La gente como nosotros no tiene miedo (19 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—Tome, una propina —le dijo Lea al taxista cuando llegamos al intento de centro comercial de Nahariya—. Una propina, como es costumbre.

La película pretendía asustarnos. Era
Scream 2
. Gritamos. Justo después de que Neve Campbell disparara a la señora Loomis en la cabeza, justo cuando decía «Por si acaso», se encendieron las luces, se paró la película y un acomodador gritó:

—No se asusten. Se ha encontrado un objeto sospechoso en el centro comercial, y necesitamos que todo el mundo vaya al aparcamiento.

—Qué suerte la nuestra. Qué. Suerte. La. Nuestra —dijo Lea en el aparcamiento. Recordándolo ahora, sé que fueron las palabras más adultas que ninguna de nosotras dijo aquel día, pero entonces no me di cuenta. La función había terminado.

—¿Te acuerdas de aquella vez cuando hacíamos que éramos lobos y fuimos a gatas por toda la calle de Nina? —le pregunté a Lea.

—¿Y? —me preguntó Lea.

—Y nada —dije—. Solo que acabo de recordarlo.

—Siempre estás con lo mismo —dijo Lea—. Te acuerdas de la vez que no sé qué, te acuerdas de la vez que no sé cuántos —imitaba mi voz, hablando como una retrasada. Ese año aún tenía la esperanza de que volviera a ser la misma chica con la que jugaba de pequeña, y cuantas más esperanzas ponía, más se burlaba de mí.

—Sí, siempre estás con lo mismo —dijo Noam—. Qué plomo.

Avishag miró hacia otro lado. No me había dirigido la palabra ni una vez, ahora me doy cuenta. Desde el principio.

En cambio tú.

Y tú dijiste:

—Dejadla. Dejadla en paz.

Y tú. ¿Te acuerdas?

¿Por qué no me dejas nunca?

 

Solo cuando todas las palabras vacías terminan de caer de nuestras bocas le pregunto a Noam.

—¿Dónde está Emuna? —la miro a la cara—. ¿No viene, verdad?

Emuna. Tardo mucho en preguntar dónde estás. Mucho.

Quería contarte algo. Cuando estoy contigo, cuando respiramos el mismo aire, también me acuerdo de ti; aún y siempre y de repente.

Vale.

—Ah, ¿Emuna? Ha ido al lavabo —dice Noam—. Ahí la tienes, justo detrás de ti —Noam señala con la barbilla.

Puedo olerte, justo detrás de mí, real, antes de darme la vuelta. Huelo el jabón industrial de los servicios del Azrieli con el que te has lavado las manos. Huelo la orina que ha empapado los bajos deshilachados de tus pantalones de campana. Estás aquí mismo.

El olor es el revés del recuerdo. Una dimensión aparte.

Medios para disolver manifestaciones

 

Fogueo

 

Lea, la oficial, de repente dejó de sentir su propio cuerpo. Yacía boca arriba encima de una barricada contra francotiradores, tapando las estrellas con una hoja de periódico. Había que estirar los brazos para desplegar completamente la hoja en alto.

—Oh —dijo.

—No ha sido cosa del ejército —dijo Tomer. Lanzó la colilla del cigarro al asfalto de la ruta 433. Hablaba de Huda, la niña palestina de la playa. La fotografía del periódico la mostraba gritando en medio de la arena roja, cerca de los cuerpos desmembrados de personas que eran su familia.

—Ya lo sé —dijo ella—. Está manipulado.

El mundo decía que el ejército israelí lo había hecho en un ataque aéreo, pero el ejército israelí sabía que la familia había sido asesinada por un obús que los militantes palestinos habían dejado junto al mar. Lea miró a Tomer. La luz anaranjada de las farolas de la carretera lo iluminaba desde atrás, con lo que podría haber sido un demonio. Tenía diecinueve años, dos menos que la oficial.

—No sé por qué, de repente no siento el cuerpo —dijo Lea.

—¿Otra vez?

Lea le decía a menudo que no sentía el cuerpo. Que podía moverlo, pero no sentirlo. Que eran cosas aparte. Tomer nunca le hacía preguntas; la empujaba. Era lo que ella quería.

Tomer se descolgó el fusil de la espalda y le aplastó los hombros contra el cemento. Cuando se bajaron los pantalones, le apretó el cuello con las manos, y luego los brazos. De día la llamaba «Lea», porque era su nombre y porque le había dicho que podía llamarla así. De noche, cuando le tiraba del pelo tan fuerte que le retumbaba el cuero cabelludo, la llamaba «oficial», porque ella le decía que tenía que llamarla así en ese momento y porque era lo que era. Quería que la llamara así en ese momento porque sabía que había que mantenerlo a raya cuando más cerca estaba y más brusco era. Al desviar la mirada vio el resplandor cálido que salía de los hogares en aldeas donde vivía otra gente.

Sabía que sus días de servicio se acercaban a la meta, pero no lo sentía. No lograba imaginar ni recordar las cosas que deseaba antes de ser soldado, y se esforzaba pensando en cosas que desear a partir de entonces, para la vida de civil. Suponía que debía desear una familia o entrar en una buena universidad, pero lo suponía por lo que observaba a su alrededor. Ella no sentía el deseo. Empezó a sentirse así cuando aún no llevaba un año de servicio, después de que degollaran a uno de los soldados del control y casi lo decapitaran, y entonces decidió que el único deseo razonable debía estar dentro del ejército, así que decidió que sería oficial. No quiso seguir siendo una soldado de mierda que se pasa la vida en los controles para que la degüellen a la primera de cambio. Quería ser la que pegaba gritos a los soldados que ponían el cuello donde podían cortárselo. Acabó por aceptar que empezaría y terminaría el servicio militar en la unidad de tránsitos, pero, si iba a estar en un control de carretera, al menos sería la oficial al mando.

Tomer hacía casi todo lo que le pedía sin preguntar mucho. Era un chaval de diecinueve años sensato. Y Lea era bella, a su manera. Una belleza fría, hirviente, inmutable, y unos pechos estupendos. Además, era la única chica que animaba la rutina de Tomer. Y también él mataba el tiempo de alguna manera, su tiempo como soldado.

A la mañana siguiente, Lea se despertó sola en su catre de campaña. Tenía una tienda propia porque era la única mujer del puesto.

Era un destino raro. La ruta 433 engendraba rareza a lo largo de todo su trazado. Atravesaba la ribera occidental pero estaba cerrada a los palestinos desde 2002, cuando dispararon a los motoristas. Por lo visto el ejército necesitaba cuatro soldados y un oficial al mando en cada uno de los puestos de control, que se improvisaron más o menos cada cien kilómetros, así que de repente Lea se encontró al mando de cuatro chicos que se repartían los turnos de vigilancia en un control de carretera siempre desierto. Y todo para que alguien tuviera que decir «Lo siento, la carretera está cortada» en caso de que alguien decidiera aparecer, incluso después de tanto tiempo. Apenas tenía nada que ver con la temporada que Lea pasó en un control de carretera gigantesco, y menos aún con su manera de ser. Se habría enfadado con un destino como ese, de no ser porque se licenciaba en unas semanas.

Pasó el día en la cama leyendo un libro de preparación para los exámenes de acceso a la universidad. Esperaba que la nota le diera para estudiar Empresariales. Se suponía que tenía que ir a supervisar al chaval de guardia dos veces por turno, pero ni se molestaba en hacerlo porque allí nunca pasaba nada. Salvo que aquel día sí pasó. Tomer, que cubría el turno de la tarde, la llamó al móvil del ejército para decirle que había tres manifestantes varones en el puesto de control.

—¿Han tirado piedras, o algo? —preguntó Lea.

—No, pero tienen una pancarta. Y no paran de discutir conmigo porque quieren que los disuelva, aunque ya les he explicado que aquí no disponemos de medios para disolver manifestaciones.

—Eso no es cierto.

De pronto sintió una emoción que no sentía desde antes de que la destinaran a la ruta 433. Como oficial, sabía que todo puesto de control disponía de una caja con material destinado a las manifestaciones. Por fin la instrucción servía para algo, pensó. Y, ya que los manifestantes insistían, debía procurar complacerlos.

Abrió el candado de la taquilla metálica de suministros que había en su tienda de campaña y sacó una caja de madera. Pesaba, así que tardó un rato en trasladarla hasta la barricada contra francotiradores y cruzar la carretera hasta la sombrilla que indicaba el puesto de control.

—Nos dieron una clase sobre manifestaciones y todo eso en el campo de reclutas, pero no me acuerdo —dijo Tomer.

Dos de los tres manifestantes palestinos rondaban los treinta años, y uno era solo un crío, un crío con los dedos en la boca. Tenían una única pancarta, un papel tamaño folio en el que habían escrito con rotulador en inglés:
OPEN 433
. Uno de los hombres llevaba una camiseta de Guns N' Roses. Levantó la mano, así que Lea le hizo una seña para que se acercara. Cuando estuvo a cuatro pasos de ella, le hizo una seña para que se quedara quieto.

—Oficial, hemos venido a manifestarnos contra la restricción de nuestra movilidad, que es un castigo colectivo y contrario a las leyes internacionales —dijo el manifestante en hebreo, con un acento muy marcado.

Lea puso una mano en la culata de su fusil y la otra en el bolsillo.

—¿Cómo es que sois solo tres? Difícilmente puede considerarse una manifestación.

—Pido disculpas, oficial. Esta semana tenemos una boda en el pueblo, y el resto de la gente es muy poco formal, ya se ve —dijo. Agachó un poco la cabeza al hablar—. ¿Cabría la posibilidad de que nos dispersarais un poco, lo necesario para salir en la prensa, o algo así?

Lea había querido ser cruel, pero el hombre era de lo más agradable. Al hablar entornaba los ojos, y parecía más bien el cliente de un banco pidiendo que le aumentaran el límite de crédito que un manifestante. La hizo sentir un poco como si estuvieran en el mundo real.

—Veremos lo que podemos hacer —le contestó.

Se sentó en el asfalto y abrió la caja de madera. Dentro, en una funda fina de nailon, había instrucciones impresas. Tomer hizo una seña al hombre de que retrocediera y esperara. Se sentó junto a Lea y leyeron juntos.

 

El objetivo de los «Medios para disolver manifestaciones» es disolver manifestaciones. Tienen como fin intimidar, y a lo sumo herir, pero el objetivo no es matar. Una orientación general:

Empléense de menos a más: fogueo, gas lacrimógeno, goma. Debemos minimizar daños en la medida de lo posible.

 

La granada 30, una granada de fogueo, estaba diseñada para sorprender y asustar con una detonación fuerte. Según las instrucciones, podía dañar los tímpanos y causar heridas leves si explotaba en un radio de menos de dos metros, por el plástico, así que Lea les pidió a los manifestantes que retrocedieran un poco. Caminaron hacia atrás sin apartar la mirada de la sombrilla, y al cabo de un rato el niño se sacó los dedos de la boca y levantó los pulgares sin mucho convencimiento. Lea no supo muy bien cómo responder a eso, así que levantó también los pulgares: estaba a una distancia segura. Luego volvió a poner la mano en la culata del fusil.

La granada de fogueo era naranja y en forma de cono. Tenía una cinta roja alrededor. Lea la sostuvo en la mano y se agachó a coger una piedra del suelo. Sintió los dedos rígidos abarcando la dura superficie de la piedra. La dejó caer desde el aire en la mano de Tomer.

—Tú eres el soldado —le dijo—. Y además hace más tiempo desde la última vez que yo toqué cosas de estas. Vamos a practicar.

Simularon que la piedra era una granada. Lea le dio las instrucciones como si se las supiera de memoria, aunque acababa de leerlas hacía un momento. Le recordó que mantuviera la granada en la palma de la mano y asegurara la palanca con el dedo índice. Le explicó cómo pasar el dedo medio de la mano izquierda por el seguro, como si fuera un anillo, y luego tirar con un movimiento seco de muñeca, como si le preguntaran la hora. Lea alzó un poco la voz, porque Tomer levantó el brazo hacia atrás para el lanzamiento de prueba sin acompañarlo con la mirada.

—Las instrucciones dicen que después de quitar el seguro hay que mirar la granada en todo momento, porque solo tendrás tres segundos y medio hasta que explote. ¿Qué pasaría si echaras la mano hacia atrás y golpearas una pared?

—Pero sé que no tengo ninguna pared detrás —dijo Tomer.

—¿Y si de repente la hubiera? ¿Y si viniera un pájaro? No es agradable que te exploten cosas en la mano, aunque sea una granada de fogueo.

Tras un par de simulacros llegó la hora de la verdad. El niño tenía otra vez la mano en la boca, y uno de los hombres se enjugó la frente con el antebrazo. El calor irradiaba del asfalto entre ellos.

—¿Preparados? —les gritó Lea. Entonces ella y Tomer se pusieron los tapones en los oídos.

Lea pensó que cualquier cosa en el mundo de la que uno pudiera protegerse con unos trozos de espuma en los oídos no era para tanto, pero cada vez que explotaba una granada sentía el ruido en los huesos de la cadera, como una sacudida, y en la boca un regusto metálico.

Pensó que los tres hombres aguantarían más, pero después de cuatro granadas la manifestación quedó disuelta. Todo salió según el plan, tal como ella y cualquiera en su posición hubiera previsto.

Cuando iba al colegio siempre había sentido que cada minuto era parte de una carrera. Consigue esa nota. A ese chico. Cómprate esa camiseta. Sé la chica más popular. No permitas que ninguna otra chica te desobedezca. Monta las mejores fiestas. Vamos. Vamos. Vamos, antes de que alguien te pase por delante. El ejército, en cambio, era una tregua paralizante de aquella carrera sin respiro que había durado dieciocho años. El ejército empezaba y terminaba, y ella lo sabía. Todo quedaba comprendido entre las fechas predeterminadas del comienzo y el final, y nada de lo que ella hiciera en medio importaría. Hiciera lo que hiciera, el ejército acabaría cuando tuviera que acabar. Llegaría al mismo lugar, a la misma estación cerca de la base donde los soldados devolvían sus uniformes al licenciarse. Costaba sentir algo, sabiendo eso. La mayor parte de los días eran protocolos y órdenes, ir de un punto al siguiente en lo que parecía ser la única línea recta posible.

A veces aún intentaba salirse un poco del camino trazado, como cuando en el colegio se le escapaba una raya al apretar el lápiz con el pulgar que sostenía la regla. A veces lo intentaba con el sexo, con el dolor y con artículos de sucesos del periódico, pero sin forzarlo demasiado.

 

 

Gas lacrimógeno

 

La hoja de periódico que Tomer llevó a la barricada esa noche hablaba de una chica asesinada por su madre. La chica era una árabe israelí de una aldea del norte embarazada de uno de sus hermanos, que la habían violado y al parecer recibirían una condena severa. La fotografía mostraba a la chica el día de su graduación en el instituto, sonriente y con vaqueros. Tenía una sonrisa generosa, de buena chica, la sonrisa de esa chica del colegio con la que no podías poner verdes ni siquiera a los personajes de las telenovelas. Se esperaba que la madre recibiera una condena leve, por tratarse de un crimen pasional, necesario para limpiar la honra, y hay que respetar la cultura del otro. La madre había empleado cuchillos y un bastón y una bolsa de plástico, y juró que antes había intentado convencer a la chica de que se quitara la vida. El artículo acababa con el testimonio de un carnicero de la aldea donde vivía la chica, que explicaba que una mujer mancillada es siempre carne corrompida, y a veces no hay elección. Si no cortas inmediatamente, la deshonra se extenderá como la gangrena al resto de la familia.

La oficial daba permiso a los chicos para quedarse el periódico que el camión del reparto traía todas las mañanas, con la promesa de que Tomer le guardaría los sucesos más truculentos para leerlos por la noche. Lea no quería perder tiempo leyendo cosas que la hicieran sentir menos del máximo.

—Pensaba que el niño se iba a echar a llorar —dijo Tomer. Llevaba la camiseta interior y los pantalones del uniforme, aunque ella le había dicho que no le gustaba que saliera de la zona residencial sin el uniforme completo.

—No, no creo —dijo Lea—. Solo ha sido un poco de ruido. Ni siquiera pensé que fuéramos a dispersarlos con eso, pero quizá solo querían algo simbólico —oyó a lo lejos la radio de una casa cantando en un idioma que no era el suyo.

—Y cómo petaban ¡pum! —dijo Tomer. Luego ya no hablaron más.

Lea aquella noche no le dijo que había partes del cuerpo que no sentía, pero sobre el cemento actuaron como si no pudiera sentir nada y todo valiera y fuera necesario siempre y cuando no los oyeran los otros soldados. Las tiendas de campaña estaban apenas a medio kilómetro de la barricada contra francotiradores, y a veces Lea gritaba tan alto que era para preocuparse.

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