Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
âTome, una propina âle dijo Lea al taxista cuando llegamos al intento de centro comercial de Nahariyaâ. Una propina, como es costumbre.
La pelÃcula pretendÃa asustarnos. Era
Scream 2
. Gritamos. Justo después de que Neve Campbell disparara a la señora Loomis en la cabeza, justo cuando decÃa «Por si acaso», se encendieron las luces, se paró la pelÃcula y un acomodador gritó:
âNo se asusten. Se ha encontrado un objeto sospechoso en el centro comercial, y necesitamos que todo el mundo vaya al aparcamiento.
âQué suerte la nuestra. Qué. Suerte. La. Nuestra âdijo Lea en el aparcamiento. Recordándolo ahora, sé que fueron las palabras más adultas que ninguna de nosotras dijo aquel dÃa, pero entonces no me di cuenta. La función habÃa terminado.
â¿Te acuerdas de aquella vez cuando hacÃamos que éramos lobos y fuimos a gatas por toda la calle de Nina? âle pregunté a Lea.
â¿Y? âme preguntó Lea.
âY nada âdijeâ. Solo que acabo de recordarlo.
âSiempre estás con lo mismo âdijo Leaâ. Te acuerdas de la vez que no sé qué, te acuerdas de la vez que no sé cuántos âimitaba mi voz, hablando como una retrasada. Ese año aún tenÃa la esperanza de que volviera a ser la misma chica con la que jugaba de pequeña, y cuantas más esperanzas ponÃa, más se burlaba de mÃ.
âSÃ, siempre estás con lo mismo âdijo Noamâ. Qué plomo.
Avishag miró hacia otro lado. No me habÃa dirigido la palabra ni una vez, ahora me doy cuenta. Desde el principio.
En cambio tú.
Y tú dijiste:
âDejadla. Dejadla en paz.
Y tú. ¿Te acuerdas?
¿Por qué no me dejas nunca?
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Solo cuando todas las palabras vacÃas terminan de caer de nuestras bocas le pregunto a Noam.
â¿Dónde está Emuna? âla miro a la caraâ. ¿No viene, verdad?
Emuna. Tardo mucho en preguntar dónde estás. Mucho.
QuerÃa contarte algo. Cuando estoy contigo, cuando respiramos el mismo aire, también me acuerdo de ti; aún y siempre y de repente.
Vale.
âAh, ¿Emuna? Ha ido al lavabo âdice Noamâ. Ahà la tienes, justo detrás de ti âNoam señala con la barbilla.
Puedo olerte, justo detrás de mÃ, real, antes de darme la vuelta. Huelo el jabón industrial de los servicios del Azrieli con el que te has lavado las manos. Huelo la orina que ha empapado los bajos deshilachados de tus pantalones de campana. Estás aquà mismo.
El olor es el revés del recuerdo. Una dimensión aparte.
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Fogueo
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Lea, la oficial, de repente dejó de sentir su propio cuerpo. YacÃa boca arriba encima de una barricada contra francotiradores, tapando las estrellas con una hoja de periódico. HabÃa que estirar los brazos para desplegar completamente la hoja en alto.
âOh âdijo.
âNo ha sido cosa del ejército âdijo Tomer. Lanzó la colilla del cigarro al asfalto de la ruta 433. Hablaba de Huda, la niña palestina de la playa. La fotografÃa del periódico la mostraba gritando en medio de la arena roja, cerca de los cuerpos desmembrados de personas que eran su familia.
âYa lo sé âdijo ellaâ. Está manipulado.
El mundo decÃa que el ejército israelà lo habÃa hecho en un ataque aéreo, pero el ejército israelà sabÃa que la familia habÃa sido asesinada por un obús que los militantes palestinos habÃan dejado junto al mar. Lea miró a Tomer. La luz anaranjada de las farolas de la carretera lo iluminaba desde atrás, con lo que podrÃa haber sido un demonio. TenÃa diecinueve años, dos menos que la oficial.
âNo sé por qué, de repente no siento el cuerpo âdijo Lea.
â¿Otra vez?
Lea le decÃa a menudo que no sentÃa el cuerpo. Que podÃa moverlo, pero no sentirlo. Que eran cosas aparte. Tomer nunca le hacÃa preguntas; la empujaba. Era lo que ella querÃa.
Tomer se descolgó el fusil de la espalda y le aplastó los hombros contra el cemento. Cuando se bajaron los pantalones, le apretó el cuello con las manos, y luego los brazos. De dÃa la llamaba «Lea», porque era su nombre y porque le habÃa dicho que podÃa llamarla asÃ. De noche, cuando le tiraba del pelo tan fuerte que le retumbaba el cuero cabelludo, la llamaba «oficial», porque ella le decÃa que tenÃa que llamarla asà en ese momento y porque era lo que era. QuerÃa que la llamara asà en ese momento porque sabÃa que habÃa que mantenerlo a raya cuando más cerca estaba y más brusco era. Al desviar la mirada vio el resplandor cálido que salÃa de los hogares en aldeas donde vivÃa otra gente.
SabÃa que sus dÃas de servicio se acercaban a la meta, pero no lo sentÃa. No lograba imaginar ni recordar las cosas que deseaba antes de ser soldado, y se esforzaba pensando en cosas que desear a partir de entonces, para la vida de civil. SuponÃa que debÃa desear una familia o entrar en una buena universidad, pero lo suponÃa por lo que observaba a su alrededor. Ella no sentÃa el deseo. Empezó a sentirse asà cuando aún no llevaba un año de servicio, después de que degollaran a uno de los soldados del control y casi lo decapitaran, y entonces decidió que el único deseo razonable debÃa estar dentro del ejército, asà que decidió que serÃa oficial. No quiso seguir siendo una soldado de mierda que se pasa la vida en los controles para que la degüellen a la primera de cambio. QuerÃa ser la que pegaba gritos a los soldados que ponÃan el cuello donde podÃan cortárselo. Acabó por aceptar que empezarÃa y terminarÃa el servicio militar en la unidad de tránsitos, pero, si iba a estar en un control de carretera, al menos serÃa la oficial al mando.
Tomer hacÃa casi todo lo que le pedÃa sin preguntar mucho. Era un chaval de diecinueve años sensato. Y Lea era bella, a su manera. Una belleza frÃa, hirviente, inmutable, y unos pechos estupendos. Además, era la única chica que animaba la rutina de Tomer. Y también él mataba el tiempo de alguna manera, su tiempo como soldado.
A la mañana siguiente, Lea se despertó sola en su catre de campaña. TenÃa una tienda propia porque era la única mujer del puesto.
Era un destino raro. La ruta 433 engendraba rareza a lo largo de todo su trazado. Atravesaba la ribera occidental pero estaba cerrada a los palestinos desde 2002, cuando dispararon a los motoristas. Por lo visto el ejército necesitaba cuatro soldados y un oficial al mando en cada uno de los puestos de control, que se improvisaron más o menos cada cien kilómetros, asà que de repente Lea se encontró al mando de cuatro chicos que se repartÃan los turnos de vigilancia en un control de carretera siempre desierto. Y todo para que alguien tuviera que decir «Lo siento, la carretera está cortada» en caso de que alguien decidiera aparecer, incluso después de tanto tiempo. Apenas tenÃa nada que ver con la temporada que Lea pasó en un control de carretera gigantesco, y menos aún con su manera de ser. Se habrÃa enfadado con un destino como ese, de no ser porque se licenciaba en unas semanas.
Pasó el dÃa en la cama leyendo un libro de preparación para los exámenes de acceso a la universidad. Esperaba que la nota le diera para estudiar Empresariales. Se suponÃa que tenÃa que ir a supervisar al chaval de guardia dos veces por turno, pero ni se molestaba en hacerlo porque allà nunca pasaba nada. Salvo que aquel dÃa sà pasó. Tomer, que cubrÃa el turno de la tarde, la llamó al móvil del ejército para decirle que habÃa tres manifestantes varones en el puesto de control.
â¿Han tirado piedras, o algo? âpreguntó Lea.
âNo, pero tienen una pancarta. Y no paran de discutir conmigo porque quieren que los disuelva, aunque ya les he explicado que aquà no disponemos de medios para disolver manifestaciones.
âEso no es cierto.
De pronto sintió una emoción que no sentÃa desde antes de que la destinaran a la ruta 433. Como oficial, sabÃa que todo puesto de control disponÃa de una caja con material destinado a las manifestaciones. Por fin la instrucción servÃa para algo, pensó. Y, ya que los manifestantes insistÃan, debÃa procurar complacerlos.
Abrió el candado de la taquilla metálica de suministros que habÃa en su tienda de campaña y sacó una caja de madera. Pesaba, asà que tardó un rato en trasladarla hasta la barricada contra francotiradores y cruzar la carretera hasta la sombrilla que indicaba el puesto de control.
âNos dieron una clase sobre manifestaciones y todo eso en el campo de reclutas, pero no me acuerdo âdijo Tomer.
Dos de los tres manifestantes palestinos rondaban los treinta años, y uno era solo un crÃo, un crÃo con los dedos en la boca. TenÃan una única pancarta, un papel tamaño folio en el que habÃan escrito con rotulador en inglés:
OPEN 433
. Uno de los hombres llevaba una camiseta de Guns N' Roses. Levantó la mano, asà que Lea le hizo una seña para que se acercara. Cuando estuvo a cuatro pasos de ella, le hizo una seña para que se quedara quieto.
âOficial, hemos venido a manifestarnos contra la restricción de nuestra movilidad, que es un castigo colectivo y contrario a las leyes internacionales âdijo el manifestante en hebreo, con un acento muy marcado.
Lea puso una mano en la culata de su fusil y la otra en el bolsillo.
â¿Cómo es que sois solo tres? DifÃcilmente puede considerarse una manifestación.
âPido disculpas, oficial. Esta semana tenemos una boda en el pueblo, y el resto de la gente es muy poco formal, ya se ve âdijo. Agachó un poco la cabeza al hablarâ. ¿CabrÃa la posibilidad de que nos dispersarais un poco, lo necesario para salir en la prensa, o algo asÃ?
Lea habÃa querido ser cruel, pero el hombre era de lo más agradable. Al hablar entornaba los ojos, y parecÃa más bien el cliente de un banco pidiendo que le aumentaran el lÃmite de crédito que un manifestante. La hizo sentir un poco como si estuvieran en el mundo real.
âVeremos lo que podemos hacer âle contestó.
Se sentó en el asfalto y abrió la caja de madera. Dentro, en una funda fina de nailon, habÃa instrucciones impresas. Tomer hizo una seña al hombre de que retrocediera y esperara. Se sentó junto a Lea y leyeron juntos.
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El objetivo de los «Medios para disolver manifestaciones» es disolver manifestaciones. Tienen como fin intimidar, y a lo sumo herir, pero el objetivo no es matar. Una orientación general:
Empléense de menos a más: fogueo, gas lacrimógeno, goma. Debemos minimizar daños en la medida de lo posible.
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La granada 30, una granada de fogueo, estaba diseñada para sorprender y asustar con una detonación fuerte. Según las instrucciones, podÃa dañar los tÃmpanos y causar heridas leves si explotaba en un radio de menos de dos metros, por el plástico, asà que Lea les pidió a los manifestantes que retrocedieran un poco. Caminaron hacia atrás sin apartar la mirada de la sombrilla, y al cabo de un rato el niño se sacó los dedos de la boca y levantó los pulgares sin mucho convencimiento. Lea no supo muy bien cómo responder a eso, asà que levantó también los pulgares: estaba a una distancia segura. Luego volvió a poner la mano en la culata del fusil.
La granada de fogueo era naranja y en forma de cono. TenÃa una cinta roja alrededor. Lea la sostuvo en la mano y se agachó a coger una piedra del suelo. Sintió los dedos rÃgidos abarcando la dura superficie de la piedra. La dejó caer desde el aire en la mano de Tomer.
âTú eres el soldado âle dijoâ. Y además hace más tiempo desde la última vez que yo toqué cosas de estas. Vamos a practicar.
Simularon que la piedra era una granada. Lea le dio las instrucciones como si se las supiera de memoria, aunque acababa de leerlas hacÃa un momento. Le recordó que mantuviera la granada en la palma de la mano y asegurara la palanca con el dedo Ãndice. Le explicó cómo pasar el dedo medio de la mano izquierda por el seguro, como si fuera un anillo, y luego tirar con un movimiento seco de muñeca, como si le preguntaran la hora. Lea alzó un poco la voz, porque Tomer levantó el brazo hacia atrás para el lanzamiento de prueba sin acompañarlo con la mirada.
âLas instrucciones dicen que después de quitar el seguro hay que mirar la granada en todo momento, porque solo tendrás tres segundos y medio hasta que explote. ¿Qué pasarÃa si echaras la mano hacia atrás y golpearas una pared?
âPero sé que no tengo ninguna pared detrás âdijo Tomer.
â¿Y si de repente la hubiera? ¿Y si viniera un pájaro? No es agradable que te exploten cosas en la mano, aunque sea una granada de fogueo.
Tras un par de simulacros llegó la hora de la verdad. El niño tenÃa otra vez la mano en la boca, y uno de los hombres se enjugó la frente con el antebrazo. El calor irradiaba del asfalto entre ellos.
â¿Preparados? âles gritó Lea. Entonces ella y Tomer se pusieron los tapones en los oÃdos.
Lea pensó que cualquier cosa en el mundo de la que uno pudiera protegerse con unos trozos de espuma en los oÃdos no era para tanto, pero cada vez que explotaba una granada sentÃa el ruido en los huesos de la cadera, como una sacudida, y en la boca un regusto metálico.
Pensó que los tres hombres aguantarÃan más, pero después de cuatro granadas la manifestación quedó disuelta. Todo salió según el plan, tal como ella y cualquiera en su posición hubiera previsto.
Cuando iba al colegio siempre habÃa sentido que cada minuto era parte de una carrera. Consigue esa nota. A ese chico. Cómprate esa camiseta. Sé la chica más popular. No permitas que ninguna otra chica te desobedezca. Monta las mejores fiestas. Vamos. Vamos. Vamos, antes de que alguien te pase por delante. El ejército, en cambio, era una tregua paralizante de aquella carrera sin respiro que habÃa durado dieciocho años. El ejército empezaba y terminaba, y ella lo sabÃa. Todo quedaba comprendido entre las fechas predeterminadas del comienzo y el final, y nada de lo que ella hiciera en medio importarÃa. Hiciera lo que hiciera, el ejército acabarÃa cuando tuviera que acabar. LlegarÃa al mismo lugar, a la misma estación cerca de la base donde los soldados devolvÃan sus uniformes al licenciarse. Costaba sentir algo, sabiendo eso. La mayor parte de los dÃas eran protocolos y órdenes, ir de un punto al siguiente en lo que parecÃa ser la única lÃnea recta posible.
A veces aún intentaba salirse un poco del camino trazado, como cuando en el colegio se le escapaba una raya al apretar el lápiz con el pulgar que sostenÃa la regla. A veces lo intentaba con el sexo, con el dolor y con artÃculos de sucesos del periódico, pero sin forzarlo demasiado.
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Gas lacrimógeno
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La hoja de periódico que Tomer llevó a la barricada esa noche hablaba de una chica asesinada por su madre. La chica era una árabe israelà de una aldea del norte embarazada de uno de sus hermanos, que la habÃan violado y al parecer recibirÃan una condena severa. La fotografÃa mostraba a la chica el dÃa de su graduación en el instituto, sonriente y con vaqueros. TenÃa una sonrisa generosa, de buena chica, la sonrisa de esa chica del colegio con la que no podÃas poner verdes ni siquiera a los personajes de las telenovelas. Se esperaba que la madre recibiera una condena leve, por tratarse de un crimen pasional, necesario para limpiar la honra, y hay que respetar la cultura del otro. La madre habÃa empleado cuchillos y un bastón y una bolsa de plástico, y juró que antes habÃa intentado convencer a la chica de que se quitara la vida. El artÃculo acababa con el testimonio de un carnicero de la aldea donde vivÃa la chica, que explicaba que una mujer mancillada es siempre carne corrompida, y a veces no hay elección. Si no cortas inmediatamente, la deshonra se extenderá como la gangrena al resto de la familia.
La oficial daba permiso a los chicos para quedarse el periódico que el camión del reparto traÃa todas las mañanas, con la promesa de que Tomer le guardarÃa los sucesos más truculentos para leerlos por la noche. Lea no querÃa perder tiempo leyendo cosas que la hicieran sentir menos del máximo.
âPensaba que el niño se iba a echar a llorar âdijo Tomer. Llevaba la camiseta interior y los pantalones del uniforme, aunque ella le habÃa dicho que no le gustaba que saliera de la zona residencial sin el uniforme completo.
âNo, no creo âdijo Leaâ. Solo ha sido un poco de ruido. Ni siquiera pensé que fuéramos a dispersarlos con eso, pero quizá solo querÃan algo simbólico âoyó a lo lejos la radio de una casa cantando en un idioma que no era el suyo.
âY cómo petaban ¡pum! âdijo Tomer. Luego ya no hablaron más.
Lea aquella noche no le dijo que habÃa partes del cuerpo que no sentÃa, pero sobre el cemento actuaron como si no pudiera sentir nada y todo valiera y fuera necesario siempre y cuando no los oyeran los otros soldados. Las tiendas de campaña estaban apenas a medio kilómetro de la barricada contra francotiradores, y a veces Lea gritaba tan alto que era para preocuparse.