La gente como nosotros no tiene miedo (11 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Una ametralladora automática que dispara granadas

 

Un día, trece años antes de la guerra, me volví guapa. Fue lo máximo. No consientas que nadie te diga que a una mujer puede pasarle nada mejor.

El día empezó en el campo de tiro más alejado, donde hay mangas de protección para jugar con el LLR. Era una mañana estupenda, parecía una mañana de playa; olía a protector solar.

—Yael —me dijo Hagar esa mañana—, hoy va a ser un buen día.

Me había dicho lo mismo todas las mañanas desde que nos hicimos amigas. Fue unos meses después de que Dana me acusara de robar sus cosas y me dijera que si no me mudaba a otro barracón me delataría. El barracón de Hagar era el único donde había una cama libre. Las chicas no se alegraron mucho al verme llegar. Al principio me ignoraron, pero desde el primer día ya les gusté. Desde aquel día tuve amigas.

Así que el día del LLR tenía que ser algo más que un buen día, porque para entonces ya me había hecho amiga de las chicas del nuevo barracón, las primeras amigas de verdad que hacía en el ejército. Aunque el LLR fuera la sigla de «lanzagranadas ligero de repetición», pesaba igual que un niño de segundo de primaria, y cavamos con desgana un agujero hasta la altura de la rodilla en la arena para enterrar el pie del arma. El ejército israelí no usaba el LLR desde hacía diez años y, aparte de instructores de armamento como nosotras, solo se adiestraba a un soldado de cada sección en el montaje y el funcionamiento del arma. Montarlo era complicado; había que colar unas perillas hasta el punto justo y alinear varias piezas con el ángulo preciso. Pero una vez el arma con forma de rana quedaba plantada en la arena y se cargaba la hilera de granadas, disparar era fácil. Estirabas con todas tus fuerzas hacia la derecha. Y apretabas el gatillo con los dos pulgares.

Hagar volatilizó un Subaru abandonado en el campo de tiro con su quinta granada. En apenas unos segundos, disparó diez más.

—Una automática ametralladora que dispara granadas —dijo Hagar, y se quitó las gafas de protección y el casco—. Joder, seguro que algo así solo se le podía ocurrir a un tío.

Examiné los restos del Subaru con los prismáticos, a un kilómetro y medio de distancia. Flotaba sobre ellos un remolino de polvo, las ruedas eran manchones negros. Cada granada abarcaba un radio letal de quinientos metros.

—Me parece que se dice «ametralladora automática» —le dije—. Al revés.

Hagar me ignoró. Se levantó de la arena y agarró los prismáticos.

—Casi puedo imaginar lo que hablaron cuando se les ocurrió: «Eh, tío, ¿sabes lo que sería la hostia? Tener una automática ametralladora que disparara granadas, ¡ya te cagas!» —Hagar puso voz grave y se agarró la entrepierna. Neta y Amit se rieron, y yo solo sonreí.

No era tan buena con las imitaciones, y su melena larga rubia me deslumbraba con el reflejo de los rayos del sol de junio que irradiaba la duna. Se veía a la legua que era una chica, y la idea de matar el rato con el LLR esa mañana había sido suya, aunque no era un tío.

Fui yo quien les propuso a las chicas conseguir un turno con el LLR. Recordaba el retroceso del arma de cuando hice la instrucción básica, de cómo me electrizó la cavidad torácica, y estaba contenta, tan contenta, de estar solas las tres chicas y yo... Era una mañana bonita, y cuando Hagar me sonrió vi que tenía los dientes manchados de pintalabios melocotón, y era imposible no quererla.

—Deja de pensar guarradas —me dijo.

—No puedo evitarlo —le dije—. Aún me cuesta creer que voy a estar una semana entera con el Americano.

Hagar conocía a Ari, el Americano, mejor que cualquiera de nosotras, porque la asignaron para entrenar a sus reclutas rastreadores durante la semana en que aprendieron a manejar los M-16, hacía tres meses. Al margen de las misiones más importantes, nuestra base acogía el entrenamiento para los reclutas de la unidad de rastreadores beduinos. Habían destinado a Ari y otro chico, Gil, de la unidad de infantería a nuestra base como comandantes de los rastreadores, porque los rastreadores beduinos eran retrasados y no sabían poner orden en sus propios campamentos militares. Al día siguiente me tocaba empezar una semana de entrenamiento con los M-16 para Ari y sus soldados nuevos, y lo esperaba con ganas, porque así tendría algo que hacer. Lo esperaba con ganas porque, aunque tenía novio, desde que le había engañado con Boris no había pasado una sola hora en que no pensara en hacerlo con alguien más. Con Ari, concretamente.

 

Durante la guerra intenté recordar lo que hacíamos el día entero, pero no pude. Cada día era distinto de los demás. Los meses antes de la guerra fueron lentos. Los jóvenes de Hebrón se habían calmado, y dos de los chicos del pueblo de Hidna se llevaron tal paliza cuando los atraparon después de robar la alambrada, que ningún otro volvió por allí. En nuestra pequeña base se llevaban a cabo entrenamientos cinco días al mes para la unidad de reemplazo que controlaba los alrededores de Hebrón y la ruta 433. Poníamos al día a los tiradores de precisión, y el resto del mes no teníamos que hacer guardias, porque en las unidades sobraba gente y podían destinar a unos cuantos soldados a vigilar la base. En aquella época era un destino estupendo para un adolescente. Hacíamos lo que nos daba la gana; Neta, Amit y yo solíamos hacer lo que a Hagar le daba la gana. A veces le apetecía disparar algún arma que hubiéramos aprendido a usar en los entrenamientos («Tengo una sensación rara —decía—. Creo que es nostalgia»), y la oficial del depósito de armas nos dejaba sacarla, porque técnicamente era responsabilidad de las instructoras de armamento asegurarse de que todo el equipo de guerra funcionaba. No jugábamos nunca dos veces con la misma arma, porque después nos daba mucha pereza apartarla y limpiarle el alquitrán por dentro con un trapo empapado en gasolina, para que no se oxidara y funcionara una segunda vez.

 

Aquella mañana llamamos al chófer del furgón blindado alrededor de las diez para que nos recogiera en el campo de tiro. Nos montamos las cuatro en el asiento de atrás. Neta y yo íbamos con piruletas de fresa en la boca, y me notaba los dedos pegajosos. A Neta se le balanceaba la coleta; Amit tenía la cabeza en el regazo de Neta, y puso sus botas polvorientas encima de mis piernas. Hagar, sentada a mi derecha, empezó a hacerme un peinado. Me gustaba porque me rascaba la cabeza con sus uñas largas; el olor de la nicotina mezclado con su perfume de pepino me relajaba.

—Así que le pregunté qué le gustaba de mí, por qué quería ser mi novio, ¿y sabes lo que dijo? —le preguntó Dana a Tamara. Hablaban del novio de veintisiete años de Dana. Iban hablando como loros en el asiento de dos plazas, delante de nosotras. El furgón las había recogido en el surtidor de gasolina al lado del depósito de armas, donde acababan de limpiar sus fusiles M-4 de uso personal. Los limpiaban cada semana. Como si creyeran que iban a mandarlas a Irán o a saber qué gilipollez. Cualquier día.

Recogimos a Ari y Gil cerca de un contenedor metálico grande, del tamaño de una clase. Era un contenedor de almacenamiento de emergencia. La palabra
VERDES
estaba pintada con espray en la parte delantera. Corría el rumor de que las balas verdes solo ocupaban la mitad del contenedor, que había espacio libre, y que una vez Gil coló a su novia a escondidas en la base y se metió con ella en ese contenedor.

Aunque no le veía la cara a Hagar, porque seguía tocándome el pelo, sabía que estaba haciendo muecas para burlarse de Dana. Solo había dieciséis mujeres en nuestra base, y todas éramos instructoras de armamento. El barracón de la zona de mujeres tenía cuatro habitaciones, así que cada grupo de cuatro disponía de la suya, pero aun así Hagar no soportaba que tuviéramos que escuchar a las demás en los trayectos con el furgón blindado.

—¡Pues me dijo que le gustaba porque soy normal! ¿Qué quiere decir eso, vamos a ver? —preguntó Dana.

Dana y Tamara ocupaban mi antigua habitación, la 2, la habitación que Hagar llamaba «la habitación de la familia: el futuro», porque las chicas ahí solo hablaban de sus novios y sus futuras familias. La habitación 4 era «la habitación de la familia: el pasado», porque las chicas que vivían ahí se pasaban el día hablando de sus padres y sus hermanos. La habitación 1 era «la habitación de los muertos», porque siempre hablaban de los muertos, aunque no hubiéramos entrado en acción desde que nos reclutaron. Eran muertos que conocían de oídas, gente del instituto, por ejemplo, pero de todos modos hablaban de ellos.

Así era como funcionaba el ejército. Todas matábamos el tiempo como podíamos, y al final del día a cada una le gustaba hablar de un único tema. En mi nueva habitación, el tema era el sexo.

—Me explicó que antes de conocerme, todas las chicas de Haifa que había conocido eran raras, así que supongo que era un cumplido, ¡pero vaya! A ver, Tamara, ya me dirás si no es curioso que precisamente eligiera el adjetivo «normal». Qué pasa, ¿que por eso me quiere? —continuó Dana.

Hagar decía que en la vida solo había tres cosas que la hacían feliz: el olor de las gasolineras, los Marlboro light y el sexo, y que era una lástima no poder nunca disfrutar de las tres al mismo tiempo, porque la gasolina era inflamable.

Terminó de peinarme y me hizo un recogido rápido y tirante. Entonces le tiró a Dana de la coleta, y cuando se dio la vuelta Hagar preguntó en voz alta, para que Ari y Gil la oyeran desde el asiento de delante de la furgoneta:

—Eh, Dana, ¿se te dan bien las mamadas?

Dana se puso colorada. Neta empezó a meter y sacar la piruleta de la boca. No era ninguna lumbrera, pero era mi amiga, así que empecé a hacer lo mismo, y era un día tan de verano, e hicimos reír a Amit.

—Oye, que sólo intento ayudarte —dijo Hagar—. Quería ahorrarte tiempo y decirte que por eso te quiere. Seguro que la chupas de maravilla.

Entonces fue cuando él se dio la vuelta. Ari.

—Va, jugad limpio —dijo.

Tenía los ojos verdes, iguales que los de Dan, un chico al que amé cuando era muy poquita cosa y todavía estaba en el colegio. Pero Ari me miró en ese momento como si fuera de todo menos poquita cosa.

¡Me miró, lo juro!

Bajé la vista.

Y entonces dijo:

—Eh, qué guapa eres.

Y yo no lo vi, pero Hagar, Amit y Neta me juraron que siguió mirándome.

Al volver al barracón me ardía la cara. Era mediodía. Estaba segura de que alguna de las chicas se había ido de la lengua.

Hagar, Amit y Neta estuvieron dos semanas sin dirigirme la palabra cuando me colocaron en su habitación. Antes de conocer a Hagar, pensaba que Lea era insuperable controlando a un rebaño de chicas. Durante aquellas dos primeras semanas, las tres hablaban y contaban los chicos con los que decían que se habían acostado en cifras de dos dígitos, mientras que yo tenía el mismo novio desde hacía siete años y solo le había engañado una vez, con un soldado ruso y bajo. Odiaban la idea de que yo o cualquiera tuviera un novio. En cambio yo odiaba a Moshe, mi novio de verdad.

Cuando empecé a odiarlo, no fue por culpa suya. Fue el primer Pésaj que pasé en su casa. Yo tenía dieciséis años. Era apasionada. Sí, era apasionada. Era apasionada con el tema de los inmigrantes, es cierto, con los derechos de inmigración y todo eso. Era joven. Me puse a hablar muy rápido. Era más de medianoche. Habíamos acabado de comer y dijimos nuestras últimas oraciones. El mantel blanco estaba manchado de rojo, de amarillo. Botellas de vino vacías, servilletas sucias, palillos de dientes, huesos de pollo. La prima de Moshe tenía doce años. Ceceaba. Estaba escuchándome.

—¡No puedo creer que tratemos así a la gente que construye nuestras casas! —dijo.

La prima sabía muy poco del trato que reciben en nuestro país los inmigrantes que vienen a trabajar, y quería saber más. Hablé más rápido aún. Seguí hablando. Tenía dieciséis años. Ni siquiera supe si fue por cuánto hablaba o simplemente por mi aspecto. No era una chica guapa, y lo sabía.

Recuerdo el peso de los dedos de su padre en mis hombros. El tufo acre del vino cuando abrió la boca. Me cortó en mitad de la frase.

—Déjame decirte, hijo mío, que espero por tu bien que esta chica por lo menos tenga un buen polvo.

Los demás fingieron que no lo oían. Es lo que se hace cuando alguien va borracho. No culpé a mi novio. Le odié. Yo ni siquiera quería demostrar que su padre se equivocaba. Era lo que pasaba. Cuando dormíamos juntos, me ponía a hacer mentalmente ecuaciones cuadráticas.

La última vez que estuvimos en la cama antes de la guerra le pregunté:

—¿Por qué tu madre siempre le pone tahína a la ensalada de berenjena?

Él siguió a lo suyo. En el ventilador del techo vi la pegatina de una naranja que yo había puesto allí en mi permiso del mes anterior, para tener algo que mirar cuando volviera.

—Odio la tahína —le dije—. Las berenjenas están mucho más ricas con mayonesa.

—¿Qué? —dijo. Jadeaba. Era viernes por la noche. Acabábamos de terminar la cena del sábat. Las berenjenas eran mi verdura favorita. Su madre lo sabía. Odiaba la tahína. Eso también lo sabía. Moshe me estaba aplastando, en la habitación hacía demasiado calor; me enfadé muy rápido.

—Es una tacaña, por eso —dije—. Sabe que la tahína dura más que la mayonesa.

—Chst. Van a oírnos.

¿Oírnos hablando de berenjenas? Volví a seguir con la mirada la pegatina de la naranja, dando vueltas y vueltas, y...

Y cuando Hagar por fin me dirigió la palabra, tarde, a oscuras, cuando las cuatro estábamos en los catres de campaña, contestar su pregunta fue facilísimo.

—Claro que pienso en acostarme con tíos que no son mi novio. Y una vez lo hice con un soldado al que instruí. Y pienso en Ari, el Americano. A todas horas. Ahora mismo estoy pensando en él.

Contestar las preguntas de las demás chicas fue igual de fácil.

—¡Claro que Ari y yo lo haríamos al aire libre!

—Creo que, por su altura, la debe de tener al menos así de larga.

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