La gente como nosotros no tiene miedo (20 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Las horas, la arena. Lea las surcaba como el fantasma de un libro para adolescentes que se compró una vez en el supermercado. El fantasma estaba en una casa, pero no podía abrir cajones o sostener una taza de café. Lea tampoco podía cambiar nada y su existencia no importaba, no se sentía. Vivía envuelta en una niebla de copos de algodón.

Los manifestantes volvieron a la tarde siguiente. Lea pasó la primera mitad del día preguntándose si regresarían. Cometió fallos en uno de los tests de prácticas que hizo, incluso en una pregunta de matemáticas que era poco más que álgebra y sentido común.

Los manifestantes volvieron, esta vez con tapones para los oídos.

Lea no tuvo que cargar la caja de madera hasta el control porque le había pedido al soldado del primer turno que la llevara por si acaso.

—¿Qué se os ofrece ahora? —le preguntó Lea al hombre, cuando se acercó prudentemente a ella. Llevaba la misma camiseta del día anterior. El niño sujetaba la pancarta esta vez, aunque seguía con los dedos metidos en la boca.

—La cuestión es que nadie va a escribir un artículo por unos simples petardos —dijo el hombre—. Esa es la cuestión, oficial —era cauteloso, como un cliente que ha comprado una camisa y exige que le devuelvan el dinero aunque se haya puesto la camisa más de una vez. Pero se mantenía firme, como si estuviera decidido a insistir tanto como pudiera.

—El niño podría resultar herido —dijo Lea. Tomer estaba detrás de ella, tamborileando con los dedos en el hueso de la clavícula.

—Tiene trece años —dijo el hombre—. Para vosotros es un hombre. Eso es lo que significa vuestro Bar Mitzvá.

Parecía más pequeño. Lea recordó que en las instrucciones se decía que debían evitarse a toda costa los medios para disolver manifestaciones cuando hubiera niños. También recordaba una larga charla en la escuela de capacitación para oficiales, en la que se dijo que un niño era cualquiera a quien no pudieras imaginar celebrando su Bar Mitzvá, vestido de traje y leyendo en el templo y demás. Esos manifestantes sabían muy bien lo que se traían entre manos: eran consumidores informados, y a saber qué otras cosas.

La Federal, el arma para lanzar granadas de gas, parecía una pistola de juguete, más que cualquier otra pistola de juguete que Lea hubiera visto. Básicamente era un tubo marrón con dos agarraderas plateadas, una delante y otra detrás. Parecía que la hubieran pintado con aerosol. Tenía un manual de instrucciones largo, y además Lea no quería que el hombre pensara que podía meterle prisa, así que lo ahuyentó sin prometerle nada y se sentó a leer en la silla de plástico bajo la sombrilla.

Por alguna razón, la mitad de las instrucciones eran datos históricos. Al cabo de unos minutos, Lea sabía que la Federal había sido inventada por la Policía Federal de Nueva York, Estados Unidos, por una empresa llamada Federal, ¡de ahí el nombre! En el ejército, a veces, Lea no tenía más remedio que preguntarse quién redactaba las instrucciones de ciertos protocolos y quién supervisaba los contenidos. Daba la impresión de que cada documento podía tener vida propia. A veces aún había sorpresas y atisbos de vida en el ejército. Contadas veces.

La granada que se usaba como proyectil de la Federal tenía un diámetro de treinta y siete milímetros, y contenía gas del tipo CS. Era plateada, con una franja azul, y se veía muy bonita y tecnológica. La Federal tenía miras, y eso preocupaba a Lea, porque tanto ella como Tomer tenían una puntería pésima, que era el motivo principal de que hubieran acabado en la ruta 433. Pero las instrucciones decían que no se debían usar las miras, porque el tirador no apunta directamente a un objetivo individual, dado que el gas se dispersa. Caramba. Lea se sintió estúpida al leer eso, aunque seguro que no tanto como la persona que había diseñado el arma. Las instrucciones recomendaban expresamente no disparar apuntando por la mira, porque el gas podía filtrarse en los ojos del tirador. Al llevarse la mano a la nariz, olió un poco a gas, que le penetró en los pulmones como si fuera lija.

Las instrucciones decían que el alcance efectivo llegaba hasta ochenta metros, pero no decía cuál era el alcance mínimo de seguridad, de modo que Lea situó a los manifestantes a una distancia que calculó de unos cincuenta metros, pero lo pensó mejor y les dijo que se alejaran todavía unos pasos más.

Se chupó el dedo para comprobar la dirección del viento, pero no sintió nada. Cargó la granada en el arma, apuntando con el cañón al suelo, y la cerró con un chasquido. Esperó que el viento fuera favorable y apuntó con un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al suelo.

En todo ese tiempo no le había dicho una sola palabra a Tomer, y él tampoco a ella, pero entonces Lea le hizo una señal para que ocupara su lugar sujetando el arma.

—Todo lo que tienes que hacer ahora es, literalmente, apretar el gatillo, pero con fuerza, porque el arma no tiene seguro y los que la diseñaron lo compensaron con un gatillo duro.

Entonces avisó a los manifestantes moviendo los brazos y, aunque Tomer no había hecho cuenta atrás, ni había avisado, se oyó el leve susurro de algo que se desprende, y acto seguido las caras de los manifestantes se pusieron rojas y mojadas, y echaron a correr gritando y desaparecieron.

 

 

Goma

 

No había demasiadas estrellas esa noche, y en la barricada daba la impresión de que Lea estuviera llorando. Las luces de los hogares se apagaron una tras otra a su alrededor. En la fotografía de la hoja del periódico que Tomer le había traído se veía la imagen de un ave que por lo visto en un par de años se extinguiría. El ave era un águila de cola parda, pero según el periódico se llamaba águila de cola blanca, lo que hizo pensar a Lea que la imagen y la historia podían ser mentiras. Por su mirada parecía que el ave estuviera furiosa, de un modo que nunca había imaginado que pudieran enfurecerse las aves, ni siquiera las que sabían que iban a extinguirse.

—¿Y esto es lo peor que habéis podido encontrar hoy? —preguntó.

—No había ninguna mención a los manifestantes —dijo Tomer. Habían dado parte de los incidentes a la base de operaciones de la ruta 433 por teléfono el primer día, pero por lo visto nadie se preocupaba mucho por ellos.

Tomer también yacía boca arriba esa noche, mirando el periódico y luego a Lea. Con el brazo aplastaba el hombro de Lea.

—Qué, ¿estás llorando? —dijo. No la había visto llorar antes—. ¿O es por el gas lacrimógeno? Si tú misma me dijiste que me lavara las manos dos veces antes de tocarme la cara —dijo.

—No soy tan estúpida —dijo Lea—. Voy a estudiar Empresariales en la Universidad de Tel Aviv, ¿vale? —nunca le había dicho cuándo se marcharía, y no estaba segura de si Tomer sabía que iba a ser pronto.

—Y luego ¿qué?

—Mi hombro. Me haces daño.

Lea sabía que volverían a la mañana siguiente, así que pudo estudiar sin distraerse. Solo cometió cuatro fallos en el examen de prueba, todos en el apartado de inglés. Antes de corregirlo ya sabía que estaban mal, pero ella sola no había podido adivinar las respuestas.

Lea sabía que volverían, así que acompañó a Tomer hasta el puesto de control a la hora en que empezaba su turno. Lo que Lea no sabía era que los manifestantes llegarían con gafas protectoras y mascarillas. Parecían científicos locos, y Lea se preguntó de dónde habrían sacado aquellas cosas en aquel patético pueblucho de la ribera occidental. El niño llevaba unas gafas de sol de plástico cutres encima de las gafas protectoras, y Lea sonrió al verlos, así que el niño le devolvió la sonrisa.

Pero cuando el hombre de la camiseta de Guns N' Roses gritó «¡Hoy tocan balas de goma!», Lea endureció la expresión. Usó solo la barbilla para hacerle una seña. Dejó que se acercara más que los días anteriores.

—No —dijo—. Una bala de goma podría mataros. Esto ya ha durado demasiado.

—Pero, pero... —balbuceó el hombre. Lo pensó mejor y cambió el tono de voz. Se dio cuenta de que no era un cliente, de que tenía razones de sobra para no querer disgustarla—. Precisamente por eso. Seguro que darán parte de las balas de goma. Siempre lo hacen.

Lea negó con la cabeza.

—No pediremos nada más, lo juramos.

Ella no se movió.

—Es la única cosa que queremos, y nos la podéis dar. Solo digo que... —se interrumpió—. Piénselo.

Lea lo pensó y entonces supo que estaba vendida, y que su cara lo delataba. El hombre se alejó unos pasos por su cuenta, levantando apenas los brazos, como dando a entender que le daba todo el tiempo del mundo para que lo pensara.

—El niño tiene que apartarse, porque hay que tener dieciocho años para las balas de goma —dijo Lea. No estaba segura de que fuera una norma, pero creyó que podía serlo.

El niño se sentó en el margen de la carretera y esperó media hora con los dedos en la boca, hasta que se le arrugaron. Todo ese rato tardó Lea en leer las instrucciones. Más incluso. Tomer se quedó de pie a su lado mientras leía.

Las instrucciones advertían que las balas de goma pueden matar. Aparte de eso, todo lo demás parecía diseñado para hacer perder el tiempo y complicarle la vida a un soldado. A Lea se le ocurrió preguntarse cuántos soldados habrían leído aquellas instrucciones últimamente.

El Romay era un cañón de metal que se enroscaba al cañón de un rifle descargado. Luego metías cuatro balas de acero recubiertas de goma por la boca del cañón y las disparabas, de una sola vez, con un casquillo que cargabas en la recámara. Si disparabas menos de cuatro balas de goma de una vez, el casquillo salía con demasiada fuerza, y el efecto sería como abrir fuego de verdad. Las balas se proyectaban en un ángulo de diez grados de arriba abajo, y tenías que asegurarte de dar solo a las piernas del individuo, porque si impactaban en otras partes del cuerpo, el efecto sería como abrir fuego de verdad. Si el objetivo estaba a más de cincuenta metros, quedaba fuera del alcance de las balas de goma. Si estaba a menos de treinta metros, era demasiado cerca, porque las balas de goma tendrían el mismo efecto que si se abriera fuego de verdad.

Las instrucciones estaban redactadas de manera que, si las balas de goma mataban a un hombre, la culpa recayera sobre el dedo que apretaba el gatillo. El culpable sería el dedo, porque las instrucciones advertían de cualquier otra eventualidad. Lea se preguntó cómo sería en la mayoría de los casos, cuando los manifestantes no fueran tres individuos con una pancarta tamaño folio dispuestos a colaborar, sino una multitud furiosa. Tampoco le dio demasiadas vueltas, porque sus manifestantes eran tres individuos dispuestos a colaborar, así que a continuación se dedicó a hacer cálculos.

Les dijo que se alejaran mucho y entonces caminó hacia ellos, contando los pasos, como había aprendido a hacer en la clase de mediciones del campamento militar. Según sus cálculos estaban a un poco menos de cincuenta metros de la sombrilla. Con una señal les pidió que avanzaran unos cuantos pasos, y entonces volvió junto a Tomer.

Los dos hombres se quedaron quietos, posicionados en el lugar exacto donde ella les dijo que esperaran los disparos. Aguardaban de pie pacientemente, como niños dóciles a la espera de que los dejen ir a jugar al parque.

En el kit había solo unos casquillos, así que Lea metió dos en la recámara del fusil de Tomer. Parecían balas normales, salvo porque no tenían ojivas de cobre.

—Por debajo de las rodillas —le dijo a Tomer—. Cuerpo a tierra y apunta por debajo de las rodillas.

Fue el otro hombre, con quien ella nunca había conversado, el que se llevó el impacto. Se agarró la pierna, estirado en el suelo como un jugador de fútbol lesionado en el campo. Pero antes de que oscureciera se alejó cojeando. Su cojera parecía más grave porque lo sostenían el otro hombre por la izquierda y el niño por la derecha, y el niño era más bajo; era pequeño.

 

 

Fuego real

 

La única cosa que no forma parte de los medios para disolver manifestaciones es abrir fuego real, y Lea sabía que los manifestantes dispuestos a cooperar lo sabían —se sabían todas las normas—, así que supo que no volverían. Esa noche Tomer le llevó el periódico entero por pereza y fue tan brusco que por momentos, tumbada sobre el cemento, Lea imaginó que su columna vertebral era una cuerda, y que alguien se la anudaba y estiraba hasta romperla con un chasquido.

Y sin embargo volvieron. Los dos hombres volvieron, con las piernas protegidas por trozos de espuma de colchón atados con tiras de tela, así que de la cintura para abajo recordaban un poco a los luchadores de sumo. Y el niño de los dedos mojados volvió igual, como un niño.

—No abriremos fuego real —dijo Lea. Era la única opción que quedaba.

—Por favor —dijo el hombre. Se acercó unos pasos. Se acercó sin invitación, y lo mismo hicieron el niño y el otro hombre—. Disparad y fallad, solo disparad y fallad.

—Para que podamos disparar tiene que haber medios de agresión e intención de matarnos —dijo Lea—. Artículo 101 de la guía de la FAI.

—Por favor —dijo el hombre—. Tenemos que salir en el periódico. Aunque sea en la página cinco.

Pero ella dijo medios. Luego dijo intención. Luego dijo medios.

—¿Medios? —preguntó el niño.

—Una pistola —dijo Tomer.

—O un cuchillo —dijo Lea.

—O una piedra —dijo Tomer.

Tomer no sabía lo que decía, porque acto seguido el niño se agachó despacio a coger una piedra del asfalto. Podría no haber estado allí, pero estaba, porque era la piedra con la que Tomer había practicado el lanzamiento de una granada de fogueo.

Lea se apoyó el fusil contra el hombro, cargó el arma y apuntó al niño. Tomer se apoyó el fusil contra el hombro, cargó el arma y apuntó al niño.

Fue antes de que el niño oyera al hombre susurrarle en árabe que tirara la piedra al suelo, como si lo hubiesen sorprendido robándola en una tienda.

Entonces el niño se llevó los dedos a la boca y bajaron las armas, y Lea pensó que el día y el verano y el lugar casi habían acabado, pero Tomer levantó la voz a sus espaldas.

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