Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
âQué te parece si solo te miro âle dijoâ. La verdad es que no voy... ây se quedó de pie junto a la pared.
La chica no contestó. Se quedó sentada en la cama mirando el suelo. De vez en cuando levantaba la vista, y Tom la miraba y la miraba y la miraba. En cierto modo era hermosa, y toda ojos.
Eso fue entonces, en el cumpleaños de Tom.
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Avishag se tapa la cara con las manos, pero enseguida le cuesta respirar porque las manos le apestan a óxido de haber trepado por la escalerilla metálica hasta la torre de vigilancia. Es mediodÃa, y el pelo debajo del casco le pica por el sudor, aunque le da pereza tocárselo. Además, está prohibido quitarse el casco durante las guardias.
Gali asoma el torso por la baranda de la torre para mirar el móvil. A Avishag le dan ganas de decirle que es estúpida, que tienen prohibido llevar el móvil durante las guardias, que podrÃan pillarlas, pero no dice nada, porque sabe que allà arriba nadie va a pillarlas. Que en realidad a nadie le importa que estén allÃ.
Avishag mira a lo lejos con los prismáticos y ve a dos guardias egipcios. Técnicamente se supone que las chicas han de mirar por los prismáticos cada diez minutos, pero en realidad a veces ni siquiera echan un vistazo, ¿quién va a enterarse? En ese momento los egipcios no están mirando con los prismáticos, y a Avishag le gusta, le hace sentirse superior. Cree que uno de ellos lleva bigote, pero no lo distingue del todo, y solo de pensarlo le da risa.
Los egipcios son chicos, pero no tienen que llevar nada. Ni chaleco, ni balas de repuesto, ni casco. Solo su fino uniforme pardo y sus M-16. Ni siquiera tienen rifles con mira telescópica, como la de los M-4 de las chicas. Avishag está empezando a odiar al enemigo, y eso la sorprende y le hace gracia. No por las tres guerras y los muertos y las minas antipersona y las mentiras y todo lo demás, sino porque ni siquiera los obligan a llevar un maldito casco.
Los largos dedos de Gali se mueven con rapidez sobre el teclado del móvil, mientras escriben y borran y están a punto de mandar pero al final borran. El sudor se le mete en los ojos, se le posa una mosca en la nariz, y Gali asiente con la cabeza y entonces la sacude para negar la idea que hace un momento le parecÃa bien.
Pero Avishag no se fija en nada de eso. Está mirando por los prismáticos, pensando en sà misma, pensando en el enemigo, y en un bigote, y en que quizá ha perdido la cabeza pero es curioso porque de todas formas se siente exactamente la misma.
Gali es la única que sabe lo que nosotros sabemos, porque puede mirar la hora en su teléfono móvil. A las chicas les quedan todavÃa exactamente siete horas por delante.
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Samir mira las manos fuertes y oscuras de Hamody mientras recoge el termo de café y el cenicero del suelo de la torre de vigilancia y los vuelve a guardar en su mochila. Observa a Hamody colgándose sin esfuerzo la mochila a la espalda, una espalda ancha, y lo observa bajando por la escalerilla, y lo observa cuando salta ágilmente y cae en la arena doblando apenas las rodillas.
â¡Hemos liquidado nuestras cuatro horas de guardia! âexclama Hamody sonriendo generosamenteâ. Oye, Samir, tú no hablas mucho, ¿eh?
Samir agradece que esa tarde solo haya otros seis soldados en las duchas. No se desviste todavÃa, pero observa de reojo a Hamody quitándose el uniforme. Procura no levantar la mirada y, cuando Hamody se quita los calcetines, ve que le quedan partÃculas de algodón blanco pegadas entre los dedos de los pies, unos dedos largos.
Solo cuando Hamody está debajo del chorro de agua, Samir empieza a desvestirse, despacio. Primero se quita la camisa marrón, con cuidado de no tocar los cercos de sudor de las sobaqueras al doblarla y dejarla sobre el banco metálico. Después de quitarse los pantalones y la ropa interior, se mete rápidamente en la última ducha de la caseta, y mueve los brazos en un gesto extraño para distraer la atención.
Baja la palanca y se pone de cara a la pared, y luego da un paso adelante. Con cuidado de que nadie vea nada.
âEh, Avishag, ¿quieres darles un segundo vistazo a estos documentos de identidad? âdijo Gali.
El camión era negro, cosa rara, y más grande que los que las chicas solÃan ver en el control fronterizo. El oficial Nadav las supervisaba sentado en una silla blanca de plástico, crujiéndose los dedos.
En el documento de identidad que Gali le mostró a Avishag se leÃa «Momo Levin». Según el documento, que a primera vista parecÃa en regla, el hombre era de un suburbio de Tel Aviv. A su lado, en el asiento del pasajero, habÃa un hombre egipcio. En su pasaporte ponÃa «Nadim Al-Hamid», y a Avishag también le pareció en regla.
âHola, Momo âdijo Avishag, inclinándose con cuidado y apuntando hacia la ventanilla del asiento del conductor con su M-16, como exigÃa el protocoloâ. Tu documento de identidad dice que vives en los alrededores de Tel Aviv. ¿Qué haces tan al sur?
âVenga, colega, no nos lo pongas difÃcil âcontestó Momo.
Avishag se preguntó si no la estarÃa tomando por un hombre desde ese ángulo, con el arma apuntando hacia delante y el pelo completamente recogido bajo el casco. O quizá en algún momento, en alguna parte, se habÃa dado por hecho que todo el mundo era una especie de colega, y ella era la única que no se habÃa enterado.
âLo siento âdijo Avishagâ. Vais a tener que abrir el remolque del camión.
Siempre habÃa un momento en que Avishag y Gali no tenÃan más remedio que usar un váter quÃmico que nadie habÃa limpiado en más de dos semanas. Las dos conocÃan el olor de una camisa con los codos empapados de sangre después de reptar en los entrenamientos, y las dos sabÃan cómo olÃa cuando tenÃan que volver a ponérsela al dÃa siguiente. Avishag también conocÃa el olor del pecho de un hombre que no se habÃa duchado hacÃa dÃas, y el olor de su pelo sucio. Incluso conocÃa el olor del cuerpo de su hermano muerto, y cómo se mezclaba con el aroma del barro fresco.
Pero incluso antes de que el remolque del camión se abriera del todo, las dos chicas supieron que nunca en la vida habÃan olido algo tan terrible. El olor era tan fuerte que Avishag se sacó como pudo un mechón de pelo del casco y se lo prendió debajo de la nariz. Ni siquiera se dio cuenta de que lo hacÃa hasta que sintió el dolor punzante del cuero cabelludo, de tanto que le tiraba el pelo.
El camión tenÃa tres pasos de ancho, y en el suelo del remolque habÃa doce mujeres jóvenes amontonadas de mala manera. Una de ellas era una chiquilla con la cara redonda y una camiseta de Coca-Cola, pero sin ropa interior ni pantalones. Los pocos trozos visibles del suelo del camión estaban embarrados por una sustancia marrón y roja.
Avishag cerró los ojos.
Gali cerró los ojos.
Gali abrió los ojos. Avishag también lo hizo.
HabÃa doce pares de ojos mirándolas, a la espera, respirando, silenciosos.
â¡Nadav! âgritó Gali, solo Galiâ. ¡Nadav!
Nadav, el oficial, se levantó y fue lentamente hacia las chicas. Intentó apoyar una mano en el hombro de Avishag, pero apenas la rozó con un dedo, ella se encorvó y cayó a cuatro patas, inspirando, exhalando, cada vez más deprisa.
â¿Cuál es el problema? âpreguntó Nadav.
âMujeres âdijo Gali.
â¿Cuántas? âpreguntó Nadav.
âMujeres, una niña pequeña. Nadav, son... âdijo Gali, y señaló el remolque del camión.
Momo y Nadim bajaron de la cabina. Momo pasó un brazo por los hombros de Nadim y, más que cualquier otra cosa que hubiera visto esa noche, la imagen a Avishag le dio náuseas. Al final se quedó en el suelo a cuatro patas, oliendo su propio vómito.
âTodas tienen pasaporte âle dijo Momo a Nadav.
âY tienen los visados con los sellos por el otro lado y todo como esto âañadió Nadim en hebreo chapurreado. Le entregó a Nadav una pila de pasaportes rojos.
Nadav miró los pasaportes.
âNo âgritó Galiâ. No, ni los mires. Sabes que quieren irse, Nadav, lo sabes muy bien âchilló Gali.
Nadav miró a Gali con sus ojos serenos.
â¿Y cómo sabes eso, cabo Geva? âle preguntóâ. ¿Hablas ucraniano?
En ese momento Gali ya ni siquiera estaba segura de si aún sabÃa hablar hebreo.
âNo más peros, o te las haré pasar canutas con el comandante de la base. Soy el oficial de guardia, y digo que si tienen pasaportes y visados, tienen pasaportes y visados âzanjó Nadav.
Mientras cerraba la puerta del remolque del camión, una de las mujeres asomó tanto el cuello hacia fuera que Gali creyó oÃr el crujido de los huesos.
âAdiós, colegas âgritó Momo al alejarse en el camión, levantando una nube de polvo que penetró en las fosas nasales, las orejas, la boca, los poros de la piel de la cara de Gali, y que quedó en suspenso sobre Avishag, a gatas en el suelo, arropándola poco a poco como una manta de verano manchada.
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Solo cuando acabó el turno en el control, dos horas después, vimos a Avishag ponerse de pie. Cuando Nadav le puso una mano en la cabeza, se levantó de un salto, rápido.
Le dio un empujón. Y luego otro. Al tercero, Nadav la agarró y la retuvo en un abrazo durante un minuto entero.
âVamos a descansar âdijoâ. Todo se ve mejor por la mañana.
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En todo el pueblo de Berezhany, y puede que incluso en todo el territorio de Ucrania, no habÃa nadie con un pelo tan precioso como el de Masha. No por el color, aunque estaba veteado de oro. No exactamente por la forma, aunque caÃa sobre sus esbeltos hombros en ondas como el agua de un manantial. Tampoco era precisamente por su longitud, aunque se lo habÃa dejado crecer hasta el nacimiento de la espalda desde los doce años, y le permitÃan llevarlo suelto, porque las normas de la enseñanza media en esa época eran menos estrictas que las de la escuela primaria. El pelo de Masha llamaba la atención por el modo en que se estructuraba y reestructuraba alrededor de su cara. Era como si tuviera vida propia. Siempre sabÃa exactamente cómo enmarcarle la cara para darle a sus mejillas redondas la luz más favorecedora, sin importar dónde estuviera Masha. En la escuela, y también después, cuando iba a pie hasta la fábrica a mediodÃa, e incluso cuando paseaba los fines de semana de la mano de Phillip, era como si la siguiera a todas horas su propio equipo de iluminación para asegurarse de que siempre estuviera radiante, siempre magnÃfica.
Por eso cuando se cortó el pelo, justo por encima del hombro, empezaron a correr rumores en el pueblo. Jakub, el peluquero, pensó que la razón era la de siempre: el dinero. Pensó que lo más seguro es que lo hubiera vendido en uno de esos sitios donde fabricaban postizos porque pasaba algún apuro económico. Kalyna, la anciana propietaria de la casa contigua a la pequeña sala de conciertos, pensó que la razón era la de siempre: el amor. Pensó que Masha se habÃa enamorado de un nuevo muchacho y querÃa ponerlo a prueba cortándose el pelo. Mousia, la niña de ocho años de la que Masha solÃa cuidar los sábados por la noche, pensó que la única explicación posible era que Masha se hubiera vuelto loca. La primera vez que la vio con sus propios ojos, cruzando el mercado con el pelo corto, Mousia no pudo contener un chillido y se fue corriendo a casa a llorar en su cuarto. Incluso faltó al concurso de vocabulario que los alumnos de segundo tenÃan a la mañana siguiente.
Al final quien acertó fue Jakub, porque resultó ser una cuestión de dinero, aunque Kalyna también tenÃa parte de razón, porque quién sabe, a lo mejor Masha estaba enamorada. De todos modos no era exactamente como ellos pensaban. Resulta que habÃan echado a Masha de la fábrica de zapatos en la que trabajaba por culpa de los celos de la mujer de su jefe. Porque Masha se acostaba con su jefe. ¿Muchas veces?. Y el jefe estaba casado. En el pueblo no habÃa ningún sitio donde encontrar trabajo sin experiencia ni formación, y Masha habÃa querido estudiar, pero primero tenÃa que llevar dinero a casa para ayudar a su madre, y bueno, en fin. Era como dar dos pasos adelante para que esta porquerÃa de vida la empujara hacia atrás allá donde iba.
Pero un momento. PodÃa irse al extranjero, ponerse a cuidar niños ricos, cortarse el pelo (porque la verdad, ninguna mujer querrÃa que su marido revoloteara alrededor de Masha ni de su melena), ganar el dinero suficiente para que su madre pudiera incluso comprarle la maldita casa al dueño, ganar el dinero suficiente para estudiar contabilidad, para hacer de todo.
Pero el trabajo no fue exactamente como pensaba Masha.
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Empezó como una idea, algo que existÃa exclusivamente en la mente de Avishag, pero que cuando las dos chicas acabaron la larga caminata a la torre de vigilancia era ya una sensación.
Gali y Avishag escalaron hasta arriba y se sentaron sin decir palabra. Y al cabo de una hora ya era más que una sensación.
Era una quemazón, como si a Avishag le comieran por dentro hormigas de fuego. Al principio no lo entendió, porque se habÃa duchado la noche antes, después de dejar a Nadav, y fue una buena ducha, larga, de esas en que parece que te ahogas y que te acaricia el olor del jabón.
Y no tenÃa sentido. No lo tenÃa.
Y Avishag se sentó, y pensó, y no lo entendÃa.
Hasta que de pronto cayó en la cuenta.
Era el uniforme. Debajo del M-16, del chaleco portamuniciones y del chaleco antibalas, seguÃa estando el estúpido uniforme caqui.
Avishag llevaba puesto el uniforme, pero también lo llevaba la noche antes, cuando se marchó de la oficina de Nadav y fue a las duchas. Y ahora lo sentÃa: la noche antes el uniforme estaba en contacto con los lugares que él habÃa besado; aquÃ, allá, luego más abajo, luego en el otro lado. Y ahora el mismo uniforme volvÃa a estar en contacto con su piel, y de repente, de la nada, se dio cuenta de que no podÃa soportarlo ni un minuto más. Pero darse cuenta no bastaba, seguÃa sintiéndolo; no estaba solo en su cabeza. PodÃa sentir la saliva seca de Nadav sobre su cuerpo, era real y tan a flor de piel, y estaba ahÃ.
No habÃa escapatoria.
O sÃ.
Se desabrochó el casco y lo tiró al suelo.
â¿Avishag? âla llamó Gali.
Avishag se desembarazó del M-16. Luego se quitó el chaleco portamuniciones, el chaleco antibalas y la placa de identificación. Se sentó encima, casi dejándose caer, se desató las botas polvorientas, y por último se quitó los calcetines.