La gente como nosotros no tiene miedo (3 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Y me doy cuenta de que no conozco a nadie fuera de las mil casas del pueblo, de que estoy aquí sola en el asfalto tibio.

Le digo al conductor que mejor me quedo donde estoy.

 

 

No subo a la montaña

 

Y es que ya no quiero volver a subir a buscar cobertura junto a la antena de telefonía móvil solo para hablar con alguien. Bajo por el camino de losas de barro, cruzo las rejas de las bicicletas y el basurero hasta el cajero de cintas de vídeo, y uso un billete de veinte siclos para alquilar
Chicas malas,
porque es la única película que queda en el cajero que solo he visto una vez.

Ahora que tengo cambio, vuelvo al final del pueblo. El auricular de la cabina está tan polvoriento que brilla, y al descolgarlo me sorprende que tenga línea. Puede que sea la última cabina de todo Israel. Hace unos años el gobierno las arrancó una por una y se las llevó en un camión.

Quiero oír la voz de mi madre para asegurarme de que ella no se ha ido también.

Pero no la llamo a ella.

Avishag no contesta hasta que llamo por tercera vez. Mi madre no es la primera a la que llamo, no porque prefiera hablar primero con Avishag, sino porque saber algo casi seguro es mejor que arriesgarse a saber algo que no quieres saber.

—Tu madre va a volver, ¿lo sabes, no? —le digo.

Cuando lo digo sé que quizá no vuelva. Cuando lo digo sé que fue Avishag la que escribió en el cuaderno aquella mañana, no Dan.

—Siempre estoy sola, Yael —contesta Avishag, con voz ensopada—. Incluso ahora.

 

 

Que nadie nos llame

 

Espero mucho rato a que Avishag venga a buscarme. Me siento a esperarla en el suelo al lado de la cabina. Noto el sabor del sudor, la sal y el maquillaje que me chorrea de la nariz a los labios. Ha dicho que vendría.

Y viene. Viene, pero no viene a buscarme. No vamos a casa. No decimos nada. Se acerca caminando hasta mí y entonces cambia de dirección. Sabe que hoy la seguiré adonde vaya.

Subimos la pendiente interminable de la colina. Espero que no lleguemos nunca arriba, aunque sé que lo haremos.

No hay sangre en el suelo al lado de la antena. Ni siquiera un trozo de ropa. Ni siquiera una bota.

A Avishag le cuesta creer que no haya nada. Quiere ver, por lo menos algo. Mueve desesperadamente la cabeza de un lado a otro. A la sombra de la antena no deja de buscar con la mirada, como hacía de pequeña mientras intentaba encontrar la última palabra de una sopa de letras.

Entonces es como si la antena fuera esa palabra. Como si de pronto se diera cuenta de que está ahí, después de mirarla fijamente varios minutos. Apoya las manos en la antena y la empuja y le da patadas.

Voy con ella, me pongo a escarbar en la tierra alrededor de los postes metálicos clavados en el suelo, y arremeto contra la antena con todo el peso de mi cuerpo.

Intentamos derribar la antena hasta que oscurece. No dejamos de intentarlo una y otra vez.

No hablamos. No vamos a hablar. Hemos hablado suficiente.

Aquí no necesitamos una antena de telefonía móvil.

 

 

Los hijos de los RPG

 

Los hijos de los RPG eran niños de nueve o diez años, así que eran muy pequeños y, claro, eran niños. Y el RPG es un arma muy, muy pesada, de modo que un solo niño no puede con ella, tienen que ser dos, y los niños levantaban las armas y las sostenían entre dos, uno por delante y otro por detrás. Cuando disparas un RPG, por delante lanza un misil tan potente que podría llegar a atravesar un tanque israelí. En cambio, por detrás despide fuego; no es que sea una gran llamarada, ni que sea necesaria, solo forma parte del funcionamiento del arma que despida fuego por detrás. Así que uno de los hijos del RPG aguantaba el lanzamisiles sobre el hombro, y detrás se ponía el otro, de puntillas, sosteniendo la parte posterior. Y entonces cuando disparaban el misil, al niño de atrás se le prendía fuego en la cabeza, y en los hombros, y enseguida el fuego le llegaba a las sandalias, si las tenía. Nadie advertía a los hijos de los RPG.

Nadie hablaba con ellos, nadie les decía nada, ni a los niños que aguantaban delante ni a los que aguantaban detrás, pero una cosa muy interesante es que muchas veces el niño de delante saltaba encima de su amigo y lo abrazaba, y eso aumentaba significativamente el número de víctimas, que aquel niño no se quemara solo.

Todas las chicas gritando a la vez

 

Las reclutas del campamento militar formamos en un cuadrado perfecto al que le falta uno de los lados. La comandante está frente a nosotras, de cara al sol de mediodía. Entrecierra los ojos. Grita.

—Levantad la mano si lleváis lentes de contacto.

Dos chicas levantan la mano. La comandante dobla el brazo para mirar el reloj. Las dos chicas hacen lo mismo.

—Quiero que vayáis a vuestra tienda y estéis de vuelta en menos de dos minutos treinta segundos. Sin las lentes de contacto. ¿Entendido? —chilla la comandante.

—Sí, comandante —chillan las chicas, y activan los relojes con un pitido. Echan a correr. Nubes de polvo siguen el trote de sus botas.

—Levantad la mano si sois asmáticas —grita la comandante del campamento militar.

Ninguna de las chicas levanta la mano.

—¿Sois asmáticas? —repite la comandante con un alarido.

—No, comandante —gritan todas las chicas.

Yo no grito. Pensaba que no hacía falta, porque no había levantado la mano.

—¿Eres asmática, Avishag? —aúlla la comandante, mirándome.

—No, comandante —grito.

—Entonces la próxima vez contesta —dice la comandante—. Bien alto, para que pueda oírte, igual que a todo el mundo.

En el campamento militar para reclutas de las FDI, el único campamento de infantería de combate para mujeres, no sabemos lo que será de nosotras si levantamos la mano y preguntamos según qué. Yo sé menos todavía, porque fui la primera de las chicas de mi clase a la que reclutaron y no tuve amigas que me informaran, y mi hermano Dan tampoco me contó nunca nada del ejército, ni cuando estaba vivo. Cuando murió, me molestó tanto que la gente me preguntara si pensaba hacer el servicio militar que me alisté voluntaria en las fuerzas de combate solo para que se dejaran de suposiciones. Quise hacer algo para que la gente no volviera a dar nada por supuesto nunca más.

En mi campamento militar nunca puedes hacer suposiciones. Hace una semana nos pidieron que levantáramos la mano si pesábamos menos de cincuenta kilos. Luego nos pidieron que levantáramos la mano si habíamos compartido agujas o mantenido relaciones sexuales sin protección poco antes de que nos reclutaran. Era difícil hacerse suposiciones con eso. El ejército quería nuestra sangre. Dos litros, pero te daban Kool-Aid y pan blanco mientras tenías la aguja dentro. Las zorras y las drogatas declaradas se lo servían a las chicas que abrían y cerraban los puños para bombear la sangre.

—Más rápido —gritaba la comandante.

—Siento como si tuviera la mano cubierta de hielo —dijo otra de las reclutas—. Como si la tuviera congelada —estaba estirada en el catre de campaña enfrente del mío. Quise alargar el brazo y darle la mano para que no sintiera tanto el frío, para sentirme menos sola. No pude. Porque llevaba una aguja clavada en el brazo, porque habría sido un error. Mi madre me dijo que si quería un buen destino después del campamento militar debía aprender a controlar mi boca. Mi madre en otros tiempos fue oficial, y ahora también es profesora de historia y todo. Se marchó a Jerusalén unas cuantas semanas cuando Dan murió, pero al final tuvo que volver y me ayudó a prepararme para el servicio militar. Las madres sin marido siempre vuelven.

La chica del catre de campaña al lado del mío se acojonó. Apartaba el brazo con la aguja de su cuerpo, como si estuviera poseído. Se le puso la cara roja.

—Creo que me están sacando demasiada sangre. ¿Alguien puede comprobarlo? ¿Alguien puede venir y comprobar que no me estén sacando demasiada sangre?

Yo sabía que no debía decir nada.

—Quiero irme a casa —dijo la chica—. Esto no me gusta.

Parecía muy joven. Y al final hablé.

—No pasa nada —fue lo que dije.

Ahí fue cuando intervino la comandante.

—Nadie te ha dicho que puedas hablar —gritó.

Solo me castigaron a mí. Durante la hora de la ducha tuve que cavar un hoyo en la arena donde cupiera una roca del tamaño de cinco cabezas. La comandante dijo que la roca representaba mi «vergüenza». Sonreía mientras lo explicaba. Ninguna de las chicas me ayudó. Se quedaron en fila sobre la arena esperando su turno para las duchas, mirándome.

Ahora el ejército quiere que sepamos lo que es la asfixia. Por eso nos preguntan por las lentes de contacto y el asma. Hoy es el día del ABC. Atómico, biológico, químico. Nos dijeron que cualquier soldado debe pasar esta prueba, no sólo las chicas de las fuerzas de combate, pero para nosotras es especialmente importante, porque tendremos que mantenernos en activo en caso de un ataque no convencional.

Formamos en dos filas en lo alto de una duna. Nos ayudamos unas a otras a colocarnos las máscaras.

—Lo estás haciendo todo mal, Avishag —me chilla la comandante—. Todo mal.

Al ajustarme una de las gomas elásticas negras siento el pelo tan tirante como si quisieran arrancarme un mechón de cuajo. Solo que no me sueltan. La máscara va a quedarse donde está.

Con las máscaras parecemos cuerpos de soldados con cabeza de perro robótico. El filtro gris y grande sobresale como un hocico. El sol calienta el plástico negro de la máscara y el calor irradia hacia dentro. El plástico trasparente del visor está manchado y, adondequiera que mire, el mundo parece encapsulado y distante, un cuadro barato y sucio de arena, y más arena desde otro ángulo.

La comandante recorre la fila, y a su paso va rompiendo unos platanitos de plástico.

—En vuestros kits de supervivencia hay varios platanitos de estos. Si rompéis uno y seguís oliendo a plátano, es que vuestra máscara no está bien sellada.

Siento que la goma me aprieta tanto que me corta la circulación de las venas en la parte posterior de la cabeza. Cuando la comandante pasa a mi lado sacudiendo el platanito, noto el olor. A plátano. Plátano y arena.

—Huelo a plátano y... —digo. Mi voz retumba en el interior de la máscara. Las palabras me fallan. Quiero hablar. Sin parar. Sobre Dan. Sobre las cosas que Yael dijo y que aún no entiendo. Sobre cuando se queman las plantaciones de plátanos que hay al lado de nuestro pueblo. Todo. Soy una idiota. Como si lo que yo pienso importara.

—Nadie te ha dado permiso para hablar —grita mi comandante—. Búscate a alguna de tus amigas para que te lo arregle —dice. Cuando dice «tus amigas» se refiere a las otras reclutas. Eso lo odio. Son otras reclutas. No son mis amigas. Incluso mi madre me dijo que al ejército no se va a hacer amigos. No te engañes, me dijo. Mira lo que le pasó a Dan.

La comandante nos hace entrar de dos en dos en la tienda de campaña. Mi compañera es una chica alta que se llama Gali. Vemos a una de las chicas que iban delante de nosotras salir corriendo de la tienda como si se quemara viva, babeando, con los ojos cerrados y llorosos, y de la nariz le mana una sustancia verdiamarillenta. Corre con la boca abierta y los brazos en cruz. Corre sin parar hasta que su pequeño cuerpo caqui se convierte en una mota en el horizonte desierto.

Gali se ríe, y yo también. Por Sarit, la hermana mayor de Lea, me enteré de que la tienda del gas lacrimógeno es el primer lugar donde las comandantes pueden mantener trato personal con sus reclutas. Les hacen cuatro preguntas, siempre las mismas:

¿Amas el ejército?

¿Amas tu país?

¿A quién quieres más, a tu madre o a tu padre?

¿Te da miedo morir?

Las comandantes se lo pasan de miedo, porque primero hacen estas preguntas cuando la soldado lleva la máscara puesta, pero luego se las vuelven a hacer cuando la soldado está en la tienda del gas lacrimógeno, sin la máscara, y ven cómo le entra el pánico. Ese es el objetivo del ejercicio. Entrenarte para que no te dejes llevar por el pánico en caso de un ataque atómico, biológico o químico. No le veo mucho sentido. Se lo dije a Sarit. Le dije, «En ese caso, ¿por qué no nos pegan un tiro para que sepamos lo que se siente?». «No te pases de lista», me contestó. Podemos salir de la tienda cuando creamos que nos estamos asfixiando. Sarit dijo que esperan que te quedes todo lo que puedas. «¿Cuánto es todo lo que puedas?», le pregunté. «¿Cuánto aguantas sin respirar bajo el agua?», me preguntó ella.

Nos toca a nosotras.

Gali y yo nos agachamos para pasar por debajo de los pliegues de lona. Dentro está oscuro y hace tanto calor que me da la sensación de que los botones del uniforme me quemaran las muñecas. Puedo notarlo. Puedo verlo. La tienda está llena de veneno. Lo sé, pero la máscara evita que me haga daño. Me siento una impostora.

Curiosamente, a la comandante se la reconoce a la primera con la máscara. Por la postura, con las manos a la espalda, sujetando la culata de su pistola. Mantiene la barbilla en alto. Empieza con Gali. Gali se yergue, y es aún más alta con la barbilla levantada.

—¿Qué tal te sientes con la máscara, soldado?

—Bien.

—¿Amas el ejército?

—Sí. Es duro, pero es una experiencia gratificante y aprendo mucho.

—¿Amas tu país?

—Sí.

—¿A quién quieres más, a tu madre o a tu padre?

—No puedo contestar a eso. Creo que los quiero a los dos por igual, pero de maneras distintas.

—¿Te da miedo morir?

—No.

—Quítate la máscara. Puedes salir cuando lo consideres necesario.

Miro a Gali mientras se desabrocha a tientas la banda elástica de la máscara y se la quita. Inmediatamente se le hunden las mejillas, como si aspirara por una pajita pinchada.

—¿Amas el ejército?

Gali abre la boca para hablar, pero al momento la cierra. Ya está babeando. Abre la boca de nuevo, esta vez menos, y emite un gruñido.

—Sí.

—¿Amas tu país?

Gali aletea con los brazos cerca de la garganta, como un pez.

—Aj —farfulla, mientras el moco de la nariz le cae hasta la boca. Sale corriendo como una cigüeña.

Ahora me toca a mí.

—¿Amas el ejército? —pregunta mi comandante.

—Sí y no. Quiero decir que sí creo que es importante servir en el ejército en un país como el nuestro, pero yo aspiro a la paz, y personalmente la verdad es que en el campamento militar se pasan muchas dificultades, y además...

—Basta. ¿Te da miedo morir? —pregunta. Se salta dos preguntas. Sabe que soy problemática, aunque apenas he causado problemas. Quizá no cuentan los problemas que provocas, sino los que llevas dentro. Creo que Dan me dijo eso una vez, pero qué sé yo de lo que decía o quería decir.

—No, no me da miedo morir —digo. Breve y conciso. Es lo que quiere oír, y también la verdad.

—Quítate la máscara. Puedes salir cuando lo consideres necesario —dice mi comandante. Suena diferente de como se lo ha dicho a Gali. Más contenido.

Me quito la máscara y al principio no siento nada más que el dolor del cuero cabelludo. Luego siento el fuego, el escozor. No puedo abrir los ojos. Dejo de respirar por la nariz. Pero abro la boca.

Y hablo. Llevo tanto tiempo esperando... Esta es mi oportunidad. Mientras me asfixie, tengo permiso. Yael y Lea no están aquí para ahogar mis palabras con su cháchara. No hay nadie de mi familia cerca para ignorarme. Que yo hable sirve a un objetivo. Que yo hable, que llore, es una cuestión de seguridad nacional. Una parte de nuestro entrenamiento. Estaré preparada para un ataque con armas no convencionales. Podría salvar a todo el país, así de preparada voy a estar. Me arde toda la cabeza, pero mi boca no para de largar palabras; saben a plátano y no se acaban, siguen sin cesar.

A mi comandante se le agotan las cuatro preguntas originales. Tiene que recurrir a otra.

—¿Cuál es tu recuerdo más temprano? —me dice. Era lo que se preguntaba antes de que a alguien se le ocurriera la brillante pregunta del padre y la madre.

No me voy por iniciativa propia. Ella me pide que me vaya.

Hablo y hablo y hablo.

Creo que estuve en la tienda de gas lacrimógeno más tiempo del que había estado nunca antes ningún soldado.

Es afuera donde no puedo respirar. No puedo abrir los ojos, y mis pies empiezan a correr por su cuenta, contra mi voluntad, cada vez más rápido. En la boca noto el sabor de la sangre que me baja de la nariz y me arde la garganta como si me hubieran echado aceite hirviendo. Siento como si me hubieran frotado la piel de la cara con papel de lija. Corro sin parar hasta que unos brazos me agarran en el aire y no me sueltan durante un buen rato. Cuando por fin recupero la visión, a través de las lágrimas me doy cuenta de que iba corriendo directa al precipicio. Fue mi comandante la que me agarró. Me sujetó, antes de que cayera. Ese era el trabajo de mi comandante.

Están convencidos de que hice trampas, aunque no se explican cómo. Por lo visto estuve en una tienda llena de gas lacrimógeno más de dos minutos y medio, y dicen que eso no es posible, sencillamente, que seguro que pasó algo raro. Yo hubiera dicho que estuve más tiempo hablando. Me dio la impresión de que en aquel rato conseguí contarlo todo, casi.

Después de cambiarme el uniforme, tengo que ir a ver al comandante de la base. Entro en la habitación, saludo con mi arma y lo miro de frente.

Veo que alarga el brazo y durante un segundo creo que va a sacar un arma. Que el comandante de la base va a matarme. A veces pienso cosas que sé que no son verdad. Solo ha sacado el paquete de cigarrillos. Se le ensancha la nariz al inhalar el humo. Me hace un gesto para que me siente frente a él, y cuando me dejo caer en la silla de despacho veo que tiene los pelos de la nariz blancos y parecen hilos de telaraña. Aplasta el cigarrillo en el cenicero, que es el casquillo verde de una granada de mano, y enseguida saca otro.

Parece que solo quiere matarse a sí mismo, y lentamente. No tiene ningún interés en matarme a mí. Me pone triste que se interese más por sí mismo que por mí. Ya sé que no soy realista, pero de todos modos me pone triste que la gente sea así. La mayoría de la gente es así. Dan era así, al final. Solo le interesaba matarse.

El comandante de la base dice que tengo que hacer las cosas como es debido. Que si no sé que muere gente. Espera que trate de pensar un poco en cómo ser mejor soldado.

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