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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (14 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
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—Apenas están tibias, Benjamin.

Cuando mi hermana pequeña me llama Benjamin aparece la emoción. Es como si alargara el nombre para encauzar un exceso de afecto.

—Te han dejado la cabeza como un mapa, ¿sabes?

—Pues si vieras el interior… ¿Qué te parecen esas cuatro fotos?

Clara se inclina sobre el periódico y me da su respuesta, técnica, precisa, la respuesta de su mirada:

—Creo que los periodistas escriben cualquier cosa; lo que ese hombre ve no es su muerte (además, nunca se ha visto que una bomba mate en cuatro tiempos), es otra cosa, algo que sujeta con el brazo estirado, justo encima del objetivo.

(¡Eso es, Clarinete mío, sí, sí…!)

—Esa especie de estallido del rostro se produjo antes de la explosión, Ben.

(Sí, sí, sí).

—Por lo que a su expresión se refiere, no es una expresión de dolor, sino de placer.

Y entonces miro un buen rato a mi hermanita. Luego bebo un minúsculo trago de café y permito que me invada despacio antes de preguntarle:

—Dime, sí vieras una foto terrible, conmovedora, algo que no puede realmente contemplarse mucho rato, ¿qué harías?

Se levanta, mete su grueso libro de literatura en el bolso, toma su casco de motorista, me besa con precaución y, en el umbral de la puerta, antes de salir, responde:

—No lo sé, supongo que la fotografiaría.

A las cinco de la tarde, con la llegada de Thérése, comprendo en qué me hacía pensar la hermosa jeta mefística del profesor Léonard, aquella sensación de haberla visto ya…

—¡Es él, Ben, es él, es él!

Thérése está de pie delante de Julius y de mí, temblorosa, con el periódico en la mano. Su voz vibra con aquel aterrorizado fervor que anuncia las grandes crisis. Con la mayor suavidad posible, pregunto:

—¿Quién es él?

—¡¡Él!! —aúlla tendiéndome el libro que acaba de arrancar de su biblioteca—: ¡Aleister Crowley!

(¡Ah, sí! Aleister Crowley, el famoso mago inglés, gran compañero de Belcebú: Leamington, 1875-Hastings, 1947, ya sé…)

El libro está abierto en una fotografía que es del todo semejante a la primera de las cuatro fotos de Léonard. En cualquier caso, muy parecida. Bajo la foto, el siguiente pie:
La Bestia, 666, Aleister Crowley
.

Y, en la página contigua, un texto de relentes sulfurosos:

«La única ley es: Haz lo que quieras. Pues cada hombre es una estrella. Pero la mayoría lo ignoran. Los más endurecidos ateos son, también, bastardos del cristianismo. El único que se atrevió a decir: "Soy Dios", murió loco, acunado por su querida madre armada con un crucifijo. Se llamaba Friedrich Nietzsche. Los demás, los humanoides de nuestro siglo veinte, han sustituido a Jesucristo por Mammón y las fiestas por las guerras mundiales. Y no están poco orgullosos de haber caído más bajo que sus predecesores. Tras los sublimes abortos, los sórdidos abortos. Tras el reino de lo humano demasiado humano, la dictadura de lo infrahumano…».

—¡No murió, Ben, no murió, se reencarnó!

Ya está, empezamos de nuevo.

—Tranquilízate, querida mía, está de lo más muerto, despanzurrado en un fotomatón.

—No, una vez más ha desaparecido tras las apariencias de la muerte, para resurgir en otra parte y proseguir su obra.

(La fotografía con brillos de carne muerta cruza por mi cabeza: ¡«su obra»! Siento que voy a enojarme).

—Ben, mira, ¡se hacía llamar «Léonard»!

Entonces, su sangre y su voz se retiran tras un miedo pálido. El periódico se escurre de sus manos como en una película, y repite:

—Léonard…

Julius saca la lengua.

—Sí, se llamaba Léonard, ¿qué pasa?

Ya está, me enojo.

—Pasa que es el nombre que daban al Diablo en las noches de sabbath. ¡El Diablo, Ben! ¡Mammón! ¡Lucifer!

Ya está, me ha sacado de mis casillas.

Me levanto pausadamente, con el libro de Crowley en la mano, es un mamotreto forrado de tafilete verde con un signo dorado, del estilo biblioteca del más acá (he permitido que Thérése acumule toneladas de ellos en sus estanterías, «educador», ¡ya, ya!), lo desgarro sin decir palabra y lo tiro, en dos pedazos, al otro lado del aposento. Tras ello, tomo a mi pobre hermana Thérése por los hombros, la sacudo con suavidad primero, cada vez con mayor violencia más carde, le explico pausadamente primero, cada vez con mayor histeria luego, que estoy hasta las narices de sus gilipolleces astro-previsorias y de sus satanerías de bazar, que no quiero oírla hablar más de ello, que es un deplorable ejemplo para el Pequeño («deplorable», sí, he dicho «deplorable»), que le soltaré la somanta de su vida si lo repite una vez, una sola, ¿me oyes, gilipuertas?

Y, como si no bastara, corro hacia su biblioteca y lo barro todo con ambas manos: libros, amuletos y estanterías de todo pelaje pasan silbando por encima de Julius y acaban, en una explosión de yeso policromado, contra las paredes de tienda, hasta que la propia Yemanjá de los travestidos entrega su alma bahieña a los pies de la petrificada Thérese.

Luego me encuentro fuera, con mi perro. Fuera, en la calle. Camino como un extraviado hacia la escuela del Pequeño. Insensato deseo de tomar al Pequeño en mis brazos, a él y sus gafas rosadas, de contarle el más hermoso cuento del mundo (sin desgracias por doquier, ni al comienzo ni al final), y busco mientras ando (dulzura en todas partes, cosechada sin angustia), y no encuentro, puta literatura de mierda, realismo a todos los niveles, muerte, noche, ogros, pútridas hadas. Los viandantes se vuelven hacia el mochales de cabeza abollada en compañía del perro que saca la lengua. Pero los tales viandantes no conocen más cuentos ideales que yo. ¡Y les importa un bledo! ¡Y se ríen con la carnicera risa de la ignorancia, la feroz risa del carnero de mil colmillos!

Y de pronto, la rabia desaparece. Y es que una cosita redonda, que bizquea tras sus gafas rosadas, se acaba de echar en mis brazos.

—¡Ben! ¡Ben! ¡La maestra nos ha enseñado una poesía muy bonita!

(¡Por fin! ¡Aire! ¡Viva la maestra!)

—¿Me la recitas?

El Pequeño anuda sus brazos a mí cuello y me recita la poesía muy bonita, como recitan todos los pequeños, al modo de los pescadores de perlas, sin respirar una sola vez.

Érase un pequeño barco
en el que Ugolín llevó a sus hijos,
con el pretexto, ¡viejo vampiro!,
de que viajaran gratis.
Al cabo de cinco o seis semanas
escasearon los víveres.
Dijo: «No os sintáis apesadumbrados;
¡mis hijos nunca me han disgustado!».
—Se lo hicieron a pajitas,
¡formalidad!, ¡refinamiento!,
pues el hombre sólo tenía entrañas
para calmar sus retortijones,
Y así pues, estoico y legendario,
Ugolín devoró a sus hijos
para que conservaran un padre….
¡Oh, cuando pienso en ello mi corazón se parte!

Jules Laforgue

Bueno. Está bien. He comprendido. Basta por hoy. Al catre.

Y el otro pequeño, encantado, me sonríe tras sus gafas rosadas.

Me sonríe.

Tras sus gafas rosadas.

El otro encantado.

Los niños son gilipollas. Como los ángeles.

Me meto en la cama con cuarenta bien medidos. Fundido en negro absoluto. Prohibición de que nadie venga a verme. Ni siquiera Julius. Y cuando Clara insiste, le indico secamente que se encargue de consolar a Thérése.

—¿Thérése? Pero ¿qué le pasa? ¡Si está muy bien!

(Eso es. No debe exagerarse nunca el daño que podemos hacer a los demás. Dejarles ese placer).

—¿Clara? Dile a tu hermana que no quiero volver a oír hablar de su magia. Salvo si la utiliza para que me toque la primitiva. ¡Es una orden!

Y llega la enfebrecida hora de la autocrítica. Pero ¿qué te está pasando? Permites que tu hermano más pequeño establezca una detallada cartografía del
underground
homosexual, el otro sabotea sus estudios, habla como un carretero y a ti te importa un pimiento; incitas a tu angélica hermana a fotografiar lo peor de lo peor, en vez de preparar s examen de bachiller, y la que se las ve con los astros recibe tu bendición desde hace años, ni siquiera has sido capaz de darle un consejo a Louna; y ahora te permites de pronto la crisis moral del siglo, con perfil de inquisidor, destrucción de ídolos y excomunión de la humanidad entera. Pero ¿qué es eso? ¿Qué está pasando?

Ya sé lo que es. Ya sé lo que pasa. Una fotografía ha entrado en mi vida. El malvado cuenco se ha convertido en principio de realidad.

Los ogros Noel…

Y precisamente cuando hago el importante descubrimiento, se abre la puerta de mi alcoba.

—¿Eh?

Tía Julia está de pie en el umbral. Flota una sonrisa. Nunca me cansaré de describir su ropa. Esta vez es un traje de lana cruda, de una sola pieza, que cruza sobre la plenitud de sus pechos. Peso sobre peso. Calidez sobre calidez.

Y esa flexible densidad…

—¿Puedo?

Y está sentada a mi cabecera antes de que pueda darle mi opinión.

—¡Bravo! ¡Bueno te han puesto tus colegas!

Siento a mi Clara tras su presencia («Sube, a ver si Benjamín se está muriendo»).

—¿Algo roto?

La mano que Julia posa en mi frente está fresca. Se quema, pero no la retira.

Pregunto:

—Julia, ¿qué piensas de los ogros?

—¿Desde qué punto de vista? ¿Mitológico? ¿Antropológico? ¿Psicoanalítico? ¿Temática de cuentos? ¿O te hago un cóctel de todos ellos?

Faltan ganas de reír.

—Déjate de cuentos, Julia, digiere los conceptos y dime qué piensas tú de los ogros.

Sus ojos lentejuelas reflexionan por unos segundos. Luego una inmensa sonrisa me ofrece el panorama de sus dientes, se inclina de pronto y, muy cerca de mi oído, murmura:

—En Colombia, al amar le llaman «comer».

Con la brusquedad del gesto, un pecho se le sale del vestido. Y a fe mía, puesto que en Colombia, amar es comer…

24

—Señor Malausséne, he querido hablar con usted en presencia de sus colegas.

Saindair designa a Lecyfre y a Lehmann, que se mantienen muy erguidos a uno y otro lado de su mesa.

Para que las posiciones queden absolutamente claras.

Silencio. (Tía Julia y yo acabamos de pasar tres días en la cama. Para mí, las posiciones son brillantes).

—Aunque no estemos en el mismo bando, no es éste un modo democrático de resolver los problemas.

Lecyfre suelta esa puntualización con toda la simpatía de que es capaz su antipatía. (Las manos y el pelo de Julia corren todavía por mi piel).

—De todos modos, si le echo mano a uno de esos cabrones…

Y ahora la voz vengativa es la de Lehmann. (En cuanto yo recuperaba consistencia, ella perdía deliciosamente la suya)

—Es una agresión incalificable, señor Malausséné, y una suerte que no lo haya usted denunciado, de lo contrario…

(«¡Qué hermosa eres, qué hermosa eres! Oh, amor extasiado… ¡Mi deseo saltaba como un carro de Haminabab!»)

—Afortunadamente, ya lo veo casi recuperado. Naturalmente, el rostro tiene todavía señales.

(Tres días. Veamos, tres días multiplicados por doce treinta y seis. ¡Al menos treinta y seis veces, sí!)

—Pero así resultará usted más creíble a la clientela.

Esta última reflexión de Sainclair provoca la risa de los otros dos. Despierto y me asocio a ellos. Por lo que pueda pasar.

Así pues, vuelta al trabajo tras cuatro días de baja por enfermedad. Vuelta al trabajo ante la mirada de las cámaras humanas de Coudrier. Esté donde esté del jodido Almacén, siento sus ojos clavados en mí. Y yo no los veo. Muy agradable. Me paso el tiempo lanzando miradas furtivas en todas direcciones, y nanay. Esos dos saben su oficio. Diez veces por día, me doy contra los clientes al mirar hacia atrás. La gente gruñe y yo recojo los paquetes dispersos. Luego: «Señor Malausséne, acuda a la oficina de Reclamaciones». El señor Malausséne acude. El señor Malausséne hace su trabajo esperando, con cierta impaciencia, el día de su despido: la aparición del artículo de tía Julia que se retrasa. Saliendo de lo de Lehmann, paso por la librería y descubro un ejemplar de la vida de Aleister Crowley idéntico al que destrocé. El viejo Risson me lo vende tras un largo sermón reprobador. Estoy de acuerdo con él, pobre Thérése mía, eso no es literatura pero no importa, de todos modos repararé los daños, le pediré también a Théo que te traiga una nueva Yemanjá.

(Oigo la risa de Julia: «Nunca tendrás nada tuyo, Benjamín Malausséne, ni siquiera tus cóleras». Luego, con la noche un poco más avanzada: «Y ahora también yo te quiero. Como portaaviones, Benjamín. ¿Quieres ser mi portaaviones? De vez en cuando aterrizaré para llenar el depósito de sentidos». Aterriza, hermosa, y despega tan a menudo como quieras; yo, mientras, navego por tus aguas).

No sólo están las cámaras invisibles del comisario Coudrier para espiarme, el Almacén al completo parece no tener ojos más que para mi jeta arco iris. Y son muchos ojos. No veo a Cazeneuve. ¿Baja por enfermedad algo más larga? ¡Le solté una buena patada! El esperma debió de brotarle por las orejas… Lo lamento, Cazeneuve. Sinceramente lo lamento. (Nueva risa de Julia en mi cabeza: «En adelante te llamaré "otra mejilla"»). Pero ¿dónde se han metido los dos pasmas? «Señor Malausséne, acuda a la oficina de Reclamaciones…» Voy, voy.

Tras ello, visitaré a miss Hamilton, sólo para comprobar cómo funciona mi generador de deseo desde que conozco realmente a tía Julia.

En lo de Lehmann, la clienta aúlla. Un pulverizador desodorante ha jugado a ser granada en su delicada mano que ha adoptado las proporciones de un guante de boxeo. Hermoso número de Lehmann sobre mis «criminales negligencias». Pero la clienta no retira su denuncia. Si pudiera, hundiría incluso sus tacones de aguja en la lloriqueante coliflor que me sirve de cara… (Así es la vida, mi buen Lehmann no se puede ganar siempre).

De modo que, después de la bronca, paso a saludar a miss Hamilton. Para saber si sus redondeces siguen suscitando mi perpendicular o si, decididamente, Julia se ha instalado en la bíblica exuberancia de mi jardín. Subo algunos pisos y «¡Cucú, miss, soy yo!». Miss Hamilton me da la espalda, muy ocupada pintándose las uñas con un barniz tan transparente como su voz. Su mano levantada hacia la luz revela unas uñas-nube. Pero todos los barnices tienen el mismo olor y una sola mirada a la pequeña belleza mecánica basta para asegurarme que no es Julia. De todos modos, me aclaro el gaznate. Miss Hamilton se vuelve. ¡Dios del cíelo! ¡Rediós! ¡La misma cara que yo! Tras el maquillaje, que no puede ocultarlo, dos espectrales escarapelas le cierran la mitad de ojos. Tiene el labio superior partido y tan hinchado que le tapa la nariz. ¿Jesús mío, quién se lo ha hecho? De inmediato la respuesta da vueltas en mi cabeza, como una moneda en un plato, aceleración de la evidencia contra la que nada puede hacerse. ¡Has sido tú, gilipollas, has sido tú cabrón, quien se lo ha hecho! El cuerpo de mujer en la acera era el suyo. ¡La zurraste a ella!

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