Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
â¿Quién crees que eres? ¿Crees que eres un niño israelà mimado? Eres un hombre palestino y tu vida es esta. Esto es lo que tenemos que hacer âdijo Nur. Se enjugó el cuello con el trapo de cocina, y ese gesto disgustó a Fadi. Advirtió las arrugas que su mujer tenÃa en el cuello, en la piel flácida e inútil que no existÃa cuando accedió a casarse con ella, y se disgustó aún más.
â¿Por qué dices «tenemos»? âpreguntóâ. Se trata solo de mÃ. Y yo sé quién soy. No pienso ir.
âY tanto que irás âdijo Nur, tan sabelotodo y tan vieja, cortando cebolla.
Y al ver su risa burlona, Fadi sintió que su puño se cerraba y soltó el golpe: sintió los nudillos rozar el filo del cuchillo y el desgarro de la carne mientras tenÃa el puño en alto. Nur levantó el cuchillo, pero Fadi no se detuvo y la golpeó, solo una vez, un puñetazo en la mandÃbula.
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âYo no tomo medicinas âle dije a Yaniv a la mañana siguiente. Aún no se veÃa el sol, y me habÃa levantado menos cansada. Me habÃa levantado con la energÃa necesaria para ir a mirarme en el espejo descolorido del cuarto de baño del barracón. HacÃa meses que no me miraba. Me habÃa acostumbrado a lavarme las manos mirándome los pies.
â¿Qué? âpreguntó Yaniv. Rodeaba con un brazo a una de las chicas etÃopes que también se dedicaba a la inspección de coches. Se vaciaban sobrecitos de azúcar en la boca y cantaban música mizrajà hacia las extensiones indefensas de arena.
âQue como no tomo medicinas, no puedo tomar de mi propia medicina âle dije. Me sentÃa tan poco cansada que decidà meterme con él por diversión. SabÃa que se enfadarÃa. Me divertÃa que de verdad creyera que habÃa algo en el mundo que él pudiera entender y yo no.
âEs una expresión âdijo Yanivâ. Es como si no se dijera en serio. Significa que si te portas mal con los demás, puede volverse en tu contra, ¿entiendes?
âNo, ¿a qué te refieres? ¿No ves que estoy sana y no tomo medicinas?
âJo âdijo Yaniv. Tomó aireâ. Es... es una expresión. ¿No lo entiendes? âestiró los brazos en un gesto de súplica. HabÃa picado, estaba claro, porque ni se dio cuenta de que le daba un empujón a la chica etÃope.
âNo lo entiendo âdijeâ. Hay que ser estúpido para decir algo que no tiene sentido.
âPero... es una expresión âdijo Yaniv. Por la cara y la rapidez con que mascaba chicle era evidente que buscaba palabras que no habÃa manejado nunca. Palabras como «literal», o «sentido figurado», o incluso «metáfora». Dejé que siguiera buscando donde no habÃa nada hasta que llegó la hora de abrir las puertas.
Fadi no intentó evitarme esta vez. No intentó nada. Ni siquiera lo vi en la fila, hasta que de pronto lo tuve delante de mÃ, colocando su documento de identidad y los papeles en el hormigón como si no me hubiera visto nunca. Lo hice esperar antes de revisar la documentación. Fingà que miraba a Yaniv, que charlaba encorvado con un palestino dentro de un coche. Los otros vehÃculos empezaron a pitar; estaba retrasando toda la cola.
Entonces miré y lo que vi me dio miedo, aunque solo durante un segundo.
A pesar de que lo esperaba, me asusté un momento cuando lo vi. Me asustó como si alguien acabara de convencerme de que era Dios, o de que estaba muerta, o ardiendo.
Fadi se habÃa herido en los nudillos. Con un corte. La sangre se habÃa secado.
â¿Se ha lastimado? âle pregunté.
âSÃ âdijo Fadiâ. Me he lastimado.
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La oficial que me destinó a la policÃa militar tenÃa razón. Era falso que todos los soldados de boina azul se pasaran el tiempo de servicio dando parte de los soldados que no llevaban el uniforme según el reglamento al usar el transporte público. A mà me colocaron en la unidad de tránsito de la policÃa militar, que no tenÃa nada que ver con la indumentaria militar y sà con los documentos de identidad y los controles. Aun asà era una idea muy extendida, ese temor instantáneo a las boinas azules. Cuando en mis raros permisos de fin de semana volvÃa en tren a casa, los soldados se quedaban callados al ver mi boina azul. Y se largaban. Me sentÃa un ogro, o un dictador iraquÃ, o fea. Eso era verdad: estaba fea con aquella boina.
De todos modos también tenÃa cosas buenas. Siempre habÃa por lo menos un soldado en el tren que se largaba, asà que me cedÃa el asiento, incluso cuando el tren iba lleno. Siempre disponÃa de la tranquilidad necesaria para leer mi guÃa de televisión o mis novelas norteamericanas. En las excursiones del colegio nunca tenÃa esa tranquilidad. Todo el mundo querÃa saber lo que yo creÃa que debÃamos hacer con una chica que le robaba el novio a otra, o que me ocupara de que Yael dejara copiar sus deberes a los demás, porque antes habÃamos sido amigas y yo era la única a quien aún hacÃa un poco de caso. En el tren, como soldado, no tenÃa nunca que preocuparme de los problemas de nadie, ni meterme en chismorreos.
Una cosa alucinante que pasó gracias a la boina azul es que una vez un soldado, un chico, se echó a llorar al verme. DebÃa de tener una falta en el expediente y sabÃa que llevaba algo mal o que le faltaba alguna cosa, asà que lloró y se fue corriendo, lloró y corrió más rápido.
La boina azul tenÃa algunas cosas buenas, pocas, pero ninguna implicaba tener amigos. No eran cosas que pudiera imaginar dentro de mi cabeza antes de quedarme dormida.
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Aquella noche, después de la mañana en que Fadi me dijo que se habÃa lastimado, imaginé que Fadi estaba durmiendo fuera, en la alfombra de esparto junto a la puerta de su casa. Imaginé que su Nur le habÃa cambiado la cerradura y que tenÃa que mear en la calle, y que aguantaba despierto hasta las dos de la madrugada porque le daba mucha vergüenza que pudieran verlo los vecinos. Le daba mucha vergüenza el dolor de aquella urgencia humana rutinaria, y el alivio que sentÃa cuando al fin meaba. Lo vacÃo que se sentÃa después. Como si hubiera vaciado todo lo que tenÃa dentro y tan solo pudiera mostrar un charco de orina y una alfombra por cama y una puerta cerrada con llave. Se despertó cuando un perro de tres patas le meó en la cara. Nada más habÃa dormido una hora, pero tenÃa que emprender la marcha hacia el control, y asà lo hizo, y mientras caminaba pensó que la vida que llevaba era culpa suya, pero yo supe que en realidad era culpa mÃa, que era yo la que imaginaba aquellas cosas que le pasaban, y me sentà un poco mal por hacerle caer tan bajo, pero me dormà a los pocos minutos de imaginar esas cosas, y eso era una bendición. No habÃa usado nunca la palabra «bendición», ni siquiera en mis pensamientos. La gente como Yaniv la usaba constantemente, pero en ese momento fue la primera palabra que acudió a la mente, y la única.
Y además, todo eso âla alfombra, la puerta cerrada, la orina en la calle, el perro de tres patasâ eran cosas que imaginaba para dormirme, porque al dÃa siguiente Fadi llegó al control al volante de un coche.
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Esperé y esperé y esperé a que apareciera. Eran más de las nueve, y con cada nuevo obrero prácticamente idéntico que me mostraba el documento de identidad y no era Fadi, más eufórica me sentÃa. SabÃa que no podÃa ser verdad, pero también estaba convencida de que después de que Fadi se despertara cuando el perro de tres patas le meó en la cara, habÃa echado a andar hacia el control pero lo habÃa pensado mejor y habÃa dado media vuelta. Que habÃa decidido, de verdad, en serio por una vez, que no irÃa. No estaba segura de adónde habrÃa ido al dar media vuelta, pero pensaba que solo era porque me habÃa dormido antes de imaginarlo. Me habÃa dormido rapidÃsimo.
Estaba contenta de dormir bien. Me alegré por mà de que Fadi no apareciera, pensando que en mi interior quedaban algunos buenos sentimientos de los que no era consciente. Tan poco cansada estaba que incluso tenÃa tiempo para creer que era mejor persona de lo que pensaba. Casi me daba la sensación de no estar en el ejército. De no haberme incorporado aún al ejército. Miré a Yaniv y me esforcé por no odiarlo. Solo veÃa su cuerpo, de pie en el asfalto, porque habÃa metido la cabeza por la ventanilla del coche que inspeccionaba. Evoqué su cara dentro de mi cabeza, la cara que no podÃa ver, y traté de no odiarlo. TenÃa las cejas puntiagudas, pobladas, como flechas peludas.
Entonces oÃ. El grito.
Cuando vi a Yaniv manchado de rojo y saltando hacia atrás, no entendà que lo que habÃa en su cuello era sangre. Traté de pensar qué era, pero no entendà que era sangre. Más tarde recordarÃa que, por el modo en que Yaniv agitaba los brazos al dar un paso atrás, y luego otro, me di cuenta de que él sà sabÃa que era sangre. En ese preciso momento hubo una cosa en el mundo que Yaniv entendÃa y yo no.
Yaniv se desplomó en el suelo y dejó de moverse. A mi alrededor habÃa murmullos, pero no capté las palabras. Las voces de los obreros de la construcción palestinos. Las voces de los contratistas israelÃes. Las voces de soldados. Sonaban distintas una de otra, pero también como si gritaran las mismas palabras, palabras que se me escapaban. Miré al suelo y vi caer mi boina azul sobre la arena, a plomo, y sin saber por qué fui a recogerla y me quedé paralizada. Me inmovilicé en esa postura, como una niña tratando de impedir su caÃda de un columpio para siempre.
Hubo un disparo. No vi quién disparaba, o dónde impactaba la bala; solo lo oÃ, creciendo a medida que recorrÃa la arena, y la cola, y la barricada de hormigón donde yo seguÃa tratando de impedir una caÃda inexistente.
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El hombre que apuñaló a Yaniv era Fadi. El disparo no lo habÃa alcanzado y, aunque estaba más pálido de lo habitual cuando los oficiales lo sacaron a tirones del coche, supe que era él porque lo conocÃa muy bien. Me habÃa acompañado durante tres noches de sueño reparador.
No me miró, ni con la barbilla ni con los ojos, cuando se lo llevaron. No sabÃa que existÃa, que yo existÃa en el mundo y veÃa cosas.
Sus ojos eran los de un hombre en el que la preocupación ha muerto.
Olvidé a Fadi. Lo olvidé. Y a Yaniv. Olvidé durante un tiempo. Volvà a recordar hace solo dos dÃas. Recordé el trayecto hasta el control, la mañana después de que degollaran a Yaniv. Mi cabeza. Recordé mi cabeza. La piel metálica del furgón blindado no paraba de golpearla en todo el trayecto hasta el control. Pum, pum, pum. No dejaba de golpearme la cabeza contra el metal, con cada giro de las ruedas, sin aprender. Me empeñaba en no aprender y en querer apoyar la cabeza en mi hombro derecho, y me golpeaba de nuevo.
Solo me acordé, por el furgón, cuando llegué a Tel Aviv hace dos dÃas y me puse a buscar apartamento. TenÃa algún dinero ahorrado para empezar, de los nueve meses que servà como oficial y tuve un sueldo. Rellené los formularios para ir a la escuela de oficiales al dÃa siguiente de que Yaniv muriera. No querÃa seguir siendo una chica retrasada en un control. No podÃa.
En cualquier caso, desde hace unos meses soy oficial, y ahora empiezo una nueva vida. Evidentemente, primero busqué en los barrios más jóvenes de Tel Aviv, en los que hay ese servicio de taxis grandes. En realidad son furgonetas en las que el taxista puede montar hasta diez pasajeros, y los deja en el lugar de su ruta que le pidan. Qué más da, la cuestión es que cuando iba buscando casa, cogà uno de esos taxis de Tel Aviv, el número 5, y el viaje, bueno, supongo que fue como la seda. En serio, no me golpeé ni un codo.
Pero justo hace una hora he alquilado un apartamento cerca de la plaza Rabin. Evitaré hablar de dinero, que es de mal gusto, pero digamos que con lo que tendré que trabajar para pagar el alquiler, los furgones blindados no pueden alejarse demasiado de la memoria. Y Fadi. Pago por estar en este barrio, porque aquà los taxis son iguales que en cualquier lugar del mundo. Son amarillos, y son coches. Por aquà no hay de esas furgonetas raras.
Y también sé que recuerdo a Fadi porque, aunque conciliar el sueño ha sido una bendición desde el dÃa que degollaron a Yaniv, por alguna razón últimamente hubo una o dos noches en que tuve que ver la televisión hasta quedarme dormida. Necesité que los colores que irradiaba la caja se me metieran en los ojos para poder cerrarlos.
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Aquella noche. Aquella noche oà a las chicas marroquÃes y etÃopes hablando bajo la pérgola, junto a los barracones.
Fui al cuarto de baño y miré el espejo. Trabé el pomo de la puerta con mi fusil para que nadie pudiera entrar, aunque sabÃa que todas las chicas estaban fuera fumando, que se pasarÃan horas asà y que me dejarÃan en paz.
Me quité las botas, luego los calcetines. Eran blancos, y recuerdo que me horroricé al darme cuenta de que habÃa llevado calcetines blancos el dÃa entero, porque cuando estábamos en los controles solo nos permitÃan llevar calcetines oscuros. Y, aunque era soldado de la unidad de tránsitos de la policÃa militar, no dejaba de ser soldado de la policÃa militar, que representaba la boina azul y todo eso.
Recuerdo que esa noche lo que me horrorizó fueron aquellos calcetines blancos.
El cinturón, los pantalones caquis, la camisa caqui, la camiseta interior caqui, el sujetador, las bragas que me habÃa puesto del revés porque me habÃa quedado sin ninguna limpia. Me lo quité todo y me miré desnuda en el espejo manchado. Los pechos, demasiado grandes, las lÃneas que se me marcaban en la comisura de la boca y que antes no estaban.
Entonces vi que era una soldado, y seguà mirando, mirando, mirando y no tuve miedo. Fue pocas semanas antes de cumplir diecinueve años. Fue la noche antes de rellenar los impresos para irme voluntaria a la escuela de oficiales. Entonces vi que era una soldado y supe que serÃa una oficial, y no tuve miedo.
Aquella noche no me duché. Pensé en Nur; pensé que se habrÃa duchado y que habrÃa empezado ya a moverse para sacar a Fadi de la cárcel israelÃ, y que era una mujer fuerte. Y entonces recordé que era fruto de mi imaginación, que yo la habÃa creado, que yo era una soldado y Nur no era real.
Aquella noche. Aquella noche oà a las chicas marroquÃes y etÃopes hablando bajo la pérgola, junto a los barracones.
Metida en la cama, sin duchar, las oà decir que el cuchillo con el que el palestino del coche habÃa matado a Yaniv le cortó el cuello casi en dos. Y habrÃa pensado en la cara de Yaniv, en sus cejas puntiagudas, pobladas. Y me habrÃa preguntado qué querÃan decir las chicas con «casi en dos», pero me dormà antes de que me diera tiempo. Me dormà sin pensar en nada. Fue fácil. Cualquier cosa es posible si se persevera.