Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
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Un dÃa, trece años antes de la guerra, me volvà guapa. Fue lo máximo. No consientas que nadie te diga que a una mujer puede pasarle nada mejor.
El dÃa empezó en el campo de tiro más alejado, donde hay mangas de protección para jugar con el LLR. Era una mañana estupenda, parecÃa una mañana de playa; olÃa a protector solar.
âYael âme dijo Hagar esa mañanaâ, hoy va a ser un buen dÃa.
Me habÃa dicho lo mismo todas las mañanas desde que nos hicimos amigas. Fue unos meses después de que Dana me acusara de robar sus cosas y me dijera que si no me mudaba a otro barracón me delatarÃa. El barracón de Hagar era el único donde habÃa una cama libre. Las chicas no se alegraron mucho al verme llegar. Al principio me ignoraron, pero desde el primer dÃa ya les gusté. Desde aquel dÃa tuve amigas.
Asà que el dÃa del LLR tenÃa que ser algo más que un buen dÃa, porque para entonces ya me habÃa hecho amiga de las chicas del nuevo barracón, las primeras amigas de verdad que hacÃa en el ejército. Aunque el LLR fuera la sigla de «lanzagranadas ligero de repetición», pesaba igual que un niño de segundo de primaria, y cavamos con desgana un agujero hasta la altura de la rodilla en la arena para enterrar el pie del arma. El ejército israelà no usaba el LLR desde hacÃa diez años y, aparte de instructores de armamento como nosotras, solo se adiestraba a un soldado de cada sección en el montaje y el funcionamiento del arma. Montarlo era complicado; habÃa que colar unas perillas hasta el punto justo y alinear varias piezas con el ángulo preciso. Pero una vez el arma con forma de rana quedaba plantada en la arena y se cargaba la hilera de granadas, disparar era fácil. Estirabas con todas tus fuerzas hacia la derecha. Y apretabas el gatillo con los dos pulgares.
Hagar volatilizó un Subaru abandonado en el campo de tiro con su quinta granada. En apenas unos segundos, disparó diez más.
âUna automática ametralladora que dispara granadas âdijo Hagar, y se quitó las gafas de protección y el cascoâ. Joder, seguro que algo asà solo se le podÃa ocurrir a un tÃo.
Examiné los restos del Subaru con los prismáticos, a un kilómetro y medio de distancia. Flotaba sobre ellos un remolino de polvo, las ruedas eran manchones negros. Cada granada abarcaba un radio letal de quinientos metros.
âMe parece que se dice «ametralladora automática» âle dijeâ. Al revés.
Hagar me ignoró. Se levantó de la arena y agarró los prismáticos.
âCasi puedo imaginar lo que hablaron cuando se les ocurrió: «Eh, tÃo, ¿sabes lo que serÃa la hostia? Tener una automática ametralladora que disparara granadas, ¡ya te cagas!» âHagar puso voz grave y se agarró la entrepierna. Neta y Amit se rieron, y yo solo sonreÃ.
No era tan buena con las imitaciones, y su melena larga rubia me deslumbraba con el reflejo de los rayos del sol de junio que irradiaba la duna. Se veÃa a la legua que era una chica, y la idea de matar el rato con el LLR esa mañana habÃa sido suya, aunque no era un tÃo.
Fui yo quien les propuso a las chicas conseguir un turno con el LLR. Recordaba el retroceso del arma de cuando hice la instrucción básica, de cómo me electrizó la cavidad torácica, y estaba contenta, tan contenta, de estar solas las tres chicas y yo... Era una mañana bonita, y cuando Hagar me sonrió vi que tenÃa los dientes manchados de pintalabios melocotón, y era imposible no quererla.
âDeja de pensar guarradas âme dijo.
âNo puedo evitarlo âle dijeâ. Aún me cuesta creer que voy a estar una semana entera con el Americano.
Hagar conocÃa a Ari, el Americano, mejor que cualquiera de nosotras, porque la asignaron para entrenar a sus reclutas rastreadores durante la semana en que aprendieron a manejar los M-16, hacÃa tres meses. Al margen de las misiones más importantes, nuestra base acogÃa el entrenamiento para los reclutas de la unidad de rastreadores beduinos. HabÃan destinado a Ari y otro chico, Gil, de la unidad de infanterÃa a nuestra base como comandantes de los rastreadores, porque los rastreadores beduinos eran retrasados y no sabÃan poner orden en sus propios campamentos militares. Al dÃa siguiente me tocaba empezar una semana de entrenamiento con los M-16 para Ari y sus soldados nuevos, y lo esperaba con ganas, porque asà tendrÃa algo que hacer. Lo esperaba con ganas porque, aunque tenÃa novio, desde que le habÃa engañado con Boris no habÃa pasado una sola hora en que no pensara en hacerlo con alguien más. Con Ari, concretamente.
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Durante la guerra intenté recordar lo que hacÃamos el dÃa entero, pero no pude. Cada dÃa era distinto de los demás. Los meses antes de la guerra fueron lentos. Los jóvenes de Hebrón se habÃan calmado, y dos de los chicos del pueblo de Hidna se llevaron tal paliza cuando los atraparon después de robar la alambrada, que ningún otro volvió por allÃ. En nuestra pequeña base se llevaban a cabo entrenamientos cinco dÃas al mes para la unidad de reemplazo que controlaba los alrededores de Hebrón y la ruta 433. PonÃamos al dÃa a los tiradores de precisión, y el resto del mes no tenÃamos que hacer guardias, porque en las unidades sobraba gente y podÃan destinar a unos cuantos soldados a vigilar la base. En aquella época era un destino estupendo para un adolescente. HacÃamos lo que nos daba la gana; Neta, Amit y yo solÃamos hacer lo que a Hagar le daba la gana. A veces le apetecÃa disparar algún arma que hubiéramos aprendido a usar en los entrenamientos («Tengo una sensación rara âdecÃaâ. Creo que es nostalgia»), y la oficial del depósito de armas nos dejaba sacarla, porque técnicamente era responsabilidad de las instructoras de armamento asegurarse de que todo el equipo de guerra funcionaba. No jugábamos nunca dos veces con la misma arma, porque después nos daba mucha pereza apartarla y limpiarle el alquitrán por dentro con un trapo empapado en gasolina, para que no se oxidara y funcionara una segunda vez.
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Aquella mañana llamamos al chófer del furgón blindado alrededor de las diez para que nos recogiera en el campo de tiro. Nos montamos las cuatro en el asiento de atrás. Neta y yo Ãbamos con piruletas de fresa en la boca, y me notaba los dedos pegajosos. A Neta se le balanceaba la coleta; Amit tenÃa la cabeza en el regazo de Neta, y puso sus botas polvorientas encima de mis piernas. Hagar, sentada a mi derecha, empezó a hacerme un peinado. Me gustaba porque me rascaba la cabeza con sus uñas largas; el olor de la nicotina mezclado con su perfume de pepino me relajaba.
âAsà que le pregunté qué le gustaba de mÃ, por qué querÃa ser mi novio, ¿y sabes lo que dijo? âle preguntó Dana a Tamara. Hablaban del novio de veintisiete años de Dana. Iban hablando como loros en el asiento de dos plazas, delante de nosotras. El furgón las habÃa recogido en el surtidor de gasolina al lado del depósito de armas, donde acababan de limpiar sus fusiles M-4 de uso personal. Los limpiaban cada semana. Como si creyeran que iban a mandarlas a Irán o a saber qué gilipollez. Cualquier dÃa.
Recogimos a Ari y Gil cerca de un contenedor metálico grande, del tamaño de una clase. Era un contenedor de almacenamiento de emergencia. La palabra
VERDES
estaba pintada con espray en la parte delantera. CorrÃa el rumor de que las balas verdes solo ocupaban la mitad del contenedor, que habÃa espacio libre, y que una vez Gil coló a su novia a escondidas en la base y se metió con ella en ese contenedor.
Aunque no le veÃa la cara a Hagar, porque seguÃa tocándome el pelo, sabÃa que estaba haciendo muecas para burlarse de Dana. Solo habÃa dieciséis mujeres en nuestra base, y todas éramos instructoras de armamento. El barracón de la zona de mujeres tenÃa cuatro habitaciones, asà que cada grupo de cuatro disponÃa de la suya, pero aun asà Hagar no soportaba que tuviéramos que escuchar a las demás en los trayectos con el furgón blindado.
â¡Pues me dijo que le gustaba porque soy normal! ¿Qué quiere decir eso, vamos a ver? âpreguntó Dana.
Dana y Tamara ocupaban mi antigua habitación, la 2, la habitación que Hagar llamaba «la habitación de la familia: el futuro», porque las chicas ahà solo hablaban de sus novios y sus futuras familias. La habitación 4 era «la habitación de la familia: el pasado», porque las chicas que vivÃan ahà se pasaban el dÃa hablando de sus padres y sus hermanos. La habitación 1 era «la habitación de los muertos», porque siempre hablaban de los muertos, aunque no hubiéramos entrado en acción desde que nos reclutaron. Eran muertos que conocÃan de oÃdas, gente del instituto, por ejemplo, pero de todos modos hablaban de ellos.
Asà era como funcionaba el ejército. Todas matábamos el tiempo como podÃamos, y al final del dÃa a cada una le gustaba hablar de un único tema. En mi nueva habitación, el tema era el sexo.
âMe explicó que antes de conocerme, todas las chicas de Haifa que habÃa conocido eran raras, asà que supongo que era un cumplido, ¡pero vaya! A ver, Tamara, ya me dirás si no es curioso que precisamente eligiera el adjetivo «normal». Qué pasa, ¿que por eso me quiere? âcontinuó Dana.
Hagar decÃa que en la vida solo habÃa tres cosas que la hacÃan feliz: el olor de las gasolineras, los Marlboro light y el sexo, y que era una lástima no poder nunca disfrutar de las tres al mismo tiempo, porque la gasolina era inflamable.
Terminó de peinarme y me hizo un recogido rápido y tirante. Entonces le tiró a Dana de la coleta, y cuando se dio la vuelta Hagar preguntó en voz alta, para que Ari y Gil la oyeran desde el asiento de delante de la furgoneta:
âEh, Dana, ¿se te dan bien las mamadas?
Dana se puso colorada. Neta empezó a meter y sacar la piruleta de la boca. No era ninguna lumbrera, pero era mi amiga, asà que empecé a hacer lo mismo, y era un dÃa tan de verano, e hicimos reÃr a Amit.
âOye, que sólo intento ayudarte âdijo Hagarâ. QuerÃa ahorrarte tiempo y decirte que por eso te quiere. Seguro que la chupas de maravilla.
Entonces fue cuando él se dio la vuelta. Ari.
âVa, jugad limpio âdijo.
TenÃa los ojos verdes, iguales que los de Dan, un chico al que amé cuando era muy poquita cosa y todavÃa estaba en el colegio. Pero Ari me miró en ese momento como si fuera de todo menos poquita cosa.
¡Me miró, lo juro!
Bajé la vista.
Y entonces dijo:
âEh, qué guapa eres.
Y yo no lo vi, pero Hagar, Amit y Neta me juraron que siguió mirándome.
Al volver al barracón me ardÃa la cara. Era mediodÃa. Estaba segura de que alguna de las chicas se habÃa ido de la lengua.
Hagar, Amit y Neta estuvieron dos semanas sin dirigirme la palabra cuando me colocaron en su habitación. Antes de conocer a Hagar, pensaba que Lea era insuperable controlando a un rebaño de chicas. Durante aquellas dos primeras semanas, las tres hablaban y contaban los chicos con los que decÃan que se habÃan acostado en cifras de dos dÃgitos, mientras que yo tenÃa el mismo novio desde hacÃa siete años y solo le habÃa engañado una vez, con un soldado ruso y bajo. Odiaban la idea de que yo o cualquiera tuviera un novio. En cambio yo odiaba a Moshe, mi novio de verdad.
Cuando empecé a odiarlo, no fue por culpa suya. Fue el primer Pésaj que pasé en su casa. Yo tenÃa dieciséis años. Era apasionada. SÃ, era apasionada. Era apasionada con el tema de los inmigrantes, es cierto, con los derechos de inmigración y todo eso. Era joven. Me puse a hablar muy rápido. Era más de medianoche. HabÃamos acabado de comer y dijimos nuestras últimas oraciones. El mantel blanco estaba manchado de rojo, de amarillo. Botellas de vino vacÃas, servilletas sucias, palillos de dientes, huesos de pollo. La prima de Moshe tenÃa doce años. Ceceaba. Estaba escuchándome.
â¡No puedo creer que tratemos asà a la gente que construye nuestras casas! âdijo.
La prima sabÃa muy poco del trato que reciben en nuestro paÃs los inmigrantes que vienen a trabajar, y querÃa saber más. Hablé más rápido aún. Seguà hablando. TenÃa dieciséis años. Ni siquiera supe si fue por cuánto hablaba o simplemente por mi aspecto. No era una chica guapa, y lo sabÃa.
Recuerdo el peso de los dedos de su padre en mis hombros. El tufo acre del vino cuando abrió la boca. Me cortó en mitad de la frase.
âDéjame decirte, hijo mÃo, que espero por tu bien que esta chica por lo menos tenga un buen polvo.
Los demás fingieron que no lo oÃan. Es lo que se hace cuando alguien va borracho. No culpé a mi novio. Le odié. Yo ni siquiera querÃa demostrar que su padre se equivocaba. Era lo que pasaba. Cuando dormÃamos juntos, me ponÃa a hacer mentalmente ecuaciones cuadráticas.
La última vez que estuvimos en la cama antes de la guerra le pregunté:
â¿Por qué tu madre siempre le pone tahÃna a la ensalada de berenjena?
Ãl siguió a lo suyo. En el ventilador del techo vi la pegatina de una naranja que yo habÃa puesto allà en mi permiso del mes anterior, para tener algo que mirar cuando volviera.
âOdio la tahÃna âle dijeâ. Las berenjenas están mucho más ricas con mayonesa.
â¿Qué? âdijo. Jadeaba. Era viernes por la noche. Acabábamos de terminar la cena del sábat. Las berenjenas eran mi verdura favorita. Su madre lo sabÃa. Odiaba la tahÃna. Eso también lo sabÃa. Moshe me estaba aplastando, en la habitación hacÃa demasiado calor; me enfadé muy rápido.
âEs una tacaña, por eso âdijeâ. Sabe que la tahÃna dura más que la mayonesa.
âChst. Van a oÃrnos.
¿OÃrnos hablando de berenjenas? Volvà a seguir con la mirada la pegatina de la naranja, dando vueltas y vueltas, y...
Y cuando Hagar por fin me dirigió la palabra, tarde, a oscuras, cuando las cuatro estábamos en los catres de campaña, contestar su pregunta fue facilÃsimo.
âClaro que pienso en acostarme con tÃos que no son mi novio. Y una vez lo hice con un soldado al que instruÃ. Y pienso en Ari, el Americano. A todas horas. Ahora mismo estoy pensando en él.
Contestar las preguntas de las demás chicas fue igual de fácil.
â¡Claro que Ari y yo lo harÃamos al aire libre!
âCreo que, por su altura, la debe de tener al menos asà de larga.