—Algún día tendrás que ser realmente adulta,
ma belle
—había dicho Hélène, me había quitado de encima del tocador, había arreglado el velo de novia y había colocado correctamente los rizos de su hija.
—¡Que todavía quieras este oso viejo!
Luego gritó hacia el pasillo:
—¡Estamos listas!
Y Jules entró a buscar a la novia. Se secó una lágrima del ojo y acompañó fuera a su hija, cogida del brazo. Los seguí con la mirada y me sentí al menos tan orgulloso como él, y mucho más conmovido. Dentro de mí ardió el amor.
Nos mudamos a un piso enorme en la via Pomeo Magno, no muy lejos del Vaticano. Allí vivía la anciana abuela de Gianni, Chiara, a la que todos llamaban tan solo
nonna
(pero pronto dejaron de hacerlo, porque la
nonna
Chiara cada vez oía peor). Salió de casa por última vez para la boda.
—¿Qué haría yo fuera? Hace calor y bochorno, y me atropellarían los coches. Y a lo mejor me roban. No, soy demasiado vieja —decía, y se sentaba sobre la manta de ganchillo de su sofá, encendía el televisor a todo volumen y ya estaba contenta.
Por la mañana regaba las plantas a paso de tortuga, a mediodía controlaba la producción de la pasta («Oh, Isabelle, hija mía, ¡aún tienes tanto que aprender!»), por la tarde echaba una cabezadita roncando a placer, y por la noche se tomaba una copita de vino de Tokay y se iba a la cama después del telediario de la Rai Uno. Teníamos una jornada bien regulada.
Hasta la época del embarazo, en la que Isabelle intensificó de nuevo su relación conmigo porque se sentía terriblemente mal y necesitaba su antiguo y conocido consuelo, la
nonna
Chiara fue mi mejor compañera. Luego, cuando la pequeña Giulia nació, Isabelle intentó situarme como animal de peluche número uno en la cuna, pero la delicada signorina Bontempelli prefirió el peluche aterciopelado que precisamente Hélène le envió al nacer.
Lo di todo de mí, pero sin éxito. Cargaron conmigo de aquí para allá durante unos años por costumbre, pero no pasaba por alto que Isabelle había establecido otras prioridades. Había cosas más importantes en su vida y había encontrado a otro mejor amigo. De manera lenta, pero segura, Mon ami Marionnaud volvió a convertirse en un objeto. Perdí importancia, no de golpe, sino despacio y silenciosamente.
En 1976, cuando la princesita Giulia tenía tres años, viajamos por nostalgia a Florencia y seguimos hasta Fiesole. Reservaron una habitación en la encantadora Pensione Bencistà (Isabelle siempre había tenido una vena romántica).
De noche, cuando Giulia ya dormía tranquilamente, Isabelle se acurrucó junto a Gianni en la cama y sacó un libro del bolso.
—Te leeré una cosa —dijo.
Le dio un beso en la mejilla, abrió el libro por una página y comenzó:
—«George se había vuelto al oír su llegada. Por un momento la contempló, como si fuera alguien que bajaba de los cielos. Vio la radiante alegría en su cara, las flores que batían su vestido en olas azuladas. Los arbustos que la encerraban por encima. Subió rápidamente hasta donde estaba ella y la besó»
[1]
.
Enmudeció.
—
Courage
—dijo Gianni en voz baja—.
Courage and love
.
Courage and love
. No había cambiado nada. Aquello los unía.
Todo iba bien, mejor que nunca.
A la mañana siguiente, se fueron sin mí.
Isabelle no volvió a buscarme.
Al cabo de tres días de temerosa esperanza y espera, comprendí que me enfrentaba a una nueva etapa de mi vida. Ya había pasado dos noches en la recepción. La signora Simoni no había dudado mucho y me había colocado allí de inmediato después de encontrarme en una butaca Luis
XV
.
La mayoría de nuestros huéspedes procedían de Inglaterra, Escocia y Estados Unidos. Muchos iban en busca de un rincón tranquilo en este mundo. De paz y sosiego. Las dos cosas abundaban allí.
El signore y la signora Simoni formaban una pareja de mi gusto. Él era un hombre espigado, con una nariz grande y testarudo; ella era una mujer bajita y regordeta, con un espíritu muy combativo. No era raro que se tuvieran unas palabras, como era típico en los italianos, y no precisamente en voz baja. No obstante, en cuanto se acercaba un huésped, los dos procuraban superarse mutuamente en mimarlo.
Al signore Simoni le encantaba contar historias sobre el edificio.
—Estos muros conocen infinitas historias —le oí contar a menudo—. Es un edificio muy antiguo, ¿sabe? Los Medici ya estuvieron metidos aquí. En los siglos
XV
y
XVI
, aquí vivieron las personas más aristocráticas. Y lo que ocurrió en siglo
XIX
, cuando las monjas de Sant’Anna al Prato se divertían aquí… —Movía la mano elocuentemente y sonreía con picardía.
Me encantaba escucharlo. Me encantaba el traqueteo afanoso de la cocina y el canto alegre de la signora Simoni. Me gustaba cuando la suave brisa de verano soplaba a través de la puerta abierta del edificio, cuando uno de los perros entraba olisqueando, levantaba el hocico y se volvía a ir. Me gustaban los ruidos que entraban de la terraza, ruidos de un gozo tranquilo, interrumpido de vez en cuando por exclamaciones de entusiasmo que decían qué vistas más hermosas, qué paisaje de ensueño, qué panorama más increíble. Las vistas sobre la ciudad eran realmente de ensueño, la cúpula redonda de la catedral y, alrededor, el entramado de tejados rojos y los muros ocres de los edificios florentinos. Un gran jardín con una pérgola de lilas de tonos suaves se extendía por debajo del edificio. Había lugares peores para un oso de peluche entrado en años.
Nadie me arrastraba ni tiraba de mí, nadie quería ser consolado. Había estado más descontento otras veces.
Pero mi odisea no había acabado todavía. Aún no había llegado el momento de presentar la dimisión, y eso lo decidió nada menos que la signora Simoni, que un día me regaló sin más.
Casi todos los huéspedes reparaban en mí. Casi todos me dedicaban buenas palabras, me miraban y se ponían contentos antes de deshacer las maletas.
Un día entró en el vestíbulo una pareja de ancianos que habían llegado de Massachusetts, en Estados Unidos (noté por el acento que eran americanos). El signore Simoni levantó la vista para saludar a los clientes, pero ellos se habían detenido a mirarme. La anciana se apoyaba en un bastón y su cabeza se balanceaba ligeramente a un lado y a otro sin parar. Llevaba el cabello cardado de tono violáceo.
—
Honey
, ¿te acuerdas del osito de peluche de David? —preguntó.
—Sí —contestó él—. ¿Cómo se llamaba?
—Se llamaba Hobster.
—Hace mucho tiempo de eso.
—Sí,
Honey
, hace mucho tiempo.
—¿Qué habrá sido del osito? ¿Lo tiramos?
—No, creo que no.
—No, seguramente tienes razón.
—Pero este también es bonito.
La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza, me cogió un momento del pie de la lámpara con su mano cálida y arrugada, y luego se volvió bruscamente hacia el signore Simoni, sonrió con mucha práctica y exclamó:
—¡Qué rinconcito de mundo más encantador!
Beau-ty-ful
!
Yo había escuchado con emoción el diálogo. Tal vez Fritzi Rosner también estaría un día delante de un escaparate y diría:
—Nosotros también tuvimos uno, allá por los cincuenta.
También habría quien se acordara de mí. Y quizá también se quedarían un poco pensativos, igual que aquellos dos ancianos.
Otros huéspedes solo decían cosas como: «Qué, ¿vigilando que no pase nada?». O bien: «Qué osito más simpático, pero ya es viejo, ¿no?». O bien: «Vaya, ¿eres el hermano de Pooh?».
Ejercité la discreción, aprendí a no dar demasiada importancia a los comentarios. Me convertí en un observador y vi mucho mundo. Sí, incluso me atrevería a afirmar que en los años que pasé junto a la lámpara de latón fue cuando mejor conocí el mundo.
Vi a damiselas moviéndose con grandes aspavientos y un perrito debajo del brazo; a caballeros distinguidos con una pose ridícula y fajos de billetes sujetos con un clip (en los que se escondían cuatro o cinco simples papeles en blanco). Vi a mujeres con manos resecas y mirada insomne, a hombres con tics nerviosos en los ojos y mucha sed. Conocí a ancianos que se miraban con pasión, y a jóvenes que se cogían inseguros de la mano. Conocí ratones grises y aves del paraíso; a una artista que todas las mañanas desayunaba cuatro huevos y un tomate, a un escritor que solo podía escribir contemplando la puesta de sol, y a otro que necesitaba una silla incómoda; a una bailarina afligida, con el rostro desfigurado por la pena; a un viudo inglés que se enamoró de nuestra cocinera y se la llevó consigo sin perder tiempo a Brighton, y también a una millonaria australiana que buscaba un heredero digno.
Muy pronto comencé a jugar en silencio a mi propio juego de las adivinanzas, porque había descubierto que a las personas se les nota de dónde proceden. No siempre, pero podía determinar con notable acierto de dónde eran nuestros huéspedes: los estadounidenses solían lucir peinados con tupés altos y fijados con laca. Las italianas llevaban gafas de sol inmensas. Los ingleses llevaban americanas de tweed y los franceses camisas blancas con el cuello abierto. Las suecas tenían trenzas rubias, los hombres españoles se untaban el pelo y hacían esperar a su mujer en el coche; en cambio, los hombres alemanes enviaban a su mujer y ellos se quedaban esperando en el coche. Los daneses eran sencillos y los holandeses estaban bronceados. Los suizos… Sí, bueno, ¿cómo eran los suizos? Diría que, por lo general, eran ellos mismos.
Fue en 1981 cuando la familia Hofmann se alojó en la Pensione Bencistà, y me resultó imposible decir de dónde eran. Parecían un poco alemanes, pero eran demasiado elegantes. Parecían un poco italianos, pero eran demasiado controlados. Parecían un poco escandinavos, pero eran demasiado lentos. Sin embargo, tanto daba de dónde fueran, porque una cosa estaba clara: algo iba mal en aquella familia.
—Buenos días, tenemos una reserva —dijo la mujer.
—A nombre de Hofmann —dijo el hombre—. Con una «f».
—
Buongiorno, signori
, bienvenidos. Un momento, por favor, enseguida les atiendo —dijo el signore Simoni, y desapareció.
—Me lo había imaginado de otra manera —dijo la mujer, que miró desafiante a su marido.
Entonces supe que eran suizos. Ella hablaba una especie de alemán con una extraña entonación monótona, que constantemente se veía interrumpida por sonidos guturales disonantes.
—Queríamos algo moderno —prosiguió.
—Pensé que también nos iría bien un poco de tranquilidad —contestó él.
Esto es tranquilo. Al menos se estaba tranquilo hasta que vosotros habéis llegado
.
—Tranquilidad. Laura se morirá de aburrimiento y acabará con mi paciencia.
—¿Por qué hemos venido, si lo ves todo tan negativo?
—Quería ir de vacaciones con mi familia, ¿vas a echármelo en cara?
—Lo que quieres es tranquilizar tu mala conciencia. Por Laura. Eso es todo.
—Vaya, ¿quién lo ve ahora todo negativo?
—Basta ya; delante de la gente, no.
—Aquí no hay nadie.
—Puedes pedir que te enseñen la habitación. Si no te gusta, nos iremos a otra parte. Te espero fuera.
Dio media vuelta y se fue.
Oh, oh. Eso tenía pinta de enfado.
—¿Esto qué es? ¿Una sala de espera? —dijo a voces la mujer, dando rienda suelta a su furia.
—
Non, signora
, es una pensión dirigida con
amore
. Si hace el favor de seguirme. Tenemos la mejor habitación para ustedes. ¿Dónde está su marido?
—Vendrá enseguida. Sigamos.
Vi que el signore Simoni le dedicaba una breve mirada interrogativa, y luego la condujo al edificio anejo.
Apareció una niña en la puerta. Asomó la cabeza con cautela y se agachó hacia el gato Neronimo, que se le paseaba entre las piernas. Le acarició la cabeza.
Gatos. Primero hacen la pelota y luego encima los acarician. No se lo merecen. Lo observé con escepticismo.
—¿Mamá? —llamó la niña—. ¿Mamá?
Se acercó a la recepción, miró por encima del mostrador y paseó la mano por la madera oscura hasta alcanzar mi pierna. Me bajó hacia ella y me examinó con la mirada.
—
Come si chiama
? —se esforzó por preguntar en italiano.
¿Cómo me llamaba realmente? Había sido Mon ami Marionnaud durante tanto tiempo que el nombre de Henry casi había caído en el olvido. Desde que estaba allí, nadie se había tomado la molestia de ponerme nombre. Estaba allí, con eso bastaba.
—Paolo —oí decir a la voz de la signora.
¿Paolo? Bueno. No era ni mejor ni peor que los demás nombres que había llevado en los sesenta años anteriores.
La niña me dejó caer del susto. La comprendo. La signora tenía un don para aparecer de repente de la nada. La niña dio media vuelta y salió corriendo.
—
Aspetta
—gritó la signora—. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Laura —contestó la niña, y desapareció en el exterior.
Laura me eligió como amigo porque Neronimo era poco de fiar, ahora estoy convencido de ello. Y necesitaba urgentemente un amigo que estuviera con ella, porque sus padres eran, con perdón, insoportables. Y no porque fueran suizos, sino porque no paraban de discutir. No eran gritos como con Michel y Marilou Marionnaud. No había golpes como con los Brioche. Eran pequeñas frases, a veces solo palabras, que cruzaban el aire cual flechas y acertaban de lleno en el corazón del otro. Frases como:
—¿Qué otra cosa se podía esperar de ti?
—Típico.
—Lo que tú digas.
—Pues vete.
Sin embargo, mucho peor que las flechas era el silencio que los rodeaba como una glaciación. Irradiaban tanta frialdad que a los demás huéspedes de la pensión se les ponía la piel de gallina cuando se sentaban cerca de ellos. Al menos eso dijo la signora estando junto a su marido, mientras meneaba la cabeza y observaba los tres casos problemáticos. Era imposible no darse cuenta de lo que ocurría entre Claire y Bernard Hofmann, y a nadie se le escapaba que utilizaban a Laura de escudo, a modo de coartada de una familia saludable.
La hermosura de las vistas, la tranquilidad del sitio y la afabilidad de los Simoni no consiguieron impresionar a los Hofmann. Como si creyeran que uno se siente mejor si el otro se siente peor, se pasaban constantemente la pelota de uno a otro. Aquello era como el enconado partido de tenis entre John McEnroe y Bjørn Borg que los Simoni habían seguido por televisión: golpeaban la pelota de un lado a otro con una contundencia enorme. Nadie daba por perdido un punto necesario.