Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Cuando soñaba despierta, como solÃa ocurrirle en clase de historia, siempre era una profesora de matemáticas quien se la llevaba y la recluÃa. La mujer siempre parecÃa un poco distinta: alta, rubia, morena. En la realidad todos sus profesores de matemáticas eran hombres que no la veÃan. Después de ver
Chicas malas
en el instituto, la imagen de la profesora de matemáticas se fijó. Era siempre Tina Fey, o la profesora de matemáticas que fingÃa ser en aquella pelÃcula.
Qué estúpida era entonces,
pensó Yael.
Qué estúpida sigo siendo.
Pero luego siguió pensando. Y abrió los ojos.
âChicas malas âdijo Yael, todavÃa estirada.
âNo hablemos a menos que tenga sentido. Tengo la voz cansada âdijo Avishag.
âEsto tiene sentido. ¿Os acordáis de que las chicas de esa pelÃcula siempre dicen lo contrario de lo que piensan? âpreguntó Yael. Se incorporó.
âLos norteamericanos siempre dicen lo contrario de lo que piensan. Solo hay que ver las pelÃculas que hacen. Todos héroes. Porque en la realidad no los tienen âdijo Lea. Ron les tenÃa bastante odio a los norteamericanos después de haber hecho algunos negocios con ellos, y Lea lo habÃa adoptado.
âExacto âdijo Yaelâ. Habremos de ser un poco norteamericanas. Habremos de ser lo contrario de lo que somos. Eso desmontará a los chicos. Avishag, deja de pedir perdón por todo. No vuelvas a decir «lo siento» ni «gracias». Solo repite una y otra vez, «no merezco esto, soy una buena persona». Y tú, Lea, haz lo contrario. Pide disculpas. Da las gracias. SonrÃe âdijo Yael.
â¿No tendrás el sÃndrome de Estocolmo? âdijo Leaâ. Solo es una pregunta âdijoâ. Todo esto me parece muy interesante.
âNo âdijo Yael, tranquilaâ. Precisamente intento provocar lo contrario. Que a los chicos les entre el sÃndrome de Lima. Deben aprender a querernos, un poco.
âPero si actuamos al revés de como somos, no nos querrán a nosotras âdijo Avishag.
âY tanto que sÃ. Querrán lo que somos capaces de ser. Y somos capaces de ser lo que queramos âdijo Yael.
âYa vuelves a hablar como el canal nacional infantil âdijo Lea.
âY por eso me quieres âdijo Yael, y miró a Lea.
âY por eso te quiere âdijo Avishag.
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* * *
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Los chicos no aparecieron hasta la tarde. Un poco antes de que llegaran, Yael se echó a llorar.
âA ver, ¿por qué vosotras no me habéis preguntado cómo he de actuar yo a partir de ahora? âpreguntó. Sollozaba y se tiraba del pelo. Avishag y Lea no dijeron nadaâ. No tengo que emitir ningún sonido. Hacer lo contrario de emitir sonidos âdijo Yael.
âVale âdijo Lea.
âY entonces ¿por qué lloras tan fuerte? âpreguntó Avishag.
âY quizá pronto me convierta en una canción âdijo Yael. Y gimió todo su conocimiento en los oÃdos de las otras dos.
El barracón tenÃa cinco pasos de ancho y siete de largo y un techo por encima de las tres chicas tendidas en los colchones.
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Los chicos llegaron y los chicos conquistaron y los chicos llegaron y las mujeres fueron lo que no eran. Fue muy difÃcil.
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Murió gente después de la guerra: 6.442 civiles y combatientes en Siria el mes siguiente.
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La cuestión es que la idea de Yael funcionó. Los chicos no volvieron más, después.
Avishag abrió los ojos en mitad de la noche del cuarto dÃa. Y se levantó del colchón. Y abrió la puerta del barracón. Y fue a oscuras hasta la bandera. Y fue a oscuras a la sala de operaciones militares. Primero un paso, luego otro, y otro. Y encontró una linterna. Y funcionaba. Y fue hasta la zona de los chicos. Y alrededor. En un momento creyó ver otra luz y le entró miedo porque ¿quién la oirÃa?, ¿quién la ayudarÃa?, pero al final solo era el reflejo de su propia luz en una pegatina fosforescente que habÃa en una pared. Sintió una punzada en el estómago y recordó la decisión del bebé diminuto.
Por alguna razón, los guardias de la unidad de artillerÃa no aparecieron.
Lea no creyó que hubiese funcionado. Al principio pensó que aunque hubiera funcionado daba igual. No cambiarÃa nada. Ellas tres eran las únicas que lo sabÃan.
Aquella noche en el barracón, Avishag volvió. Vio con sus propios ojos que los chicos se habÃan ido, pero al principio no supo qué significaba.
Yael tuvo que convencerlas.
Antes que nada decidió que no volverÃan a casa aquella misma noche. Que iban a salvar aquella noche juntas. Y luego estuvo dispuesta a contestar preguntas.
Hablaron durante horas en los colchones. Sobre si lo que les habÃa pasado era o no interesante, sobre si importaba o no que hicieran algo. Sobre si a ellas les importaba o no. Cuando todavÃa estaba oscuro las luces volvieron a encenderse, y siguieron hablando.
âDe todos modos nadie más que nosotras sabrá nada de esto âdijo Avishag.
âSà lo sabrán. Lea lo escribirá. Y al final la gente lo creerá. Porque esto ha pasado de verdad, y nos ha pasado a nosotras âdijo Yael.
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Al final, sin embargo, no fue Lea quien contó la historia. Nadie sabe quién lo hizo, o si lo hizo, o cómo. La verdad es que la presencia de las mujeres en el barracón iluminado aquella noche era tan poderosa que las paredes contemplaron la idea de la muerte.
âEstoy muy cansada âdijo Yael.
âAvishag, ¿quieres que dejemos las luces encendidas esta noche? âpreguntó Lea.
âNo âdijo Avishagâ. No, Lea. No quiero volver a tener miedo.
Todas las luces se apagaron de pronto.
Siete meses después Lea tuvo el bebé.
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Cuando tenÃa dieciocho años, mamá me despertó dándome golpecitos con dos dedos en la mejilla.
âYael, despierta âdijo.
Cuando mamá tenÃa dieciocho años, los aviones la llamaban por radio. Pasó tres años esperando las llamadas por radio de los aviones. Cuando llamaban, mi madre daba permiso a los aviones de las fuerzas aéreas para aterrizar. Aterrizaban para repostar. Mi madre estaba en una base de combustible. Era controladora de tráfico aéreo. Esperaban a oÃr su voz, que empezaba a endurecérsele con los primeros cigarrillos y el empeño por ocultar la juventud. Sin su permiso, los aviones no podÃan aterrizar. La necesitaban cuando estaban en el cielo, mientras ella en la torre de control se dibujaba con un bolÃgrafo en el brazo caras y pensaba chistes guarros que les contarÃa a los chicos de la base al acabar el turno.
Una vez secuestraron un avión israelà que hizo escala en Atenas y, aunque no fue mi madre quien rescató a los rehenes (era una chica), de no haber sido por ella los rehenes no hubieran tenido sándwiches cuando el avión rescatado paró a repostar en el viaje de vuelta. Mi madre decÃa que no hizo nada importante en el ejército, pero yo creo que sÃ. Un avión sin combustible puede dar vueltas en el cielo durante un tiempo limitado. Mi madre, teóricamente, podrÃa haber dicho que no alguna vez. Siempre podrÃa haber dicho que no, pero nunca lo hizo; nunca en su vida dijo que no. PodrÃa haber muerto mucha gente por su culpa. Mi madre tenÃa dieciocho años cuando llegó a aquella playa.
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Me desperté cuando mamá me dio unos golpecitos con dos dedos en la mejilla.
Yo tenÃa dieciocho años y dormÃa en su cama porque me daba miedo el futuro. No habÃa pensado demasiado en el servicio militar, salvo para asegurarme de que tenÃa la ropa interior adecuada y un reloj nuevo, pero entonces vi una noticia sobre un soldado en un control de carretera al que un terrorista suicida hizo estallar como una sorpresa, y me entró el miedo.
No mucho después de ver la imagen del soldado reventado empecé a chasquear los dedos a todas horas debajo de la mandÃbula, para ahuyentar los temores. No era la primera vez, pero hacÃa años que no me pasaba. Papá estaba cansado de dormir en mi cama. DecÃa que sus piernas eran demasiado largas, y que no era justo. Mamá decÃa que era justo porque yo era su hija mayor, y ella me habÃa gestado, y de repente tenÃa dieciocho años y pronto me irÃa al ejército. Entonces papá se rindió, porque la querÃa, a todas horas. Era un problema.
âOye, Yael âdijo mi madre cuando estábamos en la camaâ. Imagina que vas al ejército del aire.
âNo quiero ir al ejército del aire âsusurréâ. Mamá, no quiero ser soldado de ningún ejército. Creo que me están volviendo los miedos.
âPongamos que quisieras ser controladora aérea.
âPero si ya sé que voy a estar en infanterÃa. Era lo que decÃa la carta de reclutamiento. No puedes ser controlador aéreo en infanterÃa. Ahà no hay control aéreo.
Mi madre no me escuchaba. Nunca sabÃa si creÃa de verdad lo que decÃa.
âPongamos que quieres ser controladora aérea en Sharm el-Sheij. En el SinaÃ, pongamos.
âPero mamá, no puedo ser controladora aérea. Me pondrÃa de los nervios, todo el dÃa sentada, esperando.
âDeberÃas pedir un puesto de controladora aérea en Sharm el-Sheij. Allà no hay ninguna base militar. Toda aquella zona se la devolvimos a Egipto.
Mi madre me pasó el dedo por el caballete de la nariz, y luego repitió el gesto.
âSÃ. Lo devolvimos antes de que tú nacieras âdijo.
DecÃa cosas que sabÃa imposibles como si pensara que no lo eran.
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El dÃa en que la reclutaron, mi madre entró directa en el despacho del oficial de alistamiento y pidió que le dieran un puesto de controladora aérea. El oficial de alistamiento se echó a reÃr. Porque mi madre era morena y tenÃa un apellido yemenita y la nariz rota. Creció con la nariz rota, como un desastre o el dibujo de colores de un crÃo que empieza a andar. Se la rompió de pequeña, al caerse una noche de la camioneta de reparto del lechero.
Aquel dÃa no se daba cuenta de que lo que pedÃa era imposible. Le habÃa preguntado a su hermana mayor qué debÃa decirle al oficial de alistamiento para que le diera el destino que querÃa, y su hermana se habÃa echado a reÃr, porque sabÃa que el oficial no le harÃa caso. La hermana mayor se habÃa quedado con ganas de reÃrse aún más. No era precisamente de las que se reÃan. Trabajaba de secretaria en el ejército. Asà que le habÃa aconsejado a mi madre que pidiera un puesto de controladora aérea.
En aquellos tiempos las bases del ejército del aire eran el no va más y se decÃa que tenÃan teatros y boleras dentro del recinto. Sitios que mi madre no habÃa visto en la vida. A las fuerzas aéreas iban las hijas de los polÃticos y los militares. Las controladoras aéreas eran las hijas de los pilotos de combate que más tarde se convertÃan en polÃticos. El padre de mi madre compraba un boleto de loterÃa cada semana y le prometÃa a mi abuela que harÃa de ella una reina, pero entretanto trabajó cuarenta años como mensajero de la única compañÃa de autobuses de Israel. No era más que un hombre que aparecÃa cuando se le esperaba y tenÃa las aspiraciones que cabÃa esperar. Murió el año que yo nacÃ, después de enterarse por el periódico de que habÃa perdido todos sus ahorros en la bolsa. No sé si lo hizo él mismo o tuvo un ataque al corazón; en cualquier caso murió como era de esperar.
La reacción del oficial de alistamiento ante la petición de mi madre fue completamente inesperada. Rió una vez. Rió dos. Ella le preguntó por qué se reÃa y él volvió a reÃrse.
â¿Quieres ser controladora aérea? âpreguntó.
âSÃ âdijo mi madre. Por lo visto no tenÃa muchas lucesâ. Eso es lo que quiero.
He oÃdo demasiadas versiones del rumbo que tomó la conversación a partir de ahÃ, y no me apetece contar ninguna. A veces, cuando cuentas una historia que has oÃdo toda la vida, recuerdas todas las veces que la has oÃdo y piensas que quizá no sea muy real, y acabas pensando que quizá tú tampoco seas del todo real. Quizá seas hija de otra mujer. Lo importante es que mamá acabó siendo controladora aérea. Nadie se lo creÃa, aparte de ella. En la base del ejército del aire donde la destinaron no habÃa teatro, ni bolera, ni piscina. Estaba en una playa. A mi madre le pareció la playa más bonita del mundo. No solo de Israel, dijo. Del mundo. Una vez vimos en una revista la fotografÃa de una playa desierta en ZanzÃbar. Mi madre dijo que la playa del Sinaà donde hizo el servicio militar era asÃ, pero más. Quise saber a qué se referÃa con más, pero solo me dijo que era más de todo.
Al subir en el autobús desde la base de alistamiento al aeropuerto de Tel Aviv, resultó que el chófer la conocÃa. ConocÃa a su padre. Era el precio de que tu padre trabajara para la compañÃa de autobuses. No podÃas ir a ninguna parte sin la ayuda de quienes conocÃan al hombre que te habÃa criado. Nunca podÃas hacerte pasar por una turista. PertenecÃas al paÃs y a sus carreteras.
El chófer le preguntó qué tal estaba su padre y dónde la habÃan destinado a ella. Se lo preguntó, pero inmediatamente empezó a insultar a una pasajera que le dijo que arrancara de una puta vez. La pasajera también era soldado, pero parecÃa que llevara mucho más tiempo de servicio que mamá. El uniforme le quedaba a medida.
Mamá no quiso ser maleducada. Se sentó detrás del chófer, mientras el hombre amenazaba a la chica con hacerla bajar del autobús si volvÃa a insultarlo una sola vez más. Mamá estaba contenta, tan contenta, de poder enseñar el carné militar para subir al autobús, en lugar del carné que habÃa usado toda la vida. El carné naranja donde decÃa que era hija de un empleado de la empresa. Mamá solo pagó una vez en toda su vida para viajar en autobús, y fue el dÃa en que empecé el servicio militar y no quiso acompañarme en coche por miedo a volver sola conduciendo. Cuando su padre se jubiló, mi madre ya estaba casada con un hombre con coche de empresa, asà que nunca más necesitó ir en autobús, gracias al coche de empresa. No un coche de empresa de la compañÃa de autobuses, sino de una empresa que fabricaba componentes para las máquinas con las que se hacen los aviones.
Pensó que el chófer se habÃa olvidado de ella, pero en cuanto el autobús arrancó oyó sus risas de cascarrabias. Hasta ese momento, las únicas bromas que mamá les habÃa oÃdo decir a los hombres y los chicos eran bromas de cascarrabias. El tendero del mercado soltaba su risa de cascarrabias cuando le compraba su mejor pescado para la cena del sábat. «¡Ay, puñetera! Te llevas mi mejor pescado, ¿qué van a decir los demás clientes? Qué rabia me da... ja, ja, ja.» El lechero que tenÃa la furgoneta de la que mi madre se cayó y se partió la nariz: «¡Ay, puñetera! ¿Se puede saber qué hacÃas aquà subida? Ahora siempre que te pregunten cómo te has roto la nariz, les dirás que te caÃste de mi camioneta y pensarán que soy un mal conductor. Mira tú qué rabia...» Mi madre tenÃa cuatro hermanas, ningún hermano, e iba a un colegio religioso de chicas. No porque fuera religiosa, sino porque su hermana no habÃa querido volver a la escuela pública después de que un chico le gastara una broma cascarrabias y luego le escupiera en el pelo. Asà que a partir de ahà mandaron a todas las hermanas a un colegio religioso, porque la hermana mayor siempre es la más fuerte. El padre de mamá no hacÃa bromas, ni siquiera bromas de cascarrabias, porque toda la vida fue un cascarrabias de verdad.
â¿Y qué? Ahora que eres soldado ¿ya no te dignas a contestar las preguntas de tu tÃo? âpreguntó el chófer. Se reÃa, pero era risa de cascarrabias. No era su tÃo, pero se hacÃa llamar asà porque conocÃa a su padreâ. ¿Qué tal tu papá? ¿Dónde te han destinado?
Mi madre notaba que el cuello del uniforme caqui le rozaba la piel bajo la mandÃbula. Deseaba más que ninguna otra cosa que dejara de rozarle, pero aunque procuraba alisar la tela, no habÃa manera.
âPapá está contento. Soy controladora aérea en Sharm el-Sheij âdijo. En voz alta sonó muy correcto. Eso era lo que era. Allà era a donde iba. Necesitaba coger el autobús para ir hasta allÃ. La empresa de autobuses estaba a su servicio. Y el chófer también.
Al oÃrla el chófer se enfadó de verdad. Por el aplomo con que le contestó. O eso pensó ella, porque dejó de reÃrse y pareció que ya no hablara en broma, que solo quedara la rabia.
âDile a tu padre que si sigue bebiendo y faltando al trabajo no podremos seguir encubriéndolo, ¿me oyes? âle dijo el chófer a mamá.
Lo habÃa oÃdo. Pensó que debÃa de tener la barbilla enrojecida, pero no se la tocó.
âMira que en una casa llena de mujeres no podáis ocuparos de un hombre tan lento como tu padre âdijo el conductor.
Mamá apoyó la cabeza en la ventanilla. Una señora con una papada que le multiplicaba la barbilla miraba al frente, y estiraba tanto el cuello que parecÃa que fuera ella quien conducÃa el autobús. Mamá miró fijamente a la señora, como si creyera que por mirarla con la suficiente intensidad nunca acabarÃa como ella.
Mamá no habÃa ido nunca en avión, y tenÃa tantas ganas de ver desde arriba las calles de Tel Aviv y las playas llenas de gente y los hoteles, cada vez más pequeños, que creyó que se pasarÃa todo el vuelo mirando por la ventanilla, pero se quedó dormida. Soñó con su padre. La perseguÃa, igual que en la vida real cuando ella le hizo un corte tan profundo a su hermana mayor con una cuchilla que no hubo más remedio que llevarla al médico, porque no paraba de empapar las gasas con las que intentaban frenar la sangre. De pequeñas, mamá y sus hermanas a menudo se cortaban unas a otras. Era porque no tenÃan sacapuntas y usaban cuchillas oxidadas para afilar los lápices de la escuela. Se ponÃan al lado del cubo de la basura y los afilaban, y se peleaban por las mismas cosas que se pelean todas las hermanas. Porque sentÃan tan cerca las caras y los olores de las otras, se parecÃan tanto a los suyos, que se les hacÃan insoportables. La única diferencia es que cuando se peleaban tenÃan cuchillas en la mano.
En el sueño su padre la persiguió igual que en la vida real, y estaba borracho, igual que en la vida real. La diferencia era que en el sueño era lento. No dejaba de perseguirla y, aunque ella no querÃa que la alcanzara, tampoco querÃa ser una de las cinco mujeres que no podÃa ocuparse de un hombre lento, asà que también ella corrÃa más despacio.
Se despertó cuando las ruedas del avión tocaron el asfalto y le sacudieron la cabeza hacia un lado. Por la ventanilla vio extensiones de arena que parecÃan intactas y a la vez nÃtidas, y un mar tan en calma que pensó que habÃa dejado de moverse solo para ella.
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Mamá llamaba
sulas
a mis problemas más crónicos. En el transcurso de aquellos tres años en la playa, una vez mamá llevó a cabo un acto de compasión tan grande que se convirtió en una costumbre, y fue capaz de vivir el resto de su vida sin desear nunca nada para ella misma. Yo podÃa contarle problemas para los que ni siquiera habÃa palabras, problemas que jamás podrÃa contarles a mis amigas, ni siquiera a Emuna o Avishag, y ella les ponÃa palabras para encontrarles una solución. Fue ella la que advirtió mi primera
sula
. Ni siquiera tuve que contarle nada. Fue ella la que me explicó el problema a mÃ. Me explicó que una
sula
era una mala costumbre, como tocar madera o morderse las uñas. Que era un tipo de costumbre que solo uno mismo conocÃa y esperaba superar guardándosela dentro, aunque tampoco podÃa expresarse con palabras a los demás. Su explicación sonó perfecta. Mi madre dijo que era lo peor del mundo.
HabÃa que darse cuenta de que una
sula
era un problema serio. Un problema sin el que no recuerdas haber vivido y sin el que no te imaginas viviendo. Casi como estar embarazada cuando no quieres el bebé o contagiarte de una enfermedad mortal, pero peor, porque nadie sabÃa nada y porque lo sufrÃas a cada momento.
Mi primera
sula
tuvo que ver con el cuello. O más bien con la zona inferior de la mandÃbula. Cuando tenÃa cinco años, un dÃa puse una mueca divertida y me dio un tirón en el cuello. A partir de entonces empecé a pensar que lo hacÃa a todas horas, sin querer, y me miraba en el espejo preocupada por que con tantas muecas me saliera papada. TenÃa diez años y me preocupaba que se me viera la cara más gorda, porque habÃa oÃdo decir a mamá que una vez se gana peso da igual que lo pierdas; seguirás teniendo la cara gorda hasta el dÃa que te mueras. La cosa fue a más. No sé por qué, empecé a creer que si chasqueaba los dedos debajo de la barbilla tres veces, notando el chasquido en la piel, anularÃa el efecto de las muecas. Era algo sin ningún fundamento, pero estaba tan convencida que no podÃa parar. Chasqueaba los dedos hasta que me dolÃan y ni podÃa agarrar un lápiz. En la escuela engullÃa los sándwiches de mayonesa-mostaza-tomate para tener las manos libres cuanto antes y volver a chasquear los dedos. Fue el dÃa que mamá quiso hacerme una fotografÃa, en la vÃspera de la primera nevada, cuando se percató y gritó: