La felicidad de los ogros (2 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

BOOK: La felicidad de los ogros
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—Pero ¿de dónde viene? ¿Dónde ha sido el zambombazo?

Hay cierto resabio de agitación indochina en su voz de soldado veterano. No sé dónde ha sido el zambombazo. Un amasijo de cuerpos erizado de brazos y piernas obstruye la escalera mecánica. Los clientes están subiendo de cuatro en cuatro por la escalera para bajar, pero retroceden empujados por la oleada que llega de arriba. En un santiamén todo el mundo llega al pie de la escalera y choca contra el tapón humano. Empellones y aullidos.

—¡Mierda! —grita Lehmann—, mierda, mierda, mierda…

Se precipita hacia las escaleras abriéndose paso a codazos, se lanza sobre el interruptor e inmoviliza aquel trasto.

En la puerta del fotomatón, Théo contempla a la luz los cuatro ejemplares de su jeta. Parece satisfecho. Me tiende una de sus fotografías:

—Toma —dice—, para el álbum del Pequeño.

Y luego, sobreviene la calma. Sobreviene la calma porque, a fin de cuentas, no ocurre nada. Algo ha estallado en alguna parte y nada más. De modo que sobreviene la calma. Y pronto es posible oír a la suave Hamilton recomendando a nuestra amable clientela que abandone tranquilamente el Almacén y rogando a nuestros empleados que vuelvan a sus departamentos. Es exactamente lo que ocurre. La muchedumbre se dirige a la salida. Deja a sus espaldas un descampado lleno de bolsos, zapatos, paquetes multicolores y niños abandonados. Temo ver un centenar de cadáveres. Pero no. Aquí y allá algunos empleados se inclinan sobre clientes medio descalabrados, que se levantan por fin y se dirigen a las salidas cojeando.

Se ha reservado una pequeña puerta lateral a la policía. Por allí hace su entrada, pues, la pasma. Se dirigen directamente al departamento de juguetes. ¡El departamento de juguetes! Pienso de inmediato en la pequeña dependienta ardilla y en el vejestorio de Théo. Bajo a saltos la escalera mecánica inmovilizada, con un presentimiento que, como todos los presentimientos, resulta ser un falso presentimiento. El cadáver es el de un hombre de unos sesenta años que debió de ser panzudo a juzgar por lo que su panza ha diseminado a su alrededor. La bomba le ha partido casi en dos. Vomitando con la mayor discreción posible, vete a saber por qué, pienso en Louna. En Louna, en Laurent y en el niño. Me ha llamado ya tres veces: «Un consejo, Ben, tu opinión». ¿Y qué puedo aconsejarte yo, querida mía? Pero ¿qué no me ves?

Pensamientos salvajes mientras las mantas caen sobre el diseminado cliente.

—Feo, ¿verdad?

El pequeño poli me gratifica con una sonrisa amable. En el estado en que me hallo, es mejor que nada. Un poco por gratitud le respondo, sin compromiso por mi parte:

—Bastante, sí.

Mueve la cabeza y dice:

—¡Pues los suicidas del metro son peores!

(Siempre es un consuelo…)

—Picadillo por todas partes, los dedos atrapados en los ejes… Y lo digo porque, como soy el más pequeño de la brigada, siempre me tocan a mí.

No es un pasma… es un bombero. Un bombero azul marino con ribete rojo. Realmente bajito. Un casco mayor que él rutila en su cinto.

—Pero lo realmente insoportable, créame, son los quemados de la carretera. Aquel olor… no puedes quitártelo de encima. ¡Lo llevas en el pelo durante quince días!

Ya no hay globos en el firmamento del departamento de juguetes. Todos han sido barridos por la explosión y están arriba, pegados a la claraboya. Alguien se lleva a mi pequeña ardilla que solloza. El bombero señala el cuerpo cubierto:

—¿Se ha fijado? ¡Llevaba la bragueta abierta!

(No. No me había fijado, no).

Por fortuna, los altavoces nos separan al amable bombero y a mí. (Salvado por la campana, por decirlo de algún modo). Los empleados son invitados a abandonar, también, el Almacén. Pero no París. Por las necesidades de la investigación. Feliz Navidad.

A un extremo del departamento de juguetes, cojo una pelota multicolor y me la meto en el bolsillo. Es una de esas pelotas translúcidas que botan y botan indefinidamente. También yo tengo que hacer regalos. En el siguiente departamento, la envuelvo en un papel estrellado. Dejo mi traje de servicio en el vestuario y salgo. Fuera, la muchedumbre-reunida espera a ver saltar todo el Almacén. El frío glacial me comunica que estaba muriéndome de calor. Puesta que la muchedumbre está fuera, espero que haya dejado el metro para mí…

Pero también está en el metro.

3

Tengo una concesión de contrato renovable en el Pére-Lachaise, en el número 78 de la calle de la Folie-Régnault. Cuando llego, el teléfono está insistiendo. Siempre me doy prisa cuando me llaman.

—Ben, ¿estás bien?

Es Louna. Mi hermana.

—¿Cómo si estoy bien?

—La bomba, en el Almacén…

—Todo el mundo ha palmado, soy el único superviviente.

Se ríe. Calla. Y luego dice:

—Hablando de palmar, he tomado una decisión.

—¿De qué tipo?

—Del tipo bombazo. Voy a hacer que palme mi inquilino. Aborto, Ben. Prefiero quedarme con Laurent.

Nuevo silencio. La oigo llorar. Pero de muy lejos. De hecho, hace lo posible por ocultármelo.

—Escúchame, Louna…

¿Qué va a escuchar? Historia clásica. Ella, la gentil enfermera, y él, el apuesto doctor, el flechazo, la decisión de mirarse a los ojos hasta la muerte, ella y él, y nadie más. Pero, con el paso de los años, las ganas del tercero empiezan a apuntar. La femenina comezón del duplicado: la Vida.

—Escúchame, Louna…

Está escuchándome, pero yo no digo nada, de modo que acaba diciendo:

—Te escucho.

Y entonces hablo. Le digo que debe conservar al pequeño inquilino. Eliminó a los precedentes porque no quería a los papas y no va a poner a éste de patitas en la calle porque quiere demasiado al papá, ¿verdad, Louna? no jodas, deja ya de decir tonterías. («Deja de decir tonterías tú —murmura una vocecilla familiar en uno de mis recovecos—, pareces alguien de Pro-vida.») Pero prosigo, estoy lanzado:

—De todos modos, nunca sería como antes, no ibas a perdonárselo a tu Laurent, ¡te conozco! Oh, no sería lo del par de ovarios blandido en las narices del abortista sino, más bien, del tipo consunción, no sé si entiendes lo que quiero decirte.

Llora, se ríe, llora de nuevo. ¡Media hora!

Apenas he colgado, absolutamente hecho cisco, cuando vuelve a sonar.

—Oye, pequeñín, ¿estás bien?

Mamá.

—Estoy bien, mamá, estoy bien.

—Una bomba en el Almacén, ¿te das cuenta? Eso en casa no habría pasado.

Alude a la agradable quincallería de la planta baja donde pasé mi infancia sin aprender bricolaje, y que acabó convertida en apartamento para los niños. Olvida la persiana metálica de Morel, el tendero de enfrente, pulverizada por un pedazo de plástico cierta mañana de junio del 62. Olvida la visita de los dos tipos del traje cruzado que le recomendaron seleccionar bien la clientela. Es una monada, mamá, se olvida de las guerras.

—¿Se encuentran bien los niños?

—Los niños se encuentran bien, están abajo.

—¿Qué vais a hacer por Navidad?

—Nos quedaremos aquí los cinco.

—A mí, Robert va a llevarme a Chálons.

(Chalons-sur-Marne, pobre mamá). Digo:

—¡Viva Robert!

Suelta una risita.

—Eres un buen hijo, pequeñín.

(Bueno, ahí va el buen hijo…)

—Tus otros hijos tampoco están mal, mamita.

—Gracias a ti, Benjamín, siempre has sido un buen hijo.

(Tras la risita, el sollozo).

—Y yo os abandono…

(Bueno, ahí va la mala madre).

—No es un abandono, mamá, sólo un descanso. ¡Te tomas un descanso!

—¿Qué clase de madre soy, Ben, puedes decírmelo? ¿Qué especie de madre?…

Como he calculado ya el tiempo necesario para que responda a sus propias preguntas, dejo suavemente el auricular en el edredón y voy a la cocina para hacerme un café turco muy espumoso. Cuando vuelvo a la habitación, el teléfono sigue buscando la identidad de mi madre…

—… fue mi primera fuga, Ben, yo tenía tres años…

Tras beberme el café, vuelco la taza en el plato. Thérése podría leer el porvenir del barrio entero en el grosor del poso derramado.

—… allí, y fue mucho más tarde, yo estaba por los ocho o nueve años, creo… Ben, ¿me escuchas?

Es justo el momento que elige el charlófono para chirriar.

—Te escucho, mamá, pero tengo que dejarte, los mocosos están interfoneándome. Bueno, descansa a gusto y, no lo olvides, ¡viva Robert!

Cuelgo y descuelgo. La voz agria de Thérése me destroza los tímpanos.

—Ben, Jérémy está tocando los cojones, no quiere hacer los deberes.

—Cuida tu lenguaje, Thérése, no hables como tu hermano.

Y, precisamente, la voz del hermano resuena ahora.

—Es esa gilipollas la que me cabrea, ¡no sabe explicarme nada!

—Cuida tu lenguaje, Jérémy, no hables como tu hermana. Y pásame a Clara, ¿quieres?

—¿Benjamín?

La cálida voz de Clara. Terciopelo muy verde y tirante en el que cada palabra rueda con la silenciosa evidencia de una bola muy blanca.

—¿Clara? ¿Cómo está el Pequeño?

—La fiebre ha bajado. De todos modos he hecho que viniera Laurent, dice que debemos mantenerlo dos días abrigado.

—¿Ha dibujado más ogros Noel?

—Una docena, pero son mucho menos rojos. Los he fotografiado. Ben, he preparado unas patatas gratinadas para cenar. Estarán listas dentro de una hora.

—Ahí estaré. Pásame al Pequeño.

Y es la vocecita del Pequeño.

—¿Sí, Ben?

—Nada. Era sólo para decirte que tengo una foto de Théo para tu álbum, y que esta noche os contaré una nueva historia.

—¿Una historia de ogro?

—Una historia de bomba.

—¿Ah, sí? Será súper también…

—Ahora tengo que dormir una hora. Al primero que se acerque al charlófono, mátalo.

—De acuerdo, Ben.

Cuelgo y me dejo caer en la piltra, dormido ya antes de alcanzarla.

Me despierta, una hora más tarde, un perro enorme. Me ha atacado por el flanco. Caigo bajo la cama por la violencia del choque y me encuentro atrapado contra la pared. Lo aprovecha para inmovilizarme por completo e iniciar el aseo que no he tenido tiempo de hacer esta mañana. Hiede como un vertedero municipal. Su lengua huele a algo que parece bacalao rancio, a esperma de tigre, al Todo-París canino.

Digo:

—¿Regalo?

Da un salto atrás, se sienta en su inenarrable culo y, con la lengua colgante, me mira inclinando la cabeza. Registro los bolsillos de mi chaqueta, saco la pelotita envuelta y se la ofrezco declarando:

—Para Julius. ¡Feliz Navidad!

Abajo, en la ex quincallería, el olor a nuez moscada de las patatas al gratén flota todavía mucho tiempo después de que yo haya arrastrado a los niños hasta las más profundas entrañas del relato. Los ojos me escuchan por encima de los pijamas mientras los pies se balancean en el vacío de las literas superpuestas. Estoy en el instante en que Lehmann se abre paso hacia el tobogán enloquecido. Aparta a la muchedumbre con grandes golpes de un brazo artificial que le he inventado para la ocasión.

—¿Y cómo se esfumó su verdadero brazo? —pregunta Jérémy a quemarropa.

—En Indochina, en la carretera de Dalat, en el kilómetro trescientos diecisiete, una emboscada. Sus hombres le querían tanto que se largaron abandonándolos, a él y su brazo, que ya no estaban juntos.

—¿Y cómo salió de aquélla?

—El capitán de su compañía fue a buscarlo, solo, tres días más tarde.

—¡Tres días más tarde! ¿Y qué comió durante esos tres días? —pregunta el Pequeño.

—Su brazo.

Hábil respuesta que satisface a todo el mundo. El Pequeño ha tenido su historia de ogro, Jérémy su relato de guerra, Clara su dosis de humor; por lo que se refiere a Thérése, tiesa como un ujier tras su mesa de trabajo, ha taquigrafiado, como de costumbre, la integridad de mi relato, incluidas las digresiones. Es un excelente entrenamiento para su escuela de secretariado. En dos años de ejercicios nocturnos, ha copiado ya
los hermanos Karamazov, Moby Dick, Tintín en el Templo del Sol, La leyenda de Gosta Berlíng, La jungla de asfalto
más dos o tres productos de mi propia cosecha mental.

Narro, pues, hasta que el parpadeo de los ojos anuncia la extinción de las luces. Cuando cierro la puerta a mi espalda, el árbol de Navidad brilla en la oscuridad. No lo he hecho mal del todo, no han pensado ni por un momento en lanzarse sobre los regalos. Salvo Julius, que se atarea, desde hace dos horas, intentando desenvolver su paquetito sin romper el papel.

4

Lo que va a seguir se anuncia con un timbrazo, al día siguiente, veinticinco de diciembre, a las ocho de la mañana. Me dispongo a gritar «Adelante, está abierto», pero un mal recuerdo me contiene. De ese modo, la semana pasada, Julius y yo nos encontramos con un ataúd de madera blanca en medio del pasillo, flanqueado por tres mozos de cuerda con muy mala jeta. El más paliducho de los tres dijo, sencillamente:

—Es para el cadáver.

Julius corrió a meterse bajo el catre y yo, con la pelambrera desgreñada y los clisos apagados, les mostré el pijama con aire desolado:

—Vuelvan dentro de cincuenta años, no estoy listo todavía.

Pero llaman. Arrastro los pies hasta la puerta, seguido por Julius, a quien siempre le ha gustado conocer gente nueva. Una especie de mastodonte con la nuca como un armario, que lleva una cazadora de aviador con el cuello forrado, se yergue ante mí como un paracaidista irlandés que hubiera saltado sobre la Francia alemana.

—Inspector agregado Caregga.

Un madero que empieza a darle al bolígrafo. Apenas ha introducido su mole en mi cuchitril cuando Julius le mete el hocico entre las nalgas. El pasma se sienta precipitadamente sin soltarle un sopapo a mi perro. Tal vez sea este detalle lo que me impulsa a ofrecerle:

—¿Café?

—Si usted toma…

Me largo a la cocina. Él pregunta:

—¿Nunca cierra la puerta?

—Nunca.

Pienso: «La libertad sexual de mi perro me lo prohibe», pero no lo digo.

—Sólo tengo que hacerle unas preguntas. Pura rutina.

Exactamente lo que yo esperaba. Es el despertador de los empleados modelo del Almacén. Una decena de responsables sindicales, una docena de chistosos independientes, visitados prioritariamente por la poli. El regalo de Navidad de la Dirección a sus queridos hijos.

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