(Sí).
—Imagine su alegría cuando comprendió que caía usted en la trampa. Ha muerto convencido de que le colgarían los seis muertos.
Muda mirada. La luz disminuye.
—Aquí topa usted con el secreto, muchacho. Era respetable, como suele decirse.
(Ya está, tenías tú razón, amigo Théo.
En consecuencia, las conclusiones de la investigación serán mantenidas en secreto. Las bombas no estallarán ya en el Almacén. Pero Sainclair sustituirá a los pasmas por vigilantes que seguirán registrando a la clientela para que la cifra del negocio prosiga su escalada. Los vigilantes representarán el papel de monumento a los muertos. (El primer deber de un monumento a los muertos es estar vivo).
Dos cositas más. Cuando pregunto a Coudrier por qué no intervino, por qué permitió que me lanzara sobre el gorila, me da una respuesta gaullista, dice:
—Era necesario que se hiciese.
Y, algo más tarde, al acompañarme a la puerta:
—Se equivocó usted haciendo que lo despidieran del Almacén, señor Malausséne. Hacía usted muy bien de Chivo Expiatorio.
Al salir de la jefatura, he esperado por unos momentos que un cuatro caballos amarillo limón me aguardara, aparcado bajo una prohibición de estacionar. Tenía gran necesidad de acurrucarme en los vallecillos de su propietaria y adormecerme allí, a la sombra. Pero no, sólo había el negro agujero del metro. Bueno. Será una noche sin Julia. Una noche Julius.
En casa me esperaban varias sorpresas. En primer lugar, un montón enorme de ofertas de trabajo. Que he echado a la papelera una vez leídas. Todas las empresas del país parecían dispuestas a criar Chivos Expiatorios. Nanay. Se acabó, «nunca más ya», como dijo un Papa con respecto a una guerra.
El último sobre procedía del Ministerio de Educación Nacional. Lo he abierto sólo para ver cuánto me ofrecía el ministro por dejarme pisotear en su nombre. No me ofrecía nada. Sólo me pedía que pagase la escuela de Jérémy. Se adjunta la cuenta.
Estaba contando los ceros cuando ha carraspeado el interfono.
—¿Ben? Baja enseguida, hay una sorpresa para ti.
Evidentemente, he salido volando.
La sorpresa era grande. (¡Era incluso el doble de sí misma!)
¡Mamá! Era mamá.
Era hermosa como una madre. Era joven todavía como una madre. Y estaba preñada hasta las cejas, como una joven y hermosa madre.
He dicho:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Ha dicho:
—¡Benjamin, pequeño mío!
Ha intentado estrecharme entre sus brazos pero el otro, desde su interior, se oponía ya.
He dicho:
—¿Y Robert?
Ha respondido:
—Ya no hay Robert.
He señalado al pequeño esférico:
—¿Y él?
Ha respondido:
—Es el último, Ben, te lo juro.
He descolgado el teléfono y he llamado a la Reina Zabo.