¿
Adónde vas, Robert? ¡Tenemos que volver a casa
!
Robert se acercó al muro que separaba la calle del patio de la verdulería. Primero tiró por encima la cartera, luego a mí y, mientras yo aún intentaba recuperarme del inesperado vuelo, él ya había trepado detrás.
¿Quería ir a la tienda? Nicolas lo había cerrado todo con llave la noche antes, ¡él mismo lo había dicho! Pero el pequeño Robert, soñador y espía secreto de chicas, había pensado en todo. Pasando junto a los cubos de basura, se deslizó hacia la escalera que conducía al almacén del sótano, y sacudió la puerta a modo de prueba. Estaba cerrada, claro.
¿
Lo ves? No tiene sentido. ¿Podríamos volver a casa, por favor
?
No pareció especialmente sorprendido y se dirigió a la pequeña ventanita que conducía al lavadero.
Tendría que habérseme ocurrido.
Más de una vez habíamos trepado por esa ventana para entrar en el lavadero y desde allí habíamos llegado a la tienda cruzando el almacén del sótano.
Yo no tenía ni idea de cómo eran los alemanes, pero si eran los monstruos que todos decían, seguro que nunca pasarían por aquella ventana, y eso me tranquilizó. Desde hacía unos meses, incluso Robert tenía problemas para atravesarla; todavía era delgaducho, pero había crecido y pronto tendría los hombros demasiado anchos para aquella abertura. Alargó la mano por la rendija de ventilación, descorrió por dentro el cerrojo sin esfuerzo y abrió la ventana. Fue cosa de unos pocos segundos, y ya estuvimos dentro. Esta vez, él pasó antes y luego vino a buscar la cartera y a mí. Así al menos me ahorré otro viaje de lanzamiento.
El almacén estaba vacío y olía a moho. Robert lo cruzó palpando en la conocida penumbra. El suelo estaba repleto de hojas de col mustias, también quedaba alguna que otra patata suelta y ya grillada. Miles de veces nos habíamos escondido allí de los vengadores de Samir-Unka. Miles de veces no nos habían encontrado. Comprendí por qué estábamos allí, aquel era el sitio donde Robert se sentía más seguro. Más que en cualquier otro.
Oí un crujido en uno de los rincones más apartados, donde siempre se habían almacenado manzanas, mientras todavía hubo. Robert se detuvo espantado.
—Solo es un ratón, Doudou, ¿verdad que sí? —susurró. Y el chillido agudo delator que siguió pareció confirmar su suposición.
Robert buscó brevemente un rincón adecuado para acomodarse; luego sacó algo de su cartera y se sentó.
¿
No querrás quedarte aquí, en este sótano oscuro
?
Yo estaba horrorizado, pero, por lo visto, las cuantiosas noches de alarma aérea le habían quitado a Robert los últimos prejuicios respecto a los sótanos oscuros.
—Aquí no nos encontrarán los alemanes. No pienso irme de París —dijo en la oscuridad—. Nunca.
Me sujetó con fuerza, me estrechó contra su pecho y hundió la nariz en el pelo de mi nuca. Noté su aliento, cada vez más regular. No tardaría mucho en dormirse. Conocía los sonidos que el niño hacía cuando el primer sueño se deslizaba en su subconsciente. Conocía aquel ligero chasquear de lengua y aquella tranquila respiración nasal. A veces me costaba distinguir entre él y yo, hasta tal punto estaba unido a aquel crío, hasta tal punto me era cercano.
Se durmió rápidamente, cansado por el esfuerzo nocturno y, por lo visto, sin mala conciencia, y yo me quedé a solas con mis pensamientos.
Me debatí interiormente. Por un lado, admiraba el valor y la determinación de Robert; por otro, me habría gustado echarle un sermón larguísimo. ¿Se habrían despertado ya Nicolas y Nadine? ¿Se habrían dado cuenta ya de que no estábamos? ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué tenía pensado aquel pequeño majadero? ¿Cuánto tiempo nos quedaríamos allá abajo?
No fue un ratón, sino algo mucho peor, una rata, lo que subió por la pierna de Robert y husmeó mi pie. Noté su nariz afilada, los bigotes largos, la respiración rápida y las pequeñas garras.
Vete. Déjanos en paz. Queremos dormir
.
Se sentó sobre sus piernas traseras, me olisqueó el brazo izquierdo, y luego, de repente, noté su nariz en el pie.
Si no te vas, me haré amigo del primer gato que se presente
.
La respuesta a esa amenaza me llegó a vuelta de correo. Grité para mis adentros cuando un diente de rata afilado me horadó la piel.
Tal vez Robert notó que me encontraba en grave peligro de muerte, porque de pronto se inquietó y se movió en sueños, y la rata desapareció.
Por un breve instante me concentré enteramente en el ataque que había sufrido mi persona. Había estado a punto de convertirme en víctima de unos dientes de rata. Dientes pequeños, minúsculos, de un animalito que solo conocía el instinto de alimentarse y procrear. Habría podido ser mi final. ¿Acaso no era grotesco aquel mundo, en el que uno podía morir mientras intentaba asegurarse la supervivencia a cualquier precio? ¿Acaso había alguna diferencia entre llegar a la muerte a través de una rata o de un monstruo alemán? Yo no lo sabía.
No paraba de preguntarme quiénes eran realmente esos «alemanes». Tenían que ser malvados y crueles, eso habían dicho siempre los parisinos. El enemigo que atentaba contra nuestras vidas. Ejércitos enormes dirigidos por un hombre al que llamaban Führer. Maurice se había burlado un día de ese Führer, había imitado tan bien su voz gangosa que Nadine y Nicolas acabaron llorando de risa. Sin embargo, había huido de él. Y no era el único.
En mi cabeza se formaron imágenes que me cuesta describir después de tantos años. Eran imágenes provocadas por el miedo, crecieron en la oscuridad del sótano, se inflaron hasta convertirse en gigantescos espectros amenazadores: vi que una oleada de grandes figuras grises avanzaba por la rue de Butte aux Cailles. Rompían los cristales de las ventanas, arrancaban el cartel del local de Maurice y escupían fuego. Tenían la piel cubierta de pelo hirsuto y largo, cabezas gigantescas desde las que miraban unos ojos incandescentes. Tenían unos colmillos más terribles que los del tigre de Bengala (y este tenía unos colmillos enormes; Robert me lo enseñó una vez en su libro de animales salvajes).
Imaginé que los monstruos capturaban a Nadine y a Nicolas, que eran los únicos que se habían quedado indefensos en el barrio porque Robert y yo no aparecíamos. Los devoraban de un solo mordisco y luego continuaban avanzando pesadamente, directos a la tienda, al almacén del sótano…
Fue horrible. No sé durante cuánto tiempo me entregué a esas terribles fantasías. ¿Todavía era de noche? ¿Habían partido Jean-Louis y Marie sin nosotros? Robert se despertó.
Vaya, ¡por fin! ¿Nos vamos a casa
?
Se frotó los ojos, adormecido, me dejó a su lado (sobre el suelo frío y sucio) y se sacó el indio del bolsillo de los pantalones. No dio muestras de ponerse en marcha.
Robert, ya basta. Ya has protestado bastante. Tenemos que ir a casa
.
Pero Robert no se movió.
De repente, oímos un ruido. Nos sobresaltamos los dos al mismo tiempo, contuvimos el aliento para poder escuchar mejor. ¿Qué había sido? Primero pensé que la rata había vuelto, pero los ruidos llegaban de arriba, del exterior. El corazón me latía con fuerza. Robert nos estrechó contra él, al indio y a mí. Oímos de nuevo unos arañazos; luego volvió el silencio.
Los alemanes. No había escapatoria.
Durante unos momentos se mantuvo la calma; luego, la puerta del sótano se abrió de golpe con un estampido; al cabo de un segundo se encendió la luz. Robert se estremeció del susto y se puso los brazos delante de los ojos de tanto que lo cegó la luz deslumbrante de la lámpara después de las largas horas en la oscuridad.
Cuando lo agarraron de la mano y lo levantaron, me soltó. Caí de espaldas y vi que su carita quedaba casi totalmente tapada por la mano que le dio una sonora bofetada.
—Robert, ¿qué te has creído? —gritó Nadine.
Le falló la voz. Nunca había pegado a Robert antes. Jamás. Me quedé helado. Pero ella siguió vociferando, histérica, despavorida, el miedo desnudo en su voz.
—¿Has perdido la cabeza? ¡Te hemos buscado por todas partes! ¿Aún no has comprendido que esta no es una de tus historias? Ahora, vamos, ¡ven de una vez!
Le tiró del brazo. Sin querer, me vino a la memoria la sensación que tuve cuando Lili y Leo tiraron así de mí aquella Nochebuena de hacía tantos años. En otra época, en otra vida. Pobre pequeño Robert. Se echó a llorar.
—Vamos. Jean-Louis es nuestra última esperanza. ¿No lo comprendes? ¡Moriremos todos si no vienes ahora mismo!
Arriba se oyó la voz de Nicolas.
—¿Nadine? ¿Nadine?
—¡Lo tengo! —le gritó a su marido.
—¡Daos prisa! —se oyó responder arriba—. Las calles ya están llenas. ¡Tenemos que irnos!
—
Maman
—lloró Robert—.
Maman
, yo quiero quedarme aquí. No quiero morir. Tengo miedo.
Nadine no reaccionó al llanto de su hijo. Robert colgaba de su mano como un fardo empapado; ella lo arrastró por la suciedad, y lo último que vi de los Bouvier fueron las rodillas flacas de Robert, que se deslizaban y patinaban por el suelo, las vi pasar junto a mí, vi la piel que se desgarraba; luego, desaparecieron por la puerta.
A través de la ventana del lavadero oí a Robert aullar fuera:
—
Maman
, ¡me he dejado a Doudou!
Maman
! ¡Doudou!
No me pasó por alto que intentaba soltarse. Unos pies pataleaban salvajemente a diestro y siniestro.
—¡Ahora no hay tiempo para eso! —oí decir a la voz de Nicolas, que puso un final repentino a los ruidos. Y luego el llanto se dilató en un aullido prolongado.
—¡Doudou! —oí una vez más.
Y entonces supe que me habían abandonado.
S
eguro que ya ha pasado media hora desde que el soldado de frontera ha estado aquí, y no ha ocurrido nada. Espero.
No he frecuentado el teatro en mi vida, porque a los peluches no se les ha perdido nada en el teatro (además, es demasiado serio), por eso mis conocimientos teatrales se reducen a tres obras:
El pato salvaje, El muñeco de nieve de Hurvinek
y
Esperando a Godot
. Espero encarecidamente que yo también esté esperando a alguien como Godot. A alguien que nunca llega.
La luz de la sala ha cambiado. Algo parece cernirse fuera, al otro lado de la ventana. Está más oscuro. Quizá hay tormenta. Sería apropiado.
Durante la última media hora no he parado de pasar revista a lo que el uniformado ha dicho por teléfono. Casi me parece que consideraba tan innecesario como yo tenerme aquí encerrado. Me da la sensación de que al principio ha pensado que alguien le había gastado una broma. No parecía convencido de que yo fuera realmente peligroso.
Por un momento, al teléfono se ha mostrado la persona: con preguntas y sentimientos, y yo he albergado esperanzas. Pero luego ha recordado que llevaba uniforme. El soldado Haubenwaller. Y para los soldados, órdenes son órdenes.
Quién es bueno o malo, amigo o enemigo, lo deciden otros. Eso lo he entendido.
Sin embargo, a mí esa división abstracta en amigo y enemigo me causa realmente problemas, porque a menudo le ordena al cerebro algo distinto a lo que anhela el corazón.
Para mí, la cosa es muy simple: el corazón decide quién es mi amigo, ni las fronteras territoriales y sociales ni los escenarios bélicos cuentan para nada.
Es muy probable que, precisamente por eso, en tiempos de guerra me precipitara de confusión en confusión.
B
allhaus, Meier, Hänsgen, bajen al sótano. Vayan a ver si encuentran algo —ordenó una voz fuerte y que no toleraba réplicas.
—A sus órdenes, mi teniente —exclamaron a coro otras tres voces.
Y unos pasos se acercaron.
Al oír el ruido familiar de la persiana, por un momento había brotado en mí la esperanza de que Nadine, Nicolas y Robert hubieran regresado. Que la guerra hubiese terminado. Que los alemanes hubieran vuelto a su país de monstruos. Que todo fuera como antes. Evidentemente, sabía que no sería así. En toda mi vida, nada había vuelto a ser nunca como antes. El tiempo solo vuelve atrás en los juegos de niños. Pero, cuando alguien ha pasado diez días a oscuras sobre el suelo frío, se permite una pequeña ilusión.
Sin embargo, la forma en que se abrió la reja no fue correcta. Nicolas nunca habría tirado hacia arriba con tanta fuerza. Él siempre había tenido mucho cuidado, porque sabía que una persiana nueva le costaría el sueldo de una semana.
Luego, los pasos: sonoros y extraños. Imposible que fueran los Bouvier. Y cuando sonaron las voces, se perdió toda esperanza. Hablaban distinto a nosotros, en una lengua que yo nunca había oído antes.
Los alemanes. Ahora estaban ahí de verdad. Y yo estaba solo.
Unas botas retumbaron pesadamente al bajar los pocos peldaños que conducían al sótano. La puerta estaba todavía abierta desde la salida precipitada de Nadine, pero la luz se había ido la semana anterior durante un ataque aéreo. Desde entonces, había estado a oscuras. Observé como hechizado el rectángulo claro que formaba el marco de la puerta. ¿Cómo describir lo que sentí? Creo que hasta mis pensamientos se paralizaron.
El reflejo de la luz de una linterna centelleó en el pasillo. Luego, de nuevo una voz:
—¿Miras tú ahí, Fritz? Nosotros seguiremos hacia la parte de atrás.
Fritz
o
Boche
, así llamaba siempre Nicolas a los alemanes. Aquel era sin duda un
Fritz
; el último soplo de esperanza también se perdió.
No supe qué debía pensar. De todos modos, no tenía sentido devanarse los sesos, puesto que estaba condenado como siempre a la inactividad. Aquel Fritz decidiría mi destino. En el mejor de los casos, no me vería. Pero, en un sótano casi vacío, ¿se podía pasar por alto a un peluche tirado en el suelo, justo en medio?
El haz de luz de una linterna tembló sobre la pared. Se perfiló el contorno de una figura a contraluz.
La linterna iluminó un estante tras otro. La luz cayó sobre el tirachinas y la cartera del pobre Robert. Se había olvidado el tirachinas. ¿Con qué se defendería ahora?
Oí suspirar decepcionado al monstruo. Sonó como el suspiro de un hombre. Era un hombre.
Bueno. Aquí no hay nada, ya lo has visto. Ya puedes largarte
.
Se volvió para irse y apagó la linterna.