—Os equivocáis, doña Essi —habló con serenidad Agloval—. Nos enteraremos de adónde conducen estas escaleras. Aún más, bajaremos por ellas. Comprobaremos qué hay al otro lado del océano, si acaso algo hubiera. Y sacaremos de este océano todo lo que se pueda sacar. Y si no nosotros, lo harán nuestros nietos, o los nietos de nuestros nietos. Es sólo cuestión de tiempo. Sí, lo haremos aunque este océano se tenga que volver rojo de la sangre. Y tú lo sabes, Essi, sabia Essi, que escribe la crónica de la humanidad con sus romances. La vida no es un romance, pequeña, pobre poeta de ojos hermosos perdida entre sus propias hermosas palabras. La vida es una lucha. Y la lucha nos la enseñaron justamente los tales brujos más valiosos que nosotros. Ellos nos mostraron el camino, ellos nos abrieron paso, ellos lo sembraron con los cadáveres de aquellos que nos estorbaban y nos molestaban a nosotros, seres humanos, con los cadáveres de aquellos que protegían de nosotros este mundo. Nosotros, Essi, sólo continuamos esta lucha. Somos nosotros y no tus romances los que creamos la crónica de la humanidad. Y ya no necesitamos brujos porque ahora nada es capaz de detenernos. Nada.
Essi, pálida, se sopló el rizo y alzó la cabeza.
—¿Nada, Agloval?
—Nada, Essi.
La poeta sonrió.
De la antesala les llegó un repentino bureo, griterío, barahúnda. En la sala entraron pajes y guardias, se inclinaron o se pusieron de rodillas, formando una hilera. Ante la puerta estaba Sh'eenaz.
Sus cabellos verde claro aparecían artísticamente peinados, sujetos por una maravillosa diadema de corales y perlas. Vestía un traje de color agua de mar, con volantes blancos como la espuma. El traje estaba muy calado, de modo que la belleza de la sirena, aunque escondida en parte y decorada con bordados de jade y lapislázuli, todavía era digna de la mayor admiración.
—Sh'eenaz... —gimió Agloval, cayendo de rodillas—. Mi... Sh'eenaz...
La sirena se acercó con lentitud, y su paso era blando y lleno de gracia, fluido como una ola que se acerca.
Se detuvo ante el príncipe, brillaron en su sonrisa unos pequeñísimos dientes blancos; luego, con mucha rapidez, sus pequeñas manos aferraron el traje y lo levantaron, muy alto, lo suficientemente alto como para que todos pudieran valorar la calidad del trabajo de la hechicera marina, marfanta. Geralt tragó saliva. No cabía duda: la marfanta sabía lo que son unas piernas bonitas y cómo se las hace.
—¡Ja! —gritó Jaskier—. Mi romance... Es completamente igual que mi romance... ¡Se hizo unas piernas para él, pero perdió la voz!
—No he perdido nada —dijo Sh'eenaz, cantarína, en la más pura lengua común—. De momento. Después de esta operación me siento como nueva.
—¿Hablas nuestra lengua?
—¿Qué pasa, que no se puede? Cómo te va, peloblanco. Ah, y tu amada está aquí; Essi Daven, si no recuerdo mal. ¿La conoces ya mejor o todavía apenas, apenas?
—Sh'eenaz... —gimió Agloval conmovedor, mientras se acercaba a ella de rodillas—. ¡Amor mío! Mi única... amada... Así que al final, por fin. ¡Por fin, Sh'eenaz!
La sirena, con un elegante gesto, le dio la mano para que la besara.
—Sí. Porque yo también te quiero, idiota. Y qué amor sería éste si el enamorado no fuera capaz de un pequeño sacrificio.
Partieron de Bremervoord temprano, con el frío del amanecer, entre una niebla que difuminaba el destello de la esfera roja del sol que se alzaba por el horizonte. Partieron los tres. Así lo habían decidido. No hablaron sobre ello, no hicieron planes, querían simplemente estar juntos. Por algún tiempo.
Dejaron atrás el cabo pedregoso, se despidieron del acantilado, de las desgarradas rocas de las playas, de las extrañas formaciones calizas moldeadas por el viento y las olas. Pero cuando comenzaron a cabalgar por el valle floreado y verde de Dol Adalatte, aún tenían en la nariz el perfume del mar, y en las orejas el sonido de la marejada y el salvaje y molesto chillido de las gaviotas.
Jaskier hablaba sin cansarse, sin pausa, saltaba de un tema a otro, y ninguno terminaba. Habló del País de Bar, donde una estúpida costumbre obliga a las doncellas a guardar su virtud hasta que contraigan matrimonio; de los pájaros de metal de la isla de Inis Porhoet; del agua viva y el agua muerta; del sabor y extrañas propiedades del vino de zafiro, llamado cill; de los cuatrillizos reales de Ebbing, horribles rapazuelos importunos llamados Putzi, Gritzi, Mitzi y Juan Pablo Vassermiller. Habló de las nuevas tendencias en música y poesía lanzadas por la competencia, tendencias que, en opinión de Jaskier, no eran más que vampiros que imitaban la actitud de la vida.
Geralt callaba. Essi también callaba o respondía con medias palabras. El brujo sentía su mirada. Una mirada que evitaba a toda costa.
Atravesaron el río Adalatte mediante un pontón de cuya cuerda tuvieron que tirar ellos mismos, pues el pontonero se encontraba en un patético estado de borrachera, blanco como un cadáver, tieso-espasmódico, absorto en la palidez del abismo, no podía soltar la palanca de la cabina, que apretaba con las dos manos, y a todas las preguntas que se le hacían contestaba con una única palabra que sonaba algo así como «burg».
El país al otro lado del río Adalatte le gustó al brujo: las aldeas situadas a lo largo del río estaban en su mayoría rodeadas de una empalizada, lo que permitía prever ciertas oportunidades de encontrar trabajo.
Cuando abrevaron los caballos, hacia el mediodía, Ojazos se acercó a él aprovechando que Jaskier se había alejado. Al brujo no le dio tiempo a alejarse. Le pilló por sorpresa.
—Geralt —dijo en voz baja—. Yo ya... no puedo aguantar esto. Está más allá de mis fuerzas.
Él intentó escapar de la necesidad de mirarla a los ojos. No se lo permitió. Estaba delante de él, jugueteando con la perla celeste engarzada en las florecillas de plata, colgada al cuello. Estaba delante de él, y él de nuevo lamentó que no fuera el ojos de pez con su sable escondido bajo el agua.
—Geralt... Tenemos que hacer algo con esto, ¿verdad?
Esperó a su respuesta. A sus palabras. A un pequeño sacrificio. Pero el brujo no tenía nada que pudiera sacrificarle, lo sabía. No quería mentir. Y no podía permitirse la verdad, porque no podía decidirse a causarle daño alguno.
La situación la salvó Jaskier, el infalible Jaskier, apareciendo de pronto. Con su infalible tacto.
—¡Pues claro que sí! —gritó y lanzó al agua con fuerza el bastoncillo con el que había estado removiendo los juncos y las enormes ortigas de ribera—. ¡Claro que tenéis que hacer algo con ello, ya va siendo hora! ¡No tengo ganas de seguir viendo más tiempo lo que pasa entre vosotros! ¿Qué es lo que quieres de él, Marioneta? ¿Lo imposible? Y tú, Geralt, ¿a qué esperas? ¿A que Ojazos lea tus pensamientos como... como la otra? ¿Y a que se contente con esto, y así tú callarás cómodamente, sin tener que aclarar nada, declarar nada, rechazar nada? ¿Sin tener que mostrarte? ¿Cuánto tiempo, cuántos hechos os hacen falta a vosotros dos para poder entender? ¿Y cuándo querréis entender? ¿Dentro de unos años, en vuestros recuerdos? ¡Si mañana tenemos que separarnos, diablos! Oj, ya estoy harto, por los dioses, me tenéis hasta aquí vosotros dos. ¡Uff! Vale, escuchad, yo ahora voy a tomar una rama de avellano y me voy a pescar, y vosotros vais a tener un rato de soledad, os vais a poder decir todo. Decios todo, intentad entenderos el uno al otro. No es tan difícil como imagináis. Y luego, por los dioses, hacedlo. Hazlo con él, Marioneta. Hazlo con ella, Geralt y sé gentil con ella. Y entonces, mierda, o se os pasa o...
Jaskier se dio la vuelta con violencia y se fue, aplastando las hierbas y blasfemando. Hizo una caña con una vara de avellano y pelos de caballo y estuvo pescando hasta que cayó la oscuridad.
Cuando se fue, Geralt y Essi estuvieron de pie mucho tiempo, apoyados en un deforme sauce que estaba inclinado sobre la corriente. Estuvieron allí, apretándose con fuerza las manos. Luego el brujo comenzó a hablar, habló en voz baja y largo tiempo, y los ojos de Ojazos se llenaron de lágrimas.
Y luego, por los dioses, lo hicieron, ella y él.
Y todo estuvo bien.
Al día siguiente organizaron algo así como una cena festiva. En una de las aldeas por las que pasaron, Essi y Geralt compraron un corderillo ya preparado. Mientras ellos mercaban, Jaskier robó con sigilo ajo, cebolla y zanahorias del huertecillo de detrás de la choza. Al irse, arramplaron aun un pequeño caldero de lata de la cerca de detrás de la fragua. El caldero estaba un poco agujereado pero el brujo lo lañó con la Señal de Igni.
La cena tuvo lugar en un calvero, en lo profundo del monte. El fuego chasqueaba alegremente, el caldero borboteaba. Geralt lo removía cuidadosamente con una rama de abeto descorchada que hacía las veces de cuchara de cocina. Jaskier peló la cebolla y cortó las zanahorias. Ojazos, que no tenía ni idea de cocinar, les amenizaba el tiempo tocando el laúd y cantando cuplés picantes.
Fue una cena festiva. Porque por la mañana temprano tenían que separarse, por la mañana cada uno de ellos tenía que irse por su camino, en busca de algo que, sin embargo, ya tenían. Pero no sabían que lo tenían, ni siquiera podían imaginárselo. No se imaginaban adónde los llevarían los caminos que iban a tener que recorrer por la mañana. Cada uno por su lado.
Después de comer, bebieron de la cerveza que les había regalado Drouhard, charlaron y se rieron, Jaskier y Essi hicieron apuestas con sus canciones. Geralt, con las manos detrás de la cabeza, tumbado sobre un lecho de ramas de abeto, pensaba que nunca había oído tan hermosas voces y tan hermosos romances. Pensó en Yennefer. Pensó también en Essi. Tenía el presentimiento de que...
Para terminar, Ojazos cantó junto con Jaskier el famoso dueto de Cyntia y Vertvern, una maravillosa canción de amor que comenzaba con las palabras: «Más de una lágrima he llorado...». Y a Geralt le parecía que hasta los árboles se inclinaban a escuchar a aquellos dos.
Luego Ojazos, que olía a verbena, se tumbó junto a él, le apretó por el cuello, apoyó la cabeza sobre su pecho, suspiró quizá dos veces y se durmió tranquila. El brujo se quedó dormido más tarde, mucho más tarde.
Jaskier, contemplando el fuego moribundo, estuvo sentado aún más tiempo, solo, rasgueando el laúd sin hacer mucho ruido.
Comenzó con unos cuantos acordes, a partir de los cuales cristalizó una serena y elegante melodía. Los versos adecuados se formaron al mismo tiempo que la melodía, las palabras se incrustaban en la música, se quedaban en ella como si fueran insectos dentro de ámbar dorado y translúcido.
El romance hablaba de cierto brujo y cierta poetisa. De cómo el brujo y la poetisa se conocieron a la orilla del mar, entre los chillidos de las gaviotas; cómo se enamoraron desde el primer momento. De cuán hermoso y fuerte era su amor. De que nada, ni siquiera la muerte, sería capaz de destruir aquel amor ni de separarlos.
Jaskier sabía que pocas personas creerían la historia que contaba el romance, pero no se preocupó por ello. Sabía que los romances no se escriben para que se crea en ellos, sino para emocionar.
Algunos años después, Jaskier podría haber cambiado el contenido del romance, haber escrito sobre lo que sucedió en realidad. No lo hizo. La verdadera historia no hubiera emocionado a nadie. ¿Quién querría escuchar que el brujo y Ojazos se separaron y no se volvieron a ver nunca más, ni una sola vez? ¿Que cuatro años más tarde Ojazos murió de viruela durante una epidemia que asoló Wyzima? ¿Que él, Jaskier, la sacó en sus brazos de entre los cadáveres quemados en las hogueras y la enterró lejos de la ciudad, en el bosque, sola y tranquila, y junto con ella, tal y como había pedido, dos cosas: su laúd y su perla celeste? Una perla de la que nunca se separó.
No, Jaskier se quedó con la primera versión del romance. Pero aun así, jamás llegó a cantarla. Nunca. A nadie.
Al amanecer, aún en la oscuridad, hasta su campamento se arrastró un lobisome hambriento y rabioso, pero al ver que era Jaskier quien allí estaba, escuchó un momento y se fue.
Halló el primer cadáver hacia mediodía.
La vista de los muertos casi nunca afectaba al brujo; a menudo contemplaba los cadáveres con absoluta indiferencia. Esta vez no le resultó indiferente.
El muchacho tenía unos quince años. Estaba tendido de espaldas, con las piernas muy abiertas, en los labios se le había congelado un gesto de espanto. Por ello supo Geralt que el muchacho había muerto en el acto, que no había sufrido y que con toda seguridad ni siquiera había sabido que moría. La flecha le había acertado en el ojo, se había introducido profundamente en el cráneo, hasta el occipucio. La flecha estaba emplumada con una pena de faisán con rayas amarillas. El asta de la flecha sobresalía por encima de la hierba.
Geralt miró a su alrededor, rápidamente y sin esfuerzo encontró lo que buscaba. Otra flecha, idéntica, clavada en la corteza de un pino, a unos seis pasos por detrás. Sabía lo que había pasado. El muchacho no había entendido la advertencia, escuchó el silbido y el golpe de la flecha, se había asustado y comenzado a correr en la dirección equivocada. En dirección a quien le había ordenado detenerse y retroceder inmediatamente. Un silbido vibrante, envenenado y emplumado, el seco golpe de la saeta clavándose en la madera. Ni un paso más, humano, dicen este silbido y este golpe. Vete, humano, vete ahora mismo de Brokilón. Has conquistado todo el mundo, humano, estás por todos lados, a todos lados llevas contigo eso que denominas modernidad, era del cambio, eso que denominas progreso. Pero nosotras no te queremos aquí ni a ti ni a tu progreso. No queremos los cambios que nos traes. No queremos nada de lo que nos traes. Silbido y golpe. ¡Fuera de Brokilón!
Fuera de Brokilón, pensó Geralt. Humano. No importa si tienes quince años y atraviesas el bosque aturdido por el miedo, sin poder encontrar el camino a casa. No importa si tienes setenta años y tienes que ir a por carrascas porque si no haces nada te echan de la choza y no te dan nada de comer. No importa si tienes seis años y te llaman la atención las flores que azulean en un prado inundado de sol. ¡Fuera de Brokilón! Silbido y golpe.
En otros tiempos, pensó Geralt, antes de disparar a matar hubieran avisado dos veces, incluso tres.
En otros tiempos, pensó, siguiendo su camino. En otro tiempo.
En fin, el progreso.