Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
âAh, entiendo âdijo la alemana. Debió de pensar que se referÃa a que no leÃa hebreo, pero la verdad es que apenas sabÃa leer nada. Con diez años habÃa huido con su familia de TrÃpoli a los campos de refugiados, y luego olvidó lo poco que habÃa aprendido. Vivió allÃ, en las tiendas de campaña que más tarde se convirtieron en un pueblo de caravanas al lado del mar, hasta que tuvo edad para alistarse en el ejército. Siempre habÃa ido a la zaga de los otros niños. Las palabras no se le daban muy bien.
Ah, pero hacer hijos sà se le daba bien, aquella era su hija, y aquella hija ya sabÃa lo que significaba ser una mujer. Apenas tenÃa ocho años, era más morena de lo que él habÃa sido nunca, y le cogió la cara entre las palmas de sus manitas como una señorita, como una madre, y le dijo:
âPadre, no quiero las historias de los libros. Quiero las tuyas. Cuéntame tus historias.
Avi nunca habÃa contado una historia. La alemana sonrió con disimulo.
Avi sentó a la niña en sus rodillas.
âTiene que quedarse en su silla âdijo la alemana.
âAh, bueno âdijo él.
Avishag volvió a su silla. Le dio la mano.
âHabÃa una vez, en este paÃs, una mamá y un papá âempezó.
âMe parece que su mujer agradecerÃa que no entrara usted en cuestiones personales con la criatura âdijo la alemana.
¡Cuestiones personales! «La criatura» era suya, ¿qué podÃa contarle que no fuera personal?
Estos europeos
âpensó Aviâ.
Toda esta formalidad rencorosa. No tienen corazón. Hitler les quemó el corazón.
âUna vez, en este paÃs âvolvió a empezar Avi. Guardó silencio, antes de continuar. Y asà empezó el único cuento que contó en su vida.
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âHaz algo, lo que sea âdijo Avi cuando llegaron al aparcamiento. Avishag y él estaban apoyados en el morro del coche. HabÃa tardado cinco minutos en convencerla de que saliera del vehÃculo y del asiento del copiloto, pero ya era más que las otras veces. Era algo, por lo menos. Aún no perdÃa la esperanza.
Le ofreció uno de sus cigarrillos Time y se quedaron fumando de pie. En el aparcamiento abandonado no habÃa nada más que asfalto, hierbas secas y el remolque de un camión, sin ruedas.
âPonte al volante un minuto âdijo Aviâ. Hazlo por mà âjuntó las manos, e incluso dudó si ponerse de rodillas.
âHace demasiado calor âdijo Avishagâ. Vuelvo adentro âquerÃa sentir el aire acondicionado; era un deseo pequeño, pero por lo menos era algo.
Avi pensó en darse por vencido.
Entonces pensó en la pegatina que habÃa en la parte trasera de la camioneta. Aquella pegatina barata, rosa, idiota, real. «El pueblo de la Eternidad no tiene miedo.»
Avi aprendió a leer por su hija. Al principio tardaba horas en descifrar un artÃculo de la sección de deportes del periódico. Hasta que años después, un dÃa de pronto se dio cuenta de que leÃa toda la sección de un tirón, con soltura, durante una visita al cuarto de baño.
Desde entonces pensaba en su hija mediana siempre que la vida era, por un momento, tan sencilla como estar vivo. Cuando jugaba al fútbol con sus hijos pequeños, cuando le compraba a su nueva mujer un buen corte de cordero, cuando regateaba el precio de un coche de segunda mano.
Su hija abrió la puerta del copiloto despacio, con cuidado de no golpear el bordillo. La puerta chirrió.
âLo siento âdijo. Asà que abrió la puerta más rápido y acabó rayándola con el bordilloâ. Lo siento mucho âdijo.
Cuando por fin se metió en el coche, cerró la puerta con cuidado, con tanto cuidado que no llegó a cerrarse. Asà que al final tuvo que cerrarla de un portazo. Pum.
âLo siento âdijo. Demasiado fuerte, la cerró demasiado fuerteâ. Lo siento, lo siento âdijo.
Dentro del coche, Avishag levantó las manos, como si se defendiera de un oso.
Avi se montó en el asiento del conductor y la miró cruzado de brazos, con las manos encajadas en los sobacos y los codos encima de la barriga.
«Lo siento» un millón de veces al dÃa. «Lo siento» era casi lo único que decÃa.
âLo siento.
Era su manera de decir:
Haz algo
.
â¿Qué es lo que sientes? âpreguntó Aviâ. Lo único que deberÃas sentir es no poner ni siquiera una mano en el volante.
Era asÃ, su hija mediana. Avi no habÃa hablado con su hija pequeña desde que se fue de casa. No habÃa llegado a ver a Dan con más de diez años, y la madre de su ex mujer le pidió que no asistiera al funeral. La pequeña atendÃa ahora al absurdo apodo de Tzipi y estaba contenta, según le contó un dÃa Mira, su ex mujer, al dejar a Avishag en casa después de una de sus «clases de conducir». Mira querÃa decir
contenta de no hablar contigo
. En cambio Avishag se las arreglaba para que él pusiera en su boca palabras que ella no decÃa. Incluso historias. A veces se pasaba seis horas en el coche a su lado, conduciendo. No intercambiaban una sola frase y, cuando la dejaba en casa, sentÃa que habÃa aprendido algo, aunque no sabÃa muy bien qué. Como si hubiera podido hacer algo más.
âSolo una mano âdijo Avi.
Ella siguió largo rato callada. Siempre estaba callada. Pero entonces.
â¿Sabes? âdijo ellaâ. Una vez en el ejército vi que le pegaban un tiro en la cabeza a una mujer ucraniana.
â¿Una mujer ucraniana?
âUna chica, más bien.
Avishag se metió un mechón de pelo en la boca y luego lo dejó caer.
De acuerdo,
pensó Avi.
De acuerdo,
y también pensó:
Al menos ahora lo sé.
Y respiró hondo.
âEntonces ¿es por eso?
Avishag frunció el ceño. Incluso estuvo a punto de mirar a su padre. Su expresión decÃa más de lo que habÃa dicho en mucho tiempo. Estaba confundida.
â¿Qué quieres decir con si es por eso? âpreguntó.
âBueno, ya me entiendes âdijo Aviâ. El motivo de que no quieras conducir ni...
â¿Qué motivo? No hay ningún motivo. Solo me da miedo conducir, nada más.
â¿Te da miedo?
âMiedo, sÃ.
Y entonces Avi supo lo que ya sabÃa, pero lo supo con más certeza. Avishag era asÃ. No habÃa ningún motivo. Solo que su hija era asÃ.
Avi alargó el brazo para abrir la guantera. Olió el sudor de los pies de su hija. Se preguntó cuándo se habrÃa duchado por última vez. Sacó un pañuelo morado que siempre llevaba con él. De su madre. La única cosa que conservaba de ella.
âCierra los ojos âdijo Avi, y Avishag lo hizo. Le vendó los ojos con el pañuelo y lo ató bien fuerte. Ella no se movió. Avi hizo amago de soltarle un puñetazo en la cara. Su hija no se inmutó. QuerÃa asegurarse de que no veÃa nada.
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Â
La historia
Â
âUna vez, en este paÃs, vivÃa gente. Entonces vino un rey que querÃa el paÃs para él solo, asà que mandó a la gente de ese paÃs por el mundo entero. Envió a una hermana a una punta del mundo, y a otra hermana a la otra punta del mundo. A algunos los mandó a Rusia. A otros a Ãfrica. Incluso a unos pocos los mandó a donde viven los osos polares.
â¿Los osos polares, papi?
âSÃ, cielo.
â¿Y entonces?
âEntonces la gente de ese paÃs vivió por el mundo entero. Pasaron muchos años. Millones de años. Pero no podÃan olvidar que en realidad no eran de Rusia o de Ãfrica, que eran de aquel paÃs, y nunca perdieron la esperanza de poder volver algún dÃa.
â¿Y volvieron?
âAl principio no, cariño. QuerÃan, pero no sabÃan cómo. Entonces no habÃa teléfonos, asà que la gente de Ãfrica ni siquiera sabÃa si la gente de Rusia se acordaba de ellos.
âEntonces ¿volvieron alguna vez?
âBueno, entonces un año la gente de Rusia y la gente de Ãfrica y hasta los osos polares, toda la gente y los animales que nunca habÃan vivido en aquel paÃs, empezaron a matar a toda la gente que antiguamente habÃa vivido en aquel paÃs.
â¿Los ahogaron?
â¿Que si los ahogaron?
âSÃ, como a mi pez.
Avi pensó en el cuerpo sanguinolento y amoratado e hinchado de su madre el dÃa que se fueron de TrÃpoli. De cómo la mataron. Del olor que salÃa de las acequias que rodeaban las murallas. De niño supo qué era la muerte. Con ocho años, Avishag solo sabÃa lo de su pez. Se le habÃa muerto cuando tenÃa cuatro años. Su madre ni siquiera quiso que lo viera. Le dijo que se habÃa ahogado. Fue una buena idea, pero no era verdad, ni mucho menos.
âSÃ, cielo, los ahogaron.
â¡Oh, no!
âPero algunos consiguieron salir del agua.
â¡Bien! Y entonces ¿qué?
âY entonces los que consiguieron salir del agua decidieron volver al paÃs que habÃan abandonado hacÃa un millón de años. Volvieron desde Ãfrica y Rusia y desde todos los rincones del mundo hasta su paÃs.
â¿Y entonces qué?
â¿Cómo que «y entonces qué»?
â¿Qué hicieron allÃ?
âVivir.
âPero ¿qué hacÃan?
âVivir. Vivir igual que nosotros vivimos. Construyeron casas y pavimentaron caminos y plantaron árboles. Trabajaron, ¿sabes?
â¿Y entonces qué?
La asistenta social alemana hizo un gesto señalando el reloj. El tiempo se habÃa terminado.
Avishag debió de repetirle la historia a su madre, o quizá se lo contara la asistenta social. Y a Mira no le gustó. La parte de la matanza. Ganó la custodia. Se llevó a los niños y se puso a dar clases en un pueblecito del norte.
Cuando pudo volver a verla, Avishag tenÃa diecinueve años. Estaba en el ejército. Se le marcaban los hombros bajo el uniforme. Se encontraron en un McDonald's de una gasolinera próxima a la base donde hacÃa el servicio militar. Era el único sitio que abrÃa toda la noche, y ella solo tenÃa un rato libre a las cinco de la mañana. Era soldado de infanterÃa en Egipto, en la única unidad de combate de infanterÃa femenina, y una de las otras chicas debÃa de haber accedido a relevarla, porque entró pegando gritos por un grueso teléfono móvil del ejército.
â¿Qué quiere decir que tenÃas cita con el médico y has perdido el autobús? âsoltó frÃamente, a la vez que levantaba la mano para indicarle a Avi con los dedos:
Un segundo
. Con la otra mano, una mano pequeña, sujetaba firmemente la culata de su M-16â. Que te jodan, maricona, ¿me oyes? âle dijo su hija a la otra vigilante por teléfonoâ. No soy tu madre para que me jodas y me entierres en la arena.
Colgó y se sentó delante de Avi. SeguÃa siendo morena de cara, pero llevaba el pelo tirante, recogido en un moño, y tenÃa las cejas depiladas de una manera rara que eliminaba de su cara cualquier parecido con él. No quedaba rastro de la niña callada y tÃmida que recordaba. El helado de un siclo que le habÃa comprado goteaba sobre la mesa roja de plástico. Las únicas mujeres a las que Avi habÃa visto en sus tiempos del servicio militar eran secretarias con faldas verdes que preparaban el café para los oficiales de mayor rango.
â¿Y qué es exactamente lo que quieres? âpreguntó Avishag.
Luego volvió a verla cuando su ex mujer lo llamó para informarle de que su hija mayor llevaba casi dos meses sin salir de la cama, por si le interesaba. La habÃan licenciado del ejército unas semanas después de estar un tiempo en la prisión militar por no sé qué broma inocente, algo relacionado con desnudarse durante una guardia, pero cuando volvió no era la misma. Estaba un poco ida.
âVoy enseguida âdijo Aviâ. Le compraré un coche.
âNo sabe conducir âdijo su ex mujer. A pesar del cansancio, seguÃa teniendo la misma voz, la voz que Avi no habÃa oÃdo en años.
En TrÃpoli, los hombres disciplinaban a sus mujeres a todas horas. Desde luego su padre lo hacÃa. Durante años Avi lamentó no haber conocido a su primera mujer en otro tiempo, otro paÃs, donde las cosas no se hubieran descontrolado tanto, donde no hubiera asistentas sociales alemanas. Pero habÃa conocido a su mujer cuando la conoció, allÃ, en las caravanas de inmigración. Ella venÃa de Bagdad, donde su padre era joyero. Hablaba cuatro lenguas. Se vieron por primera vez desnudos en la carretera asfaltada que habÃa junto a las caravanas, entre decenas de nuevos refugiados, cubiertos de DDT, el pesticida con el que los aviones los fumigaban desde arriba. Los europeos de la oficina de migraciones pensaban que podÃan ser portadores de enfermedades. La que serÃa su mujer estaba desnuda y humillada y rociada de quÃmicos blancuzcos, pero su mirada y su corazón eran oscuros, añorantes del avión que la habÃa llevado hasta allÃ. TenÃa catorce años, cuatro más que él. Avi le prometió que todo irÃa bien, sin saber aún su nombre.
âTodo va a ir bien âle dijo por teléfono a su ex mujer, Mira, cuando lo llamó al cabo de tantos añosâ. Le enseñaré a conducir. Le compraré un Subaru.
â¿Un Subaru? âpreguntó Mira.
âSoy su padre.
Â
Condujeron largo rato. Más de dos horas. Avi pasó por delante del cementerio militar del Monte Herzl y el hospital del Monte Scouts en el que habÃa nacido Avishag. La familia de Mira se habÃa trasladado a Jerusalén desde el campo de refugiados donde se conocieron, pero Avi nunca perdió el contacto con ella. Mira quiso que Avishag naciera en Jerusalén, aunque en aquellos tiempos solo pudieran permitirse vivir en Bat Yam.
Avishag fue todo el camino con los ojos vendados, pero al bajar la montaña notó que el olor de los pinos y la piedra quedaba atrás, y olió a humedad, a fritanga, a cerveza, a protector solar, a alquitrán, a playa, y al final solo a mar.
Jerusalén está rodeado de tierra por todos lados. Avishag supo que estaban en Tel Aviv antes de quitarse la venda de los ojos.
El coche no estaba adaptado para conducir por la arena, ni para pasar por este tambaleante muelle de pesca, pero a Avi no le importaba. Las ruedas giraron sobre la madera vieja. Hizo el camino sin saber en ningún momento adónde iba. Dejó que el coche lo condujera.
El padre de Avishag posó la mano en la frente de su hija y le quitó el pañuelo. La deslumbró el reflejo anaranjado del sol. Mantuvo los ojos abiertos. El sol caÃa sobre el agua, y el agua la deslumbraba con el reflejo anaranjado. Y aun asÃ. Mantuvo los ojos abiertos. No habÃa viento, el Mediterráneo parecÃa una balsa. Nadie alrededor, ni siquiera una gaviota, solo ella y su padre en el coche. Al final de un muelle.