—Será un placer, los jóvenes respetuosos comienzan a escasear.
Me ha agarrado en las escaleras mecánicas. La espada de fuego atravesándome la cabeza. Un dolor toral. Completado con una grotesca visión salida de Chester Himes: un negro alto, corriendo en la noche neoyorquina con un cuchillo clavado en la sien cuya hoja salía por el otro lado. Luego, el dolor se ha calmado y ha vuelto la sordera. Se acabó el estruendo, se acabó la música ambiental, nada de nada. Pero demasiado tarde. Esa jodída mierda me había permitido oír al abuelo de mis sueños añorando los viejos tiempos. ¡Rediós! ¿Cómo puede, a esa deyección humana, gustarle Gadda, Broch, Potocki y estar de acuerdo conmigo sobre Aleister Crowley, con ese montón de mierda en vez de cerebro? Pero ¿cuándo voy a comprender algo sobre algo? En cualquier caso, tenía la fecha. 1942. Si algo ocurrió en el Almacén, fue durante los seis meses de aquel año. ¿De día o de noche? De noche, a juzgar por la fotografía. ¡De noche! En un almacén custodiado por la milicia. En ésas estaba cuando las he descubierto por fin.
Mis dos cámaras vivas.
Los cuatro ojos del comisario Coudrier.
Me han saltado a la vista con tal evidencia que me he preguntado cómo había logrado no descubrirlos antes. El alto y el bajo. El gordo y el flaco. El lechuguino y el pingajo. El calvo y el hirsuto. Pat el Patillas y Jib la Hiena. Casi. En fin, con toda la distancia que la vida pone entre realidad y ficción, hágase lo que se haga. Pero, de todos modos, no haberlos descubierto antes… ¡Qué par! ¡Con esa pinta! El uno estaba escondido tras el presentador de cueros finos, era el gordo; y el otro, mister Hyde, a unos quince metros de allí, tragándose un bollo de chocolate tras los encajes de señora. Me he sentido tan pasmado que ya no podía apartar los ojos de ellos. Han comprendido de inmediato que les había descubierto y, palabra, no estaban menos sorprendidos que yo. Nos hemos mirado así, por algún tiempo, y luego el gordo se ha ruborizado bruscamente y me ha hecho con la cabeza un breve gesto que he comprendido enseguida. Incómodo como un piojo pero fuerte como un dogo. Me he largado, pues, he mirado hacia otra parte. Entre ambos, exactamente, para evitar al glotón y su bollo. Y la cosa se ha complicado más aún porque, detrás de ellos, a unos diez metros más atrás estaba, frente a mí, el departamento de las armas. Con estantes de trabucos y la panoplia completa de pipas de alarma, cuchillos para despedazar, silbatos ultrasónicos, cepos dentados, todas esas maravillas que ponen chiribitas en los ojos del cazador… ¡el que ama y conoce de verdad la naturaleza! Por lo demás, había uno en el mostrador: ese ecologista vestido de camuflaje. De unos cincuenta tacos, acompañado por sus dos retoños, unos tipejos de peligrosa limpieza, los tres discutiendo los méritos de un fusil de repetición, de azulados reflejos, que se pasaban de mano en mano, apuntando como el rayo, trazando breves curvas en el cielo y, luego, asintiendo con la cabeza. Como buenos especialistas que eran desde la cuna. El vendedor, hecho unas mieles, comulgaba con ellos profundamente. Tan en la gloria por tener unos clientes perfectamente en el ajo que sus ojos no se ocupaban ya del mostrador. Y entonces he visto la mano zambulléndose en la caja de cartón gris y tomando dos cartuchos, con toda naturalidad, sin ni siquiera esconderse. La mano pertenecía a uno de los viejecitos de Théo. Realmente pequeño y absolutamente viejo, y al que he reconocido, claro, y que me ha reconocido, y que (¡apostaría la cabeza!) me ha mostrado claramente los cartuchos con una sonrisa cómplice, antes de metérselos en el bolsillo izquierdo de su bata gris. Un gesto que he visto ya tres veces: la primera fue la caja negra de un mando a distancia, mientras Cazeneuve recogía el AMX 30, otra un vibrador… y la tercera… no, la tercera fue un movimiento de torsión dado a un grifo de cobre.
He dirigido inmediatamente mi mirada a los pasmas que me escudriñaban como si fuera el rey de los zopencos por quedarme allí, mirando al vacío. El bajo ha levantado la ceja y se ha encogido de hombros. «Bueno, colega ¿ya has terminado el trabajo?» Eso era lo que ha querido decir. De nuevo he mirado con insistencia el departamento de las armas Y entonces se han vuelto. Pero el viejecito había desaparecido. Me he sentido casi aliviado.
Dos minutos más tarde, sordo como una tapia aún, estaba sumido en las profundas aguas del sótano, navegando en busca de Pepito Grillo. ¡Pepito Grillo, eso es!, tenía exactamente la jeta bonachona y chusca, chata y lisa a fuerza de archivejez, de Pepito Grillo. Mis dos pasmas patrullaban algo más lejos, no podía evitar verlos, como si mis ojos hubieran sido imantados por su evidencia profesional.
¡Y la jeta que ponían cada vez que se encontraban con mi mirada! Todas las amenazas del mundo en aquellos dos hocicos descompuestos.
Y ni rastro de Pepito. Por primera vez, he advertido hasta que punto eran abundantes las batas grises de Théo. Y parecidas, en su vejez. Innumerables, parecidas y solitarias. Sin ningún contacto unos con otros, los modernos vejestorios ¡Théo! Decirle a Théo que uno de sus protegido, había mangado municiones en el departamento de la artillería.
Théo estaba aconsejando a una mujerona, del estilo Castafiore en el departamento de los papeles pintados. La quincallería de la dama expresaba sus deseos, y la cabeza de Theo aprobaba y volvía a aprobar. Le iba a endosar varias capas unas sobre otras, de sus papeles pintados.
He puesto, pues, rumbo a Théo, pero estaba solo a mitad del recorrido cuando tres acontecimientos simultáneos han trastornado mi programa. En primer lugar, la clara visión de Pepito, a unos diez metros de mí, vaciando la pólvora de los cartuchos en el estuche metálico de una broca de taladro, con un ojo en su trabajo y el otro clavado en mí, sonriente e imposible de descubrir para los dos pasmas, pues se hallaba perdido entre media docena de víejecitos idénticos, todos en pleno bricolaje. Luego, una poderosa palmada en mi hombro que ha hecho «¡plop!» en mi cabeza y, por fin. La atronadora voz de Lecyfre que ha llenado todo el volumen de mi desatorado cráneo.
—Bueno, Malausséne, ¿estás soñando? ¡Hace cinco minutos que los altavoces te reclaman al teléfono! Es muy urgente, tu hermana al parecer.
—¿Ben? —¿Louna?— ¡Ben, oh Ben!
—¿Qué ocurre, Louna? ¿Qué pasa? Tranquilízate… —Es Jérémy.
—¿Cómo, Jérémy? Louna, amor mío, tranquilízate. —Ha habido un accidente en el colegio, tienes que ir enseguida. Ben… ¡Oh, Ben!…
—Por fortuna, no había nadie con su hermano en la clase.
(«Por fortuna…»)
El patio central del colegio es sólo un humeante charco en el que yacen los torturados restos de todo lo que resiste a un incendio. Largos tubos fláccidos serpentean entre los desechos. Un olor acre de plástico fundido se estanca en la humedad ambiental. («Pero lo realmente insoportable, créame, son los quemados… Aquel olor… no puedes quitártelo de encima. ¡Lo llevas en el pelo durante quince días!») Imagen sonora del pequeño bombero en mi cabeza, y mis narices que trabajan, trabajan para convencerme de que no, de que entre los olores negros ninguno es un olor a carne quemada. Dos mangueras acaban de empapar los restos calcinados. Las tres clases han ardido por completo.
—Material prefabricado…
Una de esas porquerías hechas con papel maché, sí, de las que te tiras un pedo y arden. Las patas de mesa, las estructuras metálicas, fundidas por efecto del calor, se han encabestrado y permanecen inmóviles en grotescas posturas. Mantenidos a distancia por los bomberos, los alumnos oscilan entre el luto, la risa y el recuerdo, intenso todavía, de su canguelo.
—Ha sido una suerte que haya ocurrido durante el recreo.
(«Ha sido una suerte…»)
Uno de los camiones rojos comienza a rebobinar sus tubos. La estúpida visión de un tenedor enrollando espaguetis cruza por mi cabeza.
—Se había aislado…
Espagueti bañados en la negruzca salsa de los pulpos. ¿En qué región de Italia los hacen así?…
—El fuego estaba ya demasiado avanzado cuando nos hemos dado cuenta…
—¿Por qué no estaba en el recreo como los demás?
—No podría decírselo.
—¿No podría usted decírmelo?
—Creo saber que era, quiero decir que es, un niño muy independiente.
(No podría decírmelo, cree saber, quiere decir…)
—Realmente el fuego ha prendido de pronto…
Sí, si, ya lo sé, de pronto, como una cerilla. Una cerilla que hubiera podido abrasar a un centenar de mocosos, ha venido de un pelo pero, «por fortuna», ahí estaba sólo mi Jérémy.
—Por fortuna, ¿eh?
—¿Perdón?
—Ha dicho usted «por fortuna», ¿no? Y, «ha sido una suerte»…
—Le ruego que me perdone.
Sus ojos adoptan de pronto la dimensión de sus gafas. Advierto que me he erguido ante él, que me he inclinado hacia él y que se hace un ovillo en su sillón.
Y entonces, timbrazo telefónico. Descuelga precipitadamente, sin apartar de mí la mirada.
—¿Dígame, sí? ¿Sí? Eso es, ¿sí?
(«Eso es»…, «por fortuna»…, «ha sido una suerte»…)
—Hospital Saint-Louis, sí, en urgencias, claro, se lo agradezco mu.
Ya no estoy en su despacho cuando cuelga.
Laurent me ha precedido en el Saint-Louis. Cuando llego está en plena discusión con un pequeño matasanos moreno de mirada vivaz. Cuando los veo, a lo lejos, intento leer en sus rostros. Sólo veo lo que puede leerse en las caras de los profesionales cuando dos de verdad se encuentran. El alto rubio y el bajo moreno, compañeros como cerdos ya a las primeras palabras. La fraternidad del gran saber. Y todo lo demás… Espectáculo que, a fin de cuentas, me tranquiliza un poco. Si Laurent está de cháchara con el matasanos, significa que Jérémy está en buenas manos.
—¡Ah, Ben! Te presento al doctor Marty.
Sacudida de remos.
—No tema, señor Malausséne, su hijo saldrá de ésta.
—No es mi hijo, es mi hermano.
—Eso no cambia en absoluto su estado de salud.
Lo ha soltado con toda naturalidad, sin sonreír, y sin dejar de mirarme. Pero tras sus cristales veo un brillo de jovialidad muy tranquilizador. Improvisando una sonrisa, pregunto:
—¿Puedo verlo?
—Siempre que cambie de cara, no querría que le minara usted la moral.
Curioso tipo el tal Marty. Ha hablado en el mismo tono flemático, ligeramente chungón, pero estoy convencido de que si no cambio de cara no veré a Jérémy.
—Si me dijera usted lo que tiene…
—Quemaduras diversas, el índice derecho seccionado, el acojono de su vida, pero se niega obstinadamente a desmayarse. Ha decidido hacer reír a las enfermeras.
—¿El dedo cortado?
—Se lo pondremos de nuevo en un abrir y cerrar de ojos.
Extraña cosa, la confianza. Aunque Jérémy hubiera perdido la cabeza, algo me dice que ese pequeño chistoso de palabra clara se la volvería a colocar, sin más ni más, sobre los hombros. La encarnación de la eficiencia. Y algo más, cierta humanidad…
—Bueno, ¿le conviene ahora mi jeta?
Me mira un buen rato y luego, volviéndose hacia Laurent:
—¿Qué le parece a usted, Bourdm?
Está desnudo en el recinto. Su cuerpo está cubierto de montones con los bordes curruscantes. Sus labios y su oreja derecha tienen proporciones de postizos. Le han afeitado por completo el cráneo. Y cuando entro en la pequeña choza aséptica, la enfermera que lo vela se retuerce de risa, pero, si se mira de más cerca, está llorando al mismo tiempo. Él charla a todo trapo, sin moverse ni un pelo. Tiene un cuerpo muy pequeño. Realmente es un niño si no se toma en cuenta el volumen de su lenguaje.
Tengo que acercarme mucho a él para que advierta mi presencia. Entonces, sonríe. La sonrisa degenera en mueca de dolor. Luego, todos los rasgos vuelven a su lugar, diríase que con precaución.
—Salud, Ben. Mira, ¡me he fabricado la jeta de Ataúd Ed Johnson!
La enfermera levanta hasta mí unos ojos transidos de pena y admiración.
—Quisiera hablarte a solas, Ben.
Y, como si la conociera desde siempre.
—Marinette, ¿podrías ir a buscarme un libro, eh? Cuando éste se haya marchado, podrás leerme un poco.
No sé si se llama realmente Marinette, pero se levanta, dócil, y yo la acompaño hasta la puerta.
—No le fatigue —susurra—, dentro de diez minutos entrará en la sala de operaciones.
Añade con una sonrisa enternecida:
—Le leeré durante la anestesia.
La puerta se cierra ante la luz del corredor.
—¿Ya está, estás solo, Ben?
—Estoy solo.
—Entonces acércate y siéntate, tengo una gran noticia.
Coloco una silla junto a su cama. Él aguarda un instante, saboreando el suspense. Luego, sin poder aguantarse:
—¡Ya está, Ben, lo he encontrado!
—¿Qué es lo que has encontrado, Jérémy?
—Cómo introduce el «criminal» las bombas en el Almacén.
(Señor…) Durante un buen rato, sólo escucho su penosa respiración y los latidos de mi corazón. Luego pregunto:
—¿Cómo?
—No las introducía, ¡las fabricaba dentro!
(En efecto, más vale que esté sentado).
—No jodas.
He tenido que hacer un esfuerzo para decir eso y en ese tono jovial.
—¡No jodo! Lo he probado, funciona.
«¿Probado?» Ya está, siento que se avecina lo peor, con su paso ya familiar.
—Ben, en el Almacén hay todo lo necesario para hacer saltar París si se desea.
Es cierto, claro que es preciso desearlo.
—En mi colegio también.
El silencio que sigue… ¡eso es silencio!
—De modo que he hecho el experimento.
—Rediós, Jérémy, ¿qué experimento? No vas a decirme que…
—Fabricar una bomba durante las clases sin que nadie lo advirtiera.
(Sí, me lo ha dicho).
—Tomas cualquier cosa, herbicida, por ejemplo, por el clorato de sosa…
Y he aquí que mi hermanito Jérémy, que se dirige gallardamente a sus doce años, me suelta una delicada receta de bomba artesanal, excitándose además durante la exposición y con una voz que, en mi memoria, se encabalga con la de Théo. «¡Fíjate, hay uno que se ha paseado todo el día con cinco kilos de defoliante en los dos bolsillos de la bata!»
—Habla en voz más baja, Jérémy, tranquilízate, no debe fatigarte.
(Sobre todo, nadie debe oírte al otro lado de la puerta ¡carajo! Un hermano incendiario. ¡Mi hermano es un niño incendiario! Y yo, un pedagogo, un educador…)