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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (33 page)

BOOK: La espada oscura
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El piloto twi'lek estaba muy callado, y ni siquiera hablaba mucho con su copiloto humano. Una de las colas cefálicas del alienígena estaba cubierta de cicatrices y medio marchita, como si hubiera sido quemada o arrancada parcialmente de un disparo. Dos guardias gamorreanos acompañaron a Lemelisk a bordo de la nave. Apenas abrieron la boca, y se limitaron a arrojar los suministros dentro de un compartimiento de carga y a gruñir durante el despegue.

El piloto twi'lek emprendió el vuelo desde el sitio en el que estaba atracada la nave expedicionaria, alejándolos de la zona de construcción de la Espada Oscura y sacándolos del cinturón de asteroides antes de que Lemelisk consiguiera ponerse las tiras de su arnés de seguridad. El científico estiró el cuello e intentó contemplar las luces de construcción que se iban empequeñeciendo en las ventanillas traseras.

Lemelisk no quería irse, especialmente en aquel momento. Nunca sabía qué podía llegar a ocurrir si no estaba allí para supervisarlo todo personalmente...

Darth Vader había subido a bordo de la primera Estrella de la Muerte cuando todavía se hallaba en construcción.

—Estoy aquí para supervisar personalmente los trabajos —dijo.

Su impenetrable máscara negra impregnaba de ecos la voz grave y gutural que surgía de ella. Su aliento, obtenido a través de bombas de aire instaladas en su pecho, recordaba el siseo de una serpiente.

Lemelisk contempló con respetuoso temor al guerrero más grande del Emperador, aquel Señor Oscuro del Sith envuelto en su capa negra que ya había manchado sus manos enguantadas con la sangre de miles de millones de seres inteligentes y al que todavía le aguardaba una larga carrera.

El Gran Moff Tarkin había insistido en que una pequeña sección de los habitáculos de la Estrella de la Muerte debía ser completada a toda prisa para que pudiera trasladar su centro de mando a la estación de combate. Tarkin había organizado una aparatosa recepción armada para la llegada de Vader, con una guardia de honor de soldados de las tropas de asalto consistente en oleadas de guerreros preparados para morir siguiendo las órdenes del Emperador.

Lemelisk se había olvidado de afeitarse, y temía que su aspecto pudiera resultar menos que adecuado mientras Vader se alzaba sobre él. El Señor Oscuro le contempló desde detrás de sus impenetrables visores negros y siseó a través del respirador.

—Estoy aquí para... proporcionar una nueva motivación a sus trabajadores —dijo mientras su mirada iba de Tarkin a Lemelisk. Lemelisk se restregó nerviosamente las manos regordetas, esparciendo manchas de aceite sobre las grietas de sus nudillos, y después se las limpió en los muslos.

—¡Excelente, noble Vader! Necesitan un poco de motivación, cierto... Las cuadrillas de wookies son robustas y competentes, pero aprovechan todas las oportunidades que se les presentan para frenar el ritmo de los trabajos.

Tarkin miró a Lemelisk, asombrado, y el ingeniero se preguntó si habría dicho algo que no debía.

—Entonces cabe la posibilidad de que los capataces de las cuadrillas deban ejercer un control más firme —dijo Vader—. O quizá es necesario que les haga una demostración de los límites de la disciplina...

Lemelisk pensó que Vader le parecía aterrador. Sí, una pequeña reprimenda de la mano derecha del Emperador haría que incluso los wookies más recalcitrantes trabajaran más deprisa y con mayores energías.

Pero Vader no estaba pensando en limitarse a pronunciar unas cuantas palabras. El Señor Oscuro del Sith fue deslizando su imponente silueta por delante de las terminales y examinó los registros de los ordenadores y los informes de actividad laboral, y después seleccionó a los capataces imperiales que supervisaban las cuadrillas de construcción que estaban obteniendo peores resultados.

El Gran Moff Tarkin hizo venir a todos los supervisores y los sentó alrededor de una gran mesa en la sala de reuniones más grande de la porción completada de la Estrella de la Muerte.

—No estoy nada complacido con sus progresos —dijo Vader, mirando fijamente a los dos capataces de las cuadrillas menos efectivas.

Mientras los demás les contemplaban, temblando de terror alrededor de la mesa, Vader alzó su guante de cuero negro. Nadie podía percibir expresión alguna a través del casco de plastiacero negro con forma de calavera.

Los dos infortunados capataces dieron un respingo y empezaron a asfixiarse lentamente, manoteando y debatiéndose como si un puño invisible tan duro como el hierro se hubiera cerrado repentinamente alrededor de sus tráqueas. Dieron patadas y se retorcieron, sufriendo espasmos y ahogándose. La saliva goteó de sus bocas..., y después se oyó un horrible crujido y la saliva se volvió de un intenso color rojo oscuro. Sus ojos estuvieron a punto de salir disparados de las órbitas como frutas podridas.

Vader bajó el brazo y los dos capataces muertos se derrumbaron sobre la mesa. Vader contempló en silencio durante unos momentos a los sudorosos capataces de las cuadrillas de construcción que seguían sentados alrededor de la mesa.

—Espero que el resto de ustedes lo haga mejor a partir de ahora —dijo.

Vader ordenó a los soldados de las tropas de asalto de Tarkin que se llevaran el par de cadáveres y los arrojaran al espacio en la zona de construcción, donde usaron cables para sujetar los cuerpos congelados por el vacío a unas vigas del cascarón exterior de la Estrella de la Muerte a medio terminar.

Lemelisk quedó sorprendido y horrorizado ante las tácticas de Vader, pero cambió de parecer cuando vio que las cuadrillas de trabajadores redoblaban sus esfuerzos. Tarkin también se sintió muy complacido. Su futuro parecía realmente brillante y prometedor.

Lemelisk no sabía cómo había podido llegar a meterse en un lío tan grande. El científico mantuvo un hosco silencio mientras viajaba con los otros pilotos de la nave de los contrabandistas y se iba aproximando a Nar Shaddaa. El tráfico espacial alrededor de la Luna de los Contrabandistas no era muy denso, ya que la presencia de la flota de la Nueva República tan cerca de allí suponía un considerable estorbo para la actividad ilegal de las naves.

Mientras contemplaba Nar Shaddaa, Lemelisk sintió cómo los agudos dientes de la preocupación le iban royendo el estómago por dentro. No quería ir allí. No quería estar cerca de tantas personas, y no quería verse obligado a entrar en aquel nido de alimañas. La tripulación que le acompañaba ya era bastante desagradable..., y estaban en el mismo bando que él. Lemelisk no tenía forma de saber con qué clase de escoria se iba a encontrar en las sucias y miserables calles de Nar Shaddaa.

Se aferró a la esperanza de que podría salir de allí lo más pronto posible después de haber hecho su trabajo y, aunque en realidad no esperaba que ocurriera así, de que el general Sulamar habría obtenido componentes de ordenador aceptables para la Espada Oscura.

Lemelisk ya anhelaba poder estar a solas con sus planes y sus sueños. Pero si quería que su gran proyecto llegara a convertirse en una realidad, tendría que hacer algunos sacrificios.

Como siempre, Bevel Lemelisk cumpliría con su deber incluso si eso le costaba la vida... otra vez.

Capítulo 30

La flota de la Nueva República estaba llevando a cabo pruebas de velocidad y maniobrabilidad en el interior y el exterior del sistema. Las naves de Ackbar saltaban velozmente sobre los escuadrones de Wedge mientras forzaban hasta el límite sus habilidades de pilotaje, permaneciendo en todo momento lo suficiente cerca para poder acudir si se daba el caso de que la jefe de Estado tuviera problemas.

Por suerte todo había estado muy tranquilo desde hacía varios días, y no parecía que los hutts fueran a crearles dificultades. Leia había enviado un mensaje para informarles de que creía que su misión terminaría dentro de uno o dos días, por lo que el general Wedge Antilles decidió aprovechar aquella oportunidad de disfrutar de un pequeño descanso y acompañó a Qwi Xux a la Luna de los Contrabandistas.

—Siempre me llevas a unos sitios tan interesantes, Wedge... —le dijo Qwi, contemplando las viejas y precarias edificaciones de Nar Shaddaa con sus ojos color índigo llenos de asombro y absorbiendo ávidamente todos los detalles.

Wedge se rió.

—Bueno, digamos que éste no es precisamente uno de los lugares más... románticos que te he enseñado.

Qwi se encogió de hombros y meneó la cabeza. Su cabellera parecía una masa de fragmentos de cristal maravillosamente entretejidos, y los mechones de un blanco perlino estaban formados por delicadas plumas que brillaban alrededor de su cabeza.

—No, pero sigue siendo fascinante —dijo.

Tenía una curiosa apariencia de elfo y la leve coloración azulada de su piel le daba un encanto muy exótico, pero a pesar de ello su aspecto general y su comportamiento eran totalmente humanos.

Qwi Xux había sido sometida a un concienzudo lavado de cerebro para convertirla en diseñadora de armas del Imperio cuando sólo era una niña. Había trabajado en la Instalación de las Fauces, donde había ayudado a diseñar la Estrella de la Muerte original con Bevel Lemelisk, y había desarrollado el Triturador de Soles sin ayuda de nadie. Pero Qwi apenas se acordaba de todo aquello, pues el joven Kyp Durron, invadido por los poderes del lado oscuro, había borrado una gran parte de su memoria en un desastroso intento de hacer imposible que nadie pudiera volver a crear armas semejantes. A pesar de las muchas pruebas terribles que había soportado, Qwi conservaba un sentido de la maravilla casi infantil que siempre la estaba impulsando a descubrir cosas nuevas. Wedge la encontraba muy atractiva, y la amaba más con cada nuevo día que pasaba junto a ella.

Dejaron su pequeña lanzadera en la Autoridad del Puerto y pagaron una tarifa para garantizar su protección, abonando un precio lo suficientemente exorbitante para que Wedge estuviera razonablemente seguro de que no tendrían ningún problema. No llevaba uniforme y se había puesto un viejo mono de vuelo en cuyos bolsillos había introducido todo un amplio surtido de armamento, comunicadores y balizas localizadoras. Wedge esperaba que no surgiría ninguna dificultad.

Nar Shaddaa era una pesadilla de edificios decrépitos, almacenes vacíos y puertas cerradas sobre las que había escrito «Prohibida la entrada» en numerosos lenguajes. Aerodeslizadores que parecían estar a punto de hacerse pedazos surcaban el cielo, con sus motores que nadie se preocupaba de limpiar o ajustar escupiendo chorros de humo. Centros de procesamiento industrial lanzaban residuos tóxicos al aire y a los conductos de drenaje.

La atmósfera era espesa y aceitosa, y estaba saturada de vapores que convertían la visibilidad en el equivalente a la que se habría obtenido mirando a través de un vaso lleno de agua sucia. El planeta Nal Hutta ocupaba una gran parte del cielo contaminado, una hinchada esfera verde, azul y marrón que medio asomaba por encima del horizonte como un ojo de gruesos párpados.

Wedge y Qwi fueron por la ruidosa acera móvil y contemplaron los letreros luminosos que se encendían y apagaban para anunciar servicios de lo más extraño. Gigantescos hangares para reparaciones mantenían abiertas sus puertas en un colosal bostezo, llenos de partes desmanteladas robadas de naves que no habían pagado la exorbitante tarifa de protección, como sí había hecho Wedge. La Luna de los Contrabandistas parecía un taller de mecánico del tamaño de un mundo, desordenado y manchado de grasa, repleto de componentes descartados que tanto podían acabar siendo de alguna utilidad como, y eso era igual de probable, permanecer olvidados en un rincón hasta el fin del universo.

Los vendedores metían sus carros en callejones bajo toldos impermeables que desviaban las gotitas que caían de los desagües superiores. Un alienígena que parecía una enorme planta ambulante vendía trozos siseantes de carne azulada clavados en un palito, y a su lado había un carnívoro con grandes colmillos que vendía verduras cortadas en finas rebanadas. Los dos se fulminaban mutuamente con feroces miradas cargadas de animosidad.

Pasaron por delante de salas de juego y cubículos de lectura de las cartas donde los futuros eran predecidos, ganados o perdidos. Qwi parpadeó mientras contemplaba un juego aleatorio de luces que se encendían y apagaban y las esferas metálicas lanzadas por los jugadores. Si los jugadores conseguían darle a una de las luces mientras estaba encendida ganaban alguna clase de premio, que normalmente consistía en un cupón para poder participar en otra ronda.

Wedge encontró totalmente incomprensibles los matices del juego, pero Qwi los fue absorbiendo poco a poco y acabó moviendo la cabeza en una lenta sacudida.

—Las probabilidades hacen que resulte extraordinariamente difícil ganar en este juego —dijo.

Wedge sonrió.

—Ahora estás empezando a entenderlo.

Un par de viejas naves espaciales pasaron por encima de sus cabezas con un rugido ensordecedor, y los sonidos de las explosiones hicieron que Wedge levantase la mirada. Las dos naves estaban intercambiando disparos, y de repente la nave perseguidora estalló en una nube de metralla que se precipitó sobre los edificios. Wedge vio cómo los clientes sentados en un balcón al otro lado de la explanada que se disponían a cruzar salían corriendo para no morir en cuanto los trozos de metal repiquetearon sobre el edificio. La nave victoriosa se alejó lentamente: sus ruidosos motores habían sido alcanzados por varios disparos y estaban empezando a fallar. Los motores dejaron de funcionar con una especie de trueno ahogado, y la nave fue descendiendo en una veloz espiral hasta que acabó estrellándose en la lejanía.

Qwi se detuvo en una zona de estacionamiento para vehículos de mantenimiento e inspeccionó la mesa que un vendedor callejero había llenado de baratijas y objetos exóticos, entre los que había botas hechas con cuero de rancor y garras relucientes que el vendedor afirmaba habían pertenecido a unos wampas, aquellas temibles criaturas de los hielos.

—¿Cómo sabemos que realmente son lo que usted dice que son? —le preguntó Qwi al vendedor, una criatura reptiliana de larga frente curvada y tres ojos esparcidos a lo largo de su prominente entrecejo.

—Tiene mi palabra —replicó el vendedor.

—No, gracias —dijo Wedge.

Tomó a Qwi del codo y la llevó hacia una pequeña cafetería de autoservicio instalada bajo los toldos aleteantes de un bazar al aire libre. Wedge pidió las escasas especialidades reconocibles que figuraban en el menú, y volvió con una bandeja llena de bebidas multicolores que hervían y espumaban y pastelillos de delicadas superficies relucientes.

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