El tipo que refunfuña en lo de Lehmann tiene unos hombros tan anchos que obstruyen la puerta cristalera. Una espalda capaz de eclipsar el sol. Así pues, no veo la cara de Lehmann. A juzgar por el estremecimiento de los músculos, bajo la chaqueta del cliente, y por la vena que palpita en la piel enrojecida de su cuello, a Lehmann no le debe llegar la camisa al cuerpo. Quien está de pie ante él no es, precisamente, del tipo coloso bonachón. Un sanguíneo que no levanta la voz. Los peores. No ha dado ni un solo paso en el despacho. Ha cerrado la puerta a sus espaldas y murmura sus quejas, apuntando con el dedo a Lehmann. Doy tres golpecitos discretos. Apenas toc, toc, toc.
—¡Adelante!
¡Carajo! Hay angustia en la voz de Lehmann. El propio mastodonte abre la puerta, sin volverse. Me escurro entre su brazo y la jamba con la temerosa agilidad de un perro apaleado.
—Tres días de hospital y quince de baja, su Control Técnico se va a quedar en pelotas.
Es la voz del cliente. Neutra, como ya esperaba, y llena de peligrosa certidumbre. No ha venido a quejarse, ni a discutir, ni siquiera a exigir: ha venido a imponer por la fuerza su derecho, eso es todo. Basta con lanzarle una ojeada para comprender que nunca ha funcionado de otro modo… Basta con lanzarle otra para advertir que eso no le ha hecho ascender mucho en la jerarquía social. Debe de tener en alguna parte un corazón que le molesta. Pero Lehmann no advierte esas cosas. Acostumbrado a soltar mamporros sólo teme una cosa: recibirlos. Y, en ese terreno, el otro es creíble.
Pongo en mi mirada bastante terror para que Lehmann halle por fin el valor de aclarármelo. En dos palabras, como si fueran mil, el señor Fulano, aquí presente, submarinista de profesión (¿por qué ese detalle?, ¿para autentificar el músculo?), encargó, la semana pasada, una cama de ciento cuarenta al departamento de muebles de madera maciza.
—¿Se encarga usted de la madera maciza, Malausséne?
Tímido sí de mi cocorota.
—Decíamos que solicitó una cama de ciento cuarenta, nogal segueteado, ref. T.P.885, a sus servicios, señor Malausséne, cama cuyas dos patas del cabezal se rompieron con el primer uso.
Pausa. Ojeada al submarinista cuya mandíbula inferior tortura un átomo de chicle. Ojeada a Lehmann que está muy contento de pasarme la patata caliente.
—La garantía… —digo.
—La garantía tendrá efecto, pero su responsabilidad se ve comprometida por otra razón, de lo contrario no le habría hecho venir.
Primer plano de mis zapatos.
—Había alguien más en aquella cama.
Lehmann, aun en pleno acojono, nunca podrá prescindir de ese tipo de placeres.
—Una persona joven, no sé si entiende a qué me refiero.
Pero lo demás se evapora ante la mirada soplete de la mole. Y la propia mole concluye, lacónica:
—Una clavícula y dos costillas. Mi novia, en el hospital.
—¡Oooh!
He lanzado un verdadero grito. Un grito de dolor que les ha hecho dar un respingo a ambos.
—¡OOOH!
Como si me hubieran pateado el estómago. Luego, compresión de mi caja torácica con la punta del codo, justo por encima de la tetilla, y me pongo tan blanco como las sábanas del catre fatal. Esta vez, Hércules da un paso adelante esbozando, incluso, el gesto de recogerme. Por si me da un pasmo.
—¿Eso hice yo?
Voz apagada, comienzo de asfixia. Titubeante, me apoyo en la mesa de Lehmann.
—¿Eso hice yo?
Sólo con imaginar aquella montaña de picadillo cayendo desde lo alto de su palanca sobre los cuerpos de Louna o de Clara, y haciendo trizas todos sus huesos, basta para arrancarme lágrimas con certificado de autenticidad. Y, con el rostro chorreante, pregunto:
—¿Cómo se llamaba?
El resto va como la seda. Sinceramente emocionado por mi emoción, el señor Músculos se deshincha de pronto. Impresionante. Casi te parece ver la forma de su corazón. Lehmann lo aprovecha enseguida para atacarme malignamente. Le presento sollozando la dimisión. Sarcástico, dice que eso seria demasiado fácil. Suplico, arguyendo que el Almacén no puede, realmente, esperar nada de una nulidad como yo.
—¡La nulidad se paga, Malausséne! ¡Como todo lo demás! ¡Más que todo lo demás!
Y se propone hacerme pagar tan cara mi nulidad que el enorme cliente atraviesa de pronto la habitación para plantar los dos puños en la mesa de su despacho.
—¿Se lo pasa en grande torturando a este tipo?
«Este tipo» soy yo. Ya está, me encuentro bajo la protección de Su Majestad el Músculo. Lehmann desearía un sillón más profundo. El otro se explica: ya en la escuela le tocaba las narices ver a algún mastuerzo atacando a alguien más débil.
—De modo que escúchame, tío.
El «tío» es Lehmann. Del color de los cirios. De esos cirios que se encienden para que la cosa pase. Lo que debe escuchar es muy sencillo. Uno, el otro retira su denuncia. Dos, volverá dentro de unos días a comprobar que yo conservo mi puesto. Tres, si no sigo aquí, si Lehmann me ha puesto de patitas en la calle…
—¡Te partiré en dos, así!
«Así» es la hermosa regla de ébano de Lehmann, un hermoso recuerdo colonial que acaba de quebrarse, en seco, entre los dedos de mi salvador.
Lehmann no vuelve por completo en sí hasta que la escalera mecánica se traga el último centímetro cúbico del mastodonte. Sólo entonces se golpea el muslo y se troncha de risa como una ballena. No comparto su hilaridad. Esta vez no. He seguido hasta el final la retirada del otro musculoso. («¡No permitas que esa basura te devore el hígado, pequeño, ataca!», me ha dicho al largarse) y me he hablado, una vez más, como si yo fuera otro. Musculoso pensaba emprenderla con el Almacén, con un Imperio o, al menos, con su Control Técnico, una Institución, poderosamente abstracta, y se había armado en consecuencia. Un verdadero Bayard dispuesto a poner de rodillas a toda la guarnición, con su solo esfuerzo. Y he aquí que da con un tipejo sin edad
(yourseff Malausséne)
, al que cree muy cerca ya de la muerte. Y se deshace, el pobre tipo, como se ha deshecho siempre por exceso de humanidad. Cuando mi submarinista ha dado media vuelta, he mirado sus zapatones y he pensado: «Espero que tus pies de pato se hallen en mejor estado». Abro la puerta a mi vez:
—Ya basta por hoy, Lehmann, me voy a casa; Théo me sustituirá si es necesario.
La risa de Lehmann se le atraviesa en la garganta.
—¡A esa reinona no le pagan para eso!
—Para eso no debieran pagar a nadie.
Pone el mayor desprecio posible en su sonrisa antes de contestar:
—Eso creo yo.
(Merecido tendrías tu brazo artificial, cabrito).
Cuando bajo, el departamento de juguetes está de bote en bote.
—¡Es la primera vez que vendemos más el veintiséis de diciembre que el veinticuatro!
La observación procede de mi pequeña pelirroja con pinta de ardilla. Se dirige a su compañera, más bien del tipo comadreja, que está envolviendo un Boeing 747. La compañera asiente. Sus largos dedos se deslizan a prodigiosa velocidad por un papel azul marino con estrellas rosadas, que se transforma a su vez en paquete. Junto a la embaladora, en una mesilla de demostración, una copia robotizada de King Kong demuestra lo que sabe hacer. Es un gran mono negro, grueso, velludo, que parece realmente vivo. Camina sin moverse del lugar. Lleva en los brazos una muñeca semidesnuda que se parece a Clara dormida. Camina y sin embargo no avanza. De vez en cuando echa la cabeza hacia atrás. Sus ojos enrojecidos y sus fauces abiertas lanzan fulgores. Hay una auténtica amenaza entre el negro opaco del pelo, el sanguinolento rojo de la mirada y aquel pobre cuerpecito, tan blanco entre sus terribles brazos. (Dios mío, es cierto que ese curro comienza a cansarme… y es cierto que esa muñeca se parece a mi Clara…)
Cuando llego a casa, el gran mono negro sigue paseándose por mi cabeza. Y cuando el teléfono suena, me cuesta una burrada decir sencillamente «Diga».
—¿Ben?
Es Louna.
—Ben, voy a cargarme al pequeño inquilino.
¡Ah, no! No me apetece una nueva sesión, esta noche no.
Respondo, con voz maligna:
—¿Y qué esperas de mí? ¿Que encienda la mecha?
Cuelga.
La primera cosa que veo, cuando cuelgo a mí vez, es la jeta risueña de Julius, el perro, en el marco de la puerta. No ha soltado la pelota en todo el día. Lo miro de mala manera. Digo:
—¡No, esta noche no!
Se incorpora ipso facto en la alfombra. Yo me duermo. Una hora más tarde, cuando despierto, descuelgo el interfono.
—¿Clara? Necesito tomar el fresco, vendré después de cenar.
—De acuerdo, Ben. Tu Leica ha hecho unas fotos formidables, te las enseñaré.
Julius sigue tumbado. Me clisa con un aire de dolorosa interrogación. Su otro dueño le plantea problemas. Por fortuna, lo ve pocas veces.
Pregunto:
—¿Damos un paseo?
Se incorpora de un salto. Siempre está dispuesto a salir, siempre está contento cuando regresa, Julius. Un verdadero perro.
No sólo estalla el Almacén. También Belleville. Con todas las fachadas que faltan a lo largo de sus aceras, el bulevar parece una mandíbula desdentada. Julius callejea, con la napia a ras de suelo, moviendo frenéticamente la cola. Se agacha de pronto para erigir, en plena avenida central, un suntuoso monumento a la gloría del olfato canino. Luego, recorre una decena de metros, con el culo bien erecto, bastante orgulloso de sí mismo, y se inmoviliza de pronto, como si hubiera olvidado algo importante. Escarba entonces el asfalto como un loco, con sus patas traseras. No está junto a la cagarruta ni tampoco lo hace en la buena dirección, pero le importa un bledo. Julius cumple, hace lo que debe hacer. Él no es un mostrador de grandes almacenes: tiene memoria. Aunque ya no sepa lo que hay dentro.
Cien metros más adelante, la voz lastimera de un muecín se eleva en el crepúsculo bellevillense. Sé lo que le sirve de alminar. Es una pequeña ventana cuadrada, el respiradero de unos urinarios o un ventanuco de rellano, entre el tercer y el cuarto piso de una fachada decrépita. Me dejo llevar unos momentos por las jeremiadas de ese cura llegado de otro mundo. Vomita una azora que debe de hablar de una malvarrosa cuyo sagrado tallo brota en los calzones del Profeta. Hay en todo ello un insoportable dolor de exilio. Recuerdo, por primera vez, la diseminada muerte del Almacén. Luego, pienso en Louna y me trato de cabrón. Y de nuevo las tripas del mecánico de Courbevoie. Apenas tengo tiempo de apoyarme en un árbol para no devolver por segunda vez. Atravieso, contando los pasos, el bulevar para entrar en lo de Koutoubia.
Julius se larga directamente al encuentro de Hadouch en la cocina. La voz del muecín queda apagada por las conversaciones y el chasquido de las fichas de dominó. El humo se estanca y la mayor parte de los tipos están sentados detrás de su pastís. Me parece que el hermano musulmán del ventanuco se las verá y deseará para devolver los suyos a la pureza del islam.
En cuanto me divisa, el viejo Amar me ofrece su más amplia sonrisa. Me sorprende siempre la blancura de sus cabellos. Rodea el mostrador y me toma en sus brazos.
—Bueno, hijo mío, ¿todo bien?
—Todo bien.
—¿Y tu madre, bien?
—Bien. Descansa. En Chalons.
—¿Y los niños, bien?
—Bien.
—¿No los has traído?
—Están haciendo los deberes.
—Y tu trabajo, ¿bien?
—¡Cojonudo!
Me instala en una mesa, en un abrir y cerrar de ojos la cubre con unos manteles de papel, se apoya frente a mí, con sus brazos tendidos, y me sonríe. Pregunto:
—¿Y tú, Amar, estás bien?
—Bien, te lo agradezco.
—¿Y los niños, bien?
—Bien, te lo agradezco.
—¿Y tu mujer? Tu mujer, Yasmina, ¿está bien?
—Bien, gracias a Dios.
—¿Cuándo vas a hacerle otro?
—Regreso a Argel la semana que viene para hacerle el último.
Reímos. Yasmina, más de una vez, me sirvió de madre cuando yo era un mocoso y mi madre servia en otra parte.
Amar se ocupa de los demás clientes. Hadouch pone ante mí un cuscús, que deberé tragarme si no quiero ofender al Profeta y a sus fieles la misma tarde.
Advirtiendo mi lamentable apetito, Amar se sienta ante mí:
—Las cosas no marchan, ¿eh?
—No, no marchan.
¿Te llevo conmigo a Argel?
Why not? Durante algunos segundos, permito que la idea deposite en mi cerebro su luminosa estela de placer. Amar insiste:
—¿Eh? Hadouch se encargará del perro y de los niños.
Pero la chata jeta del inspector agregado Caregga me llama al orden.
—No es posible, Amar
—¿Por qué?
—Por el curro.
Me mira incrédulo, pero se dice zapatero a tus zapatos y se levanta palmeándome el hombro.
—Te traeré un té.
La voz de Uní Kalsum brota del noticiómetro. Por la pantalla desfila la inmensa muchedumbre de su entierro. Dejo que el canto se desvanezca y abandono la tasca, con Julíus pisándome los talones. La risa de Hadouch nos persigue unos instantes:
—La próxima vez no daré de comer a tu chucho, ¡voy a lavarlo!
Les cuento a los niños los titubeantes inicios de la investigación, mis dos pasmas, Jib la Hiena y Pat el Patillas, hurgando sin miramientos en la vida privada de los «colaboradores» de Sainclair, el equipo de fantasmas sustituyendo nocturnamente el mostrador de juguetes, el heroísmo del Almacén, que sigue vendiendo pese a la amenaza, como si nada ocurriera. (The show must go on!) A nuestro alrededor, han colocado cuerdas en las que están secándose las fotos de Clara. (¿Cuántas horas le roba esta pasión a la preparación de su bachillerato?) Ahí están las fotos del ogro Noel del Pequeño. Otras cuentan la desaparición de Belleville y la aparición de esos acuarios que erigirán la bella villa del mañana. Y luego una foto de mamá, muy joven… de la época de mi nacimiento, o algo así. Ya con esa sed en los ojos, por otra parte.
—¿Tenías el negativo? —No, he hecho un tiraje.
—La enmarcaremos —declara Jérémy—, así no podrá largarse más.
Thérése taquigrafía absolutamente todo lo que se dice, sin distinción, como si eso entrara en una misma y gigantesca novela. Luego, de pronto, con su fija mirada de monja anoréxica clavada en mí:
—¿Ben?
—¿Thérése?
—El muerto, el mecánico de Courbevoie…
—¿Sí?
—He hecho su carta astral, tenía que morir así.