Y entonces escuchó un grito. Agudo. Alto. Desesperado.
Braenn se arrodilló inmediatamente, sacó dos flechas al mismo tiempo del carcaj. Una la sujetó con los dientes, otra la prendió en la cuerda, tensó el arco, apuntando a ciegas, a través de los arbustos, a la voz.
—¡No dispares! —gritó él.
Saltó el tronco, se introdujo por entre la broza.
En un prado no muy grande a los pies de un precipicio había un pequeño ser vestido con un jubón gris, apretando su espalda contra el tronco seco de un ojaranzo. Delante de ella, a unos cinco pasos, algo se movía despacio, aplastando la hierba. Ese algo tenía como dos brazas de longitud y era de color marrón oscuro. En el primer momento Geralt pensó que era una serpiente. Pero al mirar los piececillos amarillentos, ágiles, como ganchos, y los planos segmentos del largo torso, se dio cuenta de que no era una serpiente. Era algo mucho peor.
El ser apoyado en el tronco lanzó un agudo chillido. El enorme miriápodo alzó por encima de la hierba unos tentáculos temblorosos con los que capturaba el calor y los olores.
—¡No te muevas! —gritó el brujo, y pataleó para desviar hacia él la atención del escolopendromorfo.
Pero el miriápodo no reaccionó, sus tentáculos habían percibido ya el olor de una víctima más cercana. El monstruo movió sus patas, se dobló en forma de ese y se lanzó hacia delante. Sus zarpas de chillón color amarillo centelleaban entre la hierba, regularmente, como los remos de una galera.
—¡Yghern! —gritó Braenn.
Geralt se plantó en el prado en dos saltos, extrayendo mientras corría la espada de la vaina a sus espaldas. Del mismo impulso, con las caderas, golpeó al pequeño ser, que estaba petrificado delante del árbol, arrojándolo a un lado, entre las zarzas. El escolopendromorfo hizo crujir la hierba al pisarla, extendió las patas y se tiró sobre él, alzando los segmentos anteriores y haciendo sonar las tenazas cargadas de veneno. Geralt inició su baile, saltó sobre el plano cuerpo y en media vuelta dio un tajo con la espada, intentando acertar en un lugar blando, entre las placas acorazadas de los tentáculos. El monstruo era, sin embargo, demasiado rápido, la espada dio en la coraza quitinosa, sin atravesarla: una gruesa alfombra de musgo amortiguó el golpe. Geralt saltó, pero no lo suficientemente deprisa. El escolopendromorfo enrolló la parte trasera de su cuerpo alrededor de su pie, con una fuerza monstruosa. El brujo cayó, se dobló e intentó liberarse. Sin resultado.
El miriápodo se arqueó y se dio la vuelta para alcanzarle con las tenazas, arañó violentamente con sus garras en el árbol, aferrándose a él. En aquel momento silbó un disparo sobre la cabeza de Geralt, la flecha atravesó con un chasquido la coraza, clavando el monstruo al tronco. El miriápodo se dobló, rompió la flecha y se liberó, pero inmediatamente le traspasaron dos nuevos proyectiles. El brujo apartó de una patada el abdomen, se echó hacia un lado.
Braenn, de rodillas, disparaba con el arco a una velocidad increíble, clavando en el escolopendromorfo flecha tras flecha. El miriápodo rompía las flechas y se liberaba, pero el siguiente proyectil lo cosía de nuevo al árbol. La cabeza plana y reluciente de color rojo oscuro del monstruo chasqueó, cliqueteó con sus tenazas en los lugares donde las puntas le habían acertado, intentaba furioso alcanzar al enemigo que lo estaba hiriendo.
Geralt saltó a un lado y cortó con la espada en un amplio tajo, terminando la lucha de un solo golpe. El árbol sirvió de tronco del verdugo.
Braenn se acercó lentamente, con el arco tensionado, dio una patada al cuerpo que se retorcía entre la hierba, agitando sus piececillos, le escupió.
—Gracias —dijo el brujo mientras aplastaba la cabeza del miriápodo con un golpe de tacón.
—¿Eh?
—Me has salvado la vida.
La dríada lo miró. No había en su mirada ni emociones ni comprensión.
—Yghern —dijo, pisando con su bota el cuerpo que aún se retorcía—. Mis flechas todas rompió.
—Has salvado mi vida y la de esa pequeña dríada —repitió Geralt—. Por la sangre de perro, ¿dónde está?
Braenn ágilmente retiró las ramas de la zarza, introdujo el brazo entre los tallos espinosos.
—Como pensaba —dijo, sacando al pequeño ser del jubón gris de entre las matas—. Mira tú mismo, Gwynbleidd.
No era una dríada. No era tampoco un elfo, ni una sílfide, ni un puck, ni un mediano. Era una muchacha humana de lo más común y corriente. En el centro de Brokilón, el lugar menos común y corriente para muchachas humanas comunes y corrientes.
Tenía los cabellos rubios, cenicientos y enormes ojos de un verde ponzoñoso. No podía tener más de diez años.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿De dónde has salido?
No respondió. Dónde la he visto antes, pensó Geralt. Ya la he visto antes. O a alguien muy parecido.
—No tengas miedo —dijo, inseguro.
—No tengo miedo —refunfuñó ella, apenas inteligible. Estaba visiblemente constipada.
—Hagamos mutis —habló de pronto Braenn, mirando alrededor—. Donde hay un yghern, habrá seguro otro. Y yo ya pocas flechas tengo.
La niña la miró, abrió los labios, se frotó la boca con la palma de la mano, quitándose el polvo.
—¿Quién diablos eres? —repitió Geralt, inclinándose—. ¿Qué haces en... en este bosque? ¿Cómo has llegado aquí?
La muchacha bajó la cabeza y se sorbió por la acatarrada nariz.
—¿Te has quedado sorda? ¿Quién eres, pregunto? ¿Cómo te llamas?
—Ciri.
Se sorbió los mocos.
Geralt se dio la vuelta. Braenn, mirando el arco, le dirigió una mirada rápida.
—Dime, Braenn...
—¿Qué?
—¿Es posible... es posible que ella... se os haya escapado de Duén Canell?
—¿Eh?
—No te hagas la tonta —se enfureció—. Sé que raptáis niñas. ¿Y tú qué? ¿Acaso te has caído del cielo? Pregunto si es posible que...
—No —le cortó la dríada—. Jamás la tuve ante mis ojos.
Geralt contempló a la muchacha. Sus cabellos cenicientos estaban desgreñados, llenos de agujas de pino y de hojas, pero olían a limpio, no a humo, ni a establo, ni a grasa. Las manos, aunque increíblemente sucias, eran pequeñas y delicadas, sin cicatrices ni durezas. Las ropas de muchacho que portaba, el jubón con una caperucita roja, no permitían adivinar nada especial, pero los botines altos estaban hechos de blanda y cara piel de cordero. No, con seguridad no se trataba de una niña de pueblo. Zywiecki, pensó de pronto el brujo. Zywiecki la estaba buscando. Por ella había entrado en Brokilón.
—¿De dónde eres, pregunto, mocosa?
—¡Cómo te atreves a hablarme así!
La muchacha echó la cabeza hacia atrás con orgullo y dio una fuerte patada al suelo. La blandura del musgo rompió el efecto de la patada.
—Ja —dijo el brujo y sonrió—. Una verdadera princesita. Por lo menos por el habla, que por el aspecto una villana. Eres de Verden, ¿no es cierto? ¿Sabes que te buscan? No te preocupes, te llevaré a casa. Escucha, Braenn...
En cuanto volvió la cabeza, la muchacha se dio la vuelta sobre sus tacones y echó a correr por el bosque, subiendo la suave pendiente de la colina.
—¡Bloede turd! —gritó la dríada, echando mano a la aljaba—. ¡Caemm 'ere!
La muchacha, tropezándose, se arrastraba a ciegas por el bosque, haciendo crepitar las ramas secas.
—¡Quieta! —gritó Geralt—. ¿Adónde vas, diablos?
Braenn rápidamente tensó el arco. La flecha silbó venenosamente, volando en una parábola muy abierta, la punta se clavó con un chasquido en un tronco, apenas rozando los cabellos de la muchacha. La pequeña se encogió y cayó a tierra.
—Idiota de mierda —gruñó el brujo, acercándose a la dríada. Hábilmente, Braenn sacó de la aljaba la siguiente flecha—. ¡Podías haberla matado!
—Esto es Brokilón —dijo con dureza.
—¡Y esto es una niña!
—¿Y qué?
Miró el asta de la flecha. Había en él una pluma rayada del penacho de un faisán, teñida de amarillo en un cocimiento de cortezas. No dijo ni palabra. Se dio la vuelta y corrió por el bosque a toda velocidad.
La muchacha estaba tendida debajo de un árbol, hecha un ovillo, alzando la cabeza con cuidado y mirando la flecha clavada en el tronco. Escuchó sus pasos y se incorporó, pero él la alcanzó en un corto salto, la aferró por la caperucilla roja del jubón. Ella volvió la cabeza y lo miró, luego a la mano que sujetaba la caperucita. Él la soltó.
—¿Por qué has huido?
—No te importa. —Se sorbió los mocos—. Déjame en paz, tú..., tú...
—Cría estúpida —gritó él con rabia—. Esto es Brokilón. ¿Te supo a poco el miriápodo? Sola no sobrevivirías en este bosque hasta mañana. ¿Todavía no lo has entendido?
—¡No me toques! —se enfadó—. ¡Lacayo! ¡Soy una princesa, qué te has creído!
—Eres una mocosa tonta.
—¡Soy una princesa!
—Las princesas no andurrean solas por el bosque. Las princesas tienen la nariz limpia.
—¡Mandaré que te corten la cabeza! ¡Y a ella también! —La muchacha se limpió la nariz con la mano y miró con odio a la dríada que se estaba acercando. Braenn soltó una carcajada.
—Bien, vale, ya basta de tanto grito —cortó el brujo—. ¿Por qué huías, princesa? ¿Y adónde? ¿Por qué te asustaste?
Guardó silencio, sorbió la nariz.
—Bueno, como quieras —murmuró Geralt a la dríada—. Nosotros nos vamos. Si quieres quedarte sola en el bosque es tu problema. Pero otra vez, si te atrapa un yghern, no grites. Eso no es propio de una princesa. Las princesas mueren sin dar un chillido, y antes se limpian la nariz. Vámonos, Braenn. Adiós, alteza.
—Es... espera.
—¿Sí?
—Voy con vosotros.
—Es un gran honor para nosotros. ¿No es cierto, Braenn?
—Pero ¿no me llevarás de nuevo a Kistrin? ¿Lo prometes?
—¿Quién es ese...? —comenzó—. Ah, joder. Kistrin. ¿El príncipe Kistrin? ¿El hijo del rey Ervyll de Verden?
La muchacha hizo un mohín con sus pequeños labios, sorbió los mocos y volvió la cabeza.
—Basta de juegos —dijo Braenn, sombría—. Vayamos.
—Espera, espera. —El brujo se enderezó y miró a la dríada desde arriba—. Los planes han sufrido un pequeño cambio, mi hermosa arquera.
—¿Eh? —Braenn alzó las cejas.
—Doña Eithné habrá de esperar. He de conducir a esta pequeña a su casa. A Verden.
La dríada entrecerró los ojos y echó mano a la aljaba.
—A lugar ninguno irás. Ni ella.
El brujo exhibió una siniestra sonrisa.
—Cuidado, Braenn —dijo—. No soy el rapaz al que ayer le metiste una flecha en el ojo en la emboscada. Yo sé defenderme.
—¡Bloede arss! —susurró, alzando el arco—. ¡A Duén Canell irás, como ella! ¡A Verden no!
—¡No! ¡A Verden no! —La mozuela de cabellos cenicientos se echó sobre la dríada, se apretó a su delgado muslo—. ¡Me voy contigo! ¡Y que él se vaya a Verden si quiere, a ver al tonto de Kistrin!
Braenn ni siquiera la miró, no apartó el ojo de Geralt. Pero bajó el arco.
—¡Ess turd! —le escupió a los pies—. ¡Ve! ¡Ve adonde los ojos te lleven! Veremos si capaz eres. Te habrás de pudrir antes de que de Brokilón salgas.
Tiene razón, pensó Geralt. No tengo ni una posibilidad. Sin ella ni saldría de Brokilón, ni llegaría a Duén Canell. Qué le vamos a hacer, ya veremos. Quizá pueda persuadir a Eithné...
La dríada murmuró algo por lo bajo, quitó la flecha del arco.
—En camino entonces —dijo, colocándose la cinta del pelo—. Suficiente tiempo se ha perdido ya.
—Ayyy... —gimió la muchacha, dando un paso.
—¿Qué sucede?
—Algo me ha pasado... En el pie.
—¡Espera, Braenn! Ven, mocosa, te llevaré a hombros.
Su cuerpo estaba templado y olía a gorrión mojado.
—¿Cómo te llamas, princesa? Lo he olvidado...
—Ciri.
—¿Y tus posesiones dónde están, si se puede preguntar?
—No te lo digo —murmuró—. No te lo digo y ya está.
—Me sobrepondré. No te menees y no te suenes los mocos en mis oídos. ¿Qué hacías en Brokilón? ¿Te perdiste? ¿Equivocaste el camino?
—¡Ni hablar! Yo nunca me equivoco.
—No te menees tanto. ¿Te escapaste de Kistrin? ¿Del castillo de Nastrog? ¿Antes o después de la boda?
—¿Cómo lo sabes? —Sorbió por la nariz, nerviosa.
—Soy increíblemente inteligente. ¿Por qué huiste hacia Brokilón? ¿No había direcciones más seguras?
—El tonto del caballo me metió aquí.
—Mientes, princesa. Con tu altura podrías cabalgar como mucho un gato. Y eso, en uno tranquilo.
—Marck lo llevaba. El paje del caballero Voymir. Y en el bosque el caballo se cayó y se rompió una pata. Y nos perdimos.
—Has dicho que eso no te pasa nunca.
—Él se equivocó, no yo. Había niebla. Y nos perdimos.
Os perdisteis, pensó Geralt. Pobre paje del caballero Voymir, que tuvo la mala suerte de encontrarse con Braenn y sus compañeras. El rapazuelo, que no sabía siquiera lo que era una mujer, ayuda a escapar a una mocosa de ojos verdes porque había oído demasiadas historias de caballeros sobre muchachas a las que obligaban a casarse. La ayuda a escapar sólo para caer bajo la flecha de una dríada de pega que seguro que ni siquiera sabe lo que es un hombre. Pero que ya sabe matar.
—He preguntado que si te escapaste del castillo de Nastrog antes de la boda o después.
—Me escapé y eso es todo, a ti qué te importa —refunfuñó—. La abuela dijo que tengo que ir allí y conocerlo. A ese Kistrin. Sólo conocerlo. Y ese padre suyo, ese rey barrigudo...
—Ervyll.
—... de inmediato boda y boda. Y yo no lo quiero. A ese Kistrin. La abuela dijo...
—¿Tanto asco te da el príncipe Kistrin?
—No lo quiero —afirmó Ciri con orgullo y sorbiendo por la nariz con una fuerza que parecía música—. Está gordo, es tonto y feo, le huele el aliento. Antes de que fuera allí me habían enseñado una miniatura y en la imagen no estaba gordo. No quiero un marido así. De hecho, no quiero marido alguno.
—Ciri —dijo el brujo, vacilante—. Kistrin es todavía un niño, como tú. En un par de años puede que salga de él un guapo jovencito.
—Entonces que me mande otro retrato dentro de un par de años —resopló—. Y a él también. Porque me dijo que en el retrato que le mostraron yo era mucho más guapa. Y admitió que ama a Alvina, dama de la corte, y que quiere ser su caballero. ¿Ves? Él no me quiere y yo no le quiero. Entonces, ¿para qué esa boda?