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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (30 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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Retumbó el silencio, la habitación dio vueltas. No se las podía localizar. Marlene y Charlotte habían desaparecido. Se me nubló la vista cuando el alcance de ese mensaje me llegó a la conciencia.

Melanie corrió hacia fuera.

—¡Mamá! Mamá, ¿dónde estás? —gritó—. ¡Mamá!

Se detuvo y miró alrededor. Entonces descubrió a su madre. Estaba sentada debajo del peral, con la mirada clavada en el cielo. Melanie cruzó el prado lentamente y se arrodilló en silencio al lado de Franziska.

Me dejó caer para acariciarle el pelo y consolar a su madre, a la que unas lágrimas silenciosas le rodaban por las mejillas.

La esperanza es lo último que se pierde. Pero, cuando se pierde, apenas queda nada.

6

M
e pregunto cuánto tiempo tendré que permanecer en este desventurado estado de incertidumbre. Habrán pasado horas desde que me encerraron aquí dentro.

Según mi experiencia, todo apunta al clásico caso de abandono. Lo conozco. Cuando el despliegue es demasiado grande, cuando el esfuerzo supera el valor del resultado, la mayoría de la gente elige el camino fácil. ¿Y acaso no es muchas veces más fácil comprar un paraguas nuevo que retroceder tres calles hasta el café donde uno ha olvidado el viejo? El propietario se sobresalta un momento cuando se da cuenta de la pérdida, calcula y continúa. Por desgracia, mucha gente piensa lo mismo sobre los osos que sobre los paraguas.

Así pues, las perspectivas de que la escritora me haya sacrificado en aras de su libertad no son malas. Y eso sería triste, porque me gustaba. Tampoco tengo reparos en decir que esperaba algo de nuestro encuentro. ¿No habría sido fantástico haber encontrado un lugar de retiro después de esos años sin vicisitudes y sin hogar? ¿Un rinconcito acogedor para un oso de peluche que hace mucho que ha llegado a la fecha de caducidad de un juguete? ¿Ser hallado por alguien que me aprecie por mí mismo, que reconozca lo que valgo? Ah, no quiero lamentarme por mi desgracia, he visto demasiadas cosas para hacerlo. Aunque, bien mirado, generalmente la desgracia fue de los demás. Por lo general, yo siempre he salvado el pellejo, si no se tienen en cuenta algunos desgarros y rozaduras y golpes bajos. He tenido suerte.

Pero la suerte tiene muchas caras y va por caminos tortuosos. A cada uno le muestra una figura diferente. No existe una suerte universal, bien envasada en botellas. Y a veces se encuentra justo al lado de la desgracia. Al menos, así fue en mi caso. Mi gran suerte fue Isabelle.

Fuego y aluvión

E
l fuego había alcanzado las cortinas. Ardían en llamas. Después, los cristales de las ventanas reventaron con un estrepitoso tintineo. Y luego todo ocurrió muy deprisa. En unos segundos, las llamas habían devorado el sofá, se habían extendido por el sillón y se habían tragado la vieja alfombra de retazos.

Tardé un poco en comprender qué estaba ocurriendo. Al principio, me quedé tan fascinado con el espectáculo del fuego que no advertí el peligro que me acechaba.

La vitrina donde me hallaba estaba en la otra punta de la sala, justo al lado de la escalera que subía al primer piso. Había una puerta de cristal entre el fuego enfurecido y yo, y ni en sueños pensé que pudiera ocurrirme algo. Mi curiosidad siempre había sido mayor que mi miedo.

Sin embargo, cuando un muro de aire caliente arrastró de pronto todos mis pelos porque la vitrina también se había roto en mil añicos, me entró miedo.

Sabía que madame Brioche y Lucille habían ido a Lyon, pero ¿dónde estaba el viejo? ¿No se daba cuenta de que su casa era pasto de las llamas? Seguro que había vuelto a pasarse toda la mañana catando vinos en su bodega, y ahora dormía a pierna suelta la mona entre los barriles.

Lo hacía casi a diario. Pero aquel no era el momento apropiado para descansar.

Socorro, pensé a modo de prueba. Socorro.

Pero ¿quién iba a oírme? No había nadie. Y, si lo hubiera, seguro que tendría otras cosas que hacer antes que salvar a un osito de la vitrina.

El calor aumentó, y paralelamente creció también el malestar.

No tenía ninguna experiencia con el fuego, pero lo que ocurría en la sala de estar no permitía poner en duda su fuerza destructiva. Si seguía propagándose a ese ritmo, al cabo de diez minutos a lo sumo no quedaría ni rastro de mí.

¿Cómo se enfrenta uno a esa conclusión? Cuando alguien se ha acostumbrado a lo largo de su vida a no poder salvarse a sí mismo, se queda sorprendentemente tranquilo. Solo me pregunté qué delito había cometido para que ese año todo se torciera tanto. Hasta el punto de que, al parecer, incluso pagaría con la vida.

La época de los milagros había acabado para mí cuando me enviaron fuera de Alemania. Fue en 1954, en otoño del año pasado.

Allí, en los años de la posguerra habían abundado supuestamente los prodigios; al menos, estaban en boca de todos. El gran milagro fue que por fin volvían a irles bien las cosas después de la guerra, que tenían cocinas eléctricas, máquinas expendedoras de cigarrillos, muebles bar, coches redondos, tocadiscos, enaguas y música rock, y por fin podían viajar a Capri para ver el sol rojo (estoy seguro de que Julchen fue allí pitando tan pronto como tuvo el permiso de conducir). La gente disfrutaba de sus pequeños milagros privados, llegaran en forma de televisor, de teléfono o de soldado que volvía de la guerra. Esto último les sucedió a los Finster.

Un día, debió de ser poco después de nuestra derrota en el caso «Encontraremos a Marlene y a Charlotte», poco después del día cargado de fatalidad en que Melanie me dejó caer en el prado (para siempre, como luego se demostró, pues nunca volvió a cogerme), es decir, en el otoño de 1951, un forastero se presentó en el pueblo. Llamó a nuestra puerta.

Viktoria no se cansaba de repetir una y otra vez lo demacrado que estaba cuando lo vio en la puerta de casa, extenuado y rendido.

—Preguntó: «¿Vive aquí la familia Finster?». Y yo dije: «No, viven dos casas más allá». Y entonces me abrazó, cayó de rodillas y se echó a llorar. Nunca había visto nada igual, en serio. No supe qué tenía que hacer con el pobre hombre —contaba, y no dejaban de asomarle las lágrimas a los ojos—. ¿Sabéis qué? Cuando lo vi, por un pequeñísimo instante pensé que era Hänschen…

Ese milagro no ocurrió. Hänschen siguió muerto.

La señora Finster recuperó a su hermano pequeño, que había logrado acabar la larga marcha a pie hasta Dreihausen después de pasar seis años como prisionero de guerra de los rusos. Nadie sabía que la silenciosa y sonriente señora tenía un hermano al que, además, daban por desaparecido. A su manera discreta, había sufrido sin hacer ruido, sola en casa, a puerta cerrada.

—A mí me ha hablado de él —dijo Melanie—. Le gustan las sonatas de Waldstein.

Todos la miraron en silencio. Así era ella.

Pasó un tiempo hasta que todos nos recuperamos de la decepción que nos causó la búsqueda infructuosa de Marlene y Charlotte. Creo que, con el regreso de Paulchen Finster, volvió a brotar en nosotros la esperanza de que quizá Marlene aparecería un buen día sin más en el jardín. Pero el brote era demasiado tierno para sobrevivir mucho tiempo. Intentamos conformarnos.

Yo sufrí una grave derrota. Melanie se había hecho mayor en el momento en que encontró a su madre llorando en el jardín. Ya no me necesitaba. Julchen se había ido a Marburgo. Charlotte seguía ilocalizable. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué función cumplía?

En agosto de 1954, alguien más se planteó esa pregunta, aparte de mí. Hasta entonces, estuve en el banco rinconero de los Rosner como decoración de cocina y nido de polvo profesional, siguiendo los acontecimientos. Aceptado y tolerado, pero sin cometido.

Con todo, si alguien piensa que fue aburrido, se equivoca, al menos en parte, puesto que en ocasiones sucedieron cosas emocionantes. Y como mínimo, un milagro que presencié muy de cerca.

Tras la partida de Julchen y, con ello, tras la desaparición de la única radio del pueblo, el tío Albert se armó de valor y compró un transistor para nosotros. No creo que lo hubiera hecho si no se hubiera previsto un gran acontecimiento; luchar con Viktoria por eso era demasiado duro.

—El Mundial es cada cuatro años —explicó un día frío de mayo de 1954—, o sea que necesitamos una radio en el pueblo.

Escuché con atención. Echaba de menos la música. Naturalmente, no tanto como a Julchen, pero, aun así, habría estado bien que alguien hubiera vuelto a cantar de vez en cuando. Y seguro que era bonito escuchar un Mundial si hasta Albert, un hombre ahorrador, estaba dispuesto a hacer aquel gasto. Luego, con el tiempo, me enteré de en qué consistía ese Mundial. No era de música. Era de fútbol.

—¿Para qué necesitas una radio? Si tampoco verás nada —objetó Viktoria, a la que no le entristecía especialmente que Julchen entonara en otro sitio el acompañamiento a la música de la radio.

—Me basta con escuchar qué pasa —objetó Albert—. Y seguro que no me darás permiso para un televisor.

—Cuánta razón tienes. Claro que, si te empeñas en escuchar cómo veintidós hombres corren arriba y abajo con una pelota, ve a comprarte tu radio, por favor. Pero no vayas a creer que la pondrás en mi cocina.

Intenté imaginarme un partido de fútbol. A la gente se le ocurrían realmente ideas de lo más extraño, aunque, de hecho, eso ya no era nuevo para mí. Por lo visto, todavía no estaban hasta las narices de luchas. Ahora que los países habían parado por fin de dispararse mutuamente con cañones, se ponían a combatir con pelotas. País contra país. Como en la guerra.

Al principio colocaron la radio en la sala de estar, pero cuando la selección alemana llegó a semifinales Viktoria permitió magnánimamente que la escucharan en la cocina.

Incluso Wippchen y el señor Finster venían de visita cuando transmitían un partido, y cuando llegó la final, el 4 de julio, y Alemania iba a enfrentarse a Hungría, también se presentaron Paulchen, Marga Möhrchen y la señora Finster. El pueblo estaba al completo. Y yo ocupaba un asiento regio en el banco rinconero. En pleno meollo, como a mí me gusta.

Albert encendió la radio. Interferencias y crujidos.

—Bajad la voz, no oigo nada —dijo, y todos enmudecieron.

Siguieron las interferencias y los crujidos; luego, de pronto se oyó una voz clara de hombre que decía:

«Todas las emisoras de la República Federal de Alemania y del Berlín Oeste están conectadas a Radio Saarbrücken. Desde el estadio Wankdorf de Berna, retransmitimos la final de la Copa Mundial de Fútbol entre Alemania y Hungría. El locutor es Herbert Zimmermann».

—Ya empieza, ya empieza —exclamó Wippchen emocionado, y le dio una calada a su puro.

Incluso estaba permitido fumar para celebrar el día. Albert puso cerveza sobre la mesa.

—¿No funciona más alto? —preguntó Marga, que a aquellas alturas oía un poco peor que antes.

—¿Más alto? —intentó objetar Viktoria—. Nos quedaremos sordos.

—Pero no queremos perdernos nada, ¿verdad? —dijo el señor Finster en voz baja, y Albert subió el volumen.

Al cabo de tan solo diez minutos, el suicidio colectivo parecía inminente en la cocina. Alemania perdía. Cero a dos. Wippchen se tapó los oídos, Viktoria no paraba de gritar «¡Chutad de una vez!», y Marga preguntaba: «¿Cuánto falta? ¿Cuánto falta?». Y me cogió y me sujetó con mano férrea.

Eh, no tan fuerte. Solo es un juego
.

Me pregunté seriamente qué pasaría si los alemanes volvían a perder.

Sin embargo, al cabo de otros diez minutos, Dreihausen había vuelto a tranquilizarse. Por lo visto, los once alemanes habían pasado con éxito al contraataque y habían logrado el empate. Francamente, nunca había presenciado cuánto se enfervoriza la gente cuando se trata de un acontecimiento deportivo. Era emocionantísimo. Hasta yo estaba fuera de mí por los nervios, aunque en mi vida he visto una pelota, por no hablar de un partido de fútbol.

Cuando el locutor gritó desde el altavoz «Seis minutos todavía en el estadio Wankdorf de Berna», todos callaron nerviosos. El silencio era sepulcral. El tictac del reloj de cuco que había encima de la puerta se oía claramente, el frigorífico arrancó con ruido. Diez personas respiraban por la boca llenas de agitación, los oídos bien abiertos, los ojos también, aunque no hubiera nada que ver. El locutor echaba chispas. Las palabras brotaban de su boca más deprisa de lo que jamás habría podido conseguir Elizabeth Newman. Gritó:

«Alemania por el ala izquierda con Schäfer. El pase de Schäfer a Morlock es despejado por los húngaros, y Bozsik, de nuevo Bozsik, el centrocampista derecho de los húngaros, se hace con el balón. Tiene el balón…, lo pierde, contra Schäfer, Schäfer centra…, despeje de cabeza… Rahn tendría que rematar desde atrás… ¡Rahn lanza!… ¡Gooooool! ¡Gooooool! ¡Gooooool! ¡Gooooool!»

Marga me tiró al aire, levantó los brazos y todos gritaron de alegría. Mientras caía, vi que Wippchen abrazaba a la señora Finster, Albert saltaba y Viktoria y Franziska estaban abrazadas. Incluso Melanie bailaba. El locutor intentaba acallar el júbilo. Su voz casi se extinguió entre el griterío de los de Dreihausen. Todavía no había terminado. Alemania todavía no había ganado. Herbert Zimmermann siguió gritando:

«Alemania va ganando por tres a dos en la final de la Copa Mundial de Fútbol, pero aún amenaza el peligro, los húngaros en el ala derecha, Fritz Walzer lanza el balón fuera. ¿Quién se lo va a reprochar? Saque de banda para Hungría, tiran, balón para Bozsik… ¡Final! ¡Final! ¡Final! ¡Final del partido! Alemania es campeona del mundo, ¡ha ganado a Hungría por tres goles a dos en la final de Berna!»

Aterricé en el suelo de la cocina, y ellos celebraron por fin el milagro que tanto tiempo habían esperado.

Todavía no sé cómo ocurrió, pero Marga Möhrchen me llevó con ella a casa después del partido y me arregló el hombro. Fuera como fuese, ya no volví a la casa del número 1. Por lo visto, nadie protestó por mi ausencia. Había desaparecido sin más también de la vida de la familia Rosner.

Qué no habría dado un año antes por vivir debajo de aquel techo, cerca de Julchen. Pero Julchen se había ido y solo sonreía desde una foto en la pared. La miraba y soñaba con ella, soñaba con una vida a su lado en Marburgo, con su voz alegre y sus faldas de vuelo. Aparte de eso, no pasó nada. Hasta que de pronto llegó aquella carta de Francia. Marga se lo contó muy emocionada a la señora Finster la siguiente vez que tomaron café juntas.

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