La gente como nosotros no tiene miedo (8 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—¿Quién crees que eres? ¿Crees que eres un niño israelí mimado? Eres un hombre palestino y tu vida es esta. Esto es lo que tenemos que hacer —dijo Nur. Se enjugó el cuello con el trapo de cocina, y ese gesto disgustó a Fadi. Advirtió las arrugas que su mujer tenía en el cuello, en la piel flácida e inútil que no existía cuando accedió a casarse con ella, y se disgustó aún más.

—¿Por qué dices «tenemos»? —preguntó—. Se trata solo de mí. Y yo sé quién soy. No pienso ir.

—Y tanto que irás —dijo Nur, tan sabelotodo y tan vieja, cortando cebolla.

Y al ver su risa burlona, Fadi sintió que su puño se cerraba y soltó el golpe: sintió los nudillos rozar el filo del cuchillo y el desgarro de la carne mientras tenía el puño en alto. Nur levantó el cuchillo, pero Fadi no se detuvo y la golpeó, solo una vez, un puñetazo en la mandíbula.

 

—Yo no tomo medicinas —le dije a Yaniv a la mañana siguiente. Aún no se veía el sol, y me había levantado menos cansada. Me había levantado con la energía necesaria para ir a mirarme en el espejo descolorido del cuarto de baño del barracón. Hacía meses que no me miraba. Me había acostumbrado a lavarme las manos mirándome los pies.

—¿Qué? —preguntó Yaniv. Rodeaba con un brazo a una de las chicas etíopes que también se dedicaba a la inspección de coches. Se vaciaban sobrecitos de azúcar en la boca y cantaban música mizrají hacia las extensiones indefensas de arena.

—Que como no tomo medicinas, no puedo tomar de mi propia medicina —le dije. Me sentía tan poco cansada que decidí meterme con él por diversión. Sabía que se enfadaría. Me divertía que de verdad creyera que había algo en el mundo que él pudiera entender y yo no.

—Es una expresión —dijo Yaniv—. Es como si no se dijera en serio. Significa que si te portas mal con los demás, puede volverse en tu contra, ¿entiendes?

—No, ¿a qué te refieres? ¿No ves que estoy sana y no tomo medicinas?

—Jo —dijo Yaniv. Tomó aire—. Es... es una expresión. ¿No lo entiendes? —estiró los brazos en un gesto de súplica. Había picado, estaba claro, porque ni se dio cuenta de que le daba un empujón a la chica etíope.

—No lo entiendo —dije—. Hay que ser estúpido para decir algo que no tiene sentido.

—Pero... es una expresión —dijo Yaniv. Por la cara y la rapidez con que mascaba chicle era evidente que buscaba palabras que no había manejado nunca. Palabras como «literal», o «sentido figurado», o incluso «metáfora». Dejé que siguiera buscando donde no había nada hasta que llegó la hora de abrir las puertas.

Fadi no intentó evitarme esta vez. No intentó nada. Ni siquiera lo vi en la fila, hasta que de pronto lo tuve delante de mí, colocando su documento de identidad y los papeles en el hormigón como si no me hubiera visto nunca. Lo hice esperar antes de revisar la documentación. Fingí que miraba a Yaniv, que charlaba encorvado con un palestino dentro de un coche. Los otros vehículos empezaron a pitar; estaba retrasando toda la cola.

Entonces miré y lo que vi me dio miedo, aunque solo durante un segundo.

A pesar de que lo esperaba, me asusté un momento cuando lo vi. Me asustó como si alguien acabara de convencerme de que era Dios, o de que estaba muerta, o ardiendo.

Fadi se había herido en los nudillos. Con un corte. La sangre se había secado.

—¿Se ha lastimado? —le pregunté.

—Sí —dijo Fadi—. Me he lastimado.

 

La oficial que me destinó a la policía militar tenía razón. Era falso que todos los soldados de boina azul se pasaran el tiempo de servicio dando parte de los soldados que no llevaban el uniforme según el reglamento al usar el transporte público. A mí me colocaron en la unidad de tránsito de la policía militar, que no tenía nada que ver con la indumentaria militar y sí con los documentos de identidad y los controles. Aun así era una idea muy extendida, ese temor instantáneo a las boinas azules. Cuando en mis raros permisos de fin de semana volvía en tren a casa, los soldados se quedaban callados al ver mi boina azul. Y se largaban. Me sentía un ogro, o un dictador iraquí, o fea. Eso era verdad: estaba fea con aquella boina.

De todos modos también tenía cosas buenas. Siempre había por lo menos un soldado en el tren que se largaba, así que me cedía el asiento, incluso cuando el tren iba lleno. Siempre disponía de la tranquilidad necesaria para leer mi guía de televisión o mis novelas norteamericanas. En las excursiones del colegio nunca tenía esa tranquilidad. Todo el mundo quería saber lo que yo creía que debíamos hacer con una chica que le robaba el novio a otra, o que me ocupara de que Yael dejara copiar sus deberes a los demás, porque antes habíamos sido amigas y yo era la única a quien aún hacía un poco de caso. En el tren, como soldado, no tenía nunca que preocuparme de los problemas de nadie, ni meterme en chismorreos.

Una cosa alucinante que pasó gracias a la boina azul es que una vez un soldado, un chico, se echó a llorar al verme. Debía de tener una falta en el expediente y sabía que llevaba algo mal o que le faltaba alguna cosa, así que lloró y se fue corriendo, lloró y corrió más rápido.

La boina azul tenía algunas cosas buenas, pocas, pero ninguna implicaba tener amigos. No eran cosas que pudiera imaginar dentro de mi cabeza antes de quedarme dormida.

 

Aquella noche, después de la mañana en que Fadi me dijo que se había lastimado, imaginé que Fadi estaba durmiendo fuera, en la alfombra de esparto junto a la puerta de su casa. Imaginé que su Nur le había cambiado la cerradura y que tenía que mear en la calle, y que aguantaba despierto hasta las dos de la madrugada porque le daba mucha vergüenza que pudieran verlo los vecinos. Le daba mucha vergüenza el dolor de aquella urgencia humana rutinaria, y el alivio que sentía cuando al fin meaba. Lo vacío que se sentía después. Como si hubiera vaciado todo lo que tenía dentro y tan solo pudiera mostrar un charco de orina y una alfombra por cama y una puerta cerrada con llave. Se despertó cuando un perro de tres patas le meó en la cara. Nada más había dormido una hora, pero tenía que emprender la marcha hacia el control, y así lo hizo, y mientras caminaba pensó que la vida que llevaba era culpa suya, pero yo supe que en realidad era culpa mía, que era yo la que imaginaba aquellas cosas que le pasaban, y me sentí un poco mal por hacerle caer tan bajo, pero me dormí a los pocos minutos de imaginar esas cosas, y eso era una bendición. No había usado nunca la palabra «bendición», ni siquiera en mis pensamientos. La gente como Yaniv la usaba constantemente, pero en ese momento fue la primera palabra que acudió a la mente, y la única.

Y además, todo eso —la alfombra, la puerta cerrada, la orina en la calle, el perro de tres patas— eran cosas que imaginaba para dormirme, porque al día siguiente Fadi llegó al control al volante de un coche.

 

Esperé y esperé y esperé a que apareciera. Eran más de las nueve, y con cada nuevo obrero prácticamente idéntico que me mostraba el documento de identidad y no era Fadi, más eufórica me sentía. Sabía que no podía ser verdad, pero también estaba convencida de que después de que Fadi se despertara cuando el perro de tres patas le meó en la cara, había echado a andar hacia el control pero lo había pensado mejor y había dado media vuelta. Que había decidido, de verdad, en serio por una vez, que no iría. No estaba segura de adónde habría ido al dar media vuelta, pero pensaba que solo era porque me había dormido antes de imaginarlo. Me había dormido rapidísimo.

Estaba contenta de dormir bien. Me alegré por mí de que Fadi no apareciera, pensando que en mi interior quedaban algunos buenos sentimientos de los que no era consciente. Tan poco cansada estaba que incluso tenía tiempo para creer que era mejor persona de lo que pensaba. Casi me daba la sensación de no estar en el ejército. De no haberme incorporado aún al ejército. Miré a Yaniv y me esforcé por no odiarlo. Solo veía su cuerpo, de pie en el asfalto, porque había metido la cabeza por la ventanilla del coche que inspeccionaba. Evoqué su cara dentro de mi cabeza, la cara que no podía ver, y traté de no odiarlo. Tenía las cejas puntiagudas, pobladas, como flechas peludas.

Entonces oí. El grito.

Cuando vi a Yaniv manchado de rojo y saltando hacia atrás, no entendí que lo que había en su cuello era sangre. Traté de pensar qué era, pero no entendí que era sangre. Más tarde recordaría que, por el modo en que Yaniv agitaba los brazos al dar un paso atrás, y luego otro, me di cuenta de que él sí sabía que era sangre. En ese preciso momento hubo una cosa en el mundo que Yaniv entendía y yo no.

Yaniv se desplomó en el suelo y dejó de moverse. A mi alrededor había murmullos, pero no capté las palabras. Las voces de los obreros de la construcción palestinos. Las voces de los contratistas israelíes. Las voces de soldados. Sonaban distintas una de otra, pero también como si gritaran las mismas palabras, palabras que se me escapaban. Miré al suelo y vi caer mi boina azul sobre la arena, a plomo, y sin saber por qué fui a recogerla y me quedé paralizada. Me inmovilicé en esa postura, como una niña tratando de impedir su caída de un columpio para siempre.

Hubo un disparo. No vi quién disparaba, o dónde impactaba la bala; solo lo oí, creciendo a medida que recorría la arena, y la cola, y la barricada de hormigón donde yo seguía tratando de impedir una caída inexistente.

 

El hombre que apuñaló a Yaniv era Fadi. El disparo no lo había alcanzado y, aunque estaba más pálido de lo habitual cuando los oficiales lo sacaron a tirones del coche, supe que era él porque lo conocía muy bien. Me había acompañado durante tres noches de sueño reparador.

No me miró, ni con la barbilla ni con los ojos, cuando se lo llevaron. No sabía que existía, que yo existía en el mundo y veía cosas.

Sus ojos eran los de un hombre en el que la preocupación ha muerto.

Olvidé a Fadi. Lo olvidé. Y a Yaniv. Olvidé durante un tiempo. Volví a recordar hace solo dos días. Recordé el trayecto hasta el control, la mañana después de que degollaran a Yaniv. Mi cabeza. Recordé mi cabeza. La piel metálica del furgón blindado no paraba de golpearla en todo el trayecto hasta el control. Pum, pum, pum. No dejaba de golpearme la cabeza contra el metal, con cada giro de las ruedas, sin aprender. Me empeñaba en no aprender y en querer apoyar la cabeza en mi hombro derecho, y me golpeaba de nuevo.

Solo me acordé, por el furgón, cuando llegué a Tel Aviv hace dos días y me puse a buscar apartamento. Tenía algún dinero ahorrado para empezar, de los nueve meses que serví como oficial y tuve un sueldo. Rellené los formularios para ir a la escuela de oficiales al día siguiente de que Yaniv muriera. No quería seguir siendo una chica retrasada en un control. No podía.

En cualquier caso, desde hace unos meses soy oficial, y ahora empiezo una nueva vida. Evidentemente, primero busqué en los barrios más jóvenes de Tel Aviv, en los que hay ese servicio de taxis grandes. En realidad son furgonetas en las que el taxista puede montar hasta diez pasajeros, y los deja en el lugar de su ruta que le pidan. Qué más da, la cuestión es que cuando iba buscando casa, cogí uno de esos taxis de Tel Aviv, el número 5, y el viaje, bueno, supongo que fue como la seda. En serio, no me golpeé ni un codo.

Pero justo hace una hora he alquilado un apartamento cerca de la plaza Rabin. Evitaré hablar de dinero, que es de mal gusto, pero digamos que con lo que tendré que trabajar para pagar el alquiler, los furgones blindados no pueden alejarse demasiado de la memoria. Y Fadi. Pago por estar en este barrio, porque aquí los taxis son iguales que en cualquier lugar del mundo. Son amarillos, y son coches. Por aquí no hay de esas furgonetas raras.

Y también sé que recuerdo a Fadi porque, aunque conciliar el sueño ha sido una bendición desde el día que degollaron a Yaniv, por alguna razón últimamente hubo una o dos noches en que tuve que ver la televisión hasta quedarme dormida. Necesité que los colores que irradiaba la caja se me metieran en los ojos para poder cerrarlos.

 

Aquella noche. Aquella noche oí a las chicas marroquíes y etíopes hablando bajo la pérgola, junto a los barracones.

Fui al cuarto de baño y miré el espejo. Trabé el pomo de la puerta con mi fusil para que nadie pudiera entrar, aunque sabía que todas las chicas estaban fuera fumando, que se pasarían horas así y que me dejarían en paz.

Me quité las botas, luego los calcetines. Eran blancos, y recuerdo que me horroricé al darme cuenta de que había llevado calcetines blancos el día entero, porque cuando estábamos en los controles solo nos permitían llevar calcetines oscuros. Y, aunque era soldado de la unidad de tránsitos de la policía militar, no dejaba de ser soldado de la policía militar, que representaba la boina azul y todo eso.

Recuerdo que esa noche lo que me horrorizó fueron aquellos calcetines blancos.

El cinturón, los pantalones caquis, la camisa caqui, la camiseta interior caqui, el sujetador, las bragas que me había puesto del revés porque me había quedado sin ninguna limpia. Me lo quité todo y me miré desnuda en el espejo manchado. Los pechos, demasiado grandes, las líneas que se me marcaban en la comisura de la boca y que antes no estaban.

Entonces vi que era una soldado, y seguí mirando, mirando, mirando y no tuve miedo. Fue pocas semanas antes de cumplir diecinueve años. Fue la noche antes de rellenar los impresos para irme voluntaria a la escuela de oficiales. Entonces vi que era una soldado y supe que sería una oficial, y no tuve miedo.

Aquella noche no me duché. Pensé en Nur; pensé que se habría duchado y que habría empezado ya a moverse para sacar a Fadi de la cárcel israelí, y que era una mujer fuerte. Y entonces recordé que era fruto de mi imaginación, que yo la había creado, que yo era una soldado y Nur no era real.

Aquella noche. Aquella noche oí a las chicas marroquíes y etíopes hablando bajo la pérgola, junto a los barracones.

Metida en la cama, sin duchar, las oí decir que el cuchillo con el que el palestino del coche había matado a Yaniv le cortó el cuello casi en dos. Y habría pensado en la cara de Yaniv, en sus cejas puntiagudas, pobladas. Y me habría preguntado qué querían decir las chicas con «casi en dos», pero me dormí antes de que me diera tiempo. Me dormí sin pensar en nada. Fue fácil. Cualquier cosa es posible si se persevera.

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