Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Observó que Lea cascaba las nueces haciéndolas rodar sobre la tabla de madera. OÃa el roce de su coleta. Notó algo distinto. Cuando Lea se agachó bajo el fregadero para tirar las cáscaras de las nueces, vio que se movÃa despacio, metódicamente, doblando las rodillas, manteniendo la espalda erguida.
â¿Te duele la espalda o algo?
â¿No te acabo de decir que tenÃa las cosas bajo control? âdijo Lea. Se incorporó de nuevo, agarró el cuchillo de untar.
Ron se desconcertó al ver cómo lo miraba.
âLo siento, lo siento. Es que no quiero que te hagas daño âdijo.
âA ti sà que te van a hacer daño si no cierras la boca âdijo Lea. Lo señaló con el cuchillo de untar. Entonces se acercó, dejó el cuchillo en el mostrador, alargó el brazo. Cogió a Ron de la mano. Su mano era suave, y cuando la vio sonreÃr Ron olvidó su preocupación, olvidó su pregunta, olvidó que en este mundo pudieran nacer preguntas.
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âMe gusta mi trabajo âLea habló de repente, uno de esos momentos antes del amanecer en que él la abrazabaâ. Me gusta poder darle a la gente lo que quiere. En los controles se oÃan un montón de historias increÃbles: todo el mundo tenÃa una madre no sé dónde a la que le quedaba menos de un dÃa de vida, la boda de un hijo que habÃa sobrevivido a un ataque de lobos malignos. Y lo único que yo podÃa hacer era decir que tenÃa las manos atadas porque llevaban un permiso del color equivocado, o porque llegaban cinco minutos tarde.
Ron no supo qué decir. La besó en el hombro.
âGracias por darme el trabajo âdijo ella.
â¿Alguna vez tuviste ganas de mirar a otro lado, de dejar pasar el control a alguien a quien no debÃas? âle preguntó Ron al cabo de unos momentos de silencio.
âA veces lo pensé, un poco. Entonces aquel hombre degolló a uno de los nuestros desde la ventanilla de un coche. Se suponÃa que no debÃamos acercarnos tanto a los coches, pero aquel soldado lo hacÃa. Supongo que el hombre del coche también pretendÃa tener una historia. Y cuando me convertà en oficial ya no podÃa dejar pasar a la gente, porque entonces era una oficial.
El cuerpo de Lea era mucho más pequeño que el de Ron; al abrazarla aún parecÃa más pequeño. Cuando Lea bebÃa más de la cuenta, a veces tenÃa que cargar con ella por las escaleras. Y aun asà sabÃa que habÃa hecho cosas de las que él serÃa incapaz; bueno, quizá hubiera sido capaz, pero de todos modos no las habÃa hecho. HabÃa transcrito programas árabes en un despacho. Saberlo hacÃa que le resultara más fácil y más difÃcil estrechar a esa mujer desnuda entre sus brazos. Más fácil porque sabÃa que ella era más fuerte; no lo necesitaba; simplemente lo querÃa. Más difÃcil porque siempre se preguntaba si sus brazos eran lo bastante fuertes.
âNo debió de ser fácil âdijo por fin. Las palabras seguÃan fallándole, pero tenÃa que decir algo y, abrazándola tan de cerca, esperaba que Lea lo entendiera.
âNo lo era âdijo ellaâ. Aunque Yaniv, el chico al que degollaron, ni siquiera me caÃa bien. TenÃa unas cejas puntiagudas muy pobladas, como flechas peludas.
â¿Por eso no te caÃa bien? âpreguntó Ron.
âParecÃan gusanos sorprendidos.
âNo pasa nada porque alguien no te caiga bien. No sabÃas cómo iba a acabar.
âPuede.
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La noche después de que aquella chica pidiera brownie de marihuana, vino otro bromista. Era un ruso gordo, borracho.
âQuiero carne tierna de bebé en pan challah âpidió de mala manera.
â¿Carne tierna de cordero? ¿De vaca? âpreguntó Lea.
âCarne tierna de bebé, zorra âdijoâ. Eso es lo que quiero.
Lea se quedó inmóvil y lo miró.
âVeo en tus ojos que serÃas capaz de hacerlo âdijo el hombre. TenÃa unas ojeras amarillentas, enfermizasâ. El cartel dice
A SU GUSTO
, ¿no? âpreguntóâ. Veo en tus ojos que serÃas capaz de hacerlo.
Lea se miró las sandalias. Luego levantó la vista. Miró a un lado, luego al otro. Ron nunca la habÃa visto tan asustada. Era como si el hombre le hubiera puesto una pistola en la cabeza, como si el mundo entero esperara fuera para ir tras ella.
Salió del quiosco y echó a correr.
Ron oyó sus sandalias resonando contra la acera.
â¡Espera! âla llamó.
Sacó un billete de quinientos siclos de la caja y se lo dio al viejo que siempre pedÃa un sándwich de pimientos rojos y amarillos.
âSi le echas un vistazo al negocio hasta que Vera empiece el turno de la noche, te daré más âle susurró al viejo.
No esperó a que le contestara. Echó a correr.
Ella era rápida, pero él también. Alcanzó a ver que se montaba en un taxi y tuvo la suerte de coger otro enseguida. Quiso decirle al conductor: «¡Siga a ese taxi!», pero se sintió estúpido. Ni siquiera sabÃa si era legal decir algo asà en la vida real. En lugar de eso, se limitó a decirle al taxista que le irÃa dando instrucciones sobre la marcha. Le dijo que sabÃa adónde querÃa ir, solo que no recordaba el nombre de la calle.
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Era una calle cara, desde luego. La vio bajarse en la plaza del Rabino y bajar por la calle Zeitlin. Le dio un billete de cincuenta al taxista y, sin esperar el cambio, bajó y la siguió sin apurarse. Entró en el edificio tras ella y esperó al pie de la escalera hasta oÃr que se cerraba una puerta en el tercer piso. Se preguntó cómo reaccionarÃa Lea, por qué no la habÃa llamado desde lejos. Se dio cuenta de que tenÃa curiosidad por saber dónde vivÃa; y, por más contento que estuviera de conocer a tres o incluso cuatro Leas, serÃa completamente feliz con una sola, con ella.
Esperó cinco minutos. Jugueteó con el polvo de las plantas de plástico del vestÃbulo.
Llamó a la puerta.
Lea abrió descalza, sin más ropa que una camisa blanca larga.
âNo deberÃas haberme seguido âle dijo.
âQuerÃa ver cómo es un piso de una habitación y media âtrató de bromear.
Ella no sonrió. ParecÃa cansada, más de lo que la habÃa visto nunca.
âVoy a entrar âle dijo.
Lea se hizo a un lado sin decir palabra, franqueándole el paso.
Solo alcanzó a entrever el salón y la cocina antes de que Lea le tirara del brazo. ParecÃa el apartamento de los padres de alguien. Los cojines del sofá tenÃan fundas de ganchillo e iban a juego con los cuadros de bodegones y puentes de las paredes. OlÃa a incienso; madera perfumada ardiendo.
En la habitación todo fue más rápido que en las noches de borrachera en su casa. Ella no le soltó las manos, colocándolas primero ahÃ, después allá, y luego en otro lugar. Lea lo empujó con fuerza sobre la cama cuando él intentó acariciarle el pelo. Ron cayó de espaldas y se preguntó cuánto costarÃa un colchón ortopédico como aquel y por qué él aún no tenÃa uno.
Le preguntó el precio, y ella se echó a reÃr, enternecida. Ron le puso la mano en la nuca. Su Lea.
Se rindió. Ella, al final, también. Se quedaron dormidos.
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Ron se despertó con unos gemidos familiares, y tardó un instante en saber dónde estaba. Lea yacÃa aún a su lado, y cuando se acercó a ella vio que no lloraba, que dormÃa profundamente, respirando con un ritmo regular, más tranquila de lo que nunca la habÃa visto.
Lo oyó de nuevo. Un sollozo. Un gemido. Salió de la habitación en boxers y se quedó inmóvil en el pequeño pasillo. Se sintió absurdo, desplazado, frÃo. El aire acondicionado estaba a tope, pero bajo las gruesas mantas no lo habÃa notado.
Oyó el sonido otra vez. VenÃa de detrás de una puerta, al lado del dormitorio.
La media habitación,
pensó.
Intentó abrirla, pero estaba cerrada. ConocÃa a Lea, la conocÃa lo bastante bien para saber dónde esconderÃa una llave. Cuando Vera llegaba tarde a su turno y Lea no podÃa esperarla, cerraba las persianas del quiosco y escondÃa la llave debajo de la papelera de la calle. No habÃa ninguna papelera en el pasillo, pero sà una urna sobre la alfombra, llena de cañas decorativas de falso bambú.
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La media habitación era exactamente igual que una habitación normal salvo porque era la mitad de grande, y no habÃa una cama, pero sà un soplete de butano en el suelo (de aluminio, francés; el que habÃa comprado para el quiosco). El aluminio estaba cubierto de pequeñas salpicaduras rojas.
Y estaba el hombre, por supuesto. Era imposible no fijarse en el hombre. HabÃa un árabe de mediana edad en la habitación, en el suelo, atado de manos y pies. Estaba desnudo, y tenÃa la piel de la espalda quemada. Su cara era un cúmulo de colores y bultos, amarillo, rojo, azul. Levantó la vista y abrió la boca. Le faltaban dos incisivos inferiores, de manera que un diente habÃa quedado solo, como el de un bebé.
Nada tenÃa sentido; nada parecÃa encajar. Ron abrió la boca pero no articuló ninguna palabra. Notó la mano de Lea en el hombro.
âNo espero que lo entiendas âdijo Leaâ. Lo vi borracho tirado en un banco al lado de la obra que hay debajo de mi edificio hace dos dÃas y lo reconocÃ. Fadi. Asà que me lo traje. Mató a un chico de mi unidad. Le cortó el cuello. Lo agarró de la camisa y con el cuchillo...
â¿Nadie te dijo nada al verte llevando a un hombre a cuestas? âpreguntó Ron, despacio.
âEsto es Tel Aviv âdijo ella.
âAyúdame âle dijo el hombre a Ron en árabe. TenÃa una voz áspera, aire sin cuerdas vocales.
âTardé dos horas en subirlo hasta aquÃ. Estaba tan borracho que ni se resistió, pero me dejé la espalda âdijo Lea. Hablaba con voz somnolientaâ. No para de hablarme. Venga y venga y venga. Lo lógico serÃa que a estas alturas se hubiera dado cuenta de que no entiendo una palabra de árabe. Pensé que dejarÃa de hablar cuando le salté los dientes a porrazos, pero nada.
â¿Qué he hecho? âle preguntó el hombre a Ron. Lo miraba como si creyera que Ron tenÃa autoridad, como si fuera un agente de alto rango del Mosad que por fin intervenÃa para poner orden.
A Ron le retumbaba la cabeza; resaca, aunque la noche antes no habÃa bebido nada. Lea seguÃa hablando.
âYo tampoco puedo parar; no puedo dejar que se vaya.
Ron miró al hombre y le hizo un gesto con la mano para que se callara. Miró el reloj. En menos de dos horas empezaba su turno en la sandwicherÃa. Recogió el soplete de butano del suelo.
Ron le asestó al hombre un golpe en la nuca. El hombre se encogió; se dio de cara contra el suelo. Fue un golpe preciso, seco. Ron no pudo evitar preguntarse si el soplete se habrÃa roto con el golpe, si volverÃa a funcionar.
Atrajo a Lea del cuello con una mano, y ella se acercó y le humedeció el pecho, y luego empezó a besarlo, besos pequeños, como un niño tomando sopa a sorbos.
Ron pensó.
Tal vez podrÃan quedarse unas horas más en la cama antes de ir al quiosco. Poner un poco de música, tomar unas copas. Qué más daba que fueran las cinco de la mañana; el trabajo, la ciudad, no iban a mandar sobre ellos. Desde luego tendrÃa que ayudar a Lea para que dejara marchar al hombre pronto, y asustarlo para que guardara el secreto. Pero para eso habÃa tiempo.
La mañana era suya.
La ciudad era suya.
Y quizá todo sea fruto de la imaginación de alguien.
Por favor, no juzgues.
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Y cuando los chicos soldado volvieron de la guerra torturaron a las chicas soldado que los esperaban. Les llevó cuatro dÃas. Al final murió gente.
Fue después de la guerra, pero todo el mundo lo sabÃa antes de que pasara. Todos los reservistas estaban invitados a participar, y muy pocos, quizá solo algunas chicas jóvenes, se sorprendieron.
Ninguna de las mujeres tenÃa que estar allÃ. Lea estaba casada, embarazada de tres meses, aunque todavÃa no se lo habÃa dicho a nadie. Avishag tomaba antidepresivos e iba a un psiquiatra. Yael estaba en Goa, India, en aquel momento, traduciendo los cantos de una comuna de músicos itinerantes. HabÃan mantenido el contacto de vez en cuando durante aquellos años. No seguÃan conectadas con nadie más del pueblo, ni siquiera con sus padres.
Avishag tenÃa el permiso de conducir. Llevó a las chicas a la base de instrucción en un Subaru que no usaba nunca. Las habÃan destinado juntas porque Shai, el oficial que se follaba a Yael durante el servicio militar, estaba esperando a que volviera de ver mundo y quisiera follar de nuevo.
Volvieron, aunque ya no las necesitaban. Ahora eran mujeres. Las chicas más jóvenes tarareaban canciones como si fueran leche y miel. «Llevo un amor dentro que se elevará y te conquistará» y «No siempre doy con las palabras». Estaban enfrente de sus monitores de vigilancia en las salas de operaciones de guerra, totalmente equipadas en las puertas de acceso; comprobaban la identidad de cualquiera que entrara en la base. Calibraban las armas con el L-beat, un punto de láser rojo que te permitÃa corregir la punterÃa sin abrir fuego.
âEh, ¿dónde podemos instalarnos? âpreguntó Yael a las chicas acurrucadas en la arena, junto a la sala de operaciones de guerra. Estaban enfrascadas en un nuevo juego de cartas al que llamaban Mentiras Salvajes. Las reglas cambiaban todos los meses, con cada nueva baraja de cartas.
âAcabáis de llegar âdijo una de las jóvenes de un puesto de control, tirando dos cartas y cogiendo tresâ. Ni siquiera os necesitamos, malas putas.
âHas tirado tres cartas, asà que tendrás que soltar cuatro en la próxima ronda âdijo Leaâ. Y, puesto que soy oficial, te sugiero que vigiles tu lengua.
La chica las acompañó al barracón de almacenaje de metralletas néguev y municiones, donde se alojarÃan.
Las mujeres les dieron las gracias y la chica se echó a reÃr como si no hubiera un mañana.
âNo deberÃais haber venido. Tenemos esto.
Las néguev, apodadas asà por el desierto del mismo nombre, eran unas metralletas automáticas modestas de fabricación israelÃ. La habitación apestaba a gasolina; habÃan limpiado las armas, que estaban apiladas contra la pared. Por las grietas del suelo de madera asomaban malas hierbas, algunas hasta la altura de la rodilla. HabÃa cuatro catres de campaña caquis en el rincón del fondo.
âGenial âdijo Avishag.
âPara morirse de risa âdijo Lea.
Yael cantó unas estrofas sobre un pato que querÃa hacer preguntas, una canción de cuando eran pequeñas.
De pronto todas las luces de la base se apagaron.
â¿Qué pasa? âpreguntó Avishag.
Dejó caer al suelo el vestido rojo que llevaba, sus pechos duros se marcaron a contraluz. Lea vació una bolsa verde que habÃa recogido en el barracón de suministros con el uniforme y el equipo.
Las chicas se cambiaron y se contaron chismes.
El letrero de cartón del barracón de suministros decÃa:
SI LO DESEAS
,
NO NOS QUEDA
. Era una broma, y a Lea le hizo gracia.
Estaban en una base abandonada que se habÃa construido en 2012 como centro de entrenamiento de bomberos, que llegaban de ciudades distintas y pasaban un mes al año allÃ, preparándose para combatir fuegos como el que hubo en los bosques del Carmelo en 2011.
La base era una mole amarilla, enorme, norteamericana.
Shai estaba hablando por el móvil, pero colgó en cuanto vio a Yael y fue hacia ella. Lea y Avishag se detuvieron en seco. Yael siguió andando como si nada.
Shai le puso las manos en las caderas.
âTe estaba esperando, y resulta que mañana tengo que marcharme con mis soldados âle dijo el oficial. Yael y Shai se habÃan encontrado en el desfile del orgullo gay en Jerusalén, unos meses después de que ella saliera del ejército; él habÃa renovado por cinco años más, con lo que se intuÃa que serÃa para siempre. HacÃan cola para comprar helados de los colores del arcoÃris, y sus sudores se mezclaron cuando una flota de transexuales vestidos de flamencos los obligó a estrujarse. Se habÃan conocido cuando Yael estaba en la recta final del servicio militar y Shai fue un tiempo su oficial.
Lea y Avishag se cruzaron de brazos y observaron a Yael. Incluso a Avishag le picaba la curiosidad. QuerÃan ver qué hacÃa; a Yael le daba la sensación de que los demás siempre esperaban a ver qué hacÃa. Como si ella lo supiera de antemano.
âEnséñame adónde los vas a llevar, y cómo âdijo Yael. Luego le dio un beso. Nunca le gustó besarse. Meter la lengua en la boca de otra persona. ParecÃa una mala táctica de supervivencia. Notó el sabor del pan que Shai acababa de tragar.
â¿Cómo os ha ido a vosotras? âles preguntó Shai, en lugar de contestar.
Lea se habÃa casado con el tipo que creó la cadena de sandwicherÃas NNJ. VivÃan en Tel Aviv, y Lea se pasaba el dÃa fumando en las cafeterÃas, escribiendo libros porno sobre nazis que se follaban a los judÃos en las duchas hasta matarlos y niñas de siete años que pierden la virginidad a través del incesto y penetraciones dobles. Firmaba con seudónimo y estaba teniendo una buena acogida en todo el mundo. Avishag habÃa dejado a su madre en Jerusalén y vivÃa con su tÃo en un pequeño asentamiento del desierto del Néguev, donde trabajaba de monitora juvenil de la tropa de exploradores etÃopes e integraba en su programa clases de equitación. Aparte de eso era la dibujante de los tebeos de fanfiction
Emily, la triste,
basados en Emily The Strange. Emily, la triste, siempre perdÃa las llaves o el autobús, pero nadie la ayudaba y se sentaba en un cubo en medio de un campo de amapolas a llorar. Avishag escaneaba las ilustraciones y se las mandaba a Yael por correo electrónico, pero Yael no volvió a abrir los adjuntos después de la primera historieta, donde Emily se olvida de sumar y no sabe si le alcanza el dinero para un cepillo. Entonces Yael estaba recorriendo mundo, una idea que se habÃa prometido a sà misma el dÃa que dejó el trabajo en el aeropuerto después de ahorrar setenta mil siclos, y se dedicaba a traducir obras halladas en China, RumanÃa, Zimbabue, India, que luego colgaba en Internet sin ánimo de lucro. Y componÃa canciones. En todos los idiomas. Canciones que colgaba en Internet y que a la gente le encantaban, aunque nunca supiera que eran suyas.
âCaramba, Yael âdijo Shai, después de hablar de un montón de cosas insignificantes. Ãl no tenÃa nada que contarâ. ¿Hay algo que no hagas? âpreguntó.
âPues no âdijo Lea, tamborileando con los dedos en la espalda de Yael, que sintió las uñas en la piel como gemidosâ. Nuestra pequeña Yael es la puta mujer renacentista.
âMuy bien âdijo Yael.
âLea, por favor. Estamos en una guerra âdijo Avishag.
âQuiero saber el plan de mañana âdijo Yael. Y miró a Shai. Su mirada era el sedal de un pescador: no lo dejarÃa escapar.
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Shai vació la sala de operaciones militares para hablar a solas con ella. Las paredes estaban llenas de mapas, habÃa cereales por el suelo, y gomas del pelo multicolores y radios desperdigadas por los escritorios.
Yael le pidió a Shai que no se marchara.
Después de que le mostrara los croquis de la escuela que iban a desmantelar, la ubicación de cada francotirador, de cada ventana.
âVais a morir. No se puede entrar en Siria por tierra âdijo Yael.
âTengo que ir âdijo Shaiâ. Soy oficial.
âHaré lo que sea âdijo Yael. Le rascó la nariz y se agachó, como un gato, de rodillas. El suelo estaba lleno de polvo y cereales; células muertas que sentÃa a través de las perneras del pantalón.
âYael. Estás paranoica.
âDarÃa vueltas alrededor de la base, del mundo, eternamente, a cuatro patas, con tu polla en la boca.
â¿Te casarÃas conmigo? âpreguntó Shai. La miró. Bromeaba, pero los dos sabÃan que las bromas son sumamente precisas cuando la muerte se siente cercana.
âNecesito viajar. Pero quizás algún dÃa.
âUn dÃa no basta. Lo que sea quiere decir lo que sea.
Yael no estaba dispuesta a decir que no, asà que dijo muérete y se rindió. En el fondo sabÃa que no habÃa una solución real en sus palabras. Al menos, no para Shai. Mientras volvÃa al barracón, vio los saltamontes reflejados en los charcos de gasolina que se habÃan formado con la limpieza de todas las armas, antes de zambullirse.
Entró en la caravana sonriendo. Imaginó que era lo que tocaba. HabÃa vuelto a irse la luz.
â¡Estás en casa! âdijo Avishag. Estaba trenzando su pelo fino después de una ducha, llevaba un pijama de verano con pastelitos estampados.
âJuguemos a las historias âdijo Lea. Sacó una vela por el alma de los difuntos de su bolsillo sin fondo y la encendió.
Las chicas sacaron papel y bolÃgrafos y cada una escribió una frase. No jugaban a ese juego desde que estaban en séptimo. Una versión mejorada de Cadáver Exquisito. Lea podÃa ver las frases de Yael pero no las de Avishag. Continuaba la frase que veÃa. Yael continuaba la de Avishag, sin ver la de Lea.
Las historias que escribieron eran en esencia de perros muertos haciendo el amor en un lugar muy parecido a la Antártida, versiones de canciones de
American Idol,
y madrastras tan gordas que vaciaban las piscinas del kibutz cuando se tiraban de cabeza. Las tres páginas iban dando vueltas, siempre con la última frase que leÃan tapada y la suya a la vista para la que estaba sentada a su derecha, e iban formando un abanico con las palabras que todas llevaban dentro, ahogadas en tinta.
No pusieron despertador. De una cama a otra se susurraron que se despertarÃan solas. «Despertar natural», era una frase del ejército que ya nadie usaba, en alusión a los raros amaneceres sin alarmas en los que no habÃa razón para madrugar.
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Los chicos estaban ya montados en un autobús o en otras tierras cuando las chicas se despertaron; solo quedaban las chicas más jóvenes. Era más de mediodÃa cuando las mujeres sintieron el impulso de salir a deambular por la base.
Las chicas más guapas y golfas estaban al lado de la bandera, desnudas, echándose hielo por encima y tomando el sol. No quedaba nadie a quien entrenar en la base, no habÃa campos de tiro, ni puertas que vigilar a través de un monitor. Una de las chicas, una guapÃsima a la que le caÃa un penacho de pelo fino rubio por el cuello, saltaba entre sus compañeras despatarradas en el suelo. «Pim pom fuera, qué ramera», cantaba mientras saltaba, y las chicas rodaban un poco para dejar más espacio entre una y otra, porque la rubia siempre conseguÃa caer en algún hueco, por mucho que se apartaran. «Somos una raza aparte, con mala sangre», repetÃa machaconamente la chica mientras las mujeres se alejaban.
â¿Vamos a asaltar los barracones de los chicos, o qué? âpreguntó Leaâ. Sabéis que siempre he querido hacerlo.
Lea dejó de caminar, se acercó a Yael y le dio un beso en la frente. Se comportaba con cierta ternura. Los labios le temblaron sobre la piel de Yael. Quizás era el bebé que llevaba dentro, pero Yael pensó que solo se trataba de la serenidad de la madurez.
Recorrieron la base y encontraron a las chicas menos populares enfundadas en sus bañadores rojos y estampados de leopardo. Formaban un corro y se agarraban de las manos con tanta fuerza que los nudillos se les quedaban blancos. A Avishag le hizo gracia que jugaran a algo que conocÃa. Era un juego de cumpleaños. La chica que celebraba su dÃa especial se ponÃa dentro del corro y hacÃa de gato. Afuera estaba la chica que hacÃa de ratón. El juego consistÃa en que las chicas del corro no dejaran salir al gato. Cantaban una antigua canción de las chicas del ejército: «Qué desastre, qué desastre. Las putas se dejan follar por dinero; nosotras lo hacemos gratis».
âEs el dÃa de la nostalgia âle dijo a Avishag una pelirroja alta, la que hacÃa de ratón fuera del corro. La atravesó con la miradaâ. Asà que os podéis apuntar, aunque seáis mayores. Luego jugaremos a profesores y colegialas, y a lo mejor podéis darnos unos azotes con las varas de calibrado láser.
âCada vara cuesta tres mil cuatrocientos siclos. Ni lo sueñes. ¿Quién es la instructora de armamento aquÃ? âpreguntó Yael. Desde que habÃa visto a las chicas jóvenes iba buscando a la chica que ella misma habÃa sido en otros tiempos. La más bajita, la flaca. Pero no la encontraba por ninguna parte. Los cuerpos de aquellas chicas le recordaban a las amazonas.
âBah, ya no servirán para nada âdijo una chica de ojeras profundas, tan grandes que se le hundÃan en las mejillas. Era una instructora de armamento, y se notabaâ. Los chicos están entrando en Siria a pie. Estamos todos caput. ¡Me pregunto qué pasará luego!
âIgnoradlas, ignoradlas âdijo Lea, quitándose una araña imaginaria del hombro con un gestoâ. Nunca me han gustado los niños. Vamos al castillo de los chicos a por un poco de diversión adulta.
Cuando se acercaban a la zona de los barracones de los chicos, oyeron que la chica-gato se soltaba. Atravesó el corro con el gruñido de un robot amordazado. Ninguna de las mujeres se volvió a ver cómo cazaba al ratón.
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La zona de los barracones de los chicos era idéntica estructuralmente al complejo donde Avishag se alojaba cuando hizo el servicio militar, cerca de Egipto. Viendo las habitaciones, se dirÃa que los chicos se hubieran tenido que marchar en mitad de la cena. Los posos oscuros de un termo de café estaban esparcidos sobre un colchón. HabÃa ropa interior amarilla con restos marrones tirada en un umbral. Por el suelo uniformes, hojas de afeitar, pretzels, incluso dinero.
Yael oyó una voz. Era una voz de mujer, pero sonaba más como el chirrido metálico de la chica-gato al atravesar el corro y liberarse. Los chicos deben de haberse dejado un televisor encendido, pensó. Al final de las dos largas hileras de barracones, la «sala de recreo» estaba abierta. A Yael siempre le habÃa dado rabia que, solo porque hubiera más chicos en todas las bases de instrucción, ellos fueran los únicos que podÃan recrearse por la noche. Las chicas podÃan ver la televisión durante el dÃa si entraban acompañadas, pero a ella siempre le tocaba guardia o instrucción. A menos que te follaras a algún tipo importante, te decÃan: «¡Nada de televisión después de la cena, jovencita!».