Cuando el tiempo libre y las fuerzas lo permitían, Isabelle sacaba su pequeño bloc y su lápiz, y dibujaba. Había plasmado sobre el papel todos los acontecimientos importantes de su vida, con colores vivos o con un ligero sombreado. Se sentaba en la cama con las rodillas levantadas y hacía bocetos con trazos rápidos en el bloc. Florencia tenía muchas impresiones que ofrecer.
Bosquejó una silla de madera que estaba sola en el enorme charco de la piazza dei Cavalleggeri, y tituló el dibujo
Respiro
. Esbozó un Volkswagen escarabajo que giraba por la base de una gran escultura de mármol, con la puerta del maletero abierta como la boca de un pez y la rueda de recambio dentro como una buena presa. Debajo escribió: «Tráfico fluido». Sin embargo, el que más me impresionó fue el dibujo de dos hombres. Estaban sentados debajo de un puente en medio del río. Uno sobre el respaldo de una silla medio hundida, el otro sobre una mesa torcida. Llevaban gafas de buzo y aletas, y parecían examinar lo que habían encontrado en las profundidades marrones del Arno. «Pescadores de perlas», escribió Isabelle debajo.
Otro día dibujó un esbozo que representaba un puente con muchas casitas. Las ventanas estaban rotas. Colgaban retales de ropa, alfombras y todo tipo de cachivaches decorativos. «Coyuntura del aluvión», ponía debajo. Me recordó las casas bombardeadas de Colonia.
Más tarde dibujó una caricatura con trazos rápidos y furiosos, concisos y seguros. Era el atractivo Stefano. Su pelo rizado tenía un aspecto pringoso, la nariz era demasiado larga y la lengua colgaba ansiosa de su boca. Esa era la manera de Isabelle de acabar con un asunto. Stefano recibía su merecido, incluso sin ponerlo públicamente en la picota.
El último dibujo era un auténtico retrato. Me sorprendió. La cara me sonaba. Era del chico italiano que había llegado dos días después que nosotros y le había tocado una cama tres filas más allá. Sus rasgos delicados se ocultaban detrás de unas gafas negras, y solo aparecían cuando se iba a la cama y plegaba las gafas con cuidado antes de dejarlas junto a la almohada. Tenía una nariz fina, los pómulos marcados y unos labios carnosos casi femeninos.
Isabelle lo había dibujado con gafas, pero había conseguido captar la expresión de su rostro. El cabello le caía en un flequillo largo justo hasta los ojos, que miraban pensativos al espectador.
Gianni
era el título. Nada más. Seguro que no lo había dibujado sin algún motivo. Solo inmortalizaba sobre papel lo que le parecía importante.
Era obvio que se me había escapado algo. El corazón de Isabelle había corregido el rumbo a la chita callando y bajo cuerda, y yo no me había dado cuenta.
¿Qué es eso de tener secretos para tu oso de peluche? Al fin y al cabo, soy tu confidente. ¿Era él quien te miraba la otra mañana? Porque yo noté una mirada. ¿Fue él quien echó a Stefano
?
Isabelle no me reveló nada. Aquel nuevo rumbo parecía tan secreto que Isabelle no se dio cuenta de hacia dónde conducía hasta que ya hacía tiempo que había emprendido el camino.
Quizá el episodio con Stefano la había vuelto más prudente. Tal vez no se fiaba de sus sentimientos. Me asaltó la sospecha de que su corazón ya había vuelto a abandonar el plan de que el amor colgara temporalmente los hábitos. Ya solo faltaba que su cabeza estuviera convencida.
Por mí, su cabeza podía tomarse tranquilamente su tiempo, aunque, por razones de seguridad, me preparé con sentimientos encontrados para la llegada de un nuevo intruso a mi territorio.
Isabelle se tumbaba todas las noches a mi lado y me pasaba el pulgar por el punto de consuelo. Ahora lo dirá, pensaba entonces. Ahora dirá: «Mon ami, creo que estoy enamorada».
Pero no pasaba nada. Callaba, y su cabeza siguió fiel a su propósito. Tal vez estaba demasiado rendida para enamorarse, si es que eso es posible, cosa que yo no puedo juzgar, claro.
Pero una vez alerta, a un oso de peluche no se le escapa nada.
Gianni miraba a veces a Isabelle cuando todos se tiraban de noche en la cama, muertos de cansancio y llenos de mugre. Mientras yo boqueaba desesperado en busca de aire fresco y procuraba asomar la nariz fuera del saco de dormir para escapar al olor de Isabelle, cada vez más intenso, veía perfectamente que su mirada cansada vagaba hacia nosotros y se detenía en la cabellera desgreñada de Isabelle hasta que a él también se le cerraban los ojos. Eso era todo.
¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Qué había sido de la Isabelle que se abalanzaba hacia cualquier meta que se hubiera fijado como una ola en la playa? ¿Me había equivocado? ¿Había fallado mi intuición de oso?
¿Y qué me estaba ocurriendo a mí? Me sorprendí deseando que pasara algo. Pero nunca los veía juntos, ni una mirada larga por encima de las ollas de aluminio con pasta, ni un roce casual durante la cena. Nada. Nada que hubiera hecho palpitar el corazón de un oso de peluche.
Llegó el día en que ya se había retirado el grueso del barro. Pero el trabajo no disminuyó. En las paredes había humedad, igual que había humedad en todo. Incluso mi piel parecía húmeda al tacto, y no lograba librarme de la sensación de que incluso mi interior estaba en cierto modo lleno de moho. Seguro que aquel clima no era lo que se dice beneficioso para mí.
A Isabelle la destinaron a las labores de secado. Había que tratar las paredes con talco, que absorbería la humedad. En vez de negra de barro, se metía en la cama blanca como la cal. Se le pegaba por todo, a la ropa y al pelo. Parecía un fantasma. Y entonces, cuando el mes de diciembre entraba en su tercera semana, el fantasma me susurró al oído las palabras tan esperadas.
—Mon ami, creo que estoy enamorada. No puedo evitarlo. He intentado reprimirme, pero mi corazón hace simplemente lo que quiere.
Lo sabía
.
—Es Gianni. El italiano de la fila 34.
Nosotros dormíamos en la fila 31.
—Ya me dirás qué hago ahora. Hablo tan mal italiano.
Yo te ayudaría, si pudiera
.
—Es muy atento. Y creo que también está un poquito loco.
¿
Como tú
?
—Como yo.
Hmm
.
—Además, creo que yo también le gusto.
Eso te lo puedo dar por escrito
.
—Tiene una sonrisa tan bonita… —dijo soñadora, y cerró los ojos.
Al cabo de unos segundos, cuando ya pensaba que se había dormido, abrió los ojos de nuevo y murmuró:
—¿Y si es como Stefano?
Jamás de los jamases. Intuición de oso de peluche
.
—Pero no creo —dijo, intentando disipar sus propios reparos—. Por algo existe la intuición femenina.
Luego se durmió.
Le deseé felices sueños y cuidé de que nadie la molestara.
En pequeños gestos y pocas palabras, Isabelle había dado con un sentimiento que perseguía desde hacía años, como un perro a su propia cola. Me alegré.
¿Me alegré? ¿Qué estaba ocurriendo? Isabelle se enamoraba ¿y en mí no surgía ni una chispa de inquietud ni de celos? No me entendía a mí mismo. Esperé un día, dos días, tres días, y aunque Isabelle había entrado en un estado de romanticismo casi mortal, esos sentimientos no afloraban. Y de repente supe por qué: aquel Gianni era el indicado.
Una noche, mientras Isabelle todavía limpiaba signaturas a la luz de una lámpara mortecina, el chico le dejó una flor sobre la almohada. Justo a mi lado. Dicho sea de paso, fue el primer olor agradable que percibí de cerca en semanas. Era una flor naranja con un botón marrón oscuro en el centro. Era sencilla, nada especial, pero con toda seguridad robada. Sonreí satisfecho. Gianni me dedicó una mirada entre interesada y divertida, pero no me cogió, solo tiró del saco de dormir hacia arriba para que nos tapara, a mí y a la flor, y se fue sin hacer ruido. Esa noche, cuando Isabelle se dejó caer a mi lado en la cama, no vio la flor. Y la aplastó. Me habría gustado avisarla, pero ¿qué podía hacer yo?
La misma canción de siempre.
Palpó con mano cansada en mi busca, se detuvo en seco, titubeó y se movió cuando, en vez de mi brazo, notó la flor entre los dedos. La sacó, la estrujó aún más contra su pecho y sonrió feliz.
La noche siguiente, Gianni se sentó en nuestra cama.
Yo no me refería a eso. Tal vez era el indicado, ¡pero no en nuestra cama!
Isabelle ignoró mis objeciones. Se echó a un lado. Los dos quedaron de frente, sentados con las piernas cruzadas, y conversaron chapurreando inglés, francés e italiano.
—Me palpita el corazón —dijo Isabelle.
—¿Qué?
—Mi corazón palpita.
—Así es como debe ser —dijo él sonriendo.
—Sí —dijo ella, y le devolvió la mirada—, digamos que es un requisito.
—Uno de los más importantes para vivir.
Isabelle calló. Él estiró el brazo y le acarició suavemente la mejilla con un dedo. Vi que ella cerraba lentamente los ojos y parecía disfrutar del contacto. Carraspeé para mis adentros.
Perdón, no estáis solos. ¿No podríais ser un poco más considerados
?
—Tengo la piel de gallina —susurró ella.
—¿Qué es eso? —susurró él.
—Una sensación preciosa.
—Bien —dijo él.
—Muy bien —dijo ella.
Se miraron. Luego él se le acercó y la besó en la boca.
Por favor, ¡esto ya es demasiado privado
!
Le cogió la cabeza con las dos manos y le acarició suavemente la cara con los pulgares. Ella levantó las manos y le hizo lo mismo.
Tierra, trágame. Yo lo sabía todo sobre el amor en el corazón, pero ¿qué sabía sobre el amor de los cuerpos? ¡Nada! Y no estaba seguro de querer saber más cosas en aquel momento. Podía dar fe de lo agradable que es que alguien te acaricie. Seguro que a mi pequeña Isabelle la inundaban oleadas de bienestar cuando él la tocaba de aquel modo. Y seguramente a él le pasaba lo mismo. Sabía que uno nunca se cansa de que lo acaricien con ternura. Y que un aliento ajeno en la oreja puede hacerte cosquillas hasta en la boca del estómago. Temeroso, me pregunté qué sería lo próximo que se les ocurriría.
Durante un rato no dijeron nada. Luego, ella preguntó:
—¿Conoces a Audrey Hepburn?
—Estuvo a punto de atropellarme con la Vespa en el Coliseo. En Roma…
Isabelle lo miró con los ojos abiertos como platos.
—Yo tenía ocho años, y me pareció muy valiente y guapísima.
—¿Viste el rodaje de
Vacaciones en Roma
?
—Hice de extra.
Eh, Isabelle, ¿qué te parece
?
—Increíble.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque, desde que cumplí ocho años, siempre he creído que Audrey Hepburn lleva dentro el amor —dijo Isabelle con voz queda, y casi me pareció que se avergonzaba un poco de esa convicción infantil.
Eh, un momento, yo llevo dentro el amor
.
—Puede que también otros lleven dentro el amor, ¿no? —susurró él.
—Eso espero —dijo Isabelle, y siguió con el interrogatorio—. ¿Te gusta Botticelli?
—A partir de hoy, no —contestó Gianni, y se apartó el flequillo largo de la frente.
Isabelle lo miró decepcionada.
—Tú eres más hermosa que sus Venus.
Se puso colorada. Isabelle se puso colorada. Nunca la había visto así.
—Aunque te pongas colorada.
Se puso más colorada. No pude evitar reírme. Quien mucho pregunta recibe muchas respuestas.
—Eres un adulador terrible.
—Pero también un adulador muy simpático.
—Sí —dijo Isabelle lentamente—. Muy simpático.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Pues claro.
—¿Por qué estás aquí?
La pregunta la sorprendió. Reflexionó un momento. Se lamió el labio superior y se lo mordisqueó.
—Porque casi amo tanto el arte como la aventura —dijo luego.
Gianni sonrió con la respuesta.
—¿Puedo preguntarte otra cosa? —dijo Isabelle.
—Eso ya era una pregunta.
—Pues entonces, otra.
—Puedes hacerme tantas preguntas como quieras.
—¿Sabes arreglar bicicletas?
—No —contestó él.
—¿No?
—No.
Oh, oh. Pensé en el pobre Jaques, al que mandaron a paseo por su falta de maña con las reparaciones. Tras una breve pausa, Isabelle lo miró a los ojos.
—No importa.
—Si tú lo dices —dijo Gianni.
Se miraron, y él la besó otra vez. Largamente. Yo estaba ensimismado.
—Tu lengua sabe a melocotón —dijo ella al apartarse un poco de él, y lo escrutó con la mirada.
—¿Te gustan los melocotones?
—Me encantan los melocotones.
Va en contra de mi discreción entrar en más detalles. Intenté lo mejor que pude no mirar y no seguir escuchando. Finalmente, cuando se estrecharon cariñosamente y se metieron en el saco de dormir de Isabelle, me caí de la cama. Y eso estuvo bien.
Fue la primera noche en mucho tiempo que pasé sobre el suelo frío, pasando inadvertido y sin que nadie me echara de menos. Pero eso también estuvo bien, porque sabía que Isabelle era feliz. ¿Y qué hay más importante para un oso de peluche, mejor amigo y ayudante?
A la mañana siguiente Isabelle me recogió del suelo. Gianni todavía dormía, la abrazaba fuerte por detrás y respiraba en su nuca.
—Esta noche casi he perdido el sentido, Mon ami —susurró—. ¿Sabes qué significa eso?
Que si supiera arreglar bicicletas, sería el indicado
.
—Creo que es el indicado.
—¿Con quién hablas? —murmuró soñoliento Gianni.
—
Avec
Mon ami —contestó Isabelle en voz baja.
—Ah, claro. Tu oso.
—¿Cómo lo sabes?
—El otro día le pedí tu mano.
Isabelle intentó volverse hacia Gianni.
—No te preocupes, dio su aprobación —dijo él, con los ojos todavía cerrados.
—Pues me alegro. Es la primera vez que lo hace.
Se rieron y se sacaron el sueño de la cara a besos.
Dejé pasar aquellas dos mentirijillas inocentes. Les di mi bendición en silencio.
Aquella noche los dos ángeles del fango se subieron a una nube y salieron flotando. Puedo hablar de suerte, porque me permitieron acompañarlos en aquel viaje, a mí solo. Se elevaron muy por encima del frío húmedo de los antiguos muros, muy por encima del caos. Y me di cuenta de que el espíritu aventurero de Isabelle se desplazaba cada vez más de la salvación de la cultura hacia el descubrimiento de Gianni y Florencia. Cuando tenían un minuto libre, salían furtivamente y desaparecían por las calles y callejuelas, donde se acumulaban muebles y basura. Donde había cristales rotos tirados por el suelo, donde reinaba el ajetreo. Allí parecían encontrar todo el romanticismo que solía buscarse en Florencia. Admiraban el encanto morboso de la desolación, se admiraban mutuamente y no parecían cansarse de mirarse a los ojos, de sentir la mano del otro mientras contemplaban juntos los niveles que había alcanzado la riada en las paredes de los edificios, los letreros torcidos en la piazza dei Giudice o el pequeño lago que se había formado entre la Galería Uffizi y el Palazzo Vecchio.