La gente como nosotros no tiene miedo (25 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—¿Quieres que intercambiemos los asientos? —preguntó su padre—. Ten clara una cosa —continuó—. Se está poniendo el sol. Solo has de sentarte en el asiento del conductor —dijo su padre—. Lo único que has de hacer es sentarte. El coche no va a ir a ninguna parte.

Quiso zarandearla, pero no lo hizo.

Al cabo de cinco minutos Avishag decidió cambiar de asiento.

Qué perfectos pueden ser a veces algunos lugares de este país,
pensó su padre.

Intercambiaron posiciones. Era la primera vez que conseguía ponerla en el asiento del conductor.

Avi observó las pequeñas manos de su hija al agarrar el volante. Eran pequeñas incluso para un cuerpo menudo como el suyo, desproporcionadas. Ya se fijó el día que la vio de uniforme, recordaba lo inesperado que fue ver una mano tan pequeña sujetando la culata de un M-16.

Recordaba la suavidad de las palmas de aquellas manitas cuando su hija tenía ocho años, la primera y única vez que Avi había contado una historia en su vida. Tenía las manos pegajosas, pero su sudor de niña olía a azúcar. Recordaba su vocecita aguda y emocionada al preguntar, una y otra vez, «¿Y entonces qué? ¿Y entonces qué?». Y entonces recordó el instante en que se les agotó el tiempo.

Su hija se agarró al volante con más fuerza. Se estaba poniendo el sol; Avi veía las vetas anaranjadas alargándose en el agua. El momento pronto habría pasado. Volverían a intercambiar los asientos y la llevaría de vuelta, se alejaría de nuevo del mar para subir las montañas de Jerusalén y dejarla en casa de su madre. Incluso en ese momento, mientras observaba y adoraba en silencio las manitas de su hija, no pudo evitar preocuparse, preguntarse.
¿Y entonces qué?

Quería más. Sabía que quizá pasaran meses antes de volver a tenerla en el asiento del conductor.

Justo antes de que el sol anaranjado cayera pesadamente en el agua, se oyó a sí mismo murmurando. Sin pensarlo, estaba diciéndole a Avishag que podía poner el coche en marcha y lanzarse al agua. Si no se ahogaban le compraría uno nuevo.

Al principio bromeaba, pero luego ya no.

 

Avishag giró la llave en el contacto. No sabía qué hacer a continuación. El coche vibraba; notó que le temblaban los muslos bajo los pantalones cortos de chico. Miró a su padre. Puso la mano en la palanca del cambio, era difícil moverla, pensó que no sería capaz, parecía una espada clavada en una roca, pero entonces se movió; se quedaba encallada en un punto, luego en otro; de pronto su mano se quedó sin fuerzas; si alguien le hubiera puesto una pistola en la mano, no hubiera sido capaz ni de cerrar el puño.

Creyó que estaba paralizada, así que intentó mover los dedos de los pies, y fue una sorpresa: se movieron, las uñas largas de sus pies se encogieron dentro de las sandalias. También podía girar el cuello. Miró a su padre. Ella no sabía qué hacer. Él no sabía qué hacer. Él pensó que debía hacer algo, pero no sabía qué. Pensó:
Nunca es un mal momento para empezar.

Movió la palanca por ella y metió una marcha. Antes de que su hija pisara el acelerador, lo sintió. Sintió el pie de su hija, su cuerpo. Era una parte de él, y de la máquina, y del país.

 

Bajo el agua, cuando consiguió abrir la puerta y salir nadando, Avishag solo vio un verdor almizclado. Recordó su pie, cómo se había movido, cómo había movido todo el coche, con qué potencia. Tocó con el pie el fondo del mar, suave y frío entre los dedos. Su pelo arañó la superficie del agua antes de asomar la cara y sentir el aire cálido y el sol. Dio una bocanada de aire, pero, sin saber qué hacer, volvió a hundirse. Aleteó con el pie de nuevo y sintió que su cuerpo subía hacia la superficie, aunque no lo suficiente. Pensó en su padre, pero no lo vio. Al principio no sabía qué hacer, y entonces dio un manotazo en el agua. Luego pataleó con la pierna. Luego dio un manotazo con la otra mano. Pataleó con la otra pierna. Mano, pierna, mano, pierna, mano, mano, mano, y otra vez, y enseguida, aunque era una chica de Jerusalén, aunque nunca lo había hecho, avanzaba, flotaba, nadaba. Fue muy raro; apenas podía respirar, veía motas cenicientas revolotearle en los ojos, pero con cada gesto violento de su cuerpo los oía, oía cómo golpeaba a los ahogados del Holocausto y de Trípoli y de Bagdad y hasta los del Polo Norte, y ellos no reaccionaban con dolor, sino con preguntas, dos preguntas.
¿Adónde, cielo? ¿Y ahora qué, nena?

Cuando su padre consiguió salir del coche, nadó hasta la orilla solo y desde allí la vio nadar durante minutos que fueron días, y cada día era un año, los años en que no la había visto crecer. Y allí estaba su hija, nadando, y supo que al final llegaría a la orilla, hasta él. Llegó a la orilla y con la ropa chorreando se sentó en la arena, muy cerca, en silencio. La rodeó con el brazo mojado y sintió el latido de su corazón en la frente, hasta que la respiración agitada de su hija se calmó y se acompasó con la suya como si fueran una sola. Ella olió el sudor de su padre y supo algo nuevo, algo que solo ella conocía y antes no, pero que ahora sabía con tanta certeza que quizá le estallaran los pulmones. Supo que no sufría la histeria pasajera de las zubaríes. Que la tristeza no la abandonaría nunca, iría con ella toda la vida que tenía por delante.

Una habitación y media en Tel Aviv

 

Ron miró a Lea. Parecía la madre del mundo cuando trabajaba. Empuñaba el cuchillo y abría el pan blanco con delicados quiebros de muñeca, como si sintiera en sus carnes cada vez que la hoja se hundía en la masa. Colocó la lechuga romana encima de las porciones de tarta de fresa como si arropara a unos niños antes de dormir. Se limpió las manos en el delantal negro y sus pechos grandes se mecieron bajo la camisa holgada. Al levantar la vista, sus ojos grises toparon con los de Ron.

—¿Qué? —preguntó Lea. Ron se dio cuenta de que había estado mirándola embobado. Era su nueva empleada. No había clientes esperando. Ron estaba sentado en una silla de plástico bajo el toldo a rayas del quiosco.

—Nada. Solo me preguntaba qué haces con el dinero que ganas —le ardían las orejas por haberse inventado algo sobre la marcha. El sol caía sobre las hojas amarillas desperdigadas por el bulevar y Ron pudo ver las olas del calor.

—Pago el alquiler —dijo ella.

—Ya, pero aparte de eso —dijo Ron. Reconocía en sus ojos un cansancio que no existía en los ojos de las demás aspirantes que llegaban a la ciudad. Aun así, saltaba a la vista que era de fuera. Llevaba todos los cuellos de las camisetas cortados con tijera, y en lugar de bolso usaba mochila. Ron se preguntaba a qué aspiraría en Tel Aviv. ¿A convertirse en actriz? ¿En arquitecto? Nada de lo que se le ocurría encajaba del todo. Ron buscaba una empleada de cierta edad, alguien que ya hubiera cumplido con el instituto, con el ejército, y había tenido la suerte de dar con ella.

—Solo pago el alquiler. Tengo un apartamento de una habitación y media en una calle cara.

Ron se preguntó por qué hablaba de una calle cara, en lugar de nombrar la calle. Se preguntó por qué alguien iba a vivir en Tel Aviv y trabajar doce horas al día solo para pagar el alquiler. Se preguntó, como siempre, qué sería eso de un apartamento de una habitación y media. Así que se lo preguntó a ella.

—¿Una habitación y media? Nunca he entendido qué significa.

—¿Qué es lo que no entiendes? Hay una habitación y luego media habitación —dijo Lea.

Sonrió, pero no le sonreía a Ron. Dos niños de grado medio con un caniche pidieron un sándwich de salami, guindillas en vinagre, albahaca y palomitas de maíz, y Lea los miraba a ellos.

 

En pleno centro de la ciudad, donde había estado el Japanica, un puesto callejero de sushi, en el cruce de la avenida Rothschild y la calle Allenby, Ron abrió el quiosco de sándwiches Nosotros No Juzgamos. Sus amigos y sus padres se mostraban escépticos. El Japanica había sido popular entre los borrachos que llenaban los antros a ambos lados del puesto callejero, pero el ayuntamiento exigía un alquiler vergonzoso por aquella ubicación. Aunque el cocinero japonés y el cajero israelí no daban abasto y dejaban sin atender a unos ochenta clientes por noche, el negocio nunca dejó de ser una sangría de dinero, y al cabo de cinco años los dueños de la cadena Japanica decidieron recortar pérdidas y cerraron.

A Ron siempre le habían atraído los desafíos. La idea de montar un puesto de sándwiches se le ocurrió un día a las siete de la mañana volviendo a casa, a Ra'anana, en autobús, después de haber pasado la noche bebiendo en Tel Aviv durante un fin de semana de permiso cuando hacía el servicio militar. No había comido en toda la noche, pero era muy maniático con la comida y no encontró nada que acabara de convencerle. Comida india, vegana, de fusión, yemenita, pizza: nada era tan bueno como el desayuno que se prepararía de la nevera de sus padres, en casa. Así que decidió esperar, y con el hambre de la borrachera se le ocurrió la idea de la sandwichería. Si borracho la idea le pareció buena, le gustó aún más cuando, ya sobrio, siguió dándole vueltas en la cabeza, sentado delante de su escritorio en la base militar. Era traductor del árabe en una de las bases de inteligencia militar, y se pasaba el día transcribiendo y traduciendo programas de la radio jordana. El trabajo era aburrido pero cómodo, y le dio tres años para pensar.

 

Uno de los clientes habituales a la hora del almuerzo, un viejo que escupía al dar sus instrucciones a gritos, estaba poniéndoselo difícil a Lea.

—Veamos, en las tartaletas quiero el pimiento amarillo asado un par de minutos, y el pimiento rojo asado diez minutos, y quiero que le cortes los bordes a la loncha de pavo —dijo el hombre por segunda vez.

—Claro —dijo Lea, sacando la mano por el mostrador y tocándole el brazo al anciano, que tenía la piel manchada por el sol—. Lo de siempre, ¿no? —y le guiñó un ojo.

—Hum —gruñó el viejo—. Juraría que la última vez asaste igual las dos clases de pimiento.

No era verdad. Lea había seguido sus instrucciones al pie de la letra.

—Cuánto lo siento —dijo Lea con solemnidad, muy seria, como si el hombre acabara de contarle que habían asesinado a su nieta mientras ella la cuidaba—. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano por contentarle.

A Ron le gustaba que Lea se tomara el trabajo tan en serio, lo reconfortaba. Había puesto mucha ilusión en aquel quiosco. No quería fracasar, costara lo que costara. Se había dejado un buen pellizco en la peladora de pimientos (de cobre; fabricada en Suecia). Más aún se había dejado en un soplete a butano para la crema flambeada (de aluminio; Francia). Tardó horas en entender cómo funcionaba el armatoste, pero cuando Lea lo usaba solo necesitaba unos segundos para que saliera la llama amarilla y naranja. La mirada le bailaba en los ojos.

—Eres una vendedora buenísima —dijo Ron cuando el hombre de los pimientos se marchó. Llevaba días intentando decirle algo bonito, y quizá luego invitarla a cenar. Quería esperar a que se presentara una buena ocasión—. ¿Eres rusa, verdad? —preguntó.

—Soy medio alemana —dijo ella—. Y medio marroquí, pero esa mitad no se ve.

Ese día parecía triste, más triste que de costumbre. Varias veces se quedó inmóvil, con la mirada perdida, respirando a pequeñas bocanadas, como un niño al tomar sorbos de sopa.

—Estás haciendo un trabajo magnífico. ¿De verdad es lo primero que haces después del ejército? —preguntó Ron. Lea había ignorado el cumplido y se volvió de espaldas para limpiar de la tabla las tripas de los pimientos.

—Sí —contestó—. Ya te dije en la entrevista que acabo de terminar el servicio militar.

—¿Trabajabas mientras estabas en el ejército? —preguntó Ron. Los hombros se le encorvaron; aunque su intención era hacerle un cumplido, ahí estaba, incordiándola con su interrogatorio. No quería que la conversación tomara ese rumbo.

—No todos tuvimos la suerte de que mamá y papá nos encontraran un trabajo de oficina. Apenas me quedaba tiempo libre —dijo Lea. Echó un puñado de cebolla caramelizada en la trituradora, pero esperó antes de darle al botón.

Se suponía que Ron debía contestar. Él sintió el impulso de decirle que sus padres no tuvieron nada que ver con el puesto al que lo destinaron en el ejército, que sencillamente se había esforzado mucho en el instituto con sus clases de árabe porque sabía que no estaba hecho para el combate, pero se contuvo. Sus instintos no lo habían llevado muy lejos. Era un tipo pragmático en los negocios, y quería ser igual en el amor. Recordó de pronto el eslogan de la campaña de seguridad vial del gobierno: «En carretera no sigas las normas, sigue la lógica».

—¿Adónde te destinaron? —preguntó Ron.

—A la policía militar. Era oficial.

—¿Delatabais a los soldados que tomaban drogas y cosas por el estilo?

—No. Unidad de tránsitos. Controles de carretera. Ribera occidental.

—Caramba —dijo Ron. Buscó en su cabeza algo que decir, como un brazo que se mete en un agujero demasiado pequeño para el resto del cuerpo—. No debió de ser fácil —dijo por fin.

—Tampoco era para tanto —dijo Lea.

—¿Conocías a alguien del control donde apuñalaron a aquel soldado en el cuello? —preguntó Ron. Recordaba haber leído la noticia tiempo atrás. Según el periódico casi lo decapitaron, y en aquel momento se preguntó qué querían decir con «casi».

Ahí fue cuando Lea encendió la trituradora. Las cuchillas giraron, arañando el plástico, con un chirrido infame.

 

La verdad es que los padres de Ron no eran ni mucho menos gente de dinero. Al salir del ejército trabajó como una mula en una gasolinera durante dos años, para poder cobrar las prestaciones laborales privilegiadas que el gobierno destinaba a los ciudadanos que habían cumplido con el servicio militar. Sorprendentemente, era un buen dinero. Sus amigos del trabajo se lo fundieron en viajes a Tailandia y Perú, o en los cursos de preparación para los exámenes de acceso a la universidad. Ron, en cambio, jugó con el dinero. Se lo jugó en el sector inmobiliario, con lo que sacó más dinero para seguir jugando. Se lo jugó en bolsa, y luego volvió a jugárselo en el sector inmobiliario. Siempre había sido bueno arriesgando el dinero, incluso cuando tenía doce años y era paseador de perros, pero no hubiera imaginado que sería tan fácil. Con veintisiete años tenía tanto dinero en el banco que le daba vergüenza mirar la cantidad exacta. El extracto del banco le quemaba en el bolsillo de los vaqueros. Tenía pesadillas en que sus padres descubrían todo el dinero que tenía. Siguió viviendo con ellos un tiempo en el piso de tres habitaciones de Ra'anana. Empezó a buscar pisos de alquiler en Tel Aviv. Al final se quedó con un apartamento de una habitación, porque el precio que pedían en la ciudad por algo más grande era tan escandaloso que su sentido común le impedía pagarlo, por mucho dinero que tuviera. Pero antes de encontrar un sitio, mientras revisaba los anuncios del periódico sentado junto a la mesa de la cocina comiendo su pita de aguacate, limón encurtido y patatas fritas, leyó que el Japanica cerraba y el quiosco quedaba disponible. Su madre le dio un beso en la oreja antes de irse a la fábrica textil donde trabajaba. Entonces lo supo. Había llegado la hora. La vida empezaba, y estaba listo para lanzarse de cabeza.

 

Una vez, haciendo el turno de noche de la sandwichería, Ron se preguntó si se estaba obsesionando con Lea. Le irritaba no poder quitársela de la cabeza a pesar de lo poco que sabía de ella, a pesar de que sabía que debía estar centrado en el negocio. ¿Y si era una mojigata, o se había criado en una colonia ultrarreligiosa, y todas sus esperanzas acababan por tierra? A saber. Después de todo había muchas chicas, chicas con tacones de plástico, revoloteando en círculos por toda la ciudad. Y él ni siquiera iba buscando. Durante el servicio militar se había acostado con una rubia de Kfar Saba que transcribía informes de los servicios secretos del español. Era una chica dulce, genérica. Al salir del ejército se embarcó en un avión a Tailandia, como todo el mundo. Luego llegó un correo electrónico donde le contaba que había conocido a alguien, alguien específico.

Ron se dijo que no debía descentrarse. Dos estudiantes de la escuela de cine de Tel Aviv seguían hablando sin parar sobre la nueva película de Natalie Portman, aunque hacía rato que les habían servido el sándwich de ternera y aceitunas verdes y era más de medianoche.

—Solo creo que la película sería mucho más interesante si se follara al hermano cuando pensaba que el marido había muerto, en lugar de que el marido lo sospeche solo porque había quedado tocado en la guerra. Eso sí que sería complejidad —dijo uno de ellos. Tenía los pies demasiado largos para los taburetes del mostrador del quiosco.

—Estoy de acuerdo. Habría sido mucho más creíble. Joder, ella cree que el marido está muerto y su hermano es el tío de
Brokeback Mountain,
que está que se sale —dijo el segundo estudiante de cine. Llevaba unas gafas de sol sujetándole la melena, como si fueran la diadema de una niña—. ¿Tú qué opinas? —le preguntó a Lea.

Lea escuchaba a los dos chavales aguantándose la barbilla entre las manos, con los codos sobre el mostrador. Era un imán.

—No he visto la película —dijo.

—Vaya —dijo el tipo de las gafas de sol—. Te invitaría a ir a verla, pero preferiría llevarte al cine por algo que mereciera la pena de verdad.

—Pero aunque no he visto la película, diría que ante la duda, cuantos más personajes puedan follarse a Natalie Portman, mejor —dijo Lea. No era ninguna mojigata.

—Vaya, una chica lista. Ojalá hubiera más chicas como tú en esta ciudad —dijo el de las gafas de sol. Alargó el brazo por encima del mostrador para acariciar un mechón del pelo de Lea—. Ante la duda —dijo, riéndose.

Era solo porque pasaba mucho tiempo con ella en el quiosco, pensó Ron. No debía descentrarse. No debía obsesionarse. Se levantó de la silla de plástico y se acercó al mostrador. Se puso al lado de Lea. Olía a piel, a carne. Contó hasta tres. Entonces alargó el brazo por encima del mostrador y le soltó un puñetazo en la frente al tipo de las gafas de sol.

Las gafas saltaron sobre la acera gris, sin romperse. Ron quiso abrir el puño, pero no pudo. Miró a los dos tipos, que se habían quedado callados, echando humo. Miró a Lea.

—Anda, marchaos —les dijo Lea a los dos estudiantes de cine—. Hacedlo por mí, ¿vale?

El alto se agachó a recoger las gafas del suelo. Tardó lo suyo; estaba borracho.

—Por ti —dijo, dándole unos golpecitos en el hombro a su amigo y tirando de él. El de las gafas reculó unos pasos, sin apartar la mirada de Ron. Entonces se volvió con un gesto teatral y siguió alejándose.

—Lea... —dijo Ron. Ella lo miraba fijamente; en sus ojos se reflejaban las luces anaranjadas de las farolas. Ron no sabía por qué había hecho lo que había hecho. No sabía qué decir. Antes de tener a Lea, ya la había perdido.

—Eh —dijo Lea—. No pasa nada.

Ron se tapó los ojos con las manos. Lea era un imán. No podía resistir la atracción; y lo peor es que era su jefe.

Pero entonces.

—¿Te gustaría salir conmigo, cuando Vera empiece su turno? —le preguntó Lea. Le puso la palma de la mano en la nuca—. Eh —dijo. Ron acababa de pegar a alguien, y allí estaba Lea tocándolo por primera vez, sin importarle que estuviera tan cerca de ella.

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