La gente como nosotros no tiene miedo (9 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Gente que no existe

 

Persona A

 

El cadáver del sudanés sigue atravesado en la alambrada de espino. Nadav habla con los soldados egipcios y nosotros, los soldados israelíes, somos como dos críos en un muelle, a la espera de que el otro niño salte y reclame el cuerpo. Un brazo del sudanés está suspendido por encima de su cabeza, y la lengua le cuelga. Parece un nadador congelado. Nadav dice que soy una chica especial.

—Avishag —me dice—, la única persona en la que piensas eres tú misma.

Yo no estaba de guardia cuando los soldados egipcios han disparado al hombre. Cuando me toca guardia, miro fijamente la alambrada por el monitor azul durante doce horas y pienso en gente que no existe. Nos conocemos bien, la gente inventada y yo, pero Nadav dice que eso es lo contrario de pensar en otra persona. Vamos montados en el
humvee
siguiendo la alambrada, porque Nadav es un oficial y tiene que supervisar a las chicas más mayores, las que hacen guardia en las torres de vigilancia y los controles de carretera. La vigilante de la entrada de la base me pide el pase y le enseño que he firmado un día de permiso. Fue un poco difícil, porque en la base siempre faltan chicas nuevas, chicas que tendrán que hacer de vigilantes durante cuatro meses cuando terminen el campamento de reclutas y no harán otra cosa que mirar fijamente el monitor. Antes de llegar a la estación de autobuses pregunto si es malo pensar solo en mí. Nadav ha olvidado que una vez me lo dijo. Dice que todo el mundo se traga la idea de que si tal o cual persona es diferente, entonces ellos no son quienes son, y que yo soy la única persona en el mundo que no se lo ha tragado porque solo pienso en mí. No sé qué significa eso. No sé si es bueno o malo. Quiero una hamburguesa. Dos.

 

 

Persona B

 

Cuando todo ha terminado, cuando estoy a salvo, abro los ojos y todo el mundo puede ver que estoy viva. Soy la única mujer en una sala de hospital llena de hombres que también son de mi país. Ellos están en silencio, pero yo grito, grito porque puedo, porque quiero agua. La doctora del país pequeño se acerca y hace una pregunta en la lengua del país pequeño, y el traductor traduce. La doctora quiere saber cómo escapé de Sudán. Quiere saber en qué estaba pensando. Me da un poco de agua en una taza. Quiere decir, aclara el traductor, que en qué estaba pensando cuando me lancé contra la alambrada que estaba hecha de pequeños cuchillos. Quiero decirle a la doctora que no pensé. No fue decisión mía. La sentí. Estaba allí. Mi madre. Mamá. Mamá. Un millón de veces y otra más, y otra vez, y más. Ella era un gigante, y una muchacha, y una uva, y el viento, todo al mismo tiempo. Estaba allí y luego ya no estaba. El guía que nos sacó de Egipto dijo que en Israel, en el país pequeño, no creen en la magia. Creen en la gente. En el país pequeño, creed en lo que ellos crean, haced lo que ellos hagan.

 

 

Persona A

 

En la estación de autobuses, Nadav se pide dos hamburguesas, pero dice que yo debería pedirme solo una. Dice que nunca me acabo dos hamburguesas. Le digo que no es verdad, aunque sí lo es. Le digo que esta vez me las terminaré. Bromeo.

—¿Y si estoy comiendo por dos? —le digo.

Enarca las cejas y me sorprende.

—Pues lo tenemos, Avishag —dice—. Podríamos criarlo en una granja con un campo de pimenteros en el desierto del Néguev y ser felices —de todos modos, Nadav acaba el servicio dentro de un año. Va a ser estupendo. Es estupendo. Es la solución de cualquier cosa, de todo. A Nadav le gusta decirme cosas así, y le dejo, porque es mi primer novio, o porque es un oficial, pero entonces me echo a reír y le digo que estaba bromeando, que jamás le diría algo así en la cola del McDonald's. Le digo que como solo para mí, pero igualmente quiero dos hamburguesas. Y patatas fritas. Como solo para mí, pero es cierto que estoy embarazada. No se lo digo porque la verdad es que no lo siento. Mi cuerpo siente lo mismo que si siguiera siendo solo yo. Hasta el cuerpo me traiciona hoy en día, y yo lo traiciono también. La cuestión es que en este mundo existo solo yo. Hambre, náusea; más hambre, más náusea. Y de todas formas no hablo demasiado. No he intentado nada tan estúpido desde el campamento de reclutas. Aún me queda media hamburguesa, y Nadav dice que espabile. No piensa irse hasta que acabe. Parto en dos el trozo de hamburguesa y me meto una mitad en la boca. Siento el pepinillo atascado en la garganta a la vez que me sube el ácido del kétchup, y luego la carne. Después de vomitar en el suelo del McDonald's de la estación de autobuses, Nadav me dice que ese es un ejemplo perfecto de que solo pienso en mí. Me gustaría decirle que tiene razón, pero he de coger el autobús 72.

 

 

Persona B

 

Te gustaría pensar que no, pero existo. Esto pasó. Esto es lo que pasó. El marido de mi madre conducía un triciclo con un remolque como un novato, y así era como hacía dinero en los campos. Era el marido de mi madre pero no era mi padre, y en unos meses había ganado el dinero suficiente para pagar al guía que nos llevaría a Egipto, y de ahí al país pequeño. No podíamos decir «Israel», así que la gente lo llamaba el país pequeño. En cualquier lugar de Sudán todo el mundo hablaba en murmullos de eso, del modo de llegar al país pequeño, de que era la solución. Cuando llegaron y empezaron a matar a la gente en el campo, el marido de mi madre me escondió debajo de una manta en el remolque de su triciclo, y nadie me tocó, ni me hizo daño y me mantuve a salvo, aunque solo en cierto sentido, y por un tiempo. Los tres estábamos a salvo y sobrevivimos el primer día. Eso era un problema. El guía dijo que se marchaba a la mañana siguiente y que quería más dinero por cabeza, mucho dinero, si es que aceptaba llevar a alguien. Entonces supe que tendría que matarlo. Al marido de mi madre. Y a partir de ahí era muy fácil saber que tendría que matarla a ella también. Todo el mundo en el campo estaba ahorrando para irse al país pequeño, y ahora todo el mundo necesitaba más dinero, así que en cada tienda los hijos mataban a sus padres por dinero, y los padres a sus hijos y sus mujeres; dependía de quién fuera más fuerte. Mi madre y su marido, en cambio, se fueron a dormir. Se querían. Me querían. Se fueron a dormir, aunque en realidad esperaban la muerte, porque una vez que esa gente llega a un campo ya no se va, vuelve a la mañana siguiente, y la siguiente, y la mañana siempre llega, es un hecho, hasta que pronto la última persona del campo desaparece y se acaba en cuestión de días. La historia acaba en cuestión de días. Les pedí el dinero que teníamos, pero dijeron que no, que no iban a perder la esperanza, que el dinero apenas bastaba para una persona, y que si íbamos, íbamos todos. Hay esperanza; creían que siempre hay esperanza. Creían en la magia. No me temían, porque yo no era un hijo. Era una hija, y muy poquita cosa. Por eso tuve que usar el fuego en lugar de una piedra; por eso tuve que ser rápida, y lo fui. Conseguí el dinero; funcionó. Pronto también empecé a creer en la magia.

 

 

Persona A

 

El conductor del autobús 72 para al lado de una heladería por la sencilla razón de que puede hacerlo, le compra un helado a su hija —sorbete de melocotón, para ser exactos— y mientras los pasajeros tienen que esperar. Un estudiante de secundaria que va sentado detrás de él le grita que no es manera de comportarse, y el conductor del autobús le dice que le chupe la polla, aunque su hija esté ahí y sea pequeña y esté fatal ir así por el mundo. Me dan ganas de decir algo también, porque me preocupa llegar tarde a mi cita con el médico, pero me callo porque si yo condujera un autobús seguro que pararía a comprar un helado cuando quisiera, con la diferencia de que elegiría sorbete de manzana y de que no pararía a por un helado para mi hija, sino para mí. O sorbete, vaya. Así que entiendo al conductor del autobús. Quizá eso cuente como pensar en otra persona, y me gustaría explicárselo a Nadav pero no puedo, claro, porque ya ha vuelto a la base, porque estoy sola. En la clínica, el doctor dice que tengo dos opciones, y me encanta porque lo que más me gusta en la vida es poder elegir, y pensaba que en esto no tenía elección; pensaba que era lo que había que hacer, igual que todo en la vida corriente, igual que en el ejército. El doctor dice que pueden aspirarlo y raspar lo que quede, o que puedo tomarme dos pastillas y el feto se caerá solo. Qué dilema. Si lo aspiran para sacarlo, lo harán ahora mismo, y estoy como un poco aburrida y ansiosa por saber lo que es, si sentiré algo distinto o incluso tristeza, que es algo que no he sentido en mucho tiempo. Pero si me tomo la pastilla podría volver a la base enseguida y a lo mejor mi oficial me firmaría solo medio día de permiso y me guardaría el otro medio, porque la oficial de las chicas de vigilancia es muy simpática; es amiga de Nadav. Y además, podría ser interesante hacer mi turno y fumar un cigarrillo en la sala de vigilancia mientras cae un bebé chiquitito, chiquitito, sin que nadie más que yo lo sepa. ¡Ni siquiera sabía que existieran esas pastillas! Maravillas de la ciencia. Me gusta que las dos opciones sean interesantes. Hace que la decisión sea mucho más especial. Pero al final me decido por las pastillas simplemente porque los echo de menos. Echo de menos a la gente inventada del monitor verde.

 

 

Persona B

 

Cuando me fui del campo de refugiados pasaron cosas sobrenaturales muy extrañas; fue mi madre la que hizo que cayeran sobre mí, y no era la clase de magia que cabría esperar. Por lo que voy a contar se podría pensar que tuve mucha suerte, pero no fue así. Hubo gente que tuvo que salir de Darfur y caminar hasta Jartum, pero los de mi grupo fuimos a pie solo unas horas, hasta que nuestro guía nos traspasó al camión de un beduino. Una de las mujeres tuvo que sentarse delante y hacerse pasar por la mujer del beduino, pero los demás nos sentamos en el remolque, entre cajas de madera cargadas de patatas y harina. Fue mientras observaba al beduino dándole la mano a la mujer para ayudarla a subir al camión cuando oí por primera vez, dentro de mis oídos, los chasquidos de reproche que alguien hacía con la lengua, y me pareció que sonaban como los que hacía mi madre. «Mala, mala», oí en un susurro que me retumbó en la frente. La mujer montada en el asiento delantero aparentaba unos dieciocho años, mi misma edad. Tenía una piel extraordinaria, casi como la de los inmigrantes indios. Entonces me di cuenta de que pasara lo que pasara, tanto si vivía como si moría, incluso aunque me convirtiera en una reina, mi piel nunca sería tan bonita como la de aquella mujer. Que yo nunca sería tan hermosa. Se me rompió el corazón; me quedé muy triste. Todo era en vano. Jamás había tenido esa clase de preocupación, ni nada remotamente parecido, pero en ese momento fue lo único en lo que podía pensar, mi piel. Durante las horas y los días que pasamos en el camión recorriendo las extensiones de arena, lloré tanto que los demás me ofrecieron incluso sus raciones de pan y cecina. No podían imaginar qué era lo que mis ojos habían visto para estar más triste que ellos, porque ellos habían visto lo peor, y eso enternecía incluso el corazón de los hijos que habían machacado el cráneo de sus padres con piedras. Y sin embargo yo lloraba porque el movimiento de las ruedas me ofendía. Seguía pensando que no importaba si llegábamos, ni adónde. Mi madre y su marido seguirían muertos, y yo los habría matado. Peor aún, seguiría siendo siempre la misma, y no tenía nada en ningún sitio, y no sería nada en ningún sitio. Cuando llegamos a Egipto, nuestro guía estaba muerto de miedo, porque habían descubierto dos camiones que pretendían meter a ilegales en el país y no sólo mataron a los ilegales; también mataron a los guías beduinos. Pero nos dejaron pasar sin contratiempos. Fue entonces cuando todo se volvió más negro, y luego más negro aún.

 

 

Persona A

 

Cuatro horas después de tomar la segunda pastilla creo que voy a morir, aunque sé que no. Me duele la barriga por fuera, como si la aporrearan con las manos igual que un tambor. Me encojo hacia delante, pero levantando el cuello, porque sé que gritarán si aparto la vista del monitor. En mis dieciocho años de vida ha habido momentos en que creí que me moriría, y en cambio viví. Y seguí viviendo. Cuando hace dos meses me destinaron aquí e hice mi primera guardia delante de la pantalla verde, llegué hasta la cuarta hora, pero entonces creí que me moría. A mi alrededor había chicas que también miraban fijamente su franja de la alambrada, y no me cabía en la cabeza que aguantaran así doce horas, y luego otra vez, y otra, y otra más. No podía dejar de pensar que esa era la vida que me esperaba los próximos cuatro meses, hasta que me dejaran hacer controles de carretera y guardias en las torres de vigilancia, hasta que me «metieran a saco en la unidad», como decía Nadav, aunque entonces ni siquiera podía imaginar cómo sobrevivir a la hora siguiente. Los píxeles verdes desembocaban unos en otros. Me estaba quedando bizca. Conté hasta mil dentro de mi cabeza, y otra vez, y otra. Entonces decidí morirme, o por lo menos dispararme en un pie después de la guardia, para que me sacaran del ejército. Pensé si era mejor dispararme en el pie derecho o en el izquierdo, y así encontré una especie de diversión que me ayudó a pasar el rato. Y justo cuando se me escapó una sonrisa, los vi. Entre los píxeles, unas franjas blancas de interferencias formaban las siluetas de cientos de personas en miniatura: mi gente, la gente que no existe. No era la primera vez que las veía, pero de eso hacía seis años, cuando yo tenía doce, la última vez que tuve piojos. La primera vez que tuve piojos fue con ocho años, y creí que me moría pero no fue así. Me rascaba muy fuerte la cabeza con un lápiz, me arañaba el cuero cabelludo y sacaba el lápiz con piojos y sangre pegada. No creía que me fuera a morir por eso. Aun así se lo conté a mi madre, y entonces con un cepillo me roció gasolina por todo el pelo y me puso a ver la televisión con un pañuelo enrollado en la cabeza. Los piojos se escapaban como si estuvieran en una cámara de gas. Los sentía despegarse y los veía arrastrándose por mi cuello, un riachuelo de patitas minúsculas y cuerpos redondos. Tampoco creí que me fuera a morir por eso. Me pareció alucinante. Pero entonces mi madre dijo que también había que sacar los huevos. Tuve que pasarme horas de pie en la ducha mientras ella me pasaba la lendrera por el pelo. Y encima me hablaba, y eso era lo que menos soportaba, porque en ese momento ella andaba muy ocupada criando a tres hijos y dando clases de historia en el instituto, y sin marido, así que imaginó que podía aprovechar para sermonearme por no dejar nunca los platos en el fregadero, por tirar siempre la mochila al lado de la puerta, por traer barro a casa, porque todas esas cosas la estaban matando y sólo esperaba que cuando yo fuera mayor me tocara una hija igual que yo, para entender de una vez por todas qué mierda de hija era. No hubiera pensado que nada de eso podía matarme de no ser porque odio las palabrotas, las odio ahora y las odiaba de pequeña, y empezaba a sentir nudos en la garganta siempre que mi madre soltaba alguna, y soltaba muchas cuando quitaba liendres. Tardó cuatro años en deshacerse de los piojos para siempre, así que al principio, siempre que me ponía de pie en el cuarto de baño, pensaba que me moría cada vez que mi madre soltaba una palabrota; hasta que inventé a la gente que no existe. Eran personas hechas a base de puntos marrones sobre las baldosas blancas del suelo del cuarto de baño.

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