Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Junto a la bandera, los chicos dejaron caer a las chicas desde las camillas que llevaban al hombro, como si fueran folletos de propaganda. Se apiñaron en un corro, como si el mundo fuera para ellos un partido de fútbol, y susurraron.
âVais a escribir, bien grande, con piedras,
SOMOS PUTAS
, o... bueno, o si no os torturaremos âles dijo Yoav a las chicas tendidas en el suelo, al cabo de unos minutosâ. No os dejaremos volver a casa.
Yael se incorporó y se quedó sentada sobre el polvo. Miró a Yoav. TenÃa los ojos inyectados en sangre. HabÃa estado fumando marihuana. Desde el suelo vio que tenÃa mocos negros pegados en la nariz, y supo que el miedo le habÃa impedido lavarse la cara y mirarse al espejo desde que habÃa vuelto de la guerra. Yael no podÃa creer que usara la palabra «tortura». Sonaba a cliché. Como si no hubiera comprado las vocales.
âNo vamos a escribir nada âdijo Yael, en voz bajaâ.
Na, na, na. Come on
âla vieja canción de Rihanna salió de su boca. Se acordaba de la sobredosis de Rihanna del año anterior. De cómo habÃa llorado mientras veÃa su vuelo retrasado en letras rojas parpadeantes en aquel diminuto aeropuerto rumano.
I like it, like it,
siguió cantando.
âEscuchad, chicas âdijo Avishag. Se apartó las manos de los ojos. Llevaba un rato llorando; el llanto seco se mezcló con el nuevo.
âCalla la boca y déjate de niñerÃas âdijo Yael. No le habÃa gritado a Avishag desde que iban al instituto. A lo mejor eso era un problema, pensó Yael, y esperó a que hablara Lea.
âSoy escritora profesional y me niego a escribir eso con piedras. Las piedras son demasiado permanentes. Y personalmente me gusta S&M. Incluso en Facebook.
I like it, like it
âdijo Lea, aunque sin cantar la letra.
Asà que los chicos no supieron qué hacer. Se miraron indecisos, las encañonaron con los fusiles y las hicieron ir a su barracón, el contenedor de almacenamiento de ametralladoras néguev que ya estaba cerrado con llave. Las obligaron a ir hasta allà a gatas.
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â¿Y ahora? âpreguntó Avishag. CaÃa la noche y las luces de la base se apagaron, luego volvieron y se apagaron otra vez.
âAhora nada de asustarse. No hay miedo que valga en este mundo âdijo Yael. Con cada palabra que decÃa, volvÃa a ser ella mismaâ. Tenemos dos botellas de sauvignon blanc, y toneladas de cortezas de pizza, y sobras de pasta, y una botella entera de Coca-Cola light, del dÃa que os equivocasteis y comprasteis light. La traje aquÃ.
â¿La trajiste aquà desde la zona de los chicos? âpreguntó Lea.
âEso hice. Me pareció prudente.
âAsà que ahora a esperar âdijo Leaâ. Conque te pareció prudente... âañadió, sonriendo y moviendo la cabeza. Era casi como si se sorprendiera por primera vez; de quién era Yael, de quién era ella misma. En su voz Yael captó que lo comprendÃa, pero no estaba segura de que lo quisiera.
Las chicas se quedaron sentadas en los colchones mirando la puerta. Sin moverse. QuerÃan recordar todo lo que acababa de pasar.
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Y asà empezó.
A la mañana siguiente Yoav entró solo y pidió una voluntaria. Yael levantó la mano y lo siguió.
Avishag se echó a llorar.
âAy, Dios âdijo Lea.
Yael no paró de hablar en todo el camino hasta la bandera, diciendo que harÃa cualquier cosa si Yoav le prometÃa no tocar a las otras dos, y luego, ya desnuda, sin dejar de repetir que harÃa cualquier cosa con mucho gusto si dejaban tranquila a Avishag, perdió la esperanza. Mencionó al hermano muerto, pero al final no sirvió de nada.
Los doce chicos y las tres chicas fueron partÃcipes activos. Ofrecerse voluntaria no dio resultados.
Nada de lo que hacÃan dio mucho resultado, pero lo intentaron. Yael intentó hablar. No habÃa manera de que se callara. DecÃa que habÃa recorrido Ãfrica en autoestop; que seguramente tenÃa enfermedades exóticas y que realmente todo aquello no era una jugada muy inteligente. Lea solo hablaba mientras volvÃa caminando al barracón, decÃa que todo era bastante interesante, que a lo mejor escribirÃa sobre ello o se lo contarÃa a su marido: llevaban un tiempo intentando enriquecer la rutina en la cama. Sermoneaba a los chicos mientras se abrochaba de nuevo el sujetador, con las manos debajo de la camisa del uniforme. Ni siquiera Avishag se escandalizó. Cerraba los ojos y en susurros los disculpaba por la guerra, asentÃa con la barbilla, compadecida por lo difÃcil que es ser un chico joven hoy en dÃa.
Los doce chicos se encontraron en un atolladero.
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Aquella primera noche las chicas estaban bien. Incluso Avishag hacÃa planes. Mientras hablaba, las otras dos se miraban, como si ellas mismas y Avishag colgaran del hilo invisible de sus miradas.
âSolo tendremos que drogarnos mucho. Viajaremos a algún sitio y nos drogaremos y seguiremos adelante âdijo Avishag. Apoyó la cabeza en el hombro de Yael, y Yael no la apartó, como solÃa hacerâ. Yael, ¿tomaste muchas drogas en India? ¿Qué droga es la mejor para seguir adelante? âpreguntó Avishag.
âOÃrte hablar asà a veces... âdijo Leaâ. No sabes cuánto lo he echado de menos.
âBueno, yo querÃa probar toda clase de drogas, pero al final la cosa no fue por ahÃ. Fumé marihuana una vez y sentà que la ventana me atraÃa como un imán. Asà que decidà que era mejor fumar marihuana en el bosque, y entonces sentà que debÃa encontrar una ventana para que me atrajera como un imán. Luego una vez tomé éxtasis por accidente en una
rave,
en Goa, y me puse tan paranoica que decidà que las drogas no son para mà âdijo Yael.
â¡Paranoica! Pero si el éxtasis es la droga del amor y la confianza âse rió Lea.
âQuizá deberÃas hacer terapia con un psiquiatra. Puede que tengas la quÃmica alterada âse rió Avishag.
âParecÃa completamente real. Un chico persa con las pestañas muy largas corrÃa hacia mà por la carretera. Gritó su nombre, que empezaba con jota, y aunque yo no hablaba farsi sabÃa que significaba «el mundo». OlÃa a musgo, y era porque llevaba una trucha de rÃo en la mano, que pensé que venÃa de los rÃos de Babilonia, pero sabÃa que no porque allà no hay truchas de rÃo, y además, el chico era de Persia âdijo Yael.
Puede que el calor y la sed empezaran a afectar a las chicas, o por lo menos a Yael. Yael no las dejó tomar la Coca-Cola los dos primeros dÃas que estuvieron atrapadas.
âDebÃa de ser ácido âdijo Avishagâ. DebÃa de ser otra droga. El éxtasis no te da esos viajes. Leà un folleto sobre drogas âdijo Avishag.
âPero la cuestión es que yo no fui la única que vi al chico. Dos que iban conmigo lo vieron también. Y señalaron al chico y se escondieron detrás de mÃ, porque les daba miedo que el pescado fuera venenoso y nos matara si lo tocábamos. Yo también estaba asustada, pero sabÃa que no debÃa estarlo. El chico dijo que querÃa ir con su padre, pero no estaba enfadado; más bien parecÃa preocupado por la fiesta que nos estábamos pegando.
âQué historia tan rara âdijo Lea.
âCosas más raras pasan âdijo Yael.
Y entonces un chico que no era Yoav abrió la puerta. TenÃa dieciocho años.
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Al final del segundo dÃa, los chicos habÃan desarrollado una rutina. ConocÃan a cada una de las chicas mejor de lo que ella se conocÃa a sà misma. Al volver aquella tarde, Yael estaba más callada, y eso dio a las otras el margen que no habÃan tenido hasta entonces para hablar.
Avishag contó la historia de un chico de quinto de su tropa de exploradores etÃopes que solo pintaba dedos cercenados. Los dedos cercenados tenÃan un empleo, se casaban e iban al ejército, pero todos eran dedos de los pies ensangrentados. En el consejo escolar estaban indignados, y en una reunión todos los padres decidieron que habÃa que expulsar al crÃo, porque podÃa hacerse daño o hacérselo a los demás. Avishag intentó defenderlo, pero no sirvió de nada. Quizá por eso una de las madres la siguió después y se enteró de lo del psiquiatra.
Lea le pidió a Avishag que contara otra historia, para ver si asà se daba cuenta de que la primera historia no merecÃa recordarse, si se arrepentÃa de no haber tenido fuerzas para escribirla.
Avishag dijo que las gallinas necesitan mucho calcio para fabricar los huevos, asà que su tÃo le pidió que machacara todas las cáscaras de huevo con una piedra y mezclara el polvo con la comida de las gallinas. Pero una vez se le ocurrió comprobar si las gallinas se comÃan las cáscaras de huevo como si fueran migas. Si picoteaban los tronchos de las lechugas enteros, no veÃa por qué habÃa que hacer polvo las cáscaras de los huevos. Lo que Avishag no sabÃa es que cuando una gallina se come algo que parece un huevo, se convierte en comedora de huevos. Por eso habÃa que hacerlas polvo.
â¿Y se comen los huevos de las demás gallinas? âpreguntó Lea.
âAl principio âdijo Avishagâ. Al principio solo se comen los huevos de las demás gallinas.
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Hacia la mitad del tercer dÃa se les acabó la Coca-Cola. Aún les quedaban unas pocas cortezas de pizza. Lea se habÃa tomado casi toda la Coca-Cola, su cuerpo la habÃa obligado a hacerlo, y estaba tan avergonzada que Avishag no paraba de repetir que se la habÃa tomado ella, y que lo sentÃa mucho.
Cuando las luces se apagaron, Avishag dejó de disculparse y lloró. Le daba mucho miedo la oscuridad, que era aún mayor que la oscuridad que veÃa cuando cerraba los ojos.
Yael observó su sombra; cuando inclinaba la cabeza, la sombra de su pelo en la pared se fundÃa con la sombra de una de las metralletas, y parecÃa que la metralleta intentara convertirse en ella.
Entonces fue cuando Lea propuso su solución.
âBueno. Tenemos municiones. Y armas automáticas.
âNo podemos dispararles. Ni se te ocurra pensarlo âdijo Yael.
âPodemos amenazarlos con hacerlo, putita. Tú no nos controlas âdijo Lea.
âNo podemos. Hay futuro en esos cuerpos y esas cabezas âdijo Yael.
âA veces me encantarÃa que dejaras de hablar asÃ, ¿sabes? âdijo Lea.
âA mà también âdijo Yael.
âYa somos tres âdijo Avishag.
Las chicas hablaban con sed. Las armas aún estaban húmedas de gasolina. Burlándose de ellas, tan cerca, durmiendo con ellas, como a propósito. Los chicos estaban al mando. No entendÃan por qué, pero la sensación les calaba hasta los huesos. HabÃa una puerta delante que no les correspondÃa a ellas abrir.
El sudor de una de las chicas habÃa empezado a oler distinto. OlÃa a alarma.
Avishag propuso su solución.
âDeberÃamos escribirlo y ya está. Son solo unas piedras. Alguien las quitará. Son solo palabras. Podremos devolvérsela a los chicos en cuanto salgamos. Ya lo lamentarán.
â¿Solo palabras? âpreguntó Leaâ. Quizá.
â¿Solo piedras? âpreguntó Yaelâ. Nada permanece tanto como lo que se escribe en la piedra.
âYael âdijo Lea.
Y Avishag querÃa seguir hablando. Yael se preguntó si la habrÃa animado más de la cuenta a que hablara.
â¡No! âgritó Yael, y a las otras dos les entró miedo: de ella, de que la oyeran los chicosâ. No somos Harry Potter. Aquà no hay segundas oportunidades. Es lo que hay. No somos Jesús. No vamos a volver. O esto es el estado judÃo, o no lo es.
âYael âdijo Lea.
âNo sigas, por favor âdijo Avishag.
âSi no afrontamos esto ahora, después haremos daño a otros. Los chicos nunca se lo perdonarán. Lea, tú siempre verás la televisión en lugar de hacer lo que quieres de verdad. Avishag, tú siempre pedirás perdón cuando alguien tropiece contigo. Y yo siempre me odiaré por hablar asà âdijo Yael.
âTe veo muy apasionada con este asunto âdijo Lea, y sonrió. Y no lloró.
Esa noche los chicos vinieron solo a por Lea, y luego otra vez.
âLea, princesa âdijo Yael cuando oyó a los chicos acercarse por tercera vezâ. Yo no lo sé todo. No he estado en todas partes, ¿te acuerdas?
âO sÃ, o no. No queda otra âdijo Lea.
âQue la fuerza te acompañe âdijo Avishag.
Yael sintió el peso de todas las palabras y los sonidos que habÃa compartido desde siempre con sus amigas como una cascada que explotara dentro de su boca, en aquel momento. TenÃa que imaginar una escapatoria, y pronto.
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La mañana del cuarto dÃa las chicas no intercambiaron una sola palabra. Yael querÃa decir algo muy potente, susurrar una verdad antigua, pero la sed le impedÃa formar consonantes en el velo del paladar, y además se daba cuenta de que empezaba a parecer tonta.
Avishag hacÃa muñecas con las hierbas que crecÃan entre las grietas del suelo de madera. Corazones, bebés, gatos. Formas simples, caricaturas de los objetos reales. EntretejÃa, tensaba, rasgaba. Yael no sabÃa cuándo habÃa empezado a hacerlas, pero por la mañana habÃa seis muñecas y una a medio hacer entre las manos despellejadas de Avishag.
Cuando Yael se dio cuenta, cogió la caña de bambú que sujetaba una planta de anémonas de oficina que no estaba el primer dÃa que las chicas entraron en el barracón. Le hizo agujeros con los dientes hasta que tuvo una flauta.
Ella tocarÃa.
âSi vas a tocar para mÃ, Yael, ahórratelo. Te lo he dicho un millón de veces. Soy como la hija de Shylock, Jessica. No tengo oÃdo para la música âdijo Lea.
âAhora mismo no estamos haciendo Shakespeare, ¿verdad? âdijo Avishag.
âLo que digo es que me parece una mariconada, lo admito âdijo Lea.
âClaro. Porque todas sabemos que Hitler era gay âdijo Yael.
Las chicas la miraron. Y tuvieron miedo, sobre todo por ellas, por escucharla.
âY cuando digo Hitler me refiero a Shakespeare âdijo Yael.
Entonces pidió permiso para dormir.
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Yael buceó dentro de su cuerpo en busca del sueño. Imaginó las olas del océano por debajo de ella, exigiendo calma. Entonces pensó en todos los momentos felices, cuando se sentaba en el suelo a ver la televisión y escuchaba con entusiasmo las canciones de sus programas favoritos, y recordó las lágrimas que le caÃan con la cortinilla musical al final del episodio, mientras pasaban los créditos. Recordó su cuerpo de niña al despertar inundado de una felicidad que le hacÃa encoger los dedos de los pies y le abrÃa la nariz en medio de todos aquellos sueños en los que otro ser humano se la llevaba para ponerla a salvo. En una habitación con una cama que se cerraba con llave, donde únicamente la alimentaban y la compadecÃan.