Malaussène vive en el barrio de Belleville y trabaja como «chivo expiatorio» en unos grandes almacenes parisinos…. ¿Quién es Benjamin Malaussène? ¿Es un santo? ¿Un idiota? ¿Un hombre feliz? El primogénito de una familia curiosa y estrambótica, responsable de un batallón de hermanos, Malaussène vive en el barrio de Belleville y trabaja como «chivo expiatorio» en unos grandes almacenes parisinos. Si un comprador se queja de una mercancía defectuosa o de un fallo técnico, Malaussène aguanta la bronca y las amenazas de despido hasta que el cliente, compadecido, retira su reclamación. Y así, la dirección de la empresa ahorra dinero. Pero unas misteriosas explosiones en los grandes almacenes complican, más si cabe, la ya precaria salud emocional de nuestro héroe.
Daniel Pennac
La felicidad de los ogros
ePUB v1.0
VK4501
09.02.13
Título original:
Au bonheur des ogres
Daniel Pennac, Febrero 2000
Traducción: Manuel Serrat Crespo
Editor original: VK4501 (v1.0)
ePub base v2.1
Para atraer al pequeño Dionisos a su círculo, los Titanes agitan una especie de sonajeros. Seducido por esos brillantes objetos, el niño avanza hacia ellos y el monstruoso circulo le envuelve. Todos juntos, los Titanes asesinan a Dionisos: tras ello lo cuecen y lo devoran.
René Girard,
Le Bouc Émissaire
(…) Los fieles esperan que baste con que el santo esté allí (…) para ser herido en su lugar.
René Girard,
Le Bouc Émissaire
Los malvados han comprendido, sin duda, algo que los buenos ignoran.
Woody Allen
La voz femenina cae del altavoz, ligera y prometedora como el velo de una novia.
—Señor Malausséne, acuda a la oficina de Reclamaciones.
Una voz de bruma, como si las fotografías de Hamilton se pusieran a hablar. Sin embargo, percibo una ligera sonrisa tras la niebla de miss Hamilton. La sonrisa no es precisamente tierna. Bueno, allá voy. Tal vez llegue la semana que viene. Estamos a veinticuatro de diciembre, son las cuatro y cuarto, y el Almacén está de bote en bote. Una prieta muchedumbre de clientes abrumados por los regalos obstruye los pasillos. Un glaciar que va fluyendo imperceptiblemente, con sombrío nerviosismo. Sonrisas crispadas, sudor reluciente, sordas injurias, miradas coléricas, aullidos aterrorizados de niños aspirados por papas Noel hidrófilos.
—No tengas miedo, querido, ¡es Papá Noel!
Flashes.
Hablando de Papá Noel, veo uno, gigantesco y translúcido, que yergue por encima del inmóvil tropel su formidable silueta de antropófago. Tiene una boca del color de las cerezas. Tiene una barba blanca. Tiene una sonrisa hermosa. Las piernas de unos niños salen por las comisuras de sus labios. Es el último dibujo del Pequeño, ayer, en la escuela. La maestra, malcarada: «¿Le parece a usted normal que un niño de esa edad dibuje semejante Papá Noel?». «Y a usted, claro —le respondí—, ¿el Papá Noel le parecerá absolutamente… normal?» He tomado al Pequeño en brazos, hervía de fiebre. Estaba tan caliente que sus gafas se habían empañado. Y eso le hacía bizquear más todavía.
—Señor Malausséne, acuda a la oficina de Reclamaciones.
¡El señor Malausséne te ha oído, joder! Está incluso al pie de las escaleras mecánicas. Y las habría tomado ya si no se hubiera visto inmovilizado por el negro ojo de un cañón rayado. Porque el muy marrano me está apuntando, no hay error posible. La torreta ha girado sobre su eje, se ha inmovilizado en mí dirección, luego el cañón ha levantado la nariz hasta apuntarme en medio de los ojos. Torreta y cañón pertenecen a un carro de combate AMX 30, teledirigido por un vejestorio de un metro cuarenta que manipula a distancia el artilugio, lanzando grititos maravillados. Es uno de los innumerables ancianitos de Théo. Realmente anciano, absolutamente «ito», se le distingue por la bata gris que Théo les pone para no perderlos de vista.
—¡Por última vez, abuelo, deje el juguete en su sitio!
La vendedora gruñe fatigada en el departamento de juguetes. Tiene la agradable cara de una ardilla que conservara las avellanas en los carrillos. El vejestorio escupe una negativa infantil, con el pulgar en el botón del disparador. Taconeo una impecable posición de firmes y suelto:
—El AMX 30 está superado, mi coronel, sólo sirve para el desguace o para América Latina.
El ancianito lanza una mirada desolada a su chirimbolo y, luego, con un gesto resignado, me indica que pase. La sonrisa de la vendedora me concede un diploma en gerontología.
Cazeneuve, el poli de la planta, brota del suelo y recoge el carro de combate con aire rabioso.
—Decididamente, siempre estás armando follón, Malausséne.
—Y un huevo, Cazeneuve, Ambiente…
Esfumado el carro, el vejestorio permanece con los brazos caídos. Me dejo llevar por las escaleras mecánicas, con cierto alivio, como si esperara encontrar más aire en las alturas.
Y en las alturas me encuentro a Théo. Embutido en un traje de un flamante color rosa, hace cola, como de costumbre, ante la cabina del fotomatón. Me sonríe amablemente.
—Hay una de tus criaturas que lo está poniendo todo patas arriba en el departamento de juguetes, Théo.
—Mejor así, mientras lo hace no se abre la bata a la salida de las escuelas.
Sonrisa por sonrisa. Luego, con el rabillo del ojo, Théo me señala la jaula de cristal de Reclamaciones.
—Parece que están hablando de ti, ahí dentro.
En efecto. En menos de un segundo comprendo que Lehmann ha puesto manos a la obra desde hace ya rato. Le está explicando a la clienta que todo es culpa mía. Las lágrimas brotan, a breves chorritos, de los ojos de la dama. Ha dejado en un rincón un bebé obeso, metido por la fuerza en un cochecito destartalado. Abro la puerta. Oigo a Lehmann afirmando, en el tono de la más franca solidaridad:
—Estoy por completo de acuerdo con usted, señora, es absolutamente inadmisible; por otra parte…
Me ha visto.
—Por otra parte, aquí lo tenemos. Vamos a preguntarle qué le parece.
Su voz ha cambiado de registro. Pasa de lo compasivo a lo venenoso. El asunto está claro. Lehmann me lo expone con la tranquilidad de un hipnotizador. El bebé obeso posa en mí una mirada alegre como el mundo. Pues bien, hace tres días, mis servicios vendieron, según parece, a la dama aquí presente, una nevera de tanto contenido que pudo abrigar en ella un banquete para veinticinco personas, entremeses y postres incluidos. «Abrigar» es, por lo demás, la palabra adecuada porque, aquella noche, por una causa cuya explicación le gustaría a Lehmann conocer de mi boca, la nevera en cuestión se transformó en incinerador. Ha sido un verdadero milagro que la señora, esta mañana, no se quemara al abrir la puerta. Lanzo una breve ojeada a la clienta. En efecto, sus cejas están chamuscadas. El dolor que se adivina a través de su cólera me ayuda a adoptar un aspecto lamentable. El bebé me mira como si yo fuera la causa de todo. Mis ojos se dirigen angustiados a Lehmann que, con los brazos cruzados, se ha apoyado en el borde de su mesa y dice:
—Estoy esperando.
Silencio.
—Usted es el Control Técnico, ¿no?
Lo admito con una inclinación de cabeza y balbuceo que no comprendo nada, precisamente las pruebas de control se habían llevado a cabo…
—¡Como con la cocina de la semana pasada o el aspirador del bufete Boéry!
En la mirada del mocoso leo, claramente, que lo de la matanza de los cachorros de foca es cosa mía. Lehmann se dirige de nuevo a la clienta. Habla como si yo no estuviera. Agradece a la dama que no haya vacilado en presentar vigorosamente su denuncia. (Fuera, Théo sigue de plantón en la puerta del fotomatón. No tengo que olvidarme de pedirle una copia de la fotografía para el álbum del Pequeño). Lehmann considera que es deber de la clientela participar en el saneamiento del Comercio. Naturalmente, la garantía hará sentir sus efectos y el Almacén le entregará de inmediato otra nevera.
—Por lo que se refiere a los perjuicios materiales anejos, que usted misma y los suyos han tenido que sufrir —así habla el suboficial Lehmann con, en las profundidades de la voz, el recuerdo de la bondadosa y vieja Alsacia donde lo depositó la Cigüeña, ésa que funciona con Riesling—, para el señor Malausséne será un placer repararlos. A su cargo, naturalmente.
Y añade:
—¡Feliz Navidad, Malausséne!
Ahora que Lehmann le está explicando mi carrera en la casa, ahora que Lehmann le afirma que, gracias a ella, esta carrera va a terminarse, ya no leo cólera en los ojos fatigados de la clienta, sino turbación, compasión más tarde, con unas lágrimas que se lanzan al asalto y tiemblan, muy pronto, en la punta de sus pestañas.
Ya está, ha llegado el momento de poner en marcha mi propia bomba lacrimal. Lo hago apartando los ojos. Zambullo, por la gran cristalera, mi mirada en el torbellino del Almacén. Un implacable corazón bombea glóbulos suplementarios en las atoradas arterias. Me parece que la humanidad entera se arrastra bajo un gigantesco envoltorio de regalo. Hermosos globos translúcidos brotan sin solución de continuidad del departamento de juguetes para aglutinarse arriba, contra la claraboya esmerilada. La luz del día se filtra por entre aquellos racimos multicolores. Es hermoso. La clienta intenta en vano interrumpir a Lehmann que, implacable, establece mi curriculum futuro. Nada brillante. Dos o tres empleos miserables, nuevos despidos, el paro definitivo, un hospicio y, en perspectiva, la fosa común. Cuando los ojos de la clienta se posan en mí, estoy llorando. Lehmann no levanta la voz. Remacha metódicamente el clavo.
Lo que ahora veo en los ojos de la clienta no me sorprende. La veo a ella. Ha bastado con echarme a llorar para que se ponga en mi lugar. Compasión. Consigue por fin interrumpir a Lehmann, aprovechando una pausa de respiro. Atrás a toda máquina. Retira su denuncia. Se limitará a utilizar la garantía de la nevera, no pide nada más. Es inútil que me hagan pagar el banquete de las veinticinco personas. (Lehmann ha debido de hablar, en un momento u otro, de mi salario). No se perdonaría hacerme perder el trabajo la víspera de una fiesta. (Lehmann ha pronunciado la palabra «Navidad» más de veinte veces). Todo el mundo comete errores. Ella misma, hace poco, en su trabajo…
Cinco minutos más tarde abandona la oficina de Reclamaciones provista de un vale por una nevera nueva. El bebé y su cochecito se quedan encallados, un instante, en la puerta. Ella empuja, con un sollozo nervioso.
Lehmann y yo nos quedamos solos. Lo miro por un instante mientras se desternilla y luego —¿porque estoy hecho polvo?— murmuro:
—Qué par de cabrones, ¿verdad?
Abre de par en par, dispuesto a responderme, sus belfos ladradores. Pero algo se los cierra. Algo que sube desde las entrañas del Almacén.
Es una sorda explosión. Seguida de aullidos.
Aplastamos nuestras narices contra la cristalera. Al principio no vemos nada. Barridos por la explosión, dos o tres mil globos nos ocultan el Almacén. Sólo cuando ascienden de nuevo, lentamente, hacia la luz, nos desvelan lo que yo habría preferido no ver.
—Mierda —murmura Lehmann.
El pánico de los clientes es total. Todos buscan una salida. Los más fuertes pisotean a los más débiles. Algunos corren directamente sobre los mostradores, levantando salpicaduras de calcetines y braguitas. Aquí y allá, un vendedor o un vigilante de planta intentan canalizar el pánico. Un tipo alto, con chaqueta de color violeta, está atravesado en un escaparate de cosméticos. Abro la puerta de cristal de la oficina de Reclamaciones. Es como si hubiera abierto una ventana en medio de un tifón. El Almacén es sólo un aullido. A mi lado, un altavoz intenta devolver la calma. Si no estuviéramos a punto de morir de otra cosa, la voz de miss Hamilton sería para morirse de risa, un vaporizador en pleno huracán. Abajo, es la guerra. Arriba, los globos han recuperado su transparencia. Toda esa escena de terror está bañada por una luz rosada de extraordinaria dulzura. Lehmann se ha reunido conmigo y me berrea al oído: