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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (29 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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—He leído una cosa en el periódico que quizá les interese.

Franziska levantó la vista de las patatas.

—Un anuncio —prosiguió la señora Finster, atusándose el pelo.

—¿De empleo? —preguntó Franziska—. Ya he encontrado trabajo.

—No. Es un anuncio de búsqueda.

La señora Finster sacó el periódico ceremoniosamente del bolso y lo desplegó.

—Aquí. Mire. De la Cruz Roja alemana. Han organizado un servicio de búsqueda para poder encontrar a las personas que se perdieron durante la guerra. A usted la separaron de su cuñada, ¿verdad?

Franziska se secó las manos en el delantal y miró el periódico.

—Aquí hay alguien que busca a una familia Rosner de Colonia. Pensé que quizá podría ser para ustedes…

Noté que el aire se comprimía en la sala. Vi que Franziska se doblaba por la pena que la embargó tan repentina y súbitamente aquella tarde de finales de verano, después de haberla tenido enterrada durante tanto tiempo.

Contuve el aliento.

¿Quién podía ser? ¿Quizá era Marlene, que nos buscaba?

La señora Finster miró insegura a Franziska.

—¿Se encuentra bien? Yo pensé, bueno, no tiene por qué significar nada… Seguro que hay muchos Rosner, pero a lo mejor, bueno, existe la esperanza…

La esperanza. La esperanza es lo último que se pierde.

Todo volvió en el acto.

Vi a Marlene, sosteniendo en brazos a Charlotte y dándole de comer. La vi apartándose el pelo de la cara y diciendo «chist» para tranquilizar a la niña. La sensación cuando la pequeña me acariciaba la oreja entre los dedos y respiraba sobre mi pelo. El olor familiar a café aguado. Los momentos en que Marlene contemplaba la foto de Friedrich y la acariciaba cariñosamente con el índice.

Habría dado cualquier cosa por poder estar de nuevo con ellas.

La esperanza también había renacido en Franziska. Muy en lo hondo, debajo de las ruinas de la guerra, sobre las que entretanto había crecido la hierba.

—Sí, sí, estoy bien —dijo, mirando a la señora Finster—. Es solo que… me ha cogido tan por sorpresa. Tengo que sentarme.

Vi que le temblaban las manos.

—Entonces, la dejaré sola. Puede quedarse el periódico —dijo la señora Finster, y añadió en voz baja—: Le deseo mucha suerte. Así al menos volvería a haber una familia completa aquí…

—Es muy amable, gracias —murmuró Franziska, alisando ausente las páginas.

Le estuve inmensamente agradecido a la señora Finster. Había hecho lo que yo no había podido hacer. Había traído el pasado al presente. En los últimos años, no había dejado de preguntarme cuándo comenzarían a buscar por fin de verdad a Marlene y a Charlotte. Al fin y al cabo, lo habían prometido.

En las horas sombrías había llegado a suponer que se habían olvidado de ellas. Pero sabía que no era cierto. Franziska había acometido algunos intentos para averiguar algo a través de conocidos de Colonia, pero había fracasado estrepitosamente. El caos había sido demasiado grande y las fuerzas demasiado escasas. O el valor. Ahora, la señora Finster había echado a rodar el balón.

Por la noche, en casa de los Rosner reinó el histerismo. Todos hablaban a la vez. Finalmente, Fritzi tomó la palabra.

—¡Pues claro que contestaremos! —dijo enérgicamente—. Yo lo haré.

El escrito se redactó en un momento. Franziska cerró el sobre y escribió la dirección de la sección de búsquedas de la Cruz Roja alemana en Munich. Estampó un beso en la carta.

—Marlene. Espero que seas tú. Lo espero tanto…

¿Qué podía decir yo?

Comenzó el tiempo de espera.

No fue una espera silenciosa. La señora Finster había roto el silencio. La esperanza de encontrar a Marlene y a Charlotte de una manera tan sencilla puso eufóricos a los Rosner. Comenzaron a hablar de antes y pronto se dieron cuenta de que eso los reconfortaba. El silencio los había vuelto retraídos.

Al cabo de una semana llamaron a la puerta. Yo estaba solo en la cocina y oí los golpes impacientes. Silencio. Luego, otra vez llamaron fuerte.

¿Quién era? ¿Por qué no abría nadie?

—¡Fritzi! ¡Franziska! ¿Es que no hay nadie? —gritó una voz masculina.

—Tendrás que conformarte conmigo, Wippchen —oí decir a Viktoria en la entrada—. Las mujeres están trabajando.

—¡Tenéis una llamada! De larga distancia.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Una llamada. Caspar Wippchen era el único del pueblo que tenía teléfono. Casi nunca recibíamos llamadas. Una o dos veces habían preguntado por Fritzi o Franziska al teléfono, por cuestiones de trabajo. Ahora llamaba alguien de muy lejos.

—¿Una llamada de larga distancia? Por el amor de Dios, ¿y quién es? ¿Qué tengo que hacer yo ahora?

—Diría que tienes que venir conmigo y hablar con la señora —dijo Wippchen secamente.

—¿Qué? ¿Aún está al aparato? Ay, Dios mío. Voy. Ahora mismo voy.

Viktoria estaba fuera de sí. Oí que la puerta se cerraba. Luego volvió el silencio. Pero en mi interior reinaba una terrible agitación. Quizá era Marlene. Quizá había recibido nuestra carta. ¡Quizá anunciaba su visita! Con el corazón encogido, escuché atentamente los ruidos de fuera y estuve a punto de morirme del susto cuando Albert entró de repente en la cocina. Abrió el flamante frigorífico y cogió una botella de aguardiente, luego descorrió las puertas del armario que colgaba en la pared y sacó dos vasitos. Con un ruido seco lo puso todo encima de la mesa y se sentó. El tictac del reloj de cuco que había sobre la puerta sonaba con fuerza.

—Acabe como acabe la cosa, le hará falta un aguardiente —dijo. Se reclinó en el asiento y esperó.

Me tranquilizó enormemente que Albert estuviera allí. Seguro que a mí tampoco me habría venido mal un aguardiente, aunque no sé qué efectos provoca. Oímos la puerta. Viktoria entró; estaba pálida. Contuve el aliento.

—No sé cómo voy a decírselo a las niñas —dijo.

Albert le sirvió una copa. Ella vació el vasito de un trago, sin vacilar. Las lágrimas asomaron en sus ojos.

—No somos los indicados —susurró.

—Pocas veces se da la coincidencia de ser el indicado —replicó Albert.

Se quedaron callados. En mi mente, la imagen de Marlene y Charlotte se disipó en una nube de color azul claro y desapareció.

Por primera maldije el amor que llevaba en mi pecho. Nunca había pensado que pudiera doler tanto.

Sin embargo, Fritzi no toleró ninguna decepción.

—Miradlo así: ahora al menos sabemos cómo funciona. Pondremos un anuncio de búsqueda. Me he informado. El servicio de búsqueda de la Cruz Roja alemana ya ha reunido a muchas familias. Más de cien mil. Se cuelgan carteles por todas partes, hay anuncios en los periódicos, y en la radio también emiten comunicados de búsqueda. Entonces, ¿por qué no íbamos a encontrar a Marlene? Seguro que ella también nos busca.

Franziska la miró dubitativa.

—No sé cuántas desilusiones aguantaré…

—¡Pues habrá que probarlo! —exclamó Fritzi—. ¿O prefieres hacer ver que no han existido nunca?

Franziska agachó la vista, apesadumbrada.

—No —dijo quedamente—. Pero si no las encontramos…

—Al menos, lo habremos intentado —replicó Fritzi.

Había decidido no abandonar, y esa era una postura a la que me adhería con mucho gusto. Encontraríamos a Marlene y a Charlotte. De alguna manera y en algún sitio. Estaba decidido. Enviarían la documentación a Munich.

Pero no hubo respuesta.

Pasó una semana, luego dos, luego un mes. Formulaban explicaciones simples: seguro que el correo se ha retrasado, seguro que el servicio de búsqueda está colapsado, quizá se ha perdido la carta. ¿Seguro que escribisteis bien el remite? Marga Möhrchen pasaba cada día por casa:

—¿Sabéis algo? —preguntaba siempre.

Y si todos volvían a negar en silencio con la cabeza, añadía:

—Todo irá bien, ya veréis.

Esas palabras se convirtieron en un conjuro. «Todo irá bien, ya veréis».

Yo quería creerlas, tal vez con más fuerza que todos los demás.

Y mientras esperábamos, mes a mes, la vida continuó.

El tío Albert tuvo reúma. Una mañana no se levantó de la cama. Se negó a que fuera a visitarlo un médico. Cuando todos los remedios caseros de Viktoria fracasaron, cruzó la calle para ir a ver a Caspar Wippchen y le pidió ayuda. Gracias a sus consejos, Albert consiguió al menos volver a levantarse, aunque los dolores persistieron. Sin embargo, en lo tocante al doctor Wippchen, Viktoria siguió sin averiguar nada.

Fritzi estuvo a punto de atropellar con el escúter Bella a un policía, que a partir de entonces le mandó flores y cartas bonitas de vez en cuando. La invitó a ir al cine y vieron
Casablanca
, la llevó al local de batidos que habían abierto en la ciudad. Fritzi aceptaba las invitaciones, pero rechazó la propuesta de matrimonio que le hizo en un paseo en bote de remos.

Además de mecanografía, Franziska tuvo que aprender taquigrafía, que sigo sin entender en qué consiste exactamente. Tiene que ser algo horrible, porque ella no paraba de echar pestes de aquella cosa.

Melanie tomaba clases de piano con la señora Finster desde hacía años, y a aquellas alturas ya tenía bastante maña. Sentía predilección por Mendelssohn y Beethoven. Practicaba como una posesa las sonatas de Waldstein y se ponía como una furia cada vez que Fritzi le tomaba el pelo preguntando por sus progresos con las sonatas de Wildschwein.

Marga Möhrchen y Viktoria tuvieron una discusión sobre cómo había que limpiar los cristales de las ventanas, que culminó en tres días sin hablarse.

Francamente, me da un poco de vergüenza decirlo, y durante mucho tiempo me resultó también embarazoso, pero al cabo de tantos años probablemente puedo confesarlo sin ponerme colorado: creo que estaba enamorado de Julchen. Irradiaba tanta ligereza y ganas de vivir… Las penalidades de la guerra no se habían grabado tan hondo en ella como en los demás. Era curiosa y quería conquistar el mundo. No se preocupaba por las normas ni las convenciones. Agitaba con descaro su cola de caballo, sus dientes blancos resplandecían cuando reía y hacía caso omiso de las objeciones y las preocupaciones.

El contraste entre Julchen y Melanie se había acrecentado con los años. Julchen aspiraba a pleno pulmón todo lo que el mundo tenía por ofrecer, y nunca se hartaba de música, películas de cine y moda. En cambio, Melanie se contentaba con su típica manera de ser introvertida.

—No es muy habladora —dijo Franziska un día que la maestra se quejó de la escasa participación de Melanie en clase—. Ya puede estar contenta de que no moleste.

Con eso, el tema quedó zanjado para ella. Melanie no era tonta, eso lo demostraban sus notas de pruebas escritas, o sea que no había nada que discutir. Solo que le gustaba estar sola.

Solía observar con nostalgia a Julchen cuando le hacía una visita informal a Caspar Wippchen mientras yo estaba encadenado al silencio solitario de Melanie. Me sentía frustrado.

¿
Por qué no la acompañas? ¡Vamos nosotros también de visita
!

Pero nos quedábamos en nuestro lado del seto.

Sabes, me gustaría que se me desprendiera el brazo. Seguro que ni te darías cuenta de que ya no colgaba de él
.

Como si me hubiera estado escuchando, Melanie me lo agarró con más fuerza.

Pude oír mi Julchen saludar despreocupada a Wippchen:

—Hola, tío Caspar —gorjeó—. ¿Verdad que hace un día espléndido?

Una nube de humo vino hacia nosotros, y él dijo:

—Sí, niña de mis ojos, fantástico. Casi tan hermoso como tú.

—Bueno, tío Caspar. Tienes que parar. O harás que me sonroje —protestó Julchen—. ¡No puedes piropear así a una señorita!

—Vaya si puedo. Y muy bien además.

Se echaron a reír.

En voz baja y en tono confidencial, Julchen le habló de sus planes y sus sueños, y Caspar Wippchen murmuraba de tanto en tanto una respuesta.

Cuánto me habría gustado sentarme con ellos. Cuánto me habría gustado tener a Julchen de dueña. Si Marlene y Charlotte no aparecían, ¿no habría sido maravilloso mudarse a Marburgo con Julchen?

Añoraba su calidez.

Pero Julchen se fue de Dreihausen sin mí. En cambio, se llevó su radio.

La carta llegó al cabo de más de un año, un sábado.

A aquellas alturas, ya nadie creía verdaderamente que eso sucedería.

Franziska se había subido a una silla y, con la escoba, intentaba quitar las telarañas de la barra de las cortinas. Llevaba un delantal azul claro encima de un vestido ligero de verano. Un pañuelo de cabeza le recogía el pelo; debajo, le sudaba la frente.

Yo estaba en el sofá, donde Melanie me había dejado el día antes.

Los dos oímos el golpeteo de la tapa del buzón. Franziska paró un momento y continuó pasando la escoba por la barra de las cortinas.

¿
Qué ocurre? ¿No vas a mirar
?

Cuando acabó, devolvió la silla a su sitio. Se secó el sudor de la frente con el brazo y se quitó el pañuelo de la cabeza. Después salió.

Recé. Por enésima vez. Marlene, Marlene, Marlene.

Volvió a entrar con un sobre en la mano. Supe de inmediato que era la carta que esperábamos desde hacía más de un año. Como si necesitara apoyo, se me acercó y me recogió del sofá.

¡
Ábrela! ¡Vamos
!

Se sentó en el banco rinconero y me dejó al lado del frutero. Luego, indecisa, giró el sobre entre los dedos, se lo puso delante, encima de la bandeja marrón, y apoyó la cabeza entre sus manos.

¿A qué esperaba? ¿No se atrevía?

Finalmente, se levantó y cogió un cuchillo del cajón de los cubiertos. Abrió cuidadosamente el sobre con el cuchillo y sacó una única hoja de papel.

Cuando Melanie volvió a casa de su clase de piano con la señora Finster, yo estaba boca abajo sobre la mesa, con la nariz encima del papel, que olía a oficina y a máquina de escribir.

Como de costumbre, Melanie me cogió del brazo derecho. Con la otra mano levantó la carta y leyó en voz alta lo que su madre solo había ojeado en silencio:

Querida familia Rosner:

Les confirmamos la recepción de su solicitud de información, Entre las fichas de que disponemos no se incluye el nombre de sus parientes, A pesar de haber examinado todas las formas posibles de escribirlo y de haber tenido en cuenta posibles errores en la información transmitida, no se ha encontrado ningún indicio que hubiéramos podido seguir, Marlene Ballhaus y su hija Charlotte siguen formando parte de las personas desaparecidas, cuyo destino es incierto, En principio, no querríamos despertar otra vez esperanzas, pero los dramáticos sucesos de los últimos años han abierto sucesivas fuentes de información nuevas.

Su solicitud de búsqueda permanecerá abierta hasta que podamos ofrecerles una aclaración definitiva sobre el destino de las desaparecidas o bien no exista ninguna posibilidad de proporcionar una explicación sobre su destino.

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