La gente como nosotros no tiene miedo (15 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—Qué te parece si solo te miro —le dijo—. La verdad es que no voy... —y se quedó de pie junto a la pared.

La chica no contestó. Se quedó sentada en la cama mirando el suelo. De vez en cuando levantaba la vista, y Tom la miraba y la miraba y la miraba. En cierto modo era hermosa, y toda ojos.

Eso fue entonces, en el cumpleaños de Tom.

 

Avishag se tapa la cara con las manos, pero enseguida le cuesta respirar porque las manos le apestan a óxido de haber trepado por la escalerilla metálica hasta la torre de vigilancia. Es mediodía, y el pelo debajo del casco le pica por el sudor, aunque le da pereza tocárselo. Además, está prohibido quitarse el casco durante las guardias.

Gali asoma el torso por la baranda de la torre para mirar el móvil. A Avishag le dan ganas de decirle que es estúpida, que tienen prohibido llevar el móvil durante las guardias, que podrían pillarlas, pero no dice nada, porque sabe que allí arriba nadie va a pillarlas. Que en realidad a nadie le importa que estén allí.

Avishag mira a lo lejos con los prismáticos y ve a dos guardias egipcios. Técnicamente se supone que las chicas han de mirar por los prismáticos cada diez minutos, pero en realidad a veces ni siquiera echan un vistazo, ¿quién va a enterarse? En ese momento los egipcios no están mirando con los prismáticos, y a Avishag le gusta, le hace sentirse superior. Cree que uno de ellos lleva bigote, pero no lo distingue del todo, y solo de pensarlo le da risa.

Los egipcios son chicos, pero no tienen que llevar nada. Ni chaleco, ni balas de repuesto, ni casco. Solo su fino uniforme pardo y sus M-16. Ni siquiera tienen rifles con mira telescópica, como la de los M-4 de las chicas. Avishag está empezando a odiar al enemigo, y eso la sorprende y le hace gracia. No por las tres guerras y los muertos y las minas antipersona y las mentiras y todo lo demás, sino porque ni siquiera los obligan a llevar un maldito casco.

Los largos dedos de Gali se mueven con rapidez sobre el teclado del móvil, mientras escriben y borran y están a punto de mandar pero al final borran. El sudor se le mete en los ojos, se le posa una mosca en la nariz, y Gali asiente con la cabeza y entonces la sacude para negar la idea que hace un momento le parecía bien.

Pero Avishag no se fija en nada de eso. Está mirando por los prismáticos, pensando en sí misma, pensando en el enemigo, y en un bigote, y en que quizá ha perdido la cabeza pero es curioso porque de todas formas se siente exactamente la misma.

Gali es la única que sabe lo que nosotros sabemos, porque puede mirar la hora en su teléfono móvil. A las chicas les quedan todavía exactamente siete horas por delante.

 

Samir mira las manos fuertes y oscuras de Hamody mientras recoge el termo de café y el cenicero del suelo de la torre de vigilancia y los vuelve a guardar en su mochila. Observa a Hamody colgándose sin esfuerzo la mochila a la espalda, una espalda ancha, y lo observa bajando por la escalerilla, y lo observa cuando salta ágilmente y cae en la arena doblando apenas las rodillas.

—¡Hemos liquidado nuestras cuatro horas de guardia! —exclama Hamody sonriendo generosamente—. Oye, Samir, tú no hablas mucho, ¿eh?

Samir agradece que esa tarde solo haya otros seis soldados en las duchas. No se desviste todavía, pero observa de reojo a Hamody quitándose el uniforme. Procura no levantar la mirada y, cuando Hamody se quita los calcetines, ve que le quedan partículas de algodón blanco pegadas entre los dedos de los pies, unos dedos largos.

Solo cuando Hamody está debajo del chorro de agua, Samir empieza a desvestirse, despacio. Primero se quita la camisa marrón, con cuidado de no tocar los cercos de sudor de las sobaqueras al doblarla y dejarla sobre el banco metálico. Después de quitarse los pantalones y la ropa interior, se mete rápidamente en la última ducha de la caseta, y mueve los brazos en un gesto extraño para distraer la atención.

Baja la palanca y se pone de cara a la pared, y luego da un paso adelante. Con cuidado de que nadie vea nada.

—Eh, Avishag, ¿quieres darles un segundo vistazo a estos documentos de identidad? —dijo Gali.

El camión era negro, cosa rara, y más grande que los que las chicas solían ver en el control fronterizo. El oficial Nadav las supervisaba sentado en una silla blanca de plástico, crujiéndose los dedos.

En el documento de identidad que Gali le mostró a Avishag se leía «Momo Levin». Según el documento, que a primera vista parecía en regla, el hombre era de un suburbio de Tel Aviv. A su lado, en el asiento del pasajero, había un hombre egipcio. En su pasaporte ponía «Nadim Al-Hamid», y a Avishag también le pareció en regla.

—Hola, Momo —dijo Avishag, inclinándose con cuidado y apuntando hacia la ventanilla del asiento del conductor con su M-16, como exigía el protocolo—. Tu documento de identidad dice que vives en los alrededores de Tel Aviv. ¿Qué haces tan al sur?

—Venga, colega, no nos lo pongas difícil —contestó Momo.

Avishag se preguntó si no la estaría tomando por un hombre desde ese ángulo, con el arma apuntando hacia delante y el pelo completamente recogido bajo el casco. O quizá en algún momento, en alguna parte, se había dado por hecho que todo el mundo era una especie de colega, y ella era la única que no se había enterado.

—Lo siento —dijo Avishag—. Vais a tener que abrir el remolque del camión.

Siempre había un momento en que Avishag y Gali no tenían más remedio que usar un váter químico que nadie había limpiado en más de dos semanas. Las dos conocían el olor de una camisa con los codos empapados de sangre después de reptar en los entrenamientos, y las dos sabían cómo olía cuando tenían que volver a ponérsela al día siguiente. Avishag también conocía el olor del pecho de un hombre que no se había duchado hacía días, y el olor de su pelo sucio. Incluso conocía el olor del cuerpo de su hermano muerto, y cómo se mezclaba con el aroma del barro fresco.

Pero incluso antes de que el remolque del camión se abriera del todo, las dos chicas supieron que nunca en la vida habían olido algo tan terrible. El olor era tan fuerte que Avishag se sacó como pudo un mechón de pelo del casco y se lo prendió debajo de la nariz. Ni siquiera se dio cuenta de que lo hacía hasta que sintió el dolor punzante del cuero cabelludo, de tanto que le tiraba el pelo.

El camión tenía tres pasos de ancho, y en el suelo del remolque había doce mujeres jóvenes amontonadas de mala manera. Una de ellas era una chiquilla con la cara redonda y una camiseta de Coca-Cola, pero sin ropa interior ni pantalones. Los pocos trozos visibles del suelo del camión estaban embarrados por una sustancia marrón y roja.

Avishag cerró los ojos.

Gali cerró los ojos.

Gali abrió los ojos. Avishag también lo hizo.

Había doce pares de ojos mirándolas, a la espera, respirando, silenciosos.

—¡Nadav! —gritó Gali, solo Gali—. ¡Nadav!

Nadav, el oficial, se levantó y fue lentamente hacia las chicas. Intentó apoyar una mano en el hombro de Avishag, pero apenas la rozó con un dedo, ella se encorvó y cayó a cuatro patas, inspirando, exhalando, cada vez más deprisa.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Nadav.

—Mujeres —dijo Gali.

—¿Cuántas? —preguntó Nadav.

—Mujeres, una niña pequeña. Nadav, son... —dijo Gali, y señaló el remolque del camión.

Momo y Nadim bajaron de la cabina. Momo pasó un brazo por los hombros de Nadim y, más que cualquier otra cosa que hubiera visto esa noche, la imagen a Avishag le dio náuseas. Al final se quedó en el suelo a cuatro patas, oliendo su propio vómito.

—Todas tienen pasaporte —le dijo Momo a Nadav.

—Y tienen los visados con los sellos por el otro lado y todo como esto —añadió Nadim en hebreo chapurreado. Le entregó a Nadav una pila de pasaportes rojos.

Nadav miró los pasaportes.

—No —gritó Gali—. No, ni los mires. Sabes que quieren irse, Nadav, lo sabes muy bien —chilló Gali.

Nadav miró a Gali con sus ojos serenos.

—¿Y cómo sabes eso, cabo Geva? —le preguntó—. ¿Hablas ucraniano?

En ese momento Gali ya ni siquiera estaba segura de si aún sabía hablar hebreo.

—No más peros, o te las haré pasar canutas con el comandante de la base. Soy el oficial de guardia, y digo que si tienen pasaportes y visados, tienen pasaportes y visados —zanjó Nadav.

Mientras cerraba la puerta del remolque del camión, una de las mujeres asomó tanto el cuello hacia fuera que Gali creyó oír el crujido de los huesos.

—Adiós, colegas —gritó Momo al alejarse en el camión, levantando una nube de polvo que penetró en las fosas nasales, las orejas, la boca, los poros de la piel de la cara de Gali, y que quedó en suspenso sobre Avishag, a gatas en el suelo, arropándola poco a poco como una manta de verano manchada.

 

Solo cuando acabó el turno en el control, dos horas después, vimos a Avishag ponerse de pie. Cuando Nadav le puso una mano en la cabeza, se levantó de un salto, rápido.

Le dio un empujón. Y luego otro. Al tercero, Nadav la agarró y la retuvo en un abrazo durante un minuto entero.

—Vamos a descansar —dijo—. Todo se ve mejor por la mañana.

 

En todo el pueblo de Berezhany, y puede que incluso en todo el territorio de Ucrania, no había nadie con un pelo tan precioso como el de Masha. No por el color, aunque estaba veteado de oro. No exactamente por la forma, aunque caía sobre sus esbeltos hombros en ondas como el agua de un manantial. Tampoco era precisamente por su longitud, aunque se lo había dejado crecer hasta el nacimiento de la espalda desde los doce años, y le permitían llevarlo suelto, porque las normas de la enseñanza media en esa época eran menos estrictas que las de la escuela primaria. El pelo de Masha llamaba la atención por el modo en que se estructuraba y reestructuraba alrededor de su cara. Era como si tuviera vida propia. Siempre sabía exactamente cómo enmarcarle la cara para darle a sus mejillas redondas la luz más favorecedora, sin importar dónde estuviera Masha. En la escuela, y también después, cuando iba a pie hasta la fábrica a mediodía, e incluso cuando paseaba los fines de semana de la mano de Phillip, era como si la siguiera a todas horas su propio equipo de iluminación para asegurarse de que siempre estuviera radiante, siempre magnífica.

Por eso cuando se cortó el pelo, justo por encima del hombro, empezaron a correr rumores en el pueblo. Jakub, el peluquero, pensó que la razón era la de siempre: el dinero. Pensó que lo más seguro es que lo hubiera vendido en uno de esos sitios donde fabricaban postizos porque pasaba algún apuro económico. Kalyna, la anciana propietaria de la casa contigua a la pequeña sala de conciertos, pensó que la razón era la de siempre: el amor. Pensó que Masha se había enamorado de un nuevo muchacho y quería ponerlo a prueba cortándose el pelo. Mousia, la niña de ocho años de la que Masha solía cuidar los sábados por la noche, pensó que la única explicación posible era que Masha se hubiera vuelto loca. La primera vez que la vio con sus propios ojos, cruzando el mercado con el pelo corto, Mousia no pudo contener un chillido y se fue corriendo a casa a llorar en su cuarto. Incluso faltó al concurso de vocabulario que los alumnos de segundo tenían a la mañana siguiente.

Al final quien acertó fue Jakub, porque resultó ser una cuestión de dinero, aunque Kalyna también tenía parte de razón, porque quién sabe, a lo mejor Masha estaba enamorada. De todos modos no era exactamente como ellos pensaban. Resulta que habían echado a Masha de la fábrica de zapatos en la que trabajaba por culpa de los celos de la mujer de su jefe. Porque Masha se acostaba con su jefe. ¿Muchas veces?. Y el jefe estaba casado. En el pueblo no había ningún sitio donde encontrar trabajo sin experiencia ni formación, y Masha había querido estudiar, pero primero tenía que llevar dinero a casa para ayudar a su madre, y bueno, en fin. Era como dar dos pasos adelante para que esta porquería de vida la empujara hacia atrás allá donde iba.

Pero un momento. Podía irse al extranjero, ponerse a cuidar niños ricos, cortarse el pelo (porque la verdad, ninguna mujer querría que su marido revoloteara alrededor de Masha ni de su melena), ganar el dinero suficiente para que su madre pudiera incluso comprarle la maldita casa al dueño, ganar el dinero suficiente para estudiar contabilidad, para hacer de todo.

Pero el trabajo no fue exactamente como pensaba Masha.

 

Empezó como una idea, algo que existía exclusivamente en la mente de Avishag, pero que cuando las dos chicas acabaron la larga caminata a la torre de vigilancia era ya una sensación.

Gali y Avishag escalaron hasta arriba y se sentaron sin decir palabra. Y al cabo de una hora ya era más que una sensación.

Era una quemazón, como si a Avishag le comieran por dentro hormigas de fuego. Al principio no lo entendió, porque se había duchado la noche antes, después de dejar a Nadav, y fue una buena ducha, larga, de esas en que parece que te ahogas y que te acaricia el olor del jabón.

Y no tenía sentido. No lo tenía.

Y Avishag se sentó, y pensó, y no lo entendía.

Hasta que de pronto cayó en la cuenta.

Era el uniforme. Debajo del M-16, del chaleco portamuniciones y del chaleco antibalas, seguía estando el estúpido uniforme caqui.

Avishag llevaba puesto el uniforme, pero también lo llevaba la noche antes, cuando se marchó de la oficina de Nadav y fue a las duchas. Y ahora lo sentía: la noche antes el uniforme estaba en contacto con los lugares que él había besado; aquí, allá, luego más abajo, luego en el otro lado. Y ahora el mismo uniforme volvía a estar en contacto con su piel, y de repente, de la nada, se dio cuenta de que no podía soportarlo ni un minuto más. Pero darse cuenta no bastaba, seguía sintiéndolo; no estaba solo en su cabeza. Podía sentir la saliva seca de Nadav sobre su cuerpo, era real y tan a flor de piel, y estaba ahí.

No había escapatoria.

O sí.

Se desabrochó el casco y lo tiró al suelo.

—¿Avishag? —la llamó Gali.

Avishag se desembarazó del M-16. Luego se quitó el chaleco portamuniciones, el chaleco antibalas y la placa de identificación. Se sentó encima, casi dejándose caer, se desató las botas polvorientas, y por último se quitó los calcetines.

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