Read La felicidad de los ogros Online

Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (20 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Porque todo eso comienza a suponer ya un montón de presunciones que lo incriminan.

Ligero aumento de la luz para señalar la gravedad del momento. (El comisario Coudrier crea esas variaciones de luz con una discreta presión del pie sobre una pera ad hoc. Supongo que cada pasma tendrá su truco).

—Y mis hombres no comprenderían que yo no las tuviera en cuenta.

(Thérése, Thérése…)

(
No es que me empeñe…
)

Pero la resume. En ocho puntos que caen en nuestra penumbra como otras tantas pruebas de la acusación.

1) Benjamin Malausséne, Control Técnico en el Almacén, gran tienda donde, desde hace siete meses, un asesino desconocido pone bombas, está presente en el lugar de autos en cada una de las explosiones.

2) Cuando él no lo está, lo está su hermana Thérése.

3) La tal Thérése Malausséne, menor, parece haber previsto el momento y el lugar de la cuarta explosión (detalle que puede intrigar a cualquier funcionario de policía reticente a la astro-lógica).

4) Jérémy Malausséne, menor también, incendió su colegio por medio de una bomba artesanal, uno de cuyos componentes químicos, por lo menos, ha sido ya utilizado por el asesino del Almacén.

5) La topografía del Almacén parece interesar mucho a la familia, si se considera el número de fotografías encontradas en la cartera de ía hermana más pequeña, Clara Malausséne, deliciosamente menor, ampliaciones fotográficas descubiertas durante un registro llevado a cabo en el domicilio familiar, con orden firmada el… etcétera.

6) El menor de todos los hijos Malausséne sueña, desde hace meses, en «ogros Noel», siniestra temática que no deja de tener relación con las fotografías (no menos siniestras) descubiertas en el lugar de la última explosión.

7) La preñez de la hermana, Louna Malausséne, apenas, mayor de edad, enfermera, originó un encuentro entre Benjamin Malausséne y el profesor Léonard, víctima de la tercera explosión.

8) El propio perro de la familia (edad y raza indeterminadas) no parece ajeno al asunto, pues fue victima de un ataque de nervios en el lugar de los crímenes. (El análisis de las fotografías descubiertas en los inodoros de la exposición sueca revela, en una de ellas por lo menos, la presencia de un perro, víctima de una afección similar).

Nuevo aumento de la luz. Sentado anee mí, el comisario de división Coudrier parece el único hombre iluminado en la noche parisina.

—Interesante, ¿no es cierto?, para un equipo de policías agotados y que desean acabar de una vez.

Silencio.

—Pero eso no es todo, señor Malausséne. ¿Quiere echarle una mirada a eso?

Me tiende un sobre de papel grueso, abultado y que lleva el distintivo de una célebre editorial parisina.

—Lo recibimos anteayer, esperaba hablarle de ello.

El sobre contiene doscientas o trescientas páginas mecanografiadas. El conjunto se decreta «novela», se titula IMPLOSIÓN, y está firmado por Benjamin MALAUSSÉNE. Una ojeada me basta para reconocer el relato que les suelto a los mocosos desde que comenzó el asunto y que concluyó hace quince días, con la confesión de Jérémy. Mi estupor es tal que Coudrier se cree obligado a precisar:

—Hemos encontrado el original en su casa.

El continuo rugir del París adormecido.

El aullido de un coche de policía lo atraviesa como una pesadilla. En el despacho del comisario Coudrier, la luz desciende ligeramente.

—Compréndame, muchacho…

(«Muchacho…»)

—Sólo tiene usted una baza que lo favorece: mi íntima convicción. Convicción de su inocencia, naturalmente. Ninguno de mis colaboradores la comparte. Hacerles investigar otras pistas en estas condiciones no es cosa fácil. Si otros hechos no apoyan, dentro de poco, esa convicción…

¡Siento caer, uno tras otro, esos puntos…! Y entonces desmorono. Que se joda Théo. Que se joda el Zorro de servicio. Declaro haber visto un viejecito de bata gris robando dos cartuchos en la sección de la armería y metiendo la pólvora en el estuche metálico de una broca de taladro.

—¿Por qué no lo dijo antes?

(Eso es, ¿por qué?)

—Habría salvado, tal vez, la vida de un hombre, señor Malausséne.

(Pero está mi amigo Théo, señor comisario. Mi amigo Théo y su puerro a la vinagreta).

—De todos modos, lo verificaremos.

Dicho, creo, sin gran convicción. En efecto, considera su deber añadir:

—Encienda algunos cirios si desea usted que lo encontremos…

33

—Pero ¿te das cuenta? ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—Quería darte una sorpresa, Ben.

—¡Bravo, lo ha sido!

Es difícil describir el nivel de mi rabia. ¿Por qué ha tenido que ser Clara, mi Clara, la que haya fotocopiado el manuscrito y lo haya enviado a once editoriales? ¡once! (¡11!)

—Haces mal poniéndote de ese modo, es de excelente calidad, ¿sabes? Los policías se divertían mucho leyéndolo.

¿Estrangular a Louna? ¿Estrangular a Louna que acaba de intervenir con su voz soñadora y los dedos cruzados sobre la semiesfera de su inminente maternidad? Me lo pregunto por unos momentos.

—Sobre todo el retrato que haces de Coudrier-Napoleón, les ha dado mucha risa.

—Louna, por favor, cierra la boca. Deja que Clara se explique.

(Pero ¿qué coño tendrán en el cráneo los niños? ¿Y los adolescentes? ¿Qué coño tienen en el coco? ¿Sólo los de mamá están fabricados con este modelo o son todos iguales? ¡Que alguien me informe, por compasión, uno cualquiera, incluso un pedagogo, que alguien me lo explique!) La investigación no está cerrada, la pasma no me ha quitado el ojo de encima desde hace meses, Jérémy le pega fuego al colé y, al día siguiente, esa catástrofe, Clara envía mi relato a once editores (¡Clara! ¡Once!), mi relato cuyo epílogo da la receta de la bomba jeremiesca y el secreto de su fabricación intramuros. ¿POR QUÉ?

—Lo hice para consolarte, Ben.

(Consolarme…)

—Se lo pregunté a Julia y estuvo de acuerdo.

A fin de cuentas eso sólo significa otro mochales en mi intimidad).

—Y, además, es muy divertido. Ben, te lo aseguro, los policías se tronchaban de risa.

(Ya me fijé, sí, sobre todo Coudrier…)

—¿Cómo te explicas, entonces, la negativa del editor, Louna?

Porque esta mañana, en la bandeja del desayuno que Clara traía, he recibido la primera respuesta. Una negativa amable, pero firme. El abajo firmante reconoce «la indiscutible fantasía» de la obra maestra, pero deplora «una estructura algo enmarañada» (¡ya lo creo!), se pregunta sobre «la oportunidad de semejante publicación cuando un asunto similar está actualmente en los periódicos» (también yo me lo pregunto), para concluir que, de todos modos, «ese tipo de obra no tiene cabida en nuestro programa de publicaciones».

(Pues es una suerte…)

—Eso no significa nada, Ben, ¡quedan diez editoriales más! Sabes muy bien que tu defecto es no creer nunca en lo que haces.

En mi, la fiera se inmoviliza. Su mirada se dirige al vientre de Louna. Piensa: «Dentro de unos diez días, también estos dos me caerán encima». Mis belfos se contraen. Mis colmillos brillan peligrosamente. Es el momento elegido por Thérése para emitir una hipótesis de rara penetración psicológica.

—¿No será, sencillamente, que la negativa te duele, Ben?

(¿Existe la jubilación anticipada para un hermano mayor?)

Eso por lo que a la familia se refiere. Sí, ahora, echamos una ojeada al curro, la cosa tampoco está mal, como diría Jérémy. Ni rastro del vejestorio con cara de grillo. Ni rastro de la pasma. Estoy solo. Solo en un campo minado. El menor chasquido de una puerta, un artículo de cierto peso cayendo de un mostrador, una palabra más alta que otra, todo me hace dar un respingo. Incluso la voz de miss Hamilton. Siempre al borde del desmayo. Paranoia aguda.

En la oficina de Reclamaciones, la angustia de los clientes me arranca lágrimas auténticas, y Lehmann, que pierde mucho tiempo consolándome, hace correr el rumor de que comienzo a empinar el codo.

—¿Es cierto? —pregunta Théo—. ¿No prefieres una buena rayita? También es malo para la salud, pero es mejor para la moral.

Y Sainclair, comprensivo:

—Realiza usted una tarea deprimente, señor Malausséne y es un milagro, a fin de cuentas, que lo haya soportado tanto tiempo. Dentro de poco ie encontraremos otro destino. Mire, ¿le convendría la vigilancia de la planta baja? Estamos pensando en prescindir del señor Cazeneuve.

¿Por qué ha desaparecido el viejo Pepito Grillo? ¿Porque lo descubrí? ¡Pero si hacía lo que estaba en sus manos para que lo descubrieran! A no ser por el accidente de Jérémy, yo habría participado en todas las fases de su trabajo de artificiero. ¿Y entonces? ¿Porque se sentía vigilado por los dos pasmas de Coudrier? ¿Y por qué se han evaporado también esos dos? ¿Por qué no han sido sustituidos por otros dos camaleones? En el Almacén no queda ya un solo pasma. Ni Théo ni sus viejecitos han sido interrogados. ¿Qué significa esta soledad? ¿Qué pretenden? Necesito una bomba. Necesito un buen zambombazo. ¡Necesito saber quién y cuándo! Tengo urgente necesidad de echarle la mano encima al cabrón que me pone, desde hace meses, el sambenito. Lo necesito. Sin ello, iré al talego en su lugar. No hay pruebas pero sí un montón de indicios y presunciones. Lo bastante para mandarme a la trena hasta que los gemelos de Louna lleguen a la mayoría de edad. ¿Y quién educará a los dos gilipollas? ¿Jérémy? ¡Los iniciaría en los secretos de la bomba de neutrones! ¿Mamá? Mamá…

—Mamá, mamá…

Théo me encuentra en las duchas contiguas al vestuario, sollozando como un loco: «Mamá, mamá…», hipando sobre el lavabo, inundándome el rostro con agua fría y berreando como un ternero: «Mamá, mamá…», desesperación acompañada por una letanía: «Padre, ¿por qué me has abandonado?», que asciende en espiral de los olvidados tiempos del catecismo, cuando mamá quería darme al Buen Dios a guisa de papa. «¿Mamá, mamá, por qué me has abandonado?» Y Théo consolándome como antaño lo hacía la Yasmina del viejo Amar; Théo, al que he traicionado vendiendo a su viejecito justiciero…

—¿Uno de mis viejos, dices?

—Uno de tus viejos, Théo, el que tiene jeta de grillo, el que manejaba los grifos el día del fotomatón; por eso quería alejarte, para que no corrieras el riesgo de quedar herido por la explosión… Lo he denunciado a la pasma, Théo, demasiadas presunciones contra mí…

La mano de Théo cierra el grifo y, puesto que estamos en plena catequesis, el amigo Théo me seca el rostro con ademán bíblico. Estoy a punto de ver mi hermosa jeta impresa en el reverso de la servilleta…

—No es tan grave, Ben, de todos modos, con las fotografías de los cagatorios suecos, la pasma tenía ya el hilo.

—¿Cómo se llama ese viejo?

—Ni idea. Yo no les llamo por su nombre, les doy un apodo.

—¿Y dónde para?

—Vete a saber… En una residencia cualquiera o en alguna buhardilla.

—¿Por qué ha desaparecido?

—A tu entender, ¿por qué se desaparece a esa edad, Ben?

—¿Crees que ha muerto?

—Eso pasa, sí, y siempre sorprende con esas jetas de eternidad.

—Théo, ¡no puede haber muerto!

(«Encienda algunos cirios, si quiere que le encuentre»)

—Hay otra hipótesis… —¿Sí?

—Que haya cumplido el contrato, Ben. Que se haya cargado a todos los ogros y se haya esfumado.

34

Durante más de una semana, Julia, Théo y yo hemos hurgado en el
undergound
de la cuarta edad parisina, Théo conducido por sus propios vejestorios; Julia, por su mero instinto de hurgadora, y yo siguiendo, alternativamente, al uno o a la otra, demasiado petrificado para tomar la menor iniciativa, pero demasiado aterrorizado para permanecer lejos del escenario de las investigaciones. Lo hemos visitado todo, desde las más desoladas sucursales del Ejército de Salvación hasta los clubes de bridge más encopetados, pasando por una retahíla de asociaciones con fines eminentemente lucrativos: dormitorios atestados, cagatorios a la turca, sopa transparente, directoras opacas, agua estancada en todos los pisos. Con cada día que pasaba, Théo se acercaba al suicidio y Julia a su próximo artículo.

—Ben, ¡he descubierto algo!

(Ráfaga de esperanza en mi viejo corazón).

—¿Qué, Julia, qué?

—El tráfico de drogas del siglo. ¡Todos esos viejecitos son presa de los camellos!

(Me importa un huevo, Julia, un verdadero comino, encuentra a mi viejo, al mío, olvida un poco tu profesión, ¡carajo!)

—Se pinchan como locos, Ben. Es preciso comprenderlos, tienen que olvidarlo todo, incluso el porvenir, y cuando no quieren olvidarlo es porque quieren recordarlo: ¡doble dosis!

Estaba en pleno ardor, y yo sabía por experiencia que nada en el mundo podría apagar aquel incendio.

—Hay otros que lo captaron hace ya tiempo. He descubierto algunas transacciones… Créeme, el verdadero mercado de anfetas está ahí.

(Como si fuera oportuno añadir una piedra más a la pirámide de mis inquietudes…)

—Ten cuidado, Julia, sé prudente.

Pero no, estaba lanzada.

—Claro, con esos matasanos que nunca les dan la dosis suficiente para calmar sus dolores…

(Julia, por compasión, ocúpate de mí. ¡Primero yo, Julia!)

—Y todo con la bendición de las autoridades, porque un viejo que la palma de sobredosis sólo es una ruina que se derrumba.

Poco a poco, Théo comenzó a reclutar para el Almacén, Julia a huronear para su artículo y yo me encontré solo con mi problema. Solo con la frasecita de Théo, en mi cabeza vacía: «A menos que haya cumplido el contrato. Ben, y se haya esfumado»…

No, Pepito Grillo no había cumplido su contrato. Tenia que ejecutar a un ogro todavía. El sexto. El último. Él mismo lo dijo. Ayer noche. Viniendo a sentarse en la polipiel de un metro nocturno, ahí, justo enfrente de mí, con toda naturalidad, mientras yo desesperaba ya de poder encontrarlo. Mi viejecito con pinta de grillo.

Prescindo de la sorpresa para ir directamente al diálogo.

—¿El último?

—Sí, jovencito, eran seis. Seis que se hacían llamar la «Capilla de los ciento once».

—¿Por qué de los ciento once?

—Porque ciento once multiplicado por seis hace seiscientos sesenta y seis, que es el número de la Bestia, y ciento once debía ser el número de víctimas inmoladas.

Esbozó una sonrisa en la que se adivinaba una especie de indulgencia.

BOOK: La felicidad de los ogros
11.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Che Guevara by Jon Lee Anderson
Misery Bay by Steve Hamilton
Inherit the Skies by Janet Tanner
The Russian Hill Murders by Shirley Tallman
Across the Zodiac by Percy Greg
Alpha Kill - 03 by Tim Stevens
Springwar by Tom Deitz
A Dad of His Own by Gail Gaymer Martin