Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
â¿Quieres que intercambiemos los asientos? âpreguntó su padreâ. Ten clara una cosa âcontinuóâ. Se está poniendo el sol. Solo has de sentarte en el asiento del conductor âdijo su padreâ. Lo único que has de hacer es sentarte. El coche no va a ir a ninguna parte.
Quiso zarandearla, pero no lo hizo.
Al cabo de cinco minutos Avishag decidió cambiar de asiento.
Qué perfectos pueden ser a veces algunos lugares de este paÃs,
pensó su padre.
Intercambiaron posiciones. Era la primera vez que conseguÃa ponerla en el asiento del conductor.
Avi observó las pequeñas manos de su hija al agarrar el volante. Eran pequeñas incluso para un cuerpo menudo como el suyo, desproporcionadas. Ya se fijó el dÃa que la vio de uniforme, recordaba lo inesperado que fue ver una mano tan pequeña sujetando la culata de un M-16.
Recordaba la suavidad de las palmas de aquellas manitas cuando su hija tenÃa ocho años, la primera y única vez que Avi habÃa contado una historia en su vida. TenÃa las manos pegajosas, pero su sudor de niña olÃa a azúcar. Recordaba su vocecita aguda y emocionada al preguntar, una y otra vez, «¿Y entonces qué? ¿Y entonces qué?». Y entonces recordó el instante en que se les agotó el tiempo.
Su hija se agarró al volante con más fuerza. Se estaba poniendo el sol; Avi veÃa las vetas anaranjadas alargándose en el agua. El momento pronto habrÃa pasado. VolverÃan a intercambiar los asientos y la llevarÃa de vuelta, se alejarÃa de nuevo del mar para subir las montañas de Jerusalén y dejarla en casa de su madre. Incluso en ese momento, mientras observaba y adoraba en silencio las manitas de su hija, no pudo evitar preocuparse, preguntarse.
¿Y entonces qué?
QuerÃa más. SabÃa que quizá pasaran meses antes de volver a tenerla en el asiento del conductor.
Justo antes de que el sol anaranjado cayera pesadamente en el agua, se oyó a sà mismo murmurando. Sin pensarlo, estaba diciéndole a Avishag que podÃa poner el coche en marcha y lanzarse al agua. Si no se ahogaban le comprarÃa uno nuevo.
Al principio bromeaba, pero luego ya no.
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Avishag giró la llave en el contacto. No sabÃa qué hacer a continuación. El coche vibraba; notó que le temblaban los muslos bajo los pantalones cortos de chico. Miró a su padre. Puso la mano en la palanca del cambio, era difÃcil moverla, pensó que no serÃa capaz, parecÃa una espada clavada en una roca, pero entonces se movió; se quedaba encallada en un punto, luego en otro; de pronto su mano se quedó sin fuerzas; si alguien le hubiera puesto una pistola en la mano, no hubiera sido capaz ni de cerrar el puño.
Creyó que estaba paralizada, asà que intentó mover los dedos de los pies, y fue una sorpresa: se movieron, las uñas largas de sus pies se encogieron dentro de las sandalias. También podÃa girar el cuello. Miró a su padre. Ella no sabÃa qué hacer. Ãl no sabÃa qué hacer. Ãl pensó que debÃa hacer algo, pero no sabÃa qué. Pensó:
Nunca es un mal momento para empezar.
Movió la palanca por ella y metió una marcha. Antes de que su hija pisara el acelerador, lo sintió. Sintió el pie de su hija, su cuerpo. Era una parte de él, y de la máquina, y del paÃs.
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Bajo el agua, cuando consiguió abrir la puerta y salir nadando, Avishag solo vio un verdor almizclado. Recordó su pie, cómo se habÃa movido, cómo habÃa movido todo el coche, con qué potencia. Tocó con el pie el fondo del mar, suave y frÃo entre los dedos. Su pelo arañó la superficie del agua antes de asomar la cara y sentir el aire cálido y el sol. Dio una bocanada de aire, pero, sin saber qué hacer, volvió a hundirse. Aleteó con el pie de nuevo y sintió que su cuerpo subÃa hacia la superficie, aunque no lo suficiente. Pensó en su padre, pero no lo vio. Al principio no sabÃa qué hacer, y entonces dio un manotazo en el agua. Luego pataleó con la pierna. Luego dio un manotazo con la otra mano. Pataleó con la otra pierna. Mano, pierna, mano, pierna, mano, mano, mano, y otra vez, y enseguida, aunque era una chica de Jerusalén, aunque nunca lo habÃa hecho, avanzaba, flotaba, nadaba. Fue muy raro; apenas podÃa respirar, veÃa motas cenicientas revolotearle en los ojos, pero con cada gesto violento de su cuerpo los oÃa, oÃa cómo golpeaba a los ahogados del Holocausto y de TrÃpoli y de Bagdad y hasta los del Polo Norte, y ellos no reaccionaban con dolor, sino con preguntas, dos preguntas.
¿Adónde, cielo? ¿Y ahora qué, nena?
Cuando su padre consiguió salir del coche, nadó hasta la orilla solo y desde allà la vio nadar durante minutos que fueron dÃas, y cada dÃa era un año, los años en que no la habÃa visto crecer. Y allà estaba su hija, nadando, y supo que al final llegarÃa a la orilla, hasta él. Llegó a la orilla y con la ropa chorreando se sentó en la arena, muy cerca, en silencio. La rodeó con el brazo mojado y sintió el latido de su corazón en la frente, hasta que la respiración agitada de su hija se calmó y se acompasó con la suya como si fueran una sola. Ella olió el sudor de su padre y supo algo nuevo, algo que solo ella conocÃa y antes no, pero que ahora sabÃa con tanta certeza que quizá le estallaran los pulmones. Supo que no sufrÃa la histeria pasajera de las zubarÃes. Que la tristeza no la abandonarÃa nunca, irÃa con ella toda la vida que tenÃa por delante.
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Ron miró a Lea. ParecÃa la madre del mundo cuando trabajaba. Empuñaba el cuchillo y abrÃa el pan blanco con delicados quiebros de muñeca, como si sintiera en sus carnes cada vez que la hoja se hundÃa en la masa. Colocó la lechuga romana encima de las porciones de tarta de fresa como si arropara a unos niños antes de dormir. Se limpió las manos en el delantal negro y sus pechos grandes se mecieron bajo la camisa holgada. Al levantar la vista, sus ojos grises toparon con los de Ron.
â¿Qué? âpreguntó Lea. Ron se dio cuenta de que habÃa estado mirándola embobado. Era su nueva empleada. No habÃa clientes esperando. Ron estaba sentado en una silla de plástico bajo el toldo a rayas del quiosco.
âNada. Solo me preguntaba qué haces con el dinero que ganas âle ardÃan las orejas por haberse inventado algo sobre la marcha. El sol caÃa sobre las hojas amarillas desperdigadas por el bulevar y Ron pudo ver las olas del calor.
âPago el alquiler âdijo ella.
âYa, pero aparte de eso âdijo Ron. ReconocÃa en sus ojos un cansancio que no existÃa en los ojos de las demás aspirantes que llegaban a la ciudad. Aun asÃ, saltaba a la vista que era de fuera. Llevaba todos los cuellos de las camisetas cortados con tijera, y en lugar de bolso usaba mochila. Ron se preguntaba a qué aspirarÃa en Tel Aviv. ¿A convertirse en actriz? ¿En arquitecto? Nada de lo que se le ocurrÃa encajaba del todo. Ron buscaba una empleada de cierta edad, alguien que ya hubiera cumplido con el instituto, con el ejército, y habÃa tenido la suerte de dar con ella.
âSolo pago el alquiler. Tengo un apartamento de una habitación y media en una calle cara.
Ron se preguntó por qué hablaba de una calle cara, en lugar de nombrar la calle. Se preguntó por qué alguien iba a vivir en Tel Aviv y trabajar doce horas al dÃa solo para pagar el alquiler. Se preguntó, como siempre, qué serÃa eso de un apartamento de una habitación y media. Asà que se lo preguntó a ella.
â¿Una habitación y media? Nunca he entendido qué significa.
â¿Qué es lo que no entiendes? Hay una habitación y luego media habitación âdijo Lea.
Sonrió, pero no le sonreÃa a Ron. Dos niños de grado medio con un caniche pidieron un sándwich de salami, guindillas en vinagre, albahaca y palomitas de maÃz, y Lea los miraba a ellos.
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En pleno centro de la ciudad, donde habÃa estado el Japanica, un puesto callejero de sushi, en el cruce de la avenida Rothschild y la calle Allenby, Ron abrió el quiosco de sándwiches Nosotros No Juzgamos. Sus amigos y sus padres se mostraban escépticos. El Japanica habÃa sido popular entre los borrachos que llenaban los antros a ambos lados del puesto callejero, pero el ayuntamiento exigÃa un alquiler vergonzoso por aquella ubicación. Aunque el cocinero japonés y el cajero israelà no daban abasto y dejaban sin atender a unos ochenta clientes por noche, el negocio nunca dejó de ser una sangrÃa de dinero, y al cabo de cinco años los dueños de la cadena Japanica decidieron recortar pérdidas y cerraron.
A Ron siempre le habÃan atraÃdo los desafÃos. La idea de montar un puesto de sándwiches se le ocurrió un dÃa a las siete de la mañana volviendo a casa, a Ra'anana, en autobús, después de haber pasado la noche bebiendo en Tel Aviv durante un fin de semana de permiso cuando hacÃa el servicio militar. No habÃa comido en toda la noche, pero era muy maniático con la comida y no encontró nada que acabara de convencerle. Comida india, vegana, de fusión, yemenita, pizza: nada era tan bueno como el desayuno que se prepararÃa de la nevera de sus padres, en casa. Asà que decidió esperar, y con el hambre de la borrachera se le ocurrió la idea de la sandwicherÃa. Si borracho la idea le pareció buena, le gustó aún más cuando, ya sobrio, siguió dándole vueltas en la cabeza, sentado delante de su escritorio en la base militar. Era traductor del árabe en una de las bases de inteligencia militar, y se pasaba el dÃa transcribiendo y traduciendo programas de la radio jordana. El trabajo era aburrido pero cómodo, y le dio tres años para pensar.
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Uno de los clientes habituales a la hora del almuerzo, un viejo que escupÃa al dar sus instrucciones a gritos, estaba poniéndoselo difÃcil a Lea.
âVeamos, en las tartaletas quiero el pimiento amarillo asado un par de minutos, y el pimiento rojo asado diez minutos, y quiero que le cortes los bordes a la loncha de pavo âdijo el hombre por segunda vez.
âClaro âdijo Lea, sacando la mano por el mostrador y tocándole el brazo al anciano, que tenÃa la piel manchada por el solâ. Lo de siempre, ¿no? ây le guiñó un ojo.
âHum âgruñó el viejoâ. JurarÃa que la última vez asaste igual las dos clases de pimiento.
No era verdad. Lea habÃa seguido sus instrucciones al pie de la letra.
âCuánto lo siento âdijo Lea con solemnidad, muy seria, como si el hombre acabara de contarle que habÃan asesinado a su nieta mientras ella la cuidabaâ. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano por contentarle.
A Ron le gustaba que Lea se tomara el trabajo tan en serio, lo reconfortaba. HabÃa puesto mucha ilusión en aquel quiosco. No querÃa fracasar, costara lo que costara. Se habÃa dejado un buen pellizco en la peladora de pimientos (de cobre; fabricada en Suecia). Más aún se habÃa dejado en un soplete a butano para la crema flambeada (de aluminio; Francia). Tardó horas en entender cómo funcionaba el armatoste, pero cuando Lea lo usaba solo necesitaba unos segundos para que saliera la llama amarilla y naranja. La mirada le bailaba en los ojos.
âEres una vendedora buenÃsima âdijo Ron cuando el hombre de los pimientos se marchó. Llevaba dÃas intentando decirle algo bonito, y quizá luego invitarla a cenar. QuerÃa esperar a que se presentara una buena ocasiónâ. ¿Eres rusa, verdad? âpreguntó.
âSoy medio alemana âdijo ellaâ. Y medio marroquÃ, pero esa mitad no se ve.
Ese dÃa parecÃa triste, más triste que de costumbre. Varias veces se quedó inmóvil, con la mirada perdida, respirando a pequeñas bocanadas, como un niño al tomar sorbos de sopa.
âEstás haciendo un trabajo magnÃfico. ¿De verdad es lo primero que haces después del ejército? âpreguntó Ron. Lea habÃa ignorado el cumplido y se volvió de espaldas para limpiar de la tabla las tripas de los pimientos.
âSà âcontestóâ. Ya te dije en la entrevista que acabo de terminar el servicio militar.
â¿Trabajabas mientras estabas en el ejército? âpreguntó Ron. Los hombros se le encorvaron; aunque su intención era hacerle un cumplido, ahà estaba, incordiándola con su interrogatorio. No querÃa que la conversación tomara ese rumbo.
âNo todos tuvimos la suerte de que mamá y papá nos encontraran un trabajo de oficina. Apenas me quedaba tiempo libre âdijo Lea. Echó un puñado de cebolla caramelizada en la trituradora, pero esperó antes de darle al botón.
Se suponÃa que Ron debÃa contestar. Ãl sintió el impulso de decirle que sus padres no tuvieron nada que ver con el puesto al que lo destinaron en el ejército, que sencillamente se habÃa esforzado mucho en el instituto con sus clases de árabe porque sabÃa que no estaba hecho para el combate, pero se contuvo. Sus instintos no lo habÃan llevado muy lejos. Era un tipo pragmático en los negocios, y querÃa ser igual en el amor. Recordó de pronto el eslogan de la campaña de seguridad vial del gobierno: «En carretera no sigas las normas, sigue la lógica».
â¿Adónde te destinaron? âpreguntó Ron.
âA la policÃa militar. Era oficial.
â¿Delatabais a los soldados que tomaban drogas y cosas por el estilo?
âNo. Unidad de tránsitos. Controles de carretera. Ribera occidental.
âCaramba âdijo Ron. Buscó en su cabeza algo que decir, como un brazo que se mete en un agujero demasiado pequeño para el resto del cuerpoâ. No debió de ser fácil âdijo por fin.
âTampoco era para tanto âdijo Lea.
â¿ConocÃas a alguien del control donde apuñalaron a aquel soldado en el cuello? âpreguntó Ron. Recordaba haber leÃdo la noticia tiempo atrás. Según el periódico casi lo decapitaron, y en aquel momento se preguntó qué querÃan decir con «casi».
Ahà fue cuando Lea encendió la trituradora. Las cuchillas giraron, arañando el plástico, con un chirrido infame.
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La verdad es que los padres de Ron no eran ni mucho menos gente de dinero. Al salir del ejército trabajó como una mula en una gasolinera durante dos años, para poder cobrar las prestaciones laborales privilegiadas que el gobierno destinaba a los ciudadanos que habÃan cumplido con el servicio militar. Sorprendentemente, era un buen dinero. Sus amigos del trabajo se lo fundieron en viajes a Tailandia y Perú, o en los cursos de preparación para los exámenes de acceso a la universidad. Ron, en cambio, jugó con el dinero. Se lo jugó en el sector inmobiliario, con lo que sacó más dinero para seguir jugando. Se lo jugó en bolsa, y luego volvió a jugárselo en el sector inmobiliario. Siempre habÃa sido bueno arriesgando el dinero, incluso cuando tenÃa doce años y era paseador de perros, pero no hubiera imaginado que serÃa tan fácil. Con veintisiete años tenÃa tanto dinero en el banco que le daba vergüenza mirar la cantidad exacta. El extracto del banco le quemaba en el bolsillo de los vaqueros. TenÃa pesadillas en que sus padres descubrÃan todo el dinero que tenÃa. Siguió viviendo con ellos un tiempo en el piso de tres habitaciones de Ra'anana. Empezó a buscar pisos de alquiler en Tel Aviv. Al final se quedó con un apartamento de una habitación, porque el precio que pedÃan en la ciudad por algo más grande era tan escandaloso que su sentido común le impedÃa pagarlo, por mucho dinero que tuviera. Pero antes de encontrar un sitio, mientras revisaba los anuncios del periódico sentado junto a la mesa de la cocina comiendo su pita de aguacate, limón encurtido y patatas fritas, leyó que el Japanica cerraba y el quiosco quedaba disponible. Su madre le dio un beso en la oreja antes de irse a la fábrica textil donde trabajaba. Entonces lo supo. HabÃa llegado la hora. La vida empezaba, y estaba listo para lanzarse de cabeza.
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Una vez, haciendo el turno de noche de la sandwicherÃa, Ron se preguntó si se estaba obsesionando con Lea. Le irritaba no poder quitársela de la cabeza a pesar de lo poco que sabÃa de ella, a pesar de que sabÃa que debÃa estar centrado en el negocio. ¿Y si era una mojigata, o se habÃa criado en una colonia ultrarreligiosa, y todas sus esperanzas acababan por tierra? A saber. Después de todo habÃa muchas chicas, chicas con tacones de plástico, revoloteando en cÃrculos por toda la ciudad. Y él ni siquiera iba buscando. Durante el servicio militar se habÃa acostado con una rubia de Kfar Saba que transcribÃa informes de los servicios secretos del español. Era una chica dulce, genérica. Al salir del ejército se embarcó en un avión a Tailandia, como todo el mundo. Luego llegó un correo electrónico donde le contaba que habÃa conocido a alguien, alguien especÃfico.
Ron se dijo que no debÃa descentrarse. Dos estudiantes de la escuela de cine de Tel Aviv seguÃan hablando sin parar sobre la nueva pelÃcula de Natalie Portman, aunque hacÃa rato que les habÃan servido el sándwich de ternera y aceitunas verdes y era más de medianoche.
âSolo creo que la pelÃcula serÃa mucho más interesante si se follara al hermano cuando pensaba que el marido habÃa muerto, en lugar de que el marido lo sospeche solo porque habÃa quedado tocado en la guerra. Eso sà que serÃa complejidad âdijo uno de ellos. TenÃa los pies demasiado largos para los taburetes del mostrador del quiosco.
âEstoy de acuerdo. HabrÃa sido mucho más creÃble. Joder, ella cree que el marido está muerto y su hermano es el tÃo de
Brokeback Mountain,
que está que se sale âdijo el segundo estudiante de cine. Llevaba unas gafas de sol sujetándole la melena, como si fueran la diadema de una niñaâ. ¿Tú qué opinas? âle preguntó a Lea.
Lea escuchaba a los dos chavales aguantándose la barbilla entre las manos, con los codos sobre el mostrador. Era un imán.
âNo he visto la pelÃcula âdijo.
âVaya âdijo el tipo de las gafas de solâ. Te invitarÃa a ir a verla, pero preferirÃa llevarte al cine por algo que mereciera la pena de verdad.
âPero aunque no he visto la pelÃcula, dirÃa que ante la duda, cuantos más personajes puedan follarse a Natalie Portman, mejor âdijo Lea. No era ninguna mojigata.
âVaya, una chica lista. Ojalá hubiera más chicas como tú en esta ciudad âdijo el de las gafas de sol. Alargó el brazo por encima del mostrador para acariciar un mechón del pelo de Leaâ. Ante la duda âdijo, riéndose.
Era solo porque pasaba mucho tiempo con ella en el quiosco, pensó Ron. No debÃa descentrarse. No debÃa obsesionarse. Se levantó de la silla de plástico y se acercó al mostrador. Se puso al lado de Lea. OlÃa a piel, a carne. Contó hasta tres. Entonces alargó el brazo por encima del mostrador y le soltó un puñetazo en la frente al tipo de las gafas de sol.
Las gafas saltaron sobre la acera gris, sin romperse. Ron quiso abrir el puño, pero no pudo. Miró a los dos tipos, que se habÃan quedado callados, echando humo. Miró a Lea.
âAnda, marchaos âles dijo Lea a los dos estudiantes de cineâ. Hacedlo por mÃ, ¿vale?
El alto se agachó a recoger las gafas del suelo. Tardó lo suyo; estaba borracho.
âPor ti âdijo, dándole unos golpecitos en el hombro a su amigo y tirando de él. El de las gafas reculó unos pasos, sin apartar la mirada de Ron. Entonces se volvió con un gesto teatral y siguió alejándose.
âLea... âdijo Ron. Ella lo miraba fijamente; en sus ojos se reflejaban las luces anaranjadas de las farolas. Ron no sabÃa por qué habÃa hecho lo que habÃa hecho. No sabÃa qué decir. Antes de tener a Lea, ya la habÃa perdido.
âEh âdijo Leaâ. No pasa nada.
Ron se tapó los ojos con las manos. Lea era un imán. No podÃa resistir la atracción; y lo peor es que era su jefe.
Pero entonces.
â¿Te gustarÃa salir conmigo, cuando Vera empiece su turno? âle preguntó Lea. Le puso la palma de la mano en la nucaâ. Eh âdijo. Ron acababa de pegar a alguien, y allà estaba Lea tocándolo por primera vez, sin importarle que estuviera tan cerca de ella.