Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
El ataque siguiente acabó también en una fracción de segundo, pero en esta ocasión las naves teledirigidas habían sido ocho: cuatro de ellas llegaron a diez klims de nosotros. La radiación de los cráteres ardientes elevó la temperatura a casi 300 grados. Eso superaba el punto de fusión del agua, por lo cual comencé a preocuparme. Los trajes de batalla eran útiles hasta llegar a mil grados, pero los rayos automáticos dependían de superconductores a baja temperatura para actuar con rapidez.
Pregunté a la computadora cuál era el límite de temperatura soportado por los rayos láser. Respondió: «TR 398-734-009-265. Algunos aspectos relacionados con la adaptabilidad del material criogénico a emplearse en medios de temperatura relativamente elevada.» Allí había muchos consejos útiles sobre cómo se podían aislar las armas y teníamos acceso a una armería bien equipada. También decía que el tiempo de respuesta de los artefactos automáticos crece en proporción directa con la temperatura, y que pasado un «punto crítico» éstos dejan de apuntar; pero no predecía la conducta de ningún arma en particular, aparte de informar que el punto crítico máximo registrado era de 790 grados, y el más bajo, de 420 grados.
Charlie, que estaba observando el exhibidor, dijo por la radio del traje, con voz inexpresiva:
—Ahora son dieciséis.
—¿Te sorprende? —pregunté.
Una de las pocas cosas que conocíamos sobre la psicología taurina era cierta compulsión por los números, especialmente los primos y los múltiplos de dos.
—Ojalá no les queden otros treinta y dos.
Interrogué a la computadora. Informó que el crucero había lanzado hasta el momento un total de cuarenta y cuatro vehículos teledirigidos y que algunos solían llevar hasta ciento veintiocho.
Nos quedaba media hora antes del ataque de los teledirigidos. Podíamos evacuar a todo el mundo hacia el campo estático, donde estaríamos momentáneamente a salvo si alguna de las bombas nova lograba pasar. A salvo, pero atrapados. ¿Cuánto tiempo tardaría el cráter en enfriarse si tres o cuatro bombas (ni hablar de dieciséis) cruzaban nuestras defensas? Nadie podía vivir eternamente en un traje de batalla, aunque lo reaprovechara todo con impecable eficacia. Una semana era suficiente para que cualquiera se sintiera angustiado por completo; dos semanas podían llevar al suicidio. Nadie había podido resistir tres semanas en condiciones de combate.
Además, como posición de defensa, el campo estático podía resultar una trampa mortal. El enemigo tenía todas las posibilidades, puesto que la cúpula es opaca. La única manera de averiguar qué están haciendo es sacar la cabeza. Ni siquiera les es necesario entrar en el campo con armas primitivas, a menos que se impacienten. Pueden mantener la cúpula saturada de fuego láser y aguardar a que uno apague el generador. Mientras tanto tienen la posibilidad de acicatear a quienes están encerrados en estasis arrojando espadas, piedras y flechas. Uno puede devolver las armas, pero resulta bastante inútil.
Pero si alguien se quedara en la base, los otros podrían aguardar media hora en el campo estático. Si el otro no llegaba a buscarlos sabrían que había peligro. Marqué la combinación que me ponía en contacto con todos los oficiales superiores al grado cinco.
—Aquí el mayor Mandella —dije, aunque el título me sonaba todavía a chiste malo.
Les describí la situación y les indiqué informar a las tropas que todo miembro de la compañía quedaba en libertad de pasar al campo estático. Yo permanecería en la base e iría a buscarles si todo salía bien. No era por espíritu de sacrificio, por supuesto; prefería correr el riesgo de que me evaporaran en un nanosegundo antes que morir lentamente bajo la cúpula gris.
Después marqué la frecuencia de Charlie.
—Tú también puedes ir. Yo me encargaré de todo.
—No, gracias —replicó lentamente—. Preferiría… Oye, mira esto.
El crucero había lanzado otra mota roja con dos minutos de diferencia con respecto a las otras. La clave del exhibidor la identificó como otro vehículo teledirigido.
—¡Qué extraño!
—¡Qué supersticiosos son estos imbéciles! —comentó él, sin mucha convicción.
Resultó que sólo once personas optaron por refugiarse en el campo estático, junto con las cincuenta que habían recibido órdenes de hacerlo. Eso no tenía por qué sorprenderme, pero así fue.
Al acercarse los teledirigidos, Charlie y yo observamos atentamente los monitores, poniendo mucho cuidado en no mirar el exhibidor holográfico, bajo el acuerdo tácito de que sería mejor ignorar cuánto faltaba: un minuto, treinta segundos…
Y entonces, como había ocurrido en las ocasiones anteriores, todo terminó antes de que cobráramos conciencia de nada. Las pantallas lanzaron un destello blanco, hubo un gruñido de estática… y allí estábamos, con vida aún.
Pero en esta ocasión quedaron quince agujeros nuevos en el horizonte… ¡O más cerca! La temperatura subía a tal velocidad que el último dígito del indicador era un borrón amorfo. El número se estacionó antes de llegar a los 900 grados y empezó a bajar lentamente.
Hasta entonces no habíamos visto a ninguno de los vehículos teledirigidos, puesto que los rayos láser apuntaban y disparaban en una fracción de segundo. Pero el decimoséptimo surgió por el horizonte zigzagueando locamente a toda velocidad y se detuvo en el cénit. Allí pareció flotar por un instante, para iniciar después la caída. La mitad de los rayos láser lo habían detectado y disparaban sin cesar, pero ninguno de ellos podía hacer blanco, pues todos estaban fijos en la última posición de disparo.
La nave centelleaba al caer; el pulido espejo de su esbelto casco reflejaba el resplandor blanco de los cráteres y el parpadeo misterioso de los rayos impotentes. Oí que Charlie aspiraba profundamente. El vehículo estaba tan cercano que podíamos ver los despatarrados números taurinos grabados en el casco y una escotilla transparente cerca del centro. De pronto la nave lanzó un chorro y desapareció en un instante.
—¿Qué diablos…? —preguntó Charlie en voz baja.
—Tal vez fuera un vehículo de reconocimiento —dije, pensando en la ventanilla.
—Claro. Por lo visto no podemos tocarlos, y ellos lo saben.
—A menos que los láseres se recobren —comenté, aunque no parecía factible—. Será mejor que pongamos a todo el mundo en la cúpula. Vayamos nosotros también.
Charlie pronunció una palabra cuyas vocales se habían alterado un poco con el correr de los siglos, pero sin perder la claridad del significado.
—No hay prisa. Veamos qué hacen ellos.
Aguardamos varias horas. En el exterior la temperatura se había estabilizado a 690 grados (apenas por debajo del punto de fusión del zinc, según recordé ociosamente). Traté de manejar manualmente los láseres, pero seguían petrificados.
—Aquí vienen —indicó Charlie—. Ocho, otra vez.
Di un paso hacia el exhibidor, diciendo:
—Creo que tendremos…
—¡Un momento! —me interrumpió él—. ¡No son teledirigidos!
La clave los identificaba con la leyenda: «Transporte de tropas».
—Creo que quieren tomar la base intacta —observó Charlie.
Y tal vez probar de paso nuevas armas y técnicas.
—Para ellos no es mucho riesgo. Siempre tendrán la posibilidad de retroceder y arrojarnos una nova en la base.
Llamé a Brill para que hiciera salir a cuantos estaban en el campo estático; debía enviarlos a la superficie con los restantes soldados de su pelotón, a fin de establecer un círculo defensivo en los cuadrantes noreste a noroeste. Yo me encargaría de formar al resto completando el semicírculo.
—¿Te parece? —observó Charlie—. Tal vez no convenga que todos suban de una sola vez. Conviene aguardar hasta que sepamos cuántos son los taurinos.
Tenía razón; era mejor mantener una reserva, dejar que el enemigo subestimara nuestras fuerzas.
—Buena idea… Tal vez cada transporte traiga sólo sesenta y cuatro soldados.
O ciento veintiocho, o doscientos cincuenta y seis. Me habría gustado que nuestros satélites espía tuvieran un sentido discriminatorio más agudo, pero no se puede hacer gran cosa con una máquina del tamaño de una uva.
Decidí que los setenta soldados de Brill fueran nuestra primera línea de defensa y les ordené formar un anillo, escondidos en las trincheras que habíamos cavado en torno al perímetro de la base. Los demás permanecerían abajo mientras no fueran necesarios. Si resultaba que los taurinos traían una fuerza poderosa, ya fuera por número o por nuevas armas, ordenaría que todos entraran en el campo estático. Había un túnel entre los alojamientos y la cúpula, de modo que quienes estaban abajo podrían llegar hasta allí sin peligro. Desde las trincheras, en cambio, habría que retroceder bajo el fuego enemigo, siempre que quienes las ocupaban estuvieran vivos cuando yo diera la orden.
Llamé a Hilleboe para que ella y Charlie vigilaran los rayos láser. Si funcionaban de nuevo ordenaría que Brill y los suyos retrocedieran; entonces volveríamos a encender el sistema automático y nos sentaríamos a mirar el espectáculo. Pero aun trabados, los láseres podrían sernos de utilidad. Charlie indicó en los monitores hacia dónde apuntaba cada uno; cuando un enemigo se colocara frente a uno de ellos, él y Hilleboe dispararían con mandos manuales.
Nos quedaban unos veinte minutos. Brill caminaba ya por el perímetro con sus soldados, ordenándoles refugiarse en las trincheras, una brigada cada vez; me comuniqué por radio para pedirle que instalara las armas pesadas de modo tal que sirvieran para canalizar el avance del enemigo hacia el radio de acción de los rayos láser.
No había mucho que hacer, salvo aguardar. Pedí a Charlie que evaluara el avance enemigo, a fin de establecer una adecuada cuenta regresiva. Después volví a mi escritorio y saqué un anotador para dibujar las posiciones de Brill y ver en qué podía mejorarlas.
El gato trepó a mi regazo, maullando lastimeramente. Por lo visto no sabía distinguir a uno de otro cuando estábamos vestidos con traje de batalla. Extendí la mano para acariciarlo y el animal escapó de un salto.
La primera línea que tracé perforó cuatro hojas de papel; llevaba mucho tiempo sin realizar tareas delicadas con traje de batalla.
Recordé entonces que en el período de adiestramiento nos hacían practicar el dominio de los sistemas de amplificación pasándonos huevos de uno a otro; resultaba bastante sucio. ¿Quedarían aún huevos en la Tierra?
Una vez hecho el diagrama no se me ocurrió ninguna mejora, a pesar de tanta teoría almacenada en mi cerebro; abundaban los consejos tácticos sobre la forma de encerrar al enemigo, pero desde un punto de vista erróneo. Cuando éramos nosotros los rodeados, las opciones resultaban muy escasas. Mantenerse firmes y combatir. Responder con prontitud a las concentraciones de fuerza del enemigo, pero de manera flexible, a fin de que el enemigo no pudiera emplear una fuerza divergente para apartar a los efectivos de cierto sector del perímetro. «Emplear a fondo el apoyo del aire y del espacio», consejo siempre útil. Mantener la cabeza gacha y la barbilla hacia arriba y rogar que llegara la caballería. Conservar las posiciones sin pensar en Dien Bien Phu, el Álamo o la batalla de Hastings.
—Otros ocho transportes —dijo Charlie—. Quedan cinco minutos hasta que lleguen los ocho primeros.
Eso significaba que iban a atacar en dos tandas. Por lo menos dos. ¿Qué habría hecho yo en el lugar del comandante taurino? Eso no era muy complicado: a los taurinos les faltaba imaginación para las tácticas y tendían a copiar las humanas.
La primera tanda podía ser un ataque suicida destinado a ablandarnos y a evaluar nuestras defensas. La segunda obraría con más método y acabaría el trabajo. O tal vez fuera al revés: el primer grupo dispondría de veinte minutos para atrincherarse: el segundo pasaría sobre él y atacaría violentamente un solo punto de nuestras defensas para romper el perímetro y apoderarse de la base.
Pero también era posible que hubieran enviado dos fuerzas sólo porque dos era un número mágico. O porque no podían lanzar sino ocho transportes a la vez (eso no sería muy alentador, pues significaría que los transportes eran muy grandes; en diferentes situaciones habían empleado vehículos que transportaban desde cuatro a ciento veintiocho soldados).
—Tres minutos.
Miré fijamente los monitores que mostraban los diversos sectores del campo minado. Con un poco de suerte descenderían allí, incautos. O pasarían a baja altura y harían detonar las minas.
Me sentía vagamente culpable. Mientras yo permanecía a salvo en mi cueva, garabateando papeles, listo para dar mis órdenes, ¿qué pensaban de mí aquellos setenta corderos enviados al sacrificio? Recordé entonces mis sentimientos hacia el capitán Stott en aquella primera misión, cuando prefirió quedarse a salvo en órbita mientras nosotros combatíamos. La oleada de odio fue tan intensa que me provocó náuseas.
—Hilleboe, ¿puede manejar sola los rayos láser?
—¿Por qué no, señor?
Dejé el lápiz sobre el escritorio y me levanté.
—Charlie, tú te encargarás de la unidad de coordinación; puedes hacerlo tan bien como yo. Voy a subir.
—Yo no se lo aconsejaría, señor —dijo Hilleboe.
—¡Diablos, William! ¡No seas idiota! No durarías diez segundos allá arriba —indicó Charlie.
—Correré los mismos riesgos que todo el mundo.
—¿No entiendes lo que te digo? ¡Te van a matar!
—¿Nuestros soldados? Tonterías. Ya sé que no me tienen gran aprecio, pero…
—¿No has escuchado la frecuencia de las brigadas?
No lo había hecho; nunca empleaban mi dialecto para hablar entre sí.
—Creen que les pusiste en la línea como castigo por cobardía, porque eligieron refugiarse en la cúpula.
—¿No fue por eso, señor? —preguntó Hilleboe.
—¿Como castigo? No, claro que no. —Al menos no lo había hecho conscientemente—. Estaban allí arriba cuando hacía falta… ¿Es que la teniente Brill no les explicó nada?
—Creo que no —respondió Charlie—. Tal vez ha estado demasiado atareada como para transmitir.
O ella también creía lo mismo.
—Será mejor que…
—¡Miren! —gritó Hilleboe.
La primera nave enemiga había aparecido en uno de los monitores que mostraban los campos minados; las otras aparecieron un segundo después. Llegaban desde diversas direcciones y no se habían distribuido en una formación regular: había cinco en el cuadrante noreste y sólo una en el sureste. Transmití esa información a Brill.