería un hermoso y elevado estado del alma, noble y orgulloso, incluso si producía la infelicidad. ¿Acaso no he escrito tantos romances sobre algo así? Y resulta que esto es orgánico, Geralt, terrible y absolutamente orgánico. Así se siente alguien que está enfermo, que ha bebido veneno. Porque del mismo modo que alguien que haya bebido veneno se está dispuesto a todo a cambio del antídoto. A todo. Incluso a la humillación.