Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
âTen, toma. No necesito comida. Quédatela y que te aproveche âdijo Fadi, antes de recoger su documento de la barricada de hormigón y echar a caminar agitando los brazos.
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Por la noche oà a las chicas etÃopes y marroquÃes que hablaban y fumaban bajo la pérgola de madera fuera de nuestro barracón. Hablaban de si es mejor contarle a una amiga que alguien cuenta chismes de ella, o no contárselo. Eran estúpidas. Todos sus problemas estaban fuera de su cabeza. En la unidad de tránsitos todo el mundo era estúpido. Era una unidad a donde iban a parar los estúpidos, los pobres diablos. Gente a la que el ejército consideraba incapacitada para poco más que revisar documentos de identidad. Nos tocaban destinos igual de peligrosos que a los exaltados de las unidades de infanterÃa, pero cuando un soldado de infanterÃa pasaba por nuestro control con su boina verde, o roja, o marrón, nos señalaba y se reÃa. Era un héroe, y nosotros no; nosotros solo éramos policÃas.
Me enterré bajo la manta de lana en mi catre de campaña y pensé en Fadi. Después del campamento para reclutas, que fue mi primera parada, recurrÃa a otras cosas para dormir. Al principio pensaba en mi novio, en cuando nos acostábamos juntos, en uno de los padres de las chicas de mi clase a las que odiaba, en todos los momentos buenos, y en cosas que no habÃan pasado como las imaginaba pero que ahora podÃa imaginar como quisiera. En mis pensamientos, mi novio era mucho más duro de lo que le permitÃa en la vida real, y siempre empezaba empujándome contra una pared, y siempre me sorprendÃa. En la vida real, cuando acabábamos mi novio decÃa que tenÃa que parar de llorar o romperÃa conmigo, porque le ponÃa de los nervios. También porque le preocupaba que, si seguÃa asÃ, un dÃa no sabrÃa distinguir si estaba triste o si querÃa sexo. Al final rompió conmigo, y también con razón. Siempre me echaba a llorar cuando me acordaba del sexo, asà que dejé de pensar en eso por la noche en mi catre de campaña, porque me parecÃa que ya lloraba bastante durante el dÃa.
Durante una semana pensé en
Dawson crece
y
Ally McBeal
cuando querÃa dormir. Las series populares antes de que tuviera novio. Recordaba todos los episodios. Recordaba las bromas y el reflejo de la luz en el agua. Pero todo lo que entonces me parecÃa maravilloso, las cosas que imaginaba que harÃa si apareciera en la serie, los personajes a los que podrÃa encarnar o conocer, ya no me interesaba. SabÃa que ya no volverÃa a disfrutar viendo esas series.
Entonces pensé en las cosas a las que jugaba con Yael. Cuando hacÃamos de reporteras, cuando simulábamos que un ascensor era una nave espacial, cuando dejábamos que Avishag jugara con nosotras a Cadáver Exquisito. En todas las historias que nos montábamos. Hasta que al cabo de un tiempo me di cuenta de que la mayorÃa de recuerdos me los inventaba. Mirando fijamente el chaleco antibalas en el suelo, me di cuenta de que no recordaba de verdad lo que sentÃa al jugar a aquellos juegos. Y supe que seguir inventando recuerdos solo me harÃa revivir los recuerdos perdidos, de manera que lo dejé.
Asà de pequeña era mi vida: después de los juegos, después de mi tercera idea, no tenÃa nada en lo que pensar.
La noche en que empecé a pensar en Fadi, él se convirtió en mi nueva idea. Lo imaginé hablando con su mujer, Nur, mientras fumaban un narguile de tabaco con aroma a manzana en el porche de su casa. Imaginé que esa habÃa sido la noche en que Nur se plantó y dijo basta. La noche concreta que estaba imaginando, una noche del pasado, Nur le pidió a Fadi que buscara trabajo en la construcción en Israel. Fadi no querÃa. No querÃa el dinero de los israelÃes. No querÃa que lo arrancaran de sus sueños para pasarse horas en una cola a esperar a que una crÃa a la que doblaba en edad le ladrara órdenes. No querÃa hacerlo. No lo harÃa.
âNo pienso ir âdijo Fadi.
âTenemos cinco hijos âdijo Nurâ. Necesitamos el dinero para la universidad de Nadia. Necesitamos una papilla mejor para el bebé.
âNo pienso ir.
âHace meses que no trabajas. No vas a encontrar nada en Hebrón.
âNo pienso ir.
âSi no vas, te dejaré. Te dejaré, y nadie en la familia me culparÃa por ello, y te morirás solo.
âNo pienso ir.
âY tanto que irás âdijo su mujer, y apartó la vista hacia las luces de la casa de los vecinos. Y, como ella sabÃa que cederÃa, él cedió y fue.
Sentà que el sueño me rozaba y se iba, me rozaba y casi se quedaba. Costaba respirar debajo de la manta. OÃa a las chicas hablando fuera, olÃa sus cigarrillos y su champú. RepetÃan «calorÃas» un montón de veces, y también «Eso sà que es fatal».
Intenté pensar qué podÃa estar haciendo Fadi en ese momento, no ya en el pasado, y decidà que estaba discutiendo con Nur. Que le gritaba mientras ella le preparaba unos panes de pita rellenos de ocra y hummus para la mañana siguiente. Que seguÃa diciéndole que no pensaba ir. Que Nur, la bella Nur, ni siquiera lo miraba, pero cuando Fadi le dijo que era el demonio, tiró los panes a la basura y se apartó de la encimera de la cocina, pasando de largo por su lado, y que lo único que Fadi querÃa era que le pusiera la mano en el hombro un instante, pero Nur pasó de largo y se fue al dormitorio, y Fadi durmió en el suelo de la cocina, con la cabeza apoyada en el abrigo de Nur, que descolgó del perchero al lado de la puerta, al lado de la puerta, la puerta cerrada, esa puerta que está cerrada...
Cuando me levanté a la mañana siguiente estaba cansada, pero menos.
El trayecto hasta el control solÃa traer consigo toda la tortura inherente al movimiento. Suspiros y gemidos y legañas en los ojos somnolientos de todos nosotros, entremezclados. Me arrancaban del sueño de cuajo e inmediatamente montaba en la furgoneta verde blindada, con sus diminutas ventanas de barrotes y su gruesa piel metálica. La cabeza se me movÃa con los bandazos y me dolÃa mientras el vehÃculo se deslizaba por los territorios que ocupábamos. Cuando el movimiento cesaba, solo me esperaban hombres, una fila de hombres, todos esos hombres, esperándome con la rabia que atravesaba el silencio.
Sin embargo, aquella mañana que estaba menos cansada, la mañana después de pensar en Fadi por primera vez, el trayecto fue casi agradable. Casi, lo juro.
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Volvà a decir que no cuando Yaniv me pidió que hiciera coches un rato, y entonces me dijo que acabarÃa tomando de mi propia medicina.
âCuidado, que al final vas a tomar de tu propia medicina âdijo. Mascaba chicle como una vaca estúpida, aunque era un chicoâ. ¿Entiendes?
âNo âdijeâ. No lo entiendo.
â¿Sabes lo que significa tomar de tu propia medicina? âpreguntó Yanivâ. Significa que si tratas mal a la gente, si la gente no te importa, algún dÃa te pueden pagar con la misma moneda.
Nunca habÃa oÃdo esa expresión. HabÃa muchas expresiones que no habÃa oÃdo antes de entrar en la unidad de tránsitos. Hiperbólicas, marroquÃes, un montón de maneras de hablar estúpidas.
âBueno, la verdad es que no me importas âdije.
Era cierto, lo odiaba. Y en mañanas como aquella, el cansancio me hacÃa odiarlo aún más de lo que me odiaba a mà misma. Odiaba cómo mascaba chicle mientras chocaba los cinco con la gente de los coches a la que conocÃa. Odiaba que diera dos besos a las chicas que lo dejaban. Odiaba su colonia y sus cejas depiladas. Odiaba que llevara una Estrella de David de oro gigantesca colgada al cuello y que tarareara música mizrajÃ, que siempre hablara en broma de cuánto odiaba a nuestros oficiales y su boina azul y dijera que debÃa de ser porque su destino se habÃa torcido. Odiaba que sonriera y sorprenderlo a veces disfrutando, a pesar de sus quejas, ver que le encantaba agacharse y meter el cuello por las ventanillas para charlar con los conductores, y que no entendÃa la diferencia entre el horror y el honor, o que la entendÃa pero no le importaba. RetorcÃa el cuello como si fuera luz.
âBueno, justamente a eso me referÃa. Si tratas mal a los demás, puede que tengas que tomar de tu propia medicina âdijo Yaniv.
Cuando más tarde lo vi sonriendo y metiendo el cuello por una ventanilla, pensé en denunciarlo. SabÃa que todo el mundo me odiarÃa por ello, pero me planteé dar parte a mi oficial, que caminaba entre las barricadas de hormigón y debÃa haber visto a Yaniv metiendo el cuello en los coches, charlando y dando besos a los bebés, y aceptando higos y aceite de oliva envasado en botellas de Coca-Cola reutilizadas. El oficial lo veÃa todo, pero si yo daba parte tendrÃa que hacer algo; no le quedarÃa otra. Si yo fuera una oficial no permitirÃa que uno de mis soldados infringiera asà el reglamento. El reglamento que aprendimos en el campamento para reclutas decÃa que nuestro fusil debÃa estar siempre entre nuestro cuerpo y las ventanillas abiertas de los palestinos que pasaban los controles. Que los palestinos tenÃan que colocar sus documentos de identidad y sus papeles encima del capó de sus vehÃculos y cerrar la ventanilla cuando el soldado se acercaba a examinarlos. Nadie cumplÃa el reglamento, pero por lo menos no daban besos a los bebés, y no se andaban con historias de que tenÃan mal la espalda y...
Creo que hubiera ido a denunciarlo si Fadi no hubiera vuelto. Lo vi llegar al principio de la fila y supe que esperaba que no fuera yo la que lo llamara para acercarse a la barricada. Observé que bajaba la mirada, se rascaba la nariz mientras pisoteaba la arena con la esperanza de que le tocara otro, pero al mismo tiempo no les quité ojo a los otros soldados, y entretuve más de la cuenta al hombre al que revisaba, repasé su documento de identidad hasta que vi que era el turno de Fadi y que los demás soldados seguÃan comprobando otros documentos, y entonces lo llamé.
Me miró a los ojos como si no me conociera de nada o quisiera que me muriera, pero yo sà que lo conocÃa, lo conocÃa y lo tenÃa calado.
Asà es como lo supe: porque no llevaba ninguna bolsa de plástico. Mi imaginación habÃa acertado en eso. Su mujer no le habÃa preparado pitas la noche anterior. Llevaba la misma camisa abotonada de arriba abajo, y en la cara se le veÃan los estragos de una mala noche. Apestaba a sudor.
No es que creyera que todas las cosas que imaginaba sucedieran en la vida real; más bien pensé que tal vez fuera mejor creerlas, y de paso no lloraba, y quise seguir sintiéndome menos cansada.
Observé a Fadi mientras se alejaba, después de devolverle el documento de identidad y los papeles. Un contratista con un cigarrillo en la boca le dio una palmada en el hombro al acercarse, y vi que el cuerpo de Fadi se encogÃa, vi que la palmada era una equivocación, cuánto deseaba Fadi darle un puñetazo al hombre, o escabullirse, o dar un cambio radical a su vida, pero que no podÃa.
Supe que esa noche me dormirÃa pensando en que Fadi volvÃa a casa y daba un puñetazo a su mujer, Nur, un solo puñetazo en la mandÃbula, y en la calma de Nur.
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Las semanas antes de que me reclutaran anduve persiguiendo a mi madre, que llevaba la lista de cosas que el ejército habÃa mandado e iba comparando los precios de tienda en tienda, en almacenes de saldos a varias horas al norte de nuestro pueblo. Siete pares de calcetines verde caqui. Crema con filtro solar. Pasta de dientes. Compresas para dos meses. Repelente de mosquitos. Veinte gomas elásticas resistentes, para sujetar los bajos de los pantalones.
En mi enorme petate, el que nos regalaban en el instituto al graduarnos, se leÃa impresa la bendición: «Id en paz, queridos alumnos. Aquà nos tenéis, os querremos siempre». El petate estaba preparado y listo para la mañana siguiente.
Madre y yo cogimos un autobús hasta el apeadero de Haifa, donde otro autobús esperaba para llevarse a todos los chavales del norte a Tel Aviv, a la base central de reclutamiento, donde nos darÃan el equipo militar y el destino donde pasarÃamos los próximos años.
HabÃa chicas demasiado maquilladas con pancartas de corazones y besos. Las chicas lloraron al abrazar y despedir a gritos a una amiga que se montó en el autobús.
â¡Lee nuestras cartas cuando se ponga en marcha! ¡Te queremos!
Un chico intentaba que su novia dejara de besarlo. Estaba llorosa y moqueando, pero no dejaba de besarlo, no paró ni cuando él tuvo que subir al autobús. Un chico con kipá habÃa traÃdo a toda la familia. En serio, no faltaba nadie. Todos los abuelos. Todas las tÃas. Todos los tÃos. Todos sin excepción. Lloraban, pero también aplaudÃan. Todos.
HabÃa pensado en decirle a Yael que viniera pero no lo hice, porque más que mi amiga de verdad, era la única a la que no habÃan reclutado aún. Porque en realidad yo no era de tener amigos. TenÃa una manada de retrasadas que me habÃa seguido durante casi todos los años del instituto, pero nunca acabé de ver la necesidad de tener amigos, y lo cierto es que me gustó que aquel dÃa estuviéramos solo mi madre y yo. Era como si se demostrara mi sospecha de que los amigos, a fin de cuentas, son una frivolidad.
Mi madre tarareaba una canción que yo no habÃa oÃdo nunca, mientras esperábamos en el aparcamiento a que dijeran mi nombre.
â¡Basta! âle grité, y entonces madre rompió a llorar. Estaba nerviosa porque soy su hija pequeña; porque soy la más débil.
Mi madre dejó de llorar justo antes de que me llamaran para subir al autobús.
âTodo irá bien âme dijoâ. Todo el mundo pasa por esto. Serán los mejores años de tu vida âme susurró. Me sujetó la cara entre las manos.
âEstoy bien. Seguro que vendré de vacaciones antes de que nos demos cuenta âle dije.
âSÃ âdijo mi madreâ. SÃ âdecÃa, y no me soltaba.
âNecesito mi cara, madre âle dijeâ. La necesito.
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Y esa noche, la noche después de que llegara al control sin los panes de pita, Fadi visitó mis pensamientos sin necesidad de invocarlo.
âNo pienso ir âdijo Fadiâ. No vuelvas a obligarme a ir a trabajar âestaba en el suelo de la cocina de su casa, llorando.
âNo eres una adolescente âdijo Nurâ. No debes llorar asÃ. Los hombres hechos y derechos no lloran asÃ.
Fadi se levantó. Miró a Nur, que cortaba cebolla para el guiso del domingo.
âNo pienso ir âdijo. Se le atascaban las palabras en la gargantaâ. Mi vida deberÃa ser algo más. Avi, el contratista, ha dicho que le ha comprado a su hijo una bicicleta nueva esta semana. El niño tiene bicicleta, y yo soy cuatro veces mayor que él. Nunca he tenido una bicicleta. No es justo.