Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
âTécnicamente podrÃamos arrestarle por eso âdijo Tomerâ. Técnicamente podrÃamos ârepitió, encogiéndose de hombros.
â¿Puedo? âsuplicó el niño. No se lo pedÃa a Lea. Se lo pedÃa al hombre con el que iba. El arresto de un niño siempre llegaba por lo menos a la página cinco, ella lo sabÃa. En unos dÃas estarÃa fuera; seguramente en unos dÃas estarÃa fuera.
El hombre negó con la cabeza, pero entonces el niño dijo que era todo lo que querÃan, y ahora podÃan conseguirlo, y le dijo al hombre que lo pensara, y el hombre supo que estaba vendido.
âPuta âle dijo el hombre a Lea cuando Tomer agarró al niño del brazo. Necesitaba decÃrselo. Después de todo, era una oficial en un puesto de control, y él hacÃa el papel del pobre palestino, pero la palabra sonó forzada y Lea sintió vergüenza ajena de él.
Después de que los hombres se marcharan, Tomer y ella fueron hacia la base caminando detrás del niño para comunicar el arresto por teléfono. Los hombres tardaron un rato en irse, asà que caÃa la noche cuando volvieron a pie hasta la barricada, aunque las luces anaranjadas de la carretera no estaban encendidas todavÃa.
Lea apretó el paso, porque querÃa caminar a la par del niño. Apretó el paso de pronto y temió que se asustara. Su mano dio un salto y rozó la mano del niño.
Era el niño quien hubiera podido asustarse, pero fue ella la que tuvo miedo, y más, porque lo sintió en ese momento, y con demasiada intensidad: sintió en su mano la humedad de la mano reseca del niño, y las motas de polvo de la piedra que habÃa agarrado, y el viento. Sintió todas esas cosas de repente. Pensó que esa noche Tomer incrustarÃa todo el peso de su cuerpo en sus huesos, aplastándolos contra la barricada de cemento. Por un instante fugaz se preguntó si mientras lo hiciera la llamarÃa por su verdadero nombre, en lugar de «oficial». Se preguntó si debÃa pedÃrselo, pero entonces recordó que no era un detalle importante. Esas fechas, las fechas a ambos extremos de su servicio militar. Cualquier cosa que sucediera dentro de ellas era adorno y aire y no cambiarÃa nada, ella acabarÃa en el mismo sitio.
Decidió que pedirÃa cita con el psiquiatra militar al dÃa siguiente y pedirÃa que la relevaran, a pesar del poco tiempo que le quedaba de servicio.
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Unos años más tarde volvieron a abrir la ruta 433, pero eso solo duró unos meses. TodavÃa habÃa soldados que pasaban tres años de su vida haciendo poco más que decir: «Lo siento, la carretera está cortada» cuando aparecÃa algún estúpido que intentaba pasar. Cuando Lea se enteró de que reabrÃan la carretera, y después de que volvÃan a cerrarla, sintió en la mano la saliva del niño casi con la misma intensidad que entonces.
A veces, en fiestas oscuras en Tel Aviv y en paseos callejeros y en habitaciones, sentÃa la saliva en su mano, aunque no necesariamente oyera hablar de la ruta 433. La sentÃa en fiestas oscuras y en paseos callejeros y en habitaciones donde nunca estaba sola, donde siempre estaba con alguien que no era ella misma, y era cuando esas personas decÃan su nombre cuando lo sentÃa. Qué dices, Lea. Muchas gracias, Lea. Me parece bien, Lea. Cada vez que oÃa su nombre en la oscuridad, sentÃa en su mano la saliva del niño, como aquella noche mientras caminaban.
Aquella noche Tomer iba apenas un paso más atrás que Lea y el niño. Caminaban pateando piedras, tarareando, mirando las estrellas antes de que las farolas se llevaran algunas. Lea pensó en todo lo que aún no habÃa pasado pero que sabÃa que pronto pasarÃa. El cemento. El periódico. La súplica de granadas de fogueo.
âLea âdijo Tomer justo antes de que llegaran a la baseâ. Acordémonos de apostar en qué página saldrá la noticia del arresto. ¿Tú qué dices, Lea?
Y otra vez esa pregunta tonta, la que acababa de ahuyentar. Volvió. Lea se preguntó cómo la llamarÃa aquella noche, aunque sabÃa que, fuera cual fuera la palabra que escogiera entre todas las palabras de este mundo, no importarÃa. No cambiarÃa el ritmo del correr de los dÃas, ni siquiera el ritmo del correr de aquella noche.
Mientras caminaban, el niño volvió a llevarse la mano a la boca, la mano que Lea acababa de rozar.
Aquella noche Lea tenÃa veintiún años, Tomer diecinueve, el niño trece. Pasaron junto a la barricada de cemento en silencio y con paso sincronizado. Vistos por un aldeano desde uno de los hogares distantes iluminados, podrÃan haber sido una familia.
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Tres dÃas antes de irme del pueblo pasó algo que me recordó los buenos tiempos: Lea empezó otra vez a preocuparse por algo que no era del todo verdad.
âEscucha, Yael. Miller mató un olivo âdijo Lea.
âAjá âle dije.
âEs lo peor del mundo, morir. Si eres un olivo.
âAjá.
âFue a propósito. Premeditado.
Lea apartó la vista del olivar que habÃa al lado de su casa y me miró. Era la primera vez en semanas que me miraba de verdad. Dejó el cigarrillo en el cenicero. La noche empezaba a cernirse sobre el patio trasero de su casa, morada, naranja, inmensa. La sombra del enano de jardÃn amputado se alargaba cada vez más, y la brisa hizo sonar el carillón. Lea entornó los ojos, con aire sugerente. QuerÃa que fuera yo quien dijera en voz alta su última idea descabellada, una idea que aún estaba tomando forma, la primera que se le ocurrÃa en mucho tiempo.
Y lo hice, cómo no.
âCreo que hay un asesino suelto en el pueblo âdije.
TenÃamos veintiún años. HabÃamos acabado el servicio militar y yo estaba a punto a marcharme del pueblo para empezar a trabajar en el aeropuerto. Llevaba casi un año en casa de mis padres sin hacer nada; Lea habÃa vuelto hacÃa solo unos meses, después de una temporada extra como oficial. Me habÃa desconectado de casi todo el mundo menos de Lea y Avishag. Asà era: al cabo de tantos años acababa con mis mejores amigas de la escuela primaria. No hablaba nunca con Hagar ni con las demás chicas con las que habÃa hecho el servicio militar. Avishag estaba viviendo con su madre y su abuela en Jerusalén. Trabajaba en un despacho, archivando papeles. A veces todavÃa hablaba con Emuna, pero ya habÃa empezado la universidad, en Estados Unidos. Lea querÃa estudiar, incluso hizo los exámenes de acceso, pero entonces se dio cuenta de que no sabÃa qué querÃa del futuro, asà que no sabÃa cómo estudiar de cara al futuro. Yo tampoco sabÃa cómo estudiar de cara al futuro, pero querÃa que llegara. Estaba pensando en ponerme a trabajar.
Hace años que Lea y yo dejamos de fingir. Pero también hace semanas que no hablamos, que no me dice algo de verdad, aunque no sea verdad.
El olivo estaba muy muerto. No era más que un tronco, un tronco corto. Las ramas se habÃan puesto negras una por una antes de caer al suelo. No nos enteramos cuando pasó. Estábamos en el ejército. Cuando volvimos ya no habÃa nada que hacer.
La mujer de Miller empezó a gritar, como cada noche después de la cena. Cruzando el olivar hasta el patio trasero de Lea, oÃmos palabra por palabra lo que dijo. Cerraron un cajón de golpe. Loza rota.
â¡Bajad la voz, salvajes! âgrité. Desde que Lea se habÃa quedado callada, me tocaba a mà gritarles a sus vecinos que se callaran siempre que se liaban a voces.
â¡Meshuganas! âoÃmos que nos chillaba Miller.
â¡Salvaje! âgritó Lea. Fingà que no me inmutaba al oÃrla gritar de nuevo, aunque se me abrió la boca sin querer.
â¡CrÃas de mono! âgritó Miller. Nos llamaba crÃas de mono porque nuestros padres no eran europeos. Igualmente nos gustaba. Al menos a mÃ. Hubo una vez en que nos encantaba pensar que éramos animales.
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Hubo una vez en que fingÃamos que éramos lobos. Ãramos doce, y estábamos enfadadas porque después del Bar Mitzvá nuestras madres nos decÃan que ya éramos mujeres. Asà que nos mordÃamos los tobillos unas a otras. La gente del pueblo nos veÃa caminando a gatas por las calles y los campos de plátanos. Nuestras madres venÃan a llamarnos la atención, pero les apresábamos los pantalones con los dientes y no los soltábamos. En la calle le lamÃamos los dedos de los pies a una niña que iba en silla de ruedas, y ella se reÃa. Cuando nos metÃamos en el patio de Miller, nos gritaba «Meshuganas», y nos perseguÃa con una pala cuando le enseñábamos los dientes. Nos aullábamos historias unas a otras y las entendÃamos hasta que se nos cansaban los huesos.
Siempre fingÃamos que tenÃamos otra edad, otro nombre. Si nos preguntaban, nunca decÃamos nuestro verdadero nombre. Comerciales de venta telefónica, profesores nuevos, niños nuevos, vendedores de caramelos en el mercado árabe: todos querÃan una parte de nosotras. En realidad no querÃan saber nuestros nombres; solo era una estrategia para hacernos creer que les caÃamos bien. Para que habláramos con ellos. Para convencernos. QuerÃamos que se interesaran por nosotras, aunque no fuera verdad. Hubo una vez en que nos interesábamos mucho por todo. QuerÃamos hablar con cualquiera que tuviéramos cerca. VivÃamos tan lejos del mundo. Pero no confesábamos nuestros nombres. Ãramos Esther y Cándida y Olga. Nunca nosotras. Nuestro mundo era pequeño entonces, pero más grande que la vida, porque existÃa solo en nuestra imaginación.
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Si eres un chico y vas al ejército, una posibilidad es que acabes muerto. Otra posibilidad es que acabes vivo. Si eres una chica y vas al ejército, probablemente no acabes muerta. Quizá mandes a los reservistas a morir a la guerra. Quizá disuelvas manifestaciones en puestos de control. Pero probablemente no acabes muerta. Luego te pueden pasar un montón de cosas. PodrÃas conseguir un trabajo. Irte de viaje. Ir a la universidad. Casarte. Volver a vivir con tus padres. Lea y yo volvimos a vivir con nuestros padres, en el pueblecito junto a la frontera con el LÃbano. A esas alturas me esperaba un trabajo en Tel Aviv, como guardia de seguridad aeroportuaria. Me lo consiguió mi tÃo. Yo sola no lo hubiera conseguido. No en ese momento. Pagaban bien. Todo lo que habÃa que hacer era estar sentada. Estaba bien; hasta yo lo veÃa. Lea no veÃa nada. Ni siquiera veÃa que el cenicero sobre la mesa de madera de su patio rebosaba. Ni siquiera se daba cuenta de que oscurecÃa, porque normalmente se levantaba después de que se pusiera el sol. Cada vez que iba a visitarla, su madre me saludaba de la misma manera: «Has conseguido trabajo. Has conseguido trabajo, ¿verdad? ¿Oyes eso, Lea? Vaya, ¿no es estupendo?». Y luego se estrujaba las manos y volvÃa a la cocina, y nosotras nos sentábamos afuera, mirando el olivar, y fumábamos muchÃsimo, sin hablar. Solo habÃa ochenta y dos casas en nuestro pueblo. Una al lado de la otra, hasta que se acababan. Salvo la casa de Lea. HabÃa un solar sin edificar que separaba su casa de la casa de Miller. Era un olivar. Porque por mucho sentido que tuviera levantar ahà otra casa, no podÃan hacerlo, por los olivos. Está prohibidÃsimo matar un olivo. Ni siquiera se pueden trasplantar.
Ãramos chicas. Sé que solo éramos chicas. Hicimos lo que hicimos en el ejército, y luego se acabó. Si a Lea le resultaba difÃcil hablar o marcharse del patio trasero de sus padres cuando tenÃamos veintiún años, no era por el pasado, lo sé. Lo admito; el problema era el futuro del pasado. ExistÃa fuera de nuestra imaginación, y era demasiado grande.
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La noche después de que Lea me contara que Miller era un asesino, volvà al patio de su casa y todo siguió prácticamente igual que las semanas anteriores. Lea llevaba su pijama rojo. Estaba sentada en la silla de plástico, mirando el olivar, fumando. La única diferencia es que sostenÃa un taco de folios en la mano. Me pregunté si iba a pasarse la vida sentada en ese patio, mirando aquel olivo muerto y fumando. Esa noche no parecÃa imposible. Aspiraba el humo hasta el fondo de los pulmones como si la vida le fuera en ello, hasta que se le surcaba la cara. Yo no sabÃa qué decir. De pequeñas, cuando éramos amigas, siempre era ella la que hablaba, la que me decÃa en que Ãbamos a interesarnos a continuación, quiénes serÃamos. Me pasaba dÃas y semanas a su lado, a la espera de que se interesara, cualquier cosa, aunque fuera un poco.
Y de pronto lo hubo.
âHemos de hacer que todo el mundo sepa que es un asesino âdijo Leaâ. Ãl tiene que saber que es un asesino. No puedes matar un olivo sin más. Tienes que querer matarlo, tienes que asesinarlo.
Los olivos viven miles de años. Siempre me cuesta creerlo, al mirar esos árboles que crecen al lado del patio de Lea. Los troncos se enroscan en sà mismos, como sorprendidos en mitad de una frase, como si alguien acabara de insuflarles vida.
âEstoy de acuerdo âle dije a Lea. Siempre estaba de acuerdo con ella. Siempre lo estaré, pase lo que pase, lo juro.
âNo es cuestión de estar de acuerdo; es un hecho âdijo.
âEstoy de acuerdo, pero Lea, ¿cómo lo has descubierto?
Lea dijo que habÃa investigado un poco. Al parecer, prácticamente no hay nada en este mundo capaz de hacer que un olivo muera. Existen clases concretas de hongos y bacterias que pueden enfermarlos, provocarles tumores, pero no los matan. Hay un bicho que se come la corteza y una oruga que ataca las hojas. Las moscas pueden reducir la calidad de sus frutos. Las heladas y los conejos podÃan matar a un olivo, pero estábamos en el norte de Israel, y no habÃa heladas ni habÃa conejos. Y los conejos solo podrÃan matarlo si uno de ellos se colara en el tronco, se quedara atrapado y se muriera, y el cadáver envenenara al árbol desde dentro. En España pasó una vez, según Lea.
âY luego está la gasolina âdijo Leaâ. Si echas gasolina junto a las raÃces de un olivo, se muere.
Observé los restos del árbol muerto. Un final oscuro. Un claro comienzo de algo que no tenÃa centro. El tronco se partÃa en un lugar tan abrupto que, aunque alguien no supiera que antes habÃa algo más, aunque jamás hubiera visto un olivo o un árbol, de todos modos se darÃa cuenta de que faltaba algo.
â¡El Bar Mitzvá! âdijeâ. ¡El asesinato fue entonces!
Lea asintió.
Recordé que cuando volvà del ejército, la madre de Lea nos habÃa dicho que en nuestra ausencia los terribles vecinos, los Miller, se pusieron más insoportables todavÃa. No se conformaron con seguir tirando en el olivar las hojas que rastrillaban de su jardÃn. Celebraron allà el Bar Mitzvá de su hijo, aunque el olivar no era de su propiedad y no tenÃan derecho a hacerlo. Metieron allà a todos sus parientes de Inglaterra e hicieron pan de pita en un horno
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de verdad, mientras babeaban hablando de sus vidas bucólicas y holÃsticas en la frontera de la Tierra Prometida. A voces. «Hay que entender âdijo la madre de Leaâ que no son gente de aquÃ, asà que no lo entienden».
â¡El Bar Mitzvá! âdije de nuevo, y al mirar a Lea vi que sonreÃa. Con una sonrisa malvada, sincera.
âMiller usó gasolina para prender el horno
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âdijo Leaâ. Mi madre lo vio. El muy idiota no sabe ni encender un fuego.
âPero ¿por qué iba a verter gasolina junto al olivo? âpregunté.
âPorque le sobraba. Porque el árbol estaba cerca del horno. ¿Quién puede comprender la mente de un asesino?
Guardamos silencio.
âUn asesino, ojo, no un simple criminal âdijo Lea.
Y entonces me enseñó los carteles que habÃa hecho. Cuarenta carteles, en papel tamaño folio. Los habÃa pintado con lápices de colores. De su hermano pequeño. Al pie se leÃa: «Se busca vivo o muerto al asesino de un olivo».
Ella misma habÃa dibujado la cara de Miller. HabÃa pintado las entradas de su cabeza con rayajos negros y rojos. Con cada póster, el retrato se volvÃa más y más siniestro.
âVale âdijeâ. Vale âentendÃa. Siempre entendÃa su lógica.
Salimos del patio y nos fuimos. Nos fuimos.
Pegamos los carteles en los olivos y en los bancos de la calle y en el coche de Miller, e incluso le pegamos uno a su gato, que andaba siempre por ahÃ. Lea estiraba la cinta adhesiva y yo me acercaba a cortarla con los dientes, trocito a trocito. Luego golpeábamos fuerte para asegurarnos de que el cartel quedaba bien pegado.
Cuando volvimos a sentarnos a fumar en el patio de Lea, la mujer de Miller ya habÃa empezado a chillar y a dar portazos como de costumbre, pero no le gritamos que se callara. A la de tres gritamos: «¡Asesino! ¡Asesino!». No hubo respuesta.
Aun asÃ, creÃamos que cuando Miller se levantara sabrÃa que creÃamos lo que era.
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Una vez fingà que era capaz de matar a un hombre. Una vez dije que los insumisos merecÃan la pena de muerte. Mi madre siempre ha pensado que los hijos de los Miller se marcharán a Inglaterra antes de que los recluten, y creo que tiene razón.
Fingà que era capaz de matar a un hombre cuando estuve en el ejército. Eso fue un año después de la guerra, justo antes de acabar el servicio militar. Fue un juego. Le dije a mi oficial, Shai, que un hombre me habÃa guiñado el ojo. Era solo un peón de la construcción, un árabe, y yo solo estaba agobiada y lejos de casa y aburrida. El hombre tenÃa todos los permisos en regla. Lo traÃan a la base desde su pueblo para construir una zona nueva de los campos de tiro.
âEs un error; no he hecho nada malo âdijo con su acentoâ. Tengo todos los permisos âdijoâ. Estoy trabajando en vuestra base.
âNo te preocupes âdijo Shaiâ. No te preocupes.
Con uno de los trapos que usábamos para limpiar las armas le tapó los ojos al hombre, que por iniciativa propia se llevó las manos a la espalda, y Shai lo esposó con esposas metálicas de verdad, no las de mentira de plástico negro que tenÃan los cabos.
âNo te preocupes âdijo, y sentó al hombre en el asiento trasero del
humvee
. Yo me monté detrás y me senté frente al hombre. Aquella idea descabellada era mÃa, prácticamente todo era idea mÃa, pero fue Shai quien la ejecutó.
Aparcamos detrás de las dunas. Shai, el oficial, silenció el
humvee
. Las vibraciones cesaron. Abrió la puerta trasera del vehÃculo.
âCamina âdijoâ. No te preocupes âdijo. Pero el hombre no veÃa, y jadeaba rÃtmicamente.
âCamina âdijo Shai, el oficialâ. Vamos, puedes hacerlo âdijo, poniéndole al hombre una mano en el hombro.
Echó a andar delante de nosotros como el hombre de espagueti de los sueños. Se notaba que tenÃa el corazón atenazado por el miedo.
âQuieto ahà âdijo Shai, el oficialâ. Vuélvete.
El hombre se volvió hacia nosotros como si lo impulsara un resorte.
âNo te preocupes âdijo el oficialâ. Pero âañadióâ no puedes ir guiñando el ojo a las chicas. Hay cosas que simplemente no se pueden hacer y punto.