Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Las horas, la arena. Lea las surcaba como el fantasma de un libro para adolescentes que se compró una vez en el supermercado. El fantasma estaba en una casa, pero no podÃa abrir cajones o sostener una taza de café. Lea tampoco podÃa cambiar nada y su existencia no importaba, no se sentÃa. VivÃa envuelta en una niebla de copos de algodón.
Los manifestantes volvieron a la tarde siguiente. Lea pasó la primera mitad del dÃa preguntándose si regresarÃan. Cometió fallos en uno de los tests de prácticas que hizo, incluso en una pregunta de matemáticas que era poco más que álgebra y sentido común.
Los manifestantes volvieron, esta vez con tapones para los oÃdos.
Lea no tuvo que cargar la caja de madera hasta el control porque le habÃa pedido al soldado del primer turno que la llevara por si acaso.
â¿Qué se os ofrece ahora? âle preguntó Lea al hombre, cuando se acercó prudentemente a ella. Llevaba la misma camiseta del dÃa anterior. El niño sujetaba la pancarta esta vez, aunque seguÃa con los dedos metidos en la boca.
âLa cuestión es que nadie va a escribir un artÃculo por unos simples petardos âdijo el hombreâ. Esa es la cuestión, oficial âera cauteloso, como un cliente que ha comprado una camisa y exige que le devuelvan el dinero aunque se haya puesto la camisa más de una vez. Pero se mantenÃa firme, como si estuviera decidido a insistir tanto como pudiera.
âEl niño podrÃa resultar herido âdijo Lea. Tomer estaba detrás de ella, tamborileando con los dedos en el hueso de la clavÃcula.
âTiene trece años âdijo el hombreâ. Para vosotros es un hombre. Eso es lo que significa vuestro Bar Mitzvá.
ParecÃa más pequeño. Lea recordó que en las instrucciones se decÃa que debÃan evitarse a toda costa los medios para disolver manifestaciones cuando hubiera niños. También recordaba una larga charla en la escuela de capacitación para oficiales, en la que se dijo que un niño era cualquiera a quien no pudieras imaginar celebrando su Bar Mitzvá, vestido de traje y leyendo en el templo y demás. Esos manifestantes sabÃan muy bien lo que se traÃan entre manos: eran consumidores informados, y a saber qué otras cosas.
La Federal, el arma para lanzar granadas de gas, parecÃa una pistola de juguete, más que cualquier otra pistola de juguete que Lea hubiera visto. Básicamente era un tubo marrón con dos agarraderas plateadas, una delante y otra detrás. ParecÃa que la hubieran pintado con aerosol. TenÃa un manual de instrucciones largo, y además Lea no querÃa que el hombre pensara que podÃa meterle prisa, asà que lo ahuyentó sin prometerle nada y se sentó a leer en la silla de plástico bajo la sombrilla.
Por alguna razón, la mitad de las instrucciones eran datos históricos. Al cabo de unos minutos, Lea sabÃa que la Federal habÃa sido inventada por la PolicÃa Federal de Nueva York, Estados Unidos, por una empresa llamada Federal, ¡de ahà el nombre! En el ejército, a veces, Lea no tenÃa más remedio que preguntarse quién redactaba las instrucciones de ciertos protocolos y quién supervisaba los contenidos. Daba la impresión de que cada documento podÃa tener vida propia. A veces aún habÃa sorpresas y atisbos de vida en el ejército. Contadas veces.
La granada que se usaba como proyectil de la Federal tenÃa un diámetro de treinta y siete milÃmetros, y contenÃa gas del tipo CS. Era plateada, con una franja azul, y se veÃa muy bonita y tecnológica. La Federal tenÃa miras, y eso preocupaba a Lea, porque tanto ella como Tomer tenÃan una punterÃa pésima, que era el motivo principal de que hubieran acabado en la ruta 433. Pero las instrucciones decÃan que no se debÃan usar las miras, porque el tirador no apunta directamente a un objetivo individual, dado que el gas se dispersa. Caramba. Lea se sintió estúpida al leer eso, aunque seguro que no tanto como la persona que habÃa diseñado el arma. Las instrucciones recomendaban expresamente no disparar apuntando por la mira, porque el gas podÃa filtrarse en los ojos del tirador. Al llevarse la mano a la nariz, olió un poco a gas, que le penetró en los pulmones como si fuera lija.
Las instrucciones decÃan que el alcance efectivo llegaba hasta ochenta metros, pero no decÃa cuál era el alcance mÃnimo de seguridad, de modo que Lea situó a los manifestantes a una distancia que calculó de unos cincuenta metros, pero lo pensó mejor y les dijo que se alejaran todavÃa unos pasos más.
Se chupó el dedo para comprobar la dirección del viento, pero no sintió nada. Cargó la granada en el arma, apuntando con el cañón al suelo, y la cerró con un chasquido. Esperó que el viento fuera favorable y apuntó con un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al suelo.
En todo ese tiempo no le habÃa dicho una sola palabra a Tomer, y él tampoco a ella, pero entonces Lea le hizo una señal para que ocupara su lugar sujetando el arma.
âTodo lo que tienes que hacer ahora es, literalmente, apretar el gatillo, pero con fuerza, porque el arma no tiene seguro y los que la diseñaron lo compensaron con un gatillo duro.
Entonces avisó a los manifestantes moviendo los brazos y, aunque Tomer no habÃa hecho cuenta atrás, ni habÃa avisado, se oyó el leve susurro de algo que se desprende, y acto seguido las caras de los manifestantes se pusieron rojas y mojadas, y echaron a correr gritando y desaparecieron.
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Goma
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No habÃa demasiadas estrellas esa noche, y en la barricada daba la impresión de que Lea estuviera llorando. Las luces de los hogares se apagaron una tras otra a su alrededor. En la fotografÃa de la hoja del periódico que Tomer le habÃa traÃdo se veÃa la imagen de un ave que por lo visto en un par de años se extinguirÃa. El ave era un águila de cola parda, pero según el periódico se llamaba águila de cola blanca, lo que hizo pensar a Lea que la imagen y la historia podÃan ser mentiras. Por su mirada parecÃa que el ave estuviera furiosa, de un modo que nunca habÃa imaginado que pudieran enfurecerse las aves, ni siquiera las que sabÃan que iban a extinguirse.
â¿Y esto es lo peor que habéis podido encontrar hoy? âpreguntó.
âNo habÃa ninguna mención a los manifestantes âdijo Tomer. HabÃan dado parte de los incidentes a la base de operaciones de la ruta 433 por teléfono el primer dÃa, pero por lo visto nadie se preocupaba mucho por ellos.
Tomer también yacÃa boca arriba esa noche, mirando el periódico y luego a Lea. Con el brazo aplastaba el hombro de Lea.
âQué, ¿estás llorando? âdijo. No la habÃa visto llorar antesâ. ¿O es por el gas lacrimógeno? Si tú misma me dijiste que me lavara las manos dos veces antes de tocarme la cara âdijo.
âNo soy tan estúpida âdijo Leaâ. Voy a estudiar Empresariales en la Universidad de Tel Aviv, ¿vale? ânunca le habÃa dicho cuándo se marcharÃa, y no estaba segura de si Tomer sabÃa que iba a ser pronto.
âY luego ¿qué?
âMi hombro. Me haces daño.
Lea sabÃa que volverÃan a la mañana siguiente, asà que pudo estudiar sin distraerse. Solo cometió cuatro fallos en el examen de prueba, todos en el apartado de inglés. Antes de corregirlo ya sabÃa que estaban mal, pero ella sola no habÃa podido adivinar las respuestas.
Lea sabÃa que volverÃan, asà que acompañó a Tomer hasta el puesto de control a la hora en que empezaba su turno. Lo que Lea no sabÃa era que los manifestantes llegarÃan con gafas protectoras y mascarillas. ParecÃan cientÃficos locos, y Lea se preguntó de dónde habrÃan sacado aquellas cosas en aquel patético pueblucho de la ribera occidental. El niño llevaba unas gafas de sol de plástico cutres encima de las gafas protectoras, y Lea sonrió al verlos, asà que el niño le devolvió la sonrisa.
Pero cuando el hombre de la camiseta de Guns N' Roses gritó «¡Hoy tocan balas de goma!», Lea endureció la expresión. Usó solo la barbilla para hacerle una seña. Dejó que se acercara más que los dÃas anteriores.
âNo âdijoâ. Una bala de goma podrÃa mataros. Esto ya ha durado demasiado.
âPero, pero... âbalbuceó el hombre. Lo pensó mejor y cambió el tono de voz. Se dio cuenta de que no era un cliente, de que tenÃa razones de sobra para no querer disgustarlaâ. Precisamente por eso. Seguro que darán parte de las balas de goma. Siempre lo hacen.
Lea negó con la cabeza.
âNo pediremos nada más, lo juramos.
Ella no se movió.
âEs la única cosa que queremos, y nos la podéis dar. Solo digo que... âse interrumpióâ. Piénselo.
Lea lo pensó y entonces supo que estaba vendida, y que su cara lo delataba. El hombre se alejó unos pasos por su cuenta, levantando apenas los brazos, como dando a entender que le daba todo el tiempo del mundo para que lo pensara.
âEl niño tiene que apartarse, porque hay que tener dieciocho años para las balas de goma âdijo Lea. No estaba segura de que fuera una norma, pero creyó que podÃa serlo.
El niño se sentó en el margen de la carretera y esperó media hora con los dedos en la boca, hasta que se le arrugaron. Todo ese rato tardó Lea en leer las instrucciones. Más incluso. Tomer se quedó de pie a su lado mientras leÃa.
Las instrucciones advertÃan que las balas de goma pueden matar. Aparte de eso, todo lo demás parecÃa diseñado para hacer perder el tiempo y complicarle la vida a un soldado. A Lea se le ocurrió preguntarse cuántos soldados habrÃan leÃdo aquellas instrucciones últimamente.
El Romay era un cañón de metal que se enroscaba al cañón de un rifle descargado. Luego metÃas cuatro balas de acero recubiertas de goma por la boca del cañón y las disparabas, de una sola vez, con un casquillo que cargabas en la recámara. Si disparabas menos de cuatro balas de goma de una vez, el casquillo salÃa con demasiada fuerza, y el efecto serÃa como abrir fuego de verdad. Las balas se proyectaban en un ángulo de diez grados de arriba abajo, y tenÃas que asegurarte de dar solo a las piernas del individuo, porque si impactaban en otras partes del cuerpo, el efecto serÃa como abrir fuego de verdad. Si el objetivo estaba a más de cincuenta metros, quedaba fuera del alcance de las balas de goma. Si estaba a menos de treinta metros, era demasiado cerca, porque las balas de goma tendrÃan el mismo efecto que si se abriera fuego de verdad.
Las instrucciones estaban redactadas de manera que, si las balas de goma mataban a un hombre, la culpa recayera sobre el dedo que apretaba el gatillo. El culpable serÃa el dedo, porque las instrucciones advertÃan de cualquier otra eventualidad. Lea se preguntó cómo serÃa en la mayorÃa de los casos, cuando los manifestantes no fueran tres individuos con una pancarta tamaño folio dispuestos a colaborar, sino una multitud furiosa. Tampoco le dio demasiadas vueltas, porque sus manifestantes eran tres individuos dispuestos a colaborar, asà que a continuación se dedicó a hacer cálculos.
Les dijo que se alejaran mucho y entonces caminó hacia ellos, contando los pasos, como habÃa aprendido a hacer en la clase de mediciones del campamento militar. Según sus cálculos estaban a un poco menos de cincuenta metros de la sombrilla. Con una señal les pidió que avanzaran unos cuantos pasos, y entonces volvió junto a Tomer.
Los dos hombres se quedaron quietos, posicionados en el lugar exacto donde ella les dijo que esperaran los disparos. Aguardaban de pie pacientemente, como niños dóciles a la espera de que los dejen ir a jugar al parque.
En el kit habÃa solo unos casquillos, asà que Lea metió dos en la recámara del fusil de Tomer. ParecÃan balas normales, salvo porque no tenÃan ojivas de cobre.
âPor debajo de las rodillas âle dijo a Tomerâ. Cuerpo a tierra y apunta por debajo de las rodillas.
Fue el otro hombre, con quien ella nunca habÃa conversado, el que se llevó el impacto. Se agarró la pierna, estirado en el suelo como un jugador de fútbol lesionado en el campo. Pero antes de que oscureciera se alejó cojeando. Su cojera parecÃa más grave porque lo sostenÃan el otro hombre por la izquierda y el niño por la derecha, y el niño era más bajo; era pequeño.
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Fuego real
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La única cosa que no forma parte de los medios para disolver manifestaciones es abrir fuego real, y Lea sabÃa que los manifestantes dispuestos a cooperar lo sabÃan âse sabÃan todas las normasâ, asà que supo que no volverÃan. Esa noche Tomer le llevó el periódico entero por pereza y fue tan brusco que por momentos, tumbada sobre el cemento, Lea imaginó que su columna vertebral era una cuerda, y que alguien se la anudaba y estiraba hasta romperla con un chasquido.
Y sin embargo volvieron. Los dos hombres volvieron, con las piernas protegidas por trozos de espuma de colchón atados con tiras de tela, asà que de la cintura para abajo recordaban un poco a los luchadores de sumo. Y el niño de los dedos mojados volvió igual, como un niño.
âNo abriremos fuego real âdijo Lea. Era la única opción que quedaba.
âPor favor âdijo el hombre. Se acercó unos pasos. Se acercó sin invitación, y lo mismo hicieron el niño y el otro hombreâ. Disparad y fallad, solo disparad y fallad.
âPara que podamos disparar tiene que haber medios de agresión e intención de matarnos âdijo Leaâ. ArtÃculo 101 de la guÃa de la FAI.
âPor favor âdijo el hombreâ. Tenemos que salir en el periódico. Aunque sea en la página cinco.
Pero ella dijo medios. Luego dijo intención. Luego dijo medios.
â¿Medios? âpreguntó el niño.
âUna pistola âdijo Tomer.
âO un cuchillo âdijo Lea.
âO una piedra âdijo Tomer.
Tomer no sabÃa lo que decÃa, porque acto seguido el niño se agachó despacio a coger una piedra del asfalto. PodrÃa no haber estado allÃ, pero estaba, porque era la piedra con la que Tomer habÃa practicado el lanzamiento de una granada de fogueo.
Lea se apoyó el fusil contra el hombro, cargó el arma y apuntó al niño. Tomer se apoyó el fusil contra el hombro, cargó el arma y apuntó al niño.
Fue antes de que el niño oyera al hombre susurrarle en árabe que tirara la piedra al suelo, como si lo hubiesen sorprendido robándola en una tienda.
Entonces el niño se llevó los dedos a la boca y bajaron las armas, y Lea pensó que el dÃa y el verano y el lugar casi habÃan acabado, pero Tomer levantó la voz a sus espaldas.