—Lástima que no tengamos una cámara —dijo Gianni una noche—. Se podrían fotografiar tantas cosas.
—Yo he dibujado lo que he visto —dijo Isabelle.
—¿Me enseñarás los dibujos?
—Son de uso personal.
—¿Y yo no?
—Sí, pero…
—Por favor.
Isabelle sacó el bloc de dibujo y Gianni lo hojeó lentamente, boceto a boceto.
—Este soy yo —dijo de repente, sorprendido.
—Eso parece.
—Eres una caja de sorpresas.
—Tú también. Salta a la vista.
Isabelle le estrechó la mano, y el amor creció dentro de mí hasta alcanzar el tamaño máximo. Estuve a punto de estallar de felicidad, pero Stefano lo impidió. Pasó deambulando junto a nuestra cama, donde Isabelle y Gianni estaban sentados de lado, con el bloc de dibujo sobre las rodillas.
—Vaya, míralos —dijo despectivamente—. La francesita y el empollón.
—Lárgate —dijo Gianni, ausente.
Isabelle agachó la cabeza.
—Te has buscado una pequeña
puttana
, romano. ¿Ya te ha contado que le gusta montárselo con hombres casados?
Hija mía, ¿qué le has contado
?
Isabelle miraba al suelo. Noté que las palabras de Stefano le habían llegado al alma.
—Esfúmate, Stefano. ¿Tan poco éxito tienes que te dan envidia los demás?
—No, es solo que no me gustan las mujeres manoseadas.
Aquella frase resonó por toda la sala, rebotó en las paredes y volvió hacia nosotros con el doble de rabia. Me pitaron los oídos con aquel insulto.
Isabelle se levantó de un salto y le dio una bofetada en la cara que le dejó marcada a fuego la huella de los cinco dedos.
—¡Maldito cerdo! —gritó Isabelle, y la voz le falló por la excitación—. ¡Maldito cerdo asqueroso!
Toda la sala miró hacia nosotros.
Me quedé boquiabierto. Todos se quedaron boquiabiertos.
El director Casamassima se separó del grupo, se acercó y le puso una mano a Isabelle encima del hombro.
—Isabelle. Aquí no se toleran las peleas —dijo el director con determinación.
—Pero él… Él ha…
—Me da igual lo que haya ocurrido. Simplemente, no quiero peleas. Haga el favor de controlarse.
¿Qué se había creído aquel director? Isabelle no tenía la culpa. ¡Era a Stefano a quien había que reprender y echar!
Isabelle volvió a bajar la cabeza.
No se lo consientas. ¡Defiéndete! ¡Vamos
!
Cuando volvió a levantar la cara, estaba roja de rabia y vergüenza. Deseé que explotara, deseé que se enfrentara al director y a Stefano. Quería gritar:
No es justo, esto es una faena. ¡Usted qué sabrá
!
—No volverá a ocurrir. Descuide —dijo Isabelle, despacio y controlada. Las mejillas le ardían y su boca, decidida, se había convertido en una delgada línea.
—Está bien —dijo Casamassima—. Olvidemos el asunto. Tenemos mucho que hacer.
Stefano la miró triunfal. Pero Isabelle no se dejó intimidar. Si las miradas mataran, habría caído muerto en cuestión de segundos.
—Bueno, entonces, no me defraude —dijo el director.
Y se fue.
Stefano miró a Isabelle durante dos segundos con sus ojos negros furibundos, y luego dijo:
—Por lo que sé, Casamassima está casado. ¿No te interesa?
Gianni sujetó férreamente a Isabelle, y vi que ella se aferraba a su mano con rabia impotente.
El guapo de Stefano giró sobre sus talones y desapareció entre los demás ángeles del fango.
Gianni miró a Isabelle y dijo:
—No me lo habías contado.
—No creerás que lo que ha dicho Stefano… —balbuceó desesperada Isabelle.
Él sonrió.
—Me refiero a que no me habías contado que eras campeona de boxeo —dijo Gianni, y la besó.
Ahora sé que Isabelle se hizo un poco mayor aquella tarde. Mucho más de lo que le habría permitido cualquier tipo de estudios o carrera. Sin embargo, en aquella época me sorprendió su control y pensé que bien habría podido mostrar un poco más de la acostumbrada rebeldía. Bueno, un oso de peluche también tiene que madurar, aunque nadie se lo note.
La Navidad se acercaba. Ya iban cuarenta y cinco veces para mí. Había dejado de contarlas, pero entretanto he echado la cuenta. Solo por la cifra. Cuarenta y cinco es una buena cifra, creo.
El aire se enfrió, el invierno llegó también a Florencia y la humedad no quería desaparecer de los muros ni de la ropa. Para caldearse, Isabelle y Gianni iban siempre a un pequeño restaurante de la via di Neri, donde el dueño les ofrecía espaguetis con salsa por poco dinero y un vaso de vino de la casa gratis.
Se habían intercambiado las camas con otros y ahora dormían juntos. Sus manos colgaban toda la noche fuertemente entrelazadas sobre el pequeño abismo de quince centímetros que los separaba. Entretanto, yo también tenía sitio en la cama con más frecuencia. Puesto que, por así decirlo, era padrino de boda, ni a Gianni ni a Isabelle se les ocurrió desterrarme. Gianni incluso me hablaba a veces.
—Tu dueña está un poco chiflada —dijo un día—. Esta mañana me ha raptado en el trabajo.
¿
Y eso
?
—Quería llevarme sin falta a Fiesole. Es un pequeño barrio en lo alto de las colinas. Todo porque en un libro antiguo ha leído una escena de amor que transcurre allí arriba. Quería comprobar a toda costa si aquel lugar sigue siendo tan romántico como antes, cuando escribieron la obra… Después de cuarenta años.
—¿Y qué? —Isabelle intervino en nuestra conversación—. ¿Era verdad o no?
—Quería que me colocara en el borde de un claro del bosque y gritara «
Courage
» hacia el valle. «
Courage and love
». Como el hombre de ese libro inglés. Tu dueña está chiflada.
¿Cuarenta años? ¿Un libro inglés? Supe con certeza de qué libro hablaban, y sonreí. Bueno, Victor, aquí tenemos la Florencia romántica.
Se echaron a reír.
—Esto es lo más importante —dijo Isabelle.
—Lo más importante es que estamos juntos —contestó Gianni en voz baja, y se quitó las gafas—. Tengo que decirte una cosa, Isabelle —prosiguió.
Se me cortó la respiración. Ese tipo de avisos no promete nada bueno. Vi que Isabelle también ponía cara de sorpresa. Y temor.
Alguien tropezó en algún sitio con una puerta. Metió ruido.
—No puedo quedarme aquí en Navidad.
Respiré. Era eso. Había temido que fuera algo serio.
—Oh —dijo solamente Isabelle.
—Por lo visto, mi madre no se encuentra muy bien. Me ha pedido que pase las Navidades con ella en Roma.
—Yo me quedaré, estoy demasiado lejos de casa.
—Preferiría estar contigo. Pero no puedo desilusionar a mi madre. No tiene a nadie más que a mí.
—No pasa nada —dijo Isabelle, tragando saliva—. Seguro que también se queda alguien más. Stefano, por ejemplo.
Sonrió torciendo el gesto.
—Oh, vamos. Solo serán unos días. Estaré aquí para Fin de Año. Y empezaremos juntos el año nuevo.
—Sí —dijo ella—. Lo haremos.
Hizo un gran esfuerzo por mantener la calma. Conocía a mi Isabelle. Tragó saliva con dificultad y procuró ocultar la desilusión. Seguro que ya se había imaginado encendiendo una vela con Gianni (y quizá también conmigo; un poco de esperanza está permitida) y celebrando la Navidad.
—¿Cuándo te vas?
—Pasado mañana.
—¿Pasado mañana, ya? —exclamó ella, y su voz sonó más espantada de lo que había previsto.
—Cuanto antes empecemos, antes acabaremos —replicó Gianni, y le sonrió con tristeza.
El tiempo pasó volando. Los dos se escabullían de la biblioteca cada vez con más frecuencia, pero nadie se lo tomó a mal. Estando tan cerca la Navidad, se ejercía un poco de indulgencia, por amor al prójimo.
—No alargaremos la despedida —dijo Isabelle mientras Gianni preparaba sus cosas el 22 de diciembre.
¡
Os estáis despidiendo desde hace tres días
!
—Tienes razón. Lo dicho. Total, solo son unos días.
—Sí —contestó ella, y tosió—. Tengo un regalo para ti.
—Yo también para ti.
Se sonrieron.
—
Buon Natale
! —dijo él.
—
Joyeux Noël
! —imitó ella—. Pero no lo abras hasta llegar a casa. ¡Trae mala suerte!
—Creía que eso solo pasaba con los regalos de cumpleaños.
—No, también con los de Navidad.
—Bueno, pues tú tampoco puedes abrir el mío hasta Nochebuena.
Isabelle asintió con la cabeza.
—Y ahora, me voy.
—Está bien.
—Volveré pronto.
—Sí.
Gianni abrazó a Isabelle, y yo no pude por menos que pensar en la despedida de Marlene y Friedrich. Sentí escalofríos.
—
Ciao
—dijo Gianni—.
Ciao
.
—
Adieu
.
Dio media vuelta y se fue. Llevaba colgada a la espalda su mochila verde, que se balanceaba a cada paso. Al llegar a las escaleras, se detuvo y se volvió.
—
Courage
—gritó bien alto—.
Courage and love
!
Luego levantó la mano y saludó. Isabelle rió entre lágrimas y contestó al saludo.
La tos empeoró. Aquella misma noche, sonaba como a lata vacía. A la siguiente, como una sirena de barco estropeada. A pesar de todo, Isabelle trabajó como una posesa para llenar el vacío que había dejado la partida de Gianni.
Debajo de la manta hacía un calor increíble. Isabelle sudaba y sudaba. Le castañeteaban los dientes y cada vez me estrechaba más fuerte. El día de Nochebuena se encontraba tan mal, que dejó que los amigos que se habían quedado en Florencia fueran solos a la pizzería.
—No estoy para fiestas —dijo en tono de disculpa cuando Philippe, de la pandilla de París, le preguntó qué le pasaba.
—Estás muy pálida —dijo el chico—. ¿No te encuentras bien?
—Solo es un poco de tos. Ha hecho frío últimamente —subrayó la frase con su tos de cubo metálico vacío.
—¿Quieres que vaya a buscar un médico? —preguntó Philippe—. Esa tos suena fatal.
—No —contestó Isabelle—. No es tan grave. Solo necesito dormir mucho.
—¿Estás segura?
Isabelle asintió con un gesto de cabeza. A mí me pareció que la propuesta del chico era de lo más sensata. Había soportado varios resfriados al lado de Isabelle, noches de fiebre, agotamiento, pero nunca había parecido estar tan grave. Y nunca se había perdido una fiesta. Hasta entonces, si se presentaba la oportunidad, siempre había experimentado una curación milagrosa.
¿Y ahora incluso renunciaba a celebrar las Navidades? ¿Tanto echaba de menos a Gianni que había enfermado de soledad? ¿Y yo? Una vez más, no podía ayudar.
Philippe miró dubitativo a Isabelle.
—Te traeré una taza de té. Por si acaso.
—Gracias, eres muy amable.
Isabelle volvió la cabeza lentamente, se ciñó aún más el saco de dormir empapado en sudor y se durmió.
La oscuridad cayó sobre la sala de la biblioteca. Los demás ángeles del fango se habían ido, contentos y despreocupados, a disfrutar de esa noche y a celebrar lo que habían llevado a cabo. Escuché atentamente la respiración de Isabelle. Su pecho subía y bajaba con un ruido ronco. A veces, un temblor le recorría el cuerpo, y estaba más inquieta a cada minuto que pasaba. Comprendí que Isabelle no tenía un simple resfriado. Isabelle estaba enferma. Mientras dormía, me estrechaba con fuerza. Su pulgar me acariciaba el punto de consuelo en la barriga, cada vez más débilmente. Me dio la sensación de que se iba.
¡
Isabelle! ¡No te vayas
!
Su respiración se hizo más lenta. Me entró pánico cuando su pulgar dejó de moverse.
¡
Isabelle
!
Siguió inmóvil. Cuando Philippe se acercó a media noche a la cama, intentó despertarla. Pero no hubo manera de reanimar a Isabelle.
Tenía los ojos cerrados y la cabeza le caía lánguidamente a un lado; solo sus manos no aflojaban. Con una rodeaba el pequeño regalo de Gianni y con la otra, a mí.
Llamaron a una ambulancia.
No recuerdo los días posteriores. Se difuminan en una niebla de aire hospitalario, médicos con bata blanca y enfermeras. Isabelle yacía sobre una cama limpia y blanca, detrás de una mampara blanca, y nos rodeaban unas paredes blancas peladas.
Y de pronto apareció Jules.
Dios, cuánto me alegré de verlo. No sé cuánto tiempo habría podido mantener la moral alta yo solo. Me había sentido tan perdido en brazos de la inmóvil Isabelle… Le había contado historias, como si pudiera escucharme; historias divertidas, historias de mi vida; había charlado con ella ininterrumpidamente, le había hablado con insistencia.
Creo que lo hice más bien para tranquilizarme. Al fin y al cabo, ella no podía oírme. Y, aun así, pensé con cabezonería que tal vez la inconsciencia era el estado en que las palabras de un oso de peluche podían llegar a oídos de una persona, cuando ningún ruido perturbaba la atmósfera.
Jules se sentó en una silla junto al lecho de su hija, le acarició el pelo desordenado y susurró:
—Hija mía, ¿qué cosas se te ocurren?
—
Papa
—susurró cansada Isabelle—. ¿Qué haces tú aquí?
—He venido para llevarte a casa,
ma petite
.
—Pero yo tengo que quedarme aquí… —Le falló la voz.
—Chist…, chist…, chist, va todo bien. Ahora solo tienes que recuperarte.
—Qué día es…
—Has estado inconsciente mucho tiempo, tesoro. Pero ahora todo irá bien.
—Tengo que esperar…
—Sí, todavía falta para que te restablezcas del todo. Has tenido una pulmonía grave.
Su tos de cubo metálico vacío resonó a modo de respuesta.
—Pero yo…
—Mañana volveremos a casa.
Maman
te preparará un buen caldo y crepes, como a ti te gusta —dijo Jules, y se frotó los ojos.
Isabelle parpadeó cansada.
—¿Dónde está su regalo? —preguntó—. Mi regalo.
—Lo encontraremos, no te preocupes.
—¿Ha acabado la guerra? —preguntó al cabo de un momento de manera apenas audible.
Jules la miró impotente y yo presté atención, sorprendido.
—¿Están los niños a salvo?
—Sí, tesoro, no tienes por qué preocuparte —dijo Jules tranquilizándola, y yo me pregunté si Isabelle me habría estado escuchando.
Jules nos llevó a casa, a Fleurie, en su Peugeot verde. Por la ventanilla del coche desfilaron ciudades y paisajes, mientras Isabelle dormía estirada en el asiento de atrás. El motor rugía y las montañas eran cada vez más altas, el aire cada vez más frío y la nieve cada vez más abundante. Jules paró un par de veces a repostar, y en algún momento se frotó los ojos cansados y llamó a la puerta de un hotel, donde un conserje malhumorado nos dio una habitación. Observó con escepticismo al hombre con una chica medio muerta en brazos, pero no objetó nada cuando Jules le pidió enérgicamente una taza de té y un bocadillo.