Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Miller se echó a reÃr. Su risa sonó muy parecida a los ruidos de un bebé al atragantarse.
â¿Los carteles? ¿Los carteles? Es por los misiles. La guerra. Lo de siempre. Mi mujer ya no aguantaba más la guerra, querÃa volver a Inglaterra âdijoâ. «No podemos consentir que les pase algo a los niños» âañadió en inglés, imitando la voz de su mujerâ. «Tú tuviste la descabellada idea de venir a vivir aquÃ.»
Miller dejó de lanzar el plátano y lo sostuvo en la mano. Entonces hizo una cosa que parecÃa increÃble, pero fue verdad: se tapó la cara con las manos, sin soltar el plátano, y rompió a llorar. Costaba entender lo que decÃa.
âTendrÃa que haberme ido con ella âcreo que dijoâ. ¿Qué hay en un paÃs, si no hay una mujer?
Aún estaba borracha, pero no tanto como para que la escena no me incomodara. Bajé la mirada y solo entonces me di cuenta de que ya no llevaba el bidón de gasolina. Que ahora era Lea quien lo sostenÃa en una mano.
Por un instante pareció dislocada. Me miró como un gatito enfurruñado.
â¿Qué hacemos hablando de esto? âpreguntó, antes de abrir el bidón de gasolina y colocarse justo al lado de la silla de Millerâ. Miller, ahora voy a rociarte con gasolina âdijo, y fue lo que hizo.
Alzó el bidón en alto, pero luego lo bajó por debajo de la mesa y la gasolina empapó a borbotones los pantalones y los zapatos de Miller. Sus raÃces. El olor estalló; por alguna razón, me costó menos respirar. Miller seguÃa con la cara oculta entre las manos.
Lea dejó el bidón en el suelo, lo cerró y empezó a alejarse de Miller.
El hombre levantó la vista del suelo.
â¿Adónde vas? âpreguntóâ. Creà que habÃas venido a prenderme fuego.
âHe venido a hacerte exactamente lo mismo que tú le hiciste al olivo, y ya está hecho âdijo Lea.
â¿Y qué? âpreguntó Miller.
âSi fueras un olivo empezarÃas a morirte ahora mismo, pero no eres un olivo, y esa es la cuestión âdijo Leaâ. Lo que hiciste fue verter gasolina.
Miller se echó a llorar otra vez, aunque sin taparse la cara, enrojecida y surcada por el temblor de las venas y las lágrimas.
âNo âdijoâ. ¡Pedazo de animal! ¡Dijiste que ibas a quemarme, y eso es lo que vas a hacer!
âNo âdijo Leaâ. No puedo; eso no es lo que significa «exactamente».
Volvió hasta él, con la barbilla alta, fuerte. Prenderle fuego irÃa en contra de su lógica. Desde siempre, Lea habÃa hecho única y exactamente lo que en su mundo tenÃa sentido. Esa era mi Lea. Soberbia, rÃgida, una creadora de mundos.
â¡Quémame! Hazlo de una vez. No me importa âdijo Miller.
âNo âdijo Leaâ. Esto es lo que mereces. Quédate aquÃ. Quédate en esta silla. Esto es lo que mereces... ây habrÃa continuado, pero Miller se levantó de la silla y la agarró, retorciéndole el brazo hasta darle la vuelta. Entonces le metió el plátano sin pelar en la boca y empezó insultarla, primero la llamó mono, y luego una retahÃla de maldiciones, maldiciones que yo nunca habÃa oÃdo antes. Lea apretó los labios con la boca cerrada, y la piel del plátano se rasgó, esparciendo la pulpa blanca pastosa por la cara de Lea.
Fui corriendo y me puse a darle patadas a Miller con todas mis fuerzas. Patadas y más patadas, hasta que de pronto Lea me dio la mano y echamos a correr, salimos por la puerta y sin dejar de correr nos adentramos en el olivar.
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Cuando Lea estaba en el campamento de reclutas, su unidad tuvo que ayudar en el plan de retirada de Gaza. Necesitaban reclutas para recoger las pertenencias de los colonos que se negaban a marcharse voluntariamente, y eligieron a las chicas que se estaban entrenando en la policÃa militar. A mà aún no me habÃan reclutado. Lea me llamaba con historias de una chiquilla que empezó a comer arena cuando le dijo que no podÃa volver a entrar en su casa, y de cómo los bulldozers redujeron a polvo rojo todo un campus universitario en menos de doce horas. TenÃa historias, y volvió a necesitarme como amiga. Una mujer rusa se quemó a lo bonzo justo al lado de la carretera que Lea vigilaba.
âLo que es raro es lo de los helados âme dijoâ. Creo que tienen miedo de que a los soldados les afecte demasiado todo esto, asà que el ejército no para de darnos helados. Es como si fuera verano.
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Es
verano âle dije por teléfono.
âYa lo sé âdijoâ. Eso es lo raro.
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* * *
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Lea y yo cruzamos el olivar con paso firme al salir de la casa de Miller. Solo faltaban cinco horas para que me fuera en autoestop hasta Nahariya a coger el tren a Tel Aviv. Seguà caminando, intranquila. Un, dos. De pronto perdà el paso, levanté los brazos hacia arriba y me detuve a mitad de zancada.
âLea âdijeâ. Hagamos que somos olivos. Finjamos que hemos vivido miles y miles de años y que ahora estamos vivos.
Lea iba delante y dejó de caminar, pero no se volvió a mirarme.
âNo âdijoâ. No puedo.
âClaro que podemos âdijeâ. Podemos fingir. PodrÃamos ser árboles si quisiéramos.
âNo âdijo Leaâ. De verdad, no puedo. No puedo ser un árbol âmiró la tierra seca, amarillenta.
Y siguió caminando, su cuerpo se hizo cada vez más pequeño, hasta que llegó al patio de su casa. No fui tras ella. Me quedé en el olivar. Y al cerrar los ojos y abrirlos de nuevo, completamente inmóvil, ya no la vi, y solo estaba yo, detenida.
Intenté con todas mis fuerzas ser un olivo. Me dije que estaba viva, y vivÃ, e incluso cuando me explotaron tumores bajo los huesos y los depredadores me devoraron los ojos, pensé que me morÃa pero seguà viva. Me quedé allà plantada, con los ojos abiertos y los brazos contrahechos levantados en el aire; intenté ser un olivo para siempre, lo juro. Pero sin ella no podÃa fingir. Lo intenté durante horas. Hasta que llegó el momento de irme.
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En realidad al árbol lo mató un conejo. Nunca habÃamos visto ninguno en el pueblo, pero mi madre me contó que cuando se acercó a ver el árbol unas semanas después de que yo me fuera, vio el cadáver putrefacto de un conejo en el interior del tronco muerto. Se acercó porque la madre de Lea le habÃa dicho que algo olÃa fatal, pero estaba demasiado asustada y cansada para ir a indagar. El conejo estaba encogido dentro de sà mismo, y prácticamente no quedaba piel. La carne se mezclaba con la corteza y los gusanos. Si Lea y yo hubiéramos ido a echar un vistazo al árbol habrÃamos visto el conejo, pero no lo hicimos. Al final aquella noche no nos acercamos lo suficiente para verlo, o quizá simplemente no miramos. Jamás hubiéramos podido imaginar a un conejo muerto, porque nunca habÃamos visto uno vivo.
Lea se marchó también a Tel Aviv, unas semanas después de que yo me fuera. No me avisó. Me enteré un año más tarde. Mi madre me lo dijo por teléfono. Para entonces yo ya no estaba en Tel Aviv. Lo supe una semana después de salir por primera vez del paÃs, antes de emprender el primero de muchos viajes por el mundo.
Esto es lo que pasó por la mañana, la mañana que me fui. Cogà mi mochila, la grande, la que usaba en el ejército. La habÃa preparado por la tarde, antes de ir a casa de Lea, con toda la ropa que aún me entraba, ropa que hacÃa dos años que no me ponÃa. Aparte de la ropa, la única cosa que cogà fueron las Normas. «Normas de uso de la nave espacial», que guardaba desde aquel dÃa que el conserje nos pidió que las quitáramos.
Me puse a hacer dedo en el sitio de siempre y esperé. Esperé más allá de la sombra, junto al asfalto que se extendÃa delante de mÃ, de espaldas al pueblo, y solo campos de plátano arrasados por el fuego a mi lado.
Un Fiat verde paró y me llevó hacia el sur, lejos de la frontera, hasta Nahariya, la parada de tren más al norte del paÃs. Esperé junto a cuatro soldados y una mamá en la estación. Luego subà al tren; subà al tren dormida.
Cuando cogà el tren a Tel Aviv aún no sabÃa lo del conejo muerto. Y ni siquiera pensé o soñé con el árbol. DormÃ, nada más. Me desperté unos minutos antes de llegar. La estación de tren estaba atestada de gente, habÃa mucha gente caminando de un lado a otro. Una mujer me rozó la mochila y me empujaron hacia delante. Al levantar la vista, vi a un hombre. RepartÃa propaganda de un servicio de telefonÃa móvil. Me di cuenta porque en su camisa ponÃa
Connecting People
. Me sonrió y se acercó, con un folleto naranja fosforescente en la mano. Me quedé quieta, completamente inmóvil. El peso de la mochila me irritaba la piel.
âPerdona âdijo el hombreâ. ¿Cómo te llamas?
âNo, gracias âdijeâ. No, gracias.
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Por haber nacido en la familia zubarÃ, la familia iraquà más numerosa de Israel, ni siquiera la histeria de Avishag era la suya propia. PertenecÃa a las mujeres de su tiempo y a las generaciones de mujeres zubarÃes que vivieron antes en Bagdad. Al principio Avishag llamó tristeza a su histeria y la alimentó como si fuera su criatura. Una mañana de febrero se despertó sin ganas de nada, sin recordar siquiera lo que era el deseo. TenÃa veintiún años, hacÃa ocho meses que habÃa salido del ejército. DeberÃa haber bajado a tomar el té de la mañana y el bocadillo de aceitunas que su madre le habÃa preparado para su almuerzo en la oficina, pero no pudo, porque no le vio ningún sentido. Se quedó en la cama todo el dÃa hasta que el hambre fue ácido estancado en el fondo del estómago y tuvo que bajar corriendo y engullir pan de pita congelado y beber tragos de agua pegando los labios al grifo de la cocina. Por lo menos mientras bajaba las escaleras corriendo quiso algo, pero en cuanto comió volvió a subir a la cama, porque no querÃa nada más.
Cuando empezaron las pesadillas, su abuela habló con su madre.
âTiene histeria âle dijo. Y tambiénâ: No queremos que se repita lo que le pasó a su hermano Dan.
Avishag y Mira, su madre, vivÃan en esa época en Jerusalén. La casa donde Avishag perdió las ganas de todo era la de su abuela. Su madre se habÃa ido a vivir allà antes de que reclutaran a Avishag. En la televisión estadounidense, ponerse histérica era empezar a chillar y llorar y ponerse rojo de rabia y romper la porcelana y reÃrse con crueldad. Sin embargo, esos eran comportamientos cotidianos para las mujeres zubarÃes. Cuando de verdad se ponÃan histéricas, las mujeres zubarÃes se quedaban en silencio e inmóviles, porcelana que daban ganas de romper. La histeria no duraba siempre, iba y venÃa; pero habÃa que ocultarla: de los futuros esposos zubarÃes, del resto de Israel que no fuera zubarà y mujer.
Cuando su ex mujer le permitió volver a visitar a su hija, que por lo visto llevaba meses sin salir de la cama, Avi no supo muy bien qué iba a hacer, aunque sabÃa que esta vez tendrÃa que hacer algo. Ya habÃa perdido a un hijo al que apenas conocÃa. Entonces recordó que justo después de salir del ejército, lo único que apaciguaba los lagartos que correteaban por su cerebro era dar vueltas en coche alrededor de las murallas de Jerusalén durante horas y noches. Asà que le compró un coche de segunda mano a su hija, que aún no tenÃa el permiso de conducir. Un coche que habÃa usado en otros tiempos una persona que ahora estaba desesperada. Seis millones de judÃos murieron en el Holocausto, y el coche que Avi le consiguió a su hija Avishag salió dos mil siclos por debajo del precio de mercado.
âSeis millones de judÃos, no es poca cosa âle dijo Avi a Avishag el dÃa que le regaló el coche.
Su hija no estaba segura de qué no era poca cosa. Se quedó mirando a su padre, protegiéndose con la mano los ojos del verano de Jerusalén.
âDos mil siclos, no es poca cosa âdijo Avi.
Le habÃa comprado el coche a una superviviente.
âEs una belleza âdijoâ. De Estados Unidos âel coche. La superviviente era polaca. Sobrevivió a los nazis, pero la muy puta no pudo engañarlo con el precio.
Avi habÃa llegado a Israel procedente de Libia. Estaba harto de oÃr hablar del Holocausto, porque nunca habÃa estado en Europa, ni siquiera habÃa ido a TurquÃa en uno de esos viajes organizados con «todo incluido». Y los europeos, los que habÃan sobrevivido y consiguieron llegar a este paÃs, eran quienes le habÃan arruinado la vida.
Le contó a Avishag que dar vueltas en coche era lo único que hacÃa respirables los dÃas cuando salió del ejército. QuerÃa que Avishag aprendiera a conducir.
Seis millones de judÃos murieron en el Holocausto, y Avi regateó con la mujer que le vendió el coche hasta sacárselo por dos mil siclos menos de lo que costaba en el mercado. Avishag no habÃa querido montarse en el asiento del conductor ni una sola vez. Al principio, cuando consiguió el coche, Avi la recogÃa en casa y la llevaba a dar vueltas. Pasaron las semanas. Después no pudo ir tan a menudo porque estaba ocupado con su trabajo de constructor, o con su nueva mujer, sus nuevos hijos. Siempre habÃa alguien enfermo; uno de los obreros palestinos de la obra siempre faltaba al trabajo.
Avi empezó a despertarse en mitad de la noche. Pensar que se habÃa dado por vencido entibiaba sus sudores nocturnos.
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âSonrÃe âle dijo a Avishag antes de empezar la «clase de conducir» número veinte. HacÃa meses que le habÃa comprado el coche. Avishag, con unos pantalones cortos de chico, lo estaba esperando en el aparcamiento delante del edificio de su madre, y lo miró entornando los ojosâ. Ahora viene cuando sonrÃes âdijo Avi. Sacó sus cigarrillos Time del bolsillo de los vaqueros.
Avishag apretó la barbilla contra una clavÃcula y soltó el aire. Al pasarse la lengua por la parte posterior de los dientes notó el sabor de la mañana. Eran más de las dos de la tarde, pero su madre no habÃa conseguido sacarla de la cama hasta hacÃa diez minutos. Era el dÃa que antes se habÃa levantado de la cama en un mes. DebÃa de llevar más de una semana con los pantalones cortos de chico. Hasta su madre se habÃa dado por vencida con ella. «Que tu padre se ocupe un poco de ti âdijoâ. A ver cómo se las apaña».
âVaya familia de lampreas muertas, solo sabéis chupar la sangre âdijo Avi, dando una palmada en el capó del coche, como si le hablara de hombre a hombreâ. Tu madre, y sus hermanas, y la madre de tu madre, y tu hermana, y tú âseñaló a Avishag.
Avishag no querÃa ser una lamprea muerta que solo sabÃa chupar la sangre, como la llamaba su padre. No querÃa ser una mujer muerta que solo sabÃa chupar la sangre. No querÃa ser una mujer muerta. Aunque tampoco sabÃa qué era lo que querÃa.
No era culpa suya, se recordó Avi. Su hija sufrÃa histeria. Era hereditario, un rasgo iraquÃ. Al principio, de todos modos, intentó preguntarle qué le pasaba, deseando que hubiera un problema concreto. Incluso esperó que se tratara de un novio, quizá un oficial, alguien que le hubiera hecho daño, para poder ir él y devolverle el daño, pero cuando le preguntó qué le pasaba, si habÃa un chico o un hombre en su vida, Avishag dijo que no. Ãltimamente ya no le hacÃa muchas preguntas. Solo pedÃa que su hija mejorara.
âPor favor âdijo Avi, juntando las palmas de las manos, mientras aguantaba en equilibrio el cigarrillo entre sus gruesos labios.
âGracias por venir, papá âdijo Avishag al fin.
âAy, cielo âdijo Avi, quitándose la sonrisa manchada de nicotina y las gafas de sol. Le dio unas palmadas a Avishag en la espaldaâ. Solo deseo que tengas todo lo que quieras âdijo.
Avishag querÃa subir a casa y volver a dormir. La obligaban a salir un rato de casa. Su madre la habÃa sacado de la cama echándole agua en la cabeza. TenÃa los ojos abiertos y aún le escocÃan un poco, aún recordaban de la impresión.
Avi volvió a ponerse las gafas de sol baratas y lanzó un beso en dirección a Avishag, gesticulando una explosión con la mano en los labios, un gesto más apropiado para un chef italiano alabando la pasta que para un padre libio animando a una hija abatida.
â¡Vamos, nena, a conducir!
Llevaban veinte «clases». Ya basta, pensó. A veces hay que saber que todo tiene un lÃmite.
Hizo girar las llaves en un dedo. El llavero era el escudo del equipo de fútbol de Jerusalén. Avishag no podÃa apartar la mirada del llavero que daba vueltas entre los nudillos peludos de su padre; era amarillo y negro, de espuma. Avi, a la edad de Avishag, ya estaba casado con su madre.
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Cuando Avishag tenÃa cinco años, su madre sufrió de histeria. Un año entero. Más adelante, después de parir a su tercer hijo, la sufrió otro año más. Avi podÃa contar con los dedos de una mano las veces que aquel mes vio a su mujer salir de la cama. Un dÃa Avi rompió con una mano una botella casi vacÃa de Araq contra la encimera de granito de la cocina. El olor anisado le recordó al regaliz negro que su padre le compraba en una tienda de golosinas de TrÃpoli. Avi entró en la habitación. Su mujer yacÃa a oscuras, con los ojos cerrados, los labios prietos. Avi estaba muy, muy borracho. Se dejó caer con todo el peso de su cuerpo sobre su mujer, pero ella no se despertó. Empezó a chillarle.
â¡Despierta! ¡Despierta!
Empezó a cortar. El cristal de la botella era mucho más afilado de lo que jamás hubiera soñado.
Ah, y soñaba. Vaya que si soñaba. Soñó durante años, después de aquello. Una década. O más.
En su sueño sujetaba una esquirla minúscula de cristal reluciente y, al hundirla en la clavÃcula angulosa de su mujer, una lÃnea roja, una lÃnea geométrica, se proyectaba hasta el techo. Cuando la lÃnea llegaba al techo, se convertÃa en un charco suspendido en el aire de la habitación, hasta que de repente caÃa y se vertÃa sobre la cama salpicándolo todo de rojo. En su sueño se ahogaba en la sangre caliente de su mujer.
En la vida real solo la hirió. Cuando se divorciaron la cicatriz del cuello ya no se distinguÃa. En la vida real fue la asistenta social, la asistenta social alemana, la que hizo que su mujer se divorciara de él.
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âHay un aparcamiento abandonado cerca de Motza âdijo Avi el dÃa que llevaban veinte clases de conducir, y giró el volante hacia la derecha. Puso una cinta en el radiocasete, una canción que se sabÃa ya cuando vivÃa en TrÃpoli, donde todas las mujeres eran morenas y jóvenes y no habÃa hijas como la suyaâ. Es un sitio estupendo para aprender a conducir âdijo.
Avishag abrió la boca, pero solo para meterse un mechón de pelo.
âDi algo, lo que sea âle pidió Avi.
Ella habÃa aprendido la lección.
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Antes de que Avishag se citara con el médico militar, el que le firmó los papeles para salir del ejército antes de cumplir los dos años de servicio, Yael le habÃa dicho que, si las cosas de veras estaban tan mal en la frontera con Egipto, bastaba con decir algo, lo que fuera. Cualquier cosa, daba igual. PodÃa decir que se creÃa una mariposa, que se meaba en la cama, explicar que era su oso de peluche el que le compraba los cigarrillos. PodÃa decir que ya se habÃa metido en lÃos una vez y que si no la sacaban de allà harÃa algo para volver a la prisión militar, igual que cuando acabó presa por desnudarse en una torre de vigilancia. La cárcel le gustó tanto que fue difÃcil volver a la rutina. Algo, cualquier cosa que le diera al médico una excusa para decir que estaba loca. Tardó dos semanas en que la derivaran a un psiquiatra militar, pero Yael decÃa que dejar de ser soldado era fácil. No quieren responsabilidades. En este paÃs hay soldados de sobra.
Y sin embargo, cuando el médico se acodó en el escritorio y le preguntó por qué querÃa hablar con él, Avishag se quedó en blanco.
Paseó la mirada por la consulta. El cenicero estaba limpio; el mármol relucÃa. En la pared habÃa un mapa del paÃs, como en el despacho de cualquier otro oficial. Encima de los cajones de su escritorio habÃa una pecera sucia. Los peces nadaban en cÃrculos, dorados y azul zafiro y con agallas. Avishag no habÃa visto nunca a un médico. Los zubarÃes, como buenos iraquÃes, no creÃan en la medicina. Escoger una frase absurda entre los millones de opciones que existÃan le resultó imposible. No le salió la voz.
El médico carraspeó.
â¿Y bien? âdijo.
Al final optó por decir algo que se acercaba a la verdad.
âEsta pecera me hace pensar en el Holocausto de los peces.
No recordaba de dónde habÃa sacado la idea; la rescató de una masa de agua insondable, aunque tampoco era pura invención. Dos dÃas después la eximieron del servicio militar. Después no habló mucho con Yael porque no soportaba decirle que la habÃan eximido por una frase absurda que se acercaba a la verdad.
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En las montañas que rodean Jerusalén, habÃa una camioneta cubierta de pegatinas fosforescentes parada delante del coche de Avi.
«El pueblo de la Eternidad no tiene miedo», decÃa una de ellas. «Solo podemos confiar en Nuestro Señor que está en los cielos.»
âNo hagas eso, cariño âdijo Avi.
Avishag se habÃa metido en la boca la punta de su coleta negra. Abrió mucho la boca, como una anciana, y la coleta cayó, balanceándose sobre su pecho.
âAsà está mejor âdijo Avi.
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Después de que los rabinos aprobaran por fin el divorcio, Avishag y su padre solamente se habÃan podido ver en presencia de la asistenta social alemana. Llevaba el pelo teñido de rubio montado sobre la cabeza como un castillo de arena y tenÃa una naricita rosada, un hocico. Los miraba apoltronada en una butaca de cuero, mientras Avi y Avishag se sentaban en sillas de madera de colores, sillas de niños. A Avi no le cabÃa el culo en la silla; se retorcÃa como un gusano frito. Avi iba en coche hasta el norte, adonde Mira se habÃa mudado. En el pupitre diminuto habÃa puzles de patitos sonrientes y muñecas Barbie y libros. Avishag se metÃa un mechón de pelo en la boca y lo miraba fijamente. Dan, su hijo, se negaba a verle. La asistenta social alemana decÃa que era mayor para tomar esa decisión. TenÃa doce años. Mira dijo que llevarÃa a la niña más pequeña si las cosas «iban bien» con Avishag.
âPodrÃa leerle un cuento âsugirió la asistenta social de cara porcina. Se restregó la nariz con la mano, de piel arrugada.
Era, con mucho, la sugerencia más estúpida que Avi habÃa oÃdo en la vida. Si las cosas hubieran tomado otro rumbo, en aquel momento esa mujer estarÃa llenándose la boca con una salchicha de cerdo en una cafeterÃa de BerlÃn, y él estarÃa montando a caballo con su hija por los mercados de TrÃpoli, comprándole khol negro para los ojos y pañuelos morados. En TrÃpoli las chicas empezaban a llevar maquillaje desde los ocho años, y siempre se cubrÃan el rostro con un pañuelo. Esa mujer ni siquiera usaba pintalabios, y Avi habrÃa jurado que el nacimiento de su pelo retrocedÃa a marchas forzadas. Esa mujer no sabÃa qué era ser mujer.
âYo no leo âdijo Avi. QuerÃa decir que no sabÃa leer, o al menos no para atreverse con un libro.