Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
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Persona A
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El cadáver del sudanés sigue atravesado en la alambrada de espino. Nadav habla con los soldados egipcios y nosotros, los soldados israelÃes, somos como dos crÃos en un muelle, a la espera de que el otro niño salte y reclame el cuerpo. Un brazo del sudanés está suspendido por encima de su cabeza, y la lengua le cuelga. Parece un nadador congelado. Nadav dice que soy una chica especial.
âAvishag âme diceâ, la única persona en la que piensas eres tú misma.
Yo no estaba de guardia cuando los soldados egipcios han disparado al hombre. Cuando me toca guardia, miro fijamente la alambrada por el monitor azul durante doce horas y pienso en gente que no existe. Nos conocemos bien, la gente inventada y yo, pero Nadav dice que eso es lo contrario de pensar en otra persona. Vamos montados en el
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siguiendo la alambrada, porque Nadav es un oficial y tiene que supervisar a las chicas más mayores, las que hacen guardia en las torres de vigilancia y los controles de carretera. La vigilante de la entrada de la base me pide el pase y le enseño que he firmado un dÃa de permiso. Fue un poco difÃcil, porque en la base siempre faltan chicas nuevas, chicas que tendrán que hacer de vigilantes durante cuatro meses cuando terminen el campamento de reclutas y no harán otra cosa que mirar fijamente el monitor. Antes de llegar a la estación de autobuses pregunto si es malo pensar solo en mÃ. Nadav ha olvidado que una vez me lo dijo. Dice que todo el mundo se traga la idea de que si tal o cual persona es diferente, entonces ellos no son quienes son, y que yo soy la única persona en el mundo que no se lo ha tragado porque solo pienso en mÃ. No sé qué significa eso. No sé si es bueno o malo. Quiero una hamburguesa. Dos.
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Persona B
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Cuando todo ha terminado, cuando estoy a salvo, abro los ojos y todo el mundo puede ver que estoy viva. Soy la única mujer en una sala de hospital llena de hombres que también son de mi paÃs. Ellos están en silencio, pero yo grito, grito porque puedo, porque quiero agua. La doctora del paÃs pequeño se acerca y hace una pregunta en la lengua del paÃs pequeño, y el traductor traduce. La doctora quiere saber cómo escapé de Sudán. Quiere saber en qué estaba pensando. Me da un poco de agua en una taza. Quiere decir, aclara el traductor, que en qué estaba pensando cuando me lancé contra la alambrada que estaba hecha de pequeños cuchillos. Quiero decirle a la doctora que no pensé. No fue decisión mÃa. La sentÃ. Estaba allÃ. Mi madre. Mamá. Mamá. Un millón de veces y otra más, y otra vez, y más. Ella era un gigante, y una muchacha, y una uva, y el viento, todo al mismo tiempo. Estaba allà y luego ya no estaba. El guÃa que nos sacó de Egipto dijo que en Israel, en el paÃs pequeño, no creen en la magia. Creen en la gente. En el paÃs pequeño, creed en lo que ellos crean, haced lo que ellos hagan.
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Persona A
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En la estación de autobuses, Nadav se pide dos hamburguesas, pero dice que yo deberÃa pedirme solo una. Dice que nunca me acabo dos hamburguesas. Le digo que no es verdad, aunque sà lo es. Le digo que esta vez me las terminaré. Bromeo.
â¿Y si estoy comiendo por dos? âle digo.
Enarca las cejas y me sorprende.
âPues lo tenemos, Avishag âdiceâ. PodrÃamos criarlo en una granja con un campo de pimenteros en el desierto del Néguev y ser felices âde todos modos, Nadav acaba el servicio dentro de un año. Va a ser estupendo. Es estupendo. Es la solución de cualquier cosa, de todo. A Nadav le gusta decirme cosas asÃ, y le dejo, porque es mi primer novio, o porque es un oficial, pero entonces me echo a reÃr y le digo que estaba bromeando, que jamás le dirÃa algo asà en la cola del McDonald's. Le digo que como solo para mÃ, pero igualmente quiero dos hamburguesas. Y patatas fritas. Como solo para mÃ, pero es cierto que estoy embarazada. No se lo digo porque la verdad es que no lo siento. Mi cuerpo siente lo mismo que si siguiera siendo solo yo. Hasta el cuerpo me traiciona hoy en dÃa, y yo lo traiciono también. La cuestión es que en este mundo existo solo yo. Hambre, náusea; más hambre, más náusea. Y de todas formas no hablo demasiado. No he intentado nada tan estúpido desde el campamento de reclutas. Aún me queda media hamburguesa, y Nadav dice que espabile. No piensa irse hasta que acabe. Parto en dos el trozo de hamburguesa y me meto una mitad en la boca. Siento el pepinillo atascado en la garganta a la vez que me sube el ácido del kétchup, y luego la carne. Después de vomitar en el suelo del McDonald's de la estación de autobuses, Nadav me dice que ese es un ejemplo perfecto de que solo pienso en mÃ. Me gustarÃa decirle que tiene razón, pero he de coger el autobús 72.
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Persona B
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Te gustarÃa pensar que no, pero existo. Esto pasó. Esto es lo que pasó. El marido de mi madre conducÃa un triciclo con un remolque como un novato, y asà era como hacÃa dinero en los campos. Era el marido de mi madre pero no era mi padre, y en unos meses habÃa ganado el dinero suficiente para pagar al guÃa que nos llevarÃa a Egipto, y de ahà al paÃs pequeño. No podÃamos decir «Israel», asà que la gente lo llamaba el paÃs pequeño. En cualquier lugar de Sudán todo el mundo hablaba en murmullos de eso, del modo de llegar al paÃs pequeño, de que era la solución. Cuando llegaron y empezaron a matar a la gente en el campo, el marido de mi madre me escondió debajo de una manta en el remolque de su triciclo, y nadie me tocó, ni me hizo daño y me mantuve a salvo, aunque solo en cierto sentido, y por un tiempo. Los tres estábamos a salvo y sobrevivimos el primer dÃa. Eso era un problema. El guÃa dijo que se marchaba a la mañana siguiente y que querÃa más dinero por cabeza, mucho dinero, si es que aceptaba llevar a alguien. Entonces supe que tendrÃa que matarlo. Al marido de mi madre. Y a partir de ahà era muy fácil saber que tendrÃa que matarla a ella también. Todo el mundo en el campo estaba ahorrando para irse al paÃs pequeño, y ahora todo el mundo necesitaba más dinero, asà que en cada tienda los hijos mataban a sus padres por dinero, y los padres a sus hijos y sus mujeres; dependÃa de quién fuera más fuerte. Mi madre y su marido, en cambio, se fueron a dormir. Se querÃan. Me querÃan. Se fueron a dormir, aunque en realidad esperaban la muerte, porque una vez que esa gente llega a un campo ya no se va, vuelve a la mañana siguiente, y la siguiente, y la mañana siempre llega, es un hecho, hasta que pronto la última persona del campo desaparece y se acaba en cuestión de dÃas. La historia acaba en cuestión de dÃas. Les pedà el dinero que tenÃamos, pero dijeron que no, que no iban a perder la esperanza, que el dinero apenas bastaba para una persona, y que si Ãbamos, Ãbamos todos. Hay esperanza; creÃan que siempre hay esperanza. CreÃan en la magia. No me temÃan, porque yo no era un hijo. Era una hija, y muy poquita cosa. Por eso tuve que usar el fuego en lugar de una piedra; por eso tuve que ser rápida, y lo fui. Conseguà el dinero; funcionó. Pronto también empecé a creer en la magia.
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Persona A
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El conductor del autobús 72 para al lado de una heladerÃa por la sencilla razón de que puede hacerlo, le compra un helado a su hija âsorbete de melocotón, para ser exactosâ y mientras los pasajeros tienen que esperar. Un estudiante de secundaria que va sentado detrás de él le grita que no es manera de comportarse, y el conductor del autobús le dice que le chupe la polla, aunque su hija esté ahà y sea pequeña y esté fatal ir asà por el mundo. Me dan ganas de decir algo también, porque me preocupa llegar tarde a mi cita con el médico, pero me callo porque si yo condujera un autobús seguro que pararÃa a comprar un helado cuando quisiera, con la diferencia de que elegirÃa sorbete de manzana y de que no pararÃa a por un helado para mi hija, sino para mÃ. O sorbete, vaya. Asà que entiendo al conductor del autobús. Quizá eso cuente como pensar en otra persona, y me gustarÃa explicárselo a Nadav pero no puedo, claro, porque ya ha vuelto a la base, porque estoy sola. En la clÃnica, el doctor dice que tengo dos opciones, y me encanta porque lo que más me gusta en la vida es poder elegir, y pensaba que en esto no tenÃa elección; pensaba que era lo que habÃa que hacer, igual que todo en la vida corriente, igual que en el ejército. El doctor dice que pueden aspirarlo y raspar lo que quede, o que puedo tomarme dos pastillas y el feto se caerá solo. Qué dilema. Si lo aspiran para sacarlo, lo harán ahora mismo, y estoy como un poco aburrida y ansiosa por saber lo que es, si sentiré algo distinto o incluso tristeza, que es algo que no he sentido en mucho tiempo. Pero si me tomo la pastilla podrÃa volver a la base enseguida y a lo mejor mi oficial me firmarÃa solo medio dÃa de permiso y me guardarÃa el otro medio, porque la oficial de las chicas de vigilancia es muy simpática; es amiga de Nadav. Y además, podrÃa ser interesante hacer mi turno y fumar un cigarrillo en la sala de vigilancia mientras cae un bebé chiquitito, chiquitito, sin que nadie más que yo lo sepa. ¡Ni siquiera sabÃa que existieran esas pastillas! Maravillas de la ciencia. Me gusta que las dos opciones sean interesantes. Hace que la decisión sea mucho más especial. Pero al final me decido por las pastillas simplemente porque los echo de menos. Echo de menos a la gente inventada del monitor verde.
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Persona B
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Cuando me fui del campo de refugiados pasaron cosas sobrenaturales muy extrañas; fue mi madre la que hizo que cayeran sobre mÃ, y no era la clase de magia que cabrÃa esperar. Por lo que voy a contar se podrÃa pensar que tuve mucha suerte, pero no fue asÃ. Hubo gente que tuvo que salir de Darfur y caminar hasta Jartum, pero los de mi grupo fuimos a pie solo unas horas, hasta que nuestro guÃa nos traspasó al camión de un beduino. Una de las mujeres tuvo que sentarse delante y hacerse pasar por la mujer del beduino, pero los demás nos sentamos en el remolque, entre cajas de madera cargadas de patatas y harina. Fue mientras observaba al beduino dándole la mano a la mujer para ayudarla a subir al camión cuando oà por primera vez, dentro de mis oÃdos, los chasquidos de reproche que alguien hacÃa con la lengua, y me pareció que sonaban como los que hacÃa mi madre. «Mala, mala», oà en un susurro que me retumbó en la frente. La mujer montada en el asiento delantero aparentaba unos dieciocho años, mi misma edad. TenÃa una piel extraordinaria, casi como la de los inmigrantes indios. Entonces me di cuenta de que pasara lo que pasara, tanto si vivÃa como si morÃa, incluso aunque me convirtiera en una reina, mi piel nunca serÃa tan bonita como la de aquella mujer. Que yo nunca serÃa tan hermosa. Se me rompió el corazón; me quedé muy triste. Todo era en vano. Jamás habÃa tenido esa clase de preocupación, ni nada remotamente parecido, pero en ese momento fue lo único en lo que podÃa pensar, mi piel. Durante las horas y los dÃas que pasamos en el camión recorriendo las extensiones de arena, lloré tanto que los demás me ofrecieron incluso sus raciones de pan y cecina. No podÃan imaginar qué era lo que mis ojos habÃan visto para estar más triste que ellos, porque ellos habÃan visto lo peor, y eso enternecÃa incluso el corazón de los hijos que habÃan machacado el cráneo de sus padres con piedras. Y sin embargo yo lloraba porque el movimiento de las ruedas me ofendÃa. SeguÃa pensando que no importaba si llegábamos, ni adónde. Mi madre y su marido seguirÃan muertos, y yo los habrÃa matado. Peor aún, seguirÃa siendo siempre la misma, y no tenÃa nada en ningún sitio, y no serÃa nada en ningún sitio. Cuando llegamos a Egipto, nuestro guÃa estaba muerto de miedo, porque habÃan descubierto dos camiones que pretendÃan meter a ilegales en el paÃs y no sólo mataron a los ilegales; también mataron a los guÃas beduinos. Pero nos dejaron pasar sin contratiempos. Fue entonces cuando todo se volvió más negro, y luego más negro aún.
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Persona A
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Cuatro horas después de tomar la segunda pastilla creo que voy a morir, aunque sé que no. Me duele la barriga por fuera, como si la aporrearan con las manos igual que un tambor. Me encojo hacia delante, pero levantando el cuello, porque sé que gritarán si aparto la vista del monitor. En mis dieciocho años de vida ha habido momentos en que creà que me morirÃa, y en cambio vivÃ. Y seguà viviendo. Cuando hace dos meses me destinaron aquà e hice mi primera guardia delante de la pantalla verde, llegué hasta la cuarta hora, pero entonces creà que me morÃa. A mi alrededor habÃa chicas que también miraban fijamente su franja de la alambrada, y no me cabÃa en la cabeza que aguantaran asà doce horas, y luego otra vez, y otra, y otra más. No podÃa dejar de pensar que esa era la vida que me esperaba los próximos cuatro meses, hasta que me dejaran hacer controles de carretera y guardias en las torres de vigilancia, hasta que me «metieran a saco en la unidad», como decÃa Nadav, aunque entonces ni siquiera podÃa imaginar cómo sobrevivir a la hora siguiente. Los pÃxeles verdes desembocaban unos en otros. Me estaba quedando bizca. Conté hasta mil dentro de mi cabeza, y otra vez, y otra. Entonces decidà morirme, o por lo menos dispararme en un pie después de la guardia, para que me sacaran del ejército. Pensé si era mejor dispararme en el pie derecho o en el izquierdo, y asà encontré una especie de diversión que me ayudó a pasar el rato. Y justo cuando se me escapó una sonrisa, los vi. Entre los pÃxeles, unas franjas blancas de interferencias formaban las siluetas de cientos de personas en miniatura: mi gente, la gente que no existe. No era la primera vez que las veÃa, pero de eso hacÃa seis años, cuando yo tenÃa doce, la última vez que tuve piojos. La primera vez que tuve piojos fue con ocho años, y creà que me morÃa pero no fue asÃ. Me rascaba muy fuerte la cabeza con un lápiz, me arañaba el cuero cabelludo y sacaba el lápiz con piojos y sangre pegada. No creÃa que me fuera a morir por eso. Aun asà se lo conté a mi madre, y entonces con un cepillo me roció gasolina por todo el pelo y me puso a ver la televisión con un pañuelo enrollado en la cabeza. Los piojos se escapaban como si estuvieran en una cámara de gas. Los sentÃa despegarse y los veÃa arrastrándose por mi cuello, un riachuelo de patitas minúsculas y cuerpos redondos. Tampoco creà que me fuera a morir por eso. Me pareció alucinante. Pero entonces mi madre dijo que también habÃa que sacar los huevos. Tuve que pasarme horas de pie en la ducha mientras ella me pasaba la lendrera por el pelo. Y encima me hablaba, y eso era lo que menos soportaba, porque en ese momento ella andaba muy ocupada criando a tres hijos y dando clases de historia en el instituto, y sin marido, asà que imaginó que podÃa aprovechar para sermonearme por no dejar nunca los platos en el fregadero, por tirar siempre la mochila al lado de la puerta, por traer barro a casa, porque todas esas cosas la estaban matando y sólo esperaba que cuando yo fuera mayor me tocara una hija igual que yo, para entender de una vez por todas qué mierda de hija era. No hubiera pensado que nada de eso podÃa matarme de no ser porque odio las palabrotas, las odio ahora y las odiaba de pequeña, y empezaba a sentir nudos en la garganta siempre que mi madre soltaba alguna, y soltaba muchas cuando quitaba liendres. Tardó cuatro años en deshacerse de los piojos para siempre, asà que al principio, siempre que me ponÃa de pie en el cuarto de baño, pensaba que me morÃa cada vez que mi madre soltaba una palabrota; hasta que inventé a la gente que no existe. Eran personas hechas a base de puntos marrones sobre las baldosas blancas del suelo del cuarto de baño.