La guerra interminable (24 page)

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Authors: Joe Haldeman

BOOK: La guerra interminable
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—Afección que se podía curar —completó Alsever.

—Gracias. Ahora bien, es tan poco habitual… No creo que los soldados lo tomen muy a pecho, en un sentido o en otro.

—Es sólo un rasgo excéntrico —afirmó Diana, magnánima—. Peor sería que devoraras niños.

—Es cierto, Mandella —concordó Hilleboe—. Mis sentimientos hacia usted no cambian por eso.

—Me… me alegro.

¡Qué maravilla! Comenzaba a darme cuenta de que no tenía la menor idea sobre cómo debía comportarme socialmente. Gran parte de mi conducta «normal» se basaba en un complejo código táctico de etiqueta sexual. ¿Debía tratar a los hombres como si fueran mujeres y viceversa? ¿O tratarles a todos como hermanos? Todo resultaba muy confuso. Acabé de vaciar mi copa y la dejé sobre la mesa.

—Bueno, gracias por la seguridad que me han brindado. En esencia era eso lo que deseaba preguntarles. No dudo que todos ustedes tienen mucho que hacer y gente de la cual despedirse. No quiero retenerles.

Todos se marcharon, con excepción de Charlie Moore. Ambos decidimos pillar una borrachera mayúscula y recorrer todos los bares y clubes para oficiales que hubiera en el sector.

Logramos visitar doce de ellos; probablemente hubiéramos podido completar el recorrido, pero decidí que convenía dormir unas horas antes de la próxima reunión.

La única vez que Charlie me hizo ciertas insinuaciones se comportó con mucha cortesía. Traté de que mi negativa fuera igualmente cortés, pensando que pronto adquiriría mucha práctica en aquellos asuntos.

3

Las primeras naves de la FENU poseían la delicada belleza de una araña, pero con los diversos adelantos tecnológicos la fuerza estructural pasó a ser más importante que la conservación de la masa (cualquiera de las naves antiguas se habría plegado como un acordeón en una maniobra efectuada a veinticinco gravedades), y eso se reflejaba en el diseño estólido, pesado y funcional. La única decoración era el nombre Masaryk II pintado en letras de color azul opaco sobre el casco, negro obsidiana.

En el trayecto hacia la bodega, nuestra nave de lanzadera pasó por encima del nombre: un pequeño grupo de hombres y mujeres efectuaba trabajos de mantenimiento sobre el casco. Empleándolos a modo de referencia pudimos comprobar que las letras medían varios cientos de metros. La nave en sí se prolongaba un kilómetro entero (1.036,5 metros, dijo mi recuerdo latente) y su anchura era aproximadamente la tercera parte (319,4 metros). Eso no significaba que gozáramos de mucho espacio. La nave llevaba en su vientre seis grandes destructores a propulsión taquiónica y cincuenta vehículos robóticos teledirigidos. La infantería quedaba relegada a un rincón. «La guerra es la especialidad del peligro», según había dicho Carlitos von Clausewitz; yo tenía el presentimiento de que pronto íbamos a confirmarlo.

Nos quedaban seis horas antes de pasar a los tanques de aceleración. Dejé caer mi equipo en el diminuto cubículo que constituiría mi hogar durante los veinte meses siguientes y salí de exploración. Charlie se me había adelantado: ya estaba en el comedor, evaluando la calidad del café que preparaban en la Masaryk II.

—Parece bilis de rinoceronte —dijo.

—Al menos no será soja —comenté.

Pero tras el primer sorbo cauteloso me di cuenta de que a los pocos días echaría de menos la soja.

La sala de oficiales era un cubículo de tres por cuatro, suelo y paredes metálicas, máquina de café y biblioteca. Seis sillas duras y una mesa con una máquina de escribir.

—¡Qué lugar alegre! ¿Verdad? —observó él, revisando el índice general en la máquina de la biblioteca—. Teoría militar a montones.

—Hace bien. Refresca la memoria.

—¿Solicitaste adiestramiento para oficiales?

—¿Yo? No, me lo ordenaron.

—Al menos tú tienes una excusa —replicó, mientras encendía y apagaba la máquina, contemplando los parpadeos de la luz verde—. Yo me apunté. Nadie me dijo que sería así.

Comprendí que no se refería a problemas sutiles, como el peso de la responsabilidad. Era toda esa información obligada, ese constante susurro mudo.

—Sí. Dicen que va pasando poco a poco.

En ese momento apareció Hilleboe.

—Ah, estaban aquí.

Nos saludó a los dos e inspeccionó rápidamente el recinto; resultó evidente que aquellas espartanas instalaciones merecían su aprobación.

—¿Quiere usted hablar con la compañía antes de entrar en los tanques de aceleración? —preguntó.

—No, no me parece… necesario.

Estuve a punto de decir «conveniente»; el arte de castigar a los subordinados requiere mucha pericia. Por lo visto, me vería obligado a recordarle constantemente que no era ella quien estaba en el mando. Otra solución consistiría en prestarle la insignia por un tiempo y dejar que experimentara sus delicias.

—Por favor, ¿quiere reunir a todos los jefes de pelotón? Lleve a cabo con ellos la secuencia de inmersión. Más tarde haremos práctica de aceleración, pero por ahora me parece mejor que la tropa descanse unas cuantas horas.

Les vendría bien, sobre todo si tenían una resaca parecida a la del comandante.

—Sí, señor.

Se marchó algo ofendida; el encargo que le había dado era en verdad tarea de Riland o de Rusk. Charlie acomodó su regordeta persona en una de las sillas y suspiró:

—Veinte meses en esta máquina grasienta. Con esa mujer. ¡Mierda!

—Bueno, si te portas bien conmigo no te haré compartir el alojamiento con ella.

—Trato hecho. Soy tu esclavo para siempre. A partir del viernes, digamos.

Miró el contenido de su taza y optó por no beber aquellas heces.

—De veras —insistió—, nos va a traer problemas. ¿Qué piensas hacer con ella?

—No lo sé.

También Charlie se estaba insubordinando, por supuesto, pero era mi oficial ejecutivo y estaba fuera de la cadena de comando. Además yo necesitaba al menos un amigo.

—Tal vez se ablande cuando estemos en marcha —sugerí.

—Puede ser.

Técnicamente ya estábamos «bajo peso»
[3]
, puesto que avanzábamos lentamente hacia el colapsar de Puerta Estelar, a gravedad uno. Pero eso era sólo por conveniencia de la tripulación; no es sencillo sujetar con listones las escotillas cuando se trabaja en caída libre. El viaje en sí no comenzaría mientras no estuviéramos en los tanques.

La sala era tan deprimente que Charlie y yo decidimos emplear las horas restantes en recorrer la nave. El puente era como todas las instalaciones de computación; las ventanillas constituían un lujo del que se podía prescindir. Permanecimos a respetuosa distancia en tanto Antopol y sus oficiales efectuaban las últimas verificaciones antes de trepar a los tanques y abandonarnos en manos de las máquinas.

En realidad había un ojo de buey. Una burbuja de plástico grueso, en el cuarto de navegación de proa. El teniente Williams no estaba ocupado, pues la etapa de preinserción era totalmente automática; por lo tanto nuestra visita le resultó muy grata.

—Confío en que no sea necesario usar esto en este viaje —comentó, golpeando con una uña el plástico del ojo de buey.

—¿Por qué? —preguntó Charlie.

—Lo usamos tan sólo cuando perdemos el rumbo. Si el ángulo de inserción se desvía la milésima parte de un radián podemos salir en el otro extremo de la galaxia. En ese caso podemos obtener una idea aproximada de nuestra posición analizando el espectro de las estrellas más brillantes. Son como huellas digitales. Una vez que identificamos tres podemos formar triángulo.

—Entonces encontramos el colapsar más cercano y retrocedemos —dije.

—Ése es el problema. El único que conocemos en la Gran Nube Magallánica es Sade-138. Lo descubrimos gracias a ciertos datos robados al enemigo. Aunque pudiéramos hallar otro colapsar, si nos perdiéramos en la Nube no sabríamos cómo insertarnos.

—¡Qué maravilla!

—Siempre es mejor que perderse del todo —respondió, con una expresión bastante perversa—. Podríamos entrar a los tanques, poner la nave en dirección a la Tierra y lanzarla a toda velocidad. Llegaríamos en tres meses subjetivos.

—Claro —observé yo—, pero ciento cincuenta mil años adelantados en el futuro.

A veinte gravedades se llega a las nueve décimas partes de la velocidad de la luz en menos de un mes. A partir de entonces se está en manos de San Alberto.

—Sí, es un inconveniente —reconoció él—, pero al menos sabríamos quién ganó la guerra.

Cabía preguntarse cuántos soldados habían escapado a la guerra de ese modo. Existían cuarenta y dos fuerzas de choque perdidas en alguna parte, de las que no se tenían noticias. Tal vez todas ellas estuvieran avanzando por el espacio normal a una velocidad cercana a la de la luz, para aparecer una a una en la Tierra o en Puerta Estelar, con el correr de los siglos. Habría sido un buen sistema para desertar, puesto que una vez fuera de la cadena de saltos colapsares uno quedaba a salvo de cualquier persecución. Pero el navegante humano sólo entraba en juego en el caso de que se produjera algún error y la nave surgiera donde no debía.

Charlie y yo fuimos a inspeccionar el gimnasio. Era lo bastante grande como para dar cabida a doce personas. Le pedí que preparara una lista de turnos para que todo el mundo pudiera hacer ejercicio durante una hora diaria cuando saliéramos de los tanques. La zona de comedor era apenas más grande que el gimnasio. Aun en cuatro turnos tendríamos que apretujarnos bastante. La sala de los reclutas era más deprimente que la de los oficiales. No pasaría mucho tiempo sin que tuviese que enfrentarme a un verdadero problema con respecto al ánimo de la gente.

En cuanto a la armería, era más amplia que el gimnasio, el comedor y las dos salas reunidas. Era forzoso que así fuera, debido a la gran variedad de armas que se iban inventando con el correr de los siglos. El recurso básico seguía siendo el traje de batalla, aunque estaba mucho más perfeccionado que el primer modelo, aquel que yo usara antes de la campaña de Aleph.

El teniente Riland, oficial armero, estaba supervisando a sus cuatro subordinados (uno por cada pelotón), que efectuaban la última verificación de las armas. Era quizás el trabajo más importante de toda la nave, teniendo en cuenta lo que podía ocurrir con tantas toneladas de explosivos y radiactivos bajo veinticinco gravedades. Me saludó a la ligera.

—¿Todo bien, teniente?

—Sí, señor, con excepción de esas malditas espadas.

Se refería a las que usábamos en los campos de estasis.

—No hay modo de instalarlas para que no se doblen —explicó—. Espero que no se rompan.

Por mi parte no lograba comprender siquiera los principios del campo de estasis; el abismo entre mi título y la física actual era tan profundo como el que separaba a Galileo de Einstein. Pero al menos conocía los efectos.

En el interior del campo nada se podía mover a más de 16,3 metros por segundo; se trataba de un volumen hemisférico (esférico en el espacio) de unos cincuenta metros de radio. En el interior no había radiaciones electromagnéticas de ninguna especie: ni electricidad, ni magnetismo, ni luz. Desde el interior del traje uno veía el espacio circundante en una fantasmal monocromía; alguien me explicó ese fenómeno tartajeando algo sobre «la transferencia de fase de la cuasinergía que se filtra de una realidad taquiónica adyacente», todo lo cual me sonó a flogisto.

Sin embargo, como resultado del campo de estasis todas las armas convencionales de la guerra quedaban inutilizadas. Hasta una bomba nova se convertía en un terrón inerte dentro de ese campo.

Y cualquier criatura, terráquea o taurina, moriría en un instante si quedaba atrapada dentro del campo sin la debida protección. Al principio pareció ser un arma definitiva. En cuatro enfrentamientos consecutivos se barrieron por completo las bases taurinas sin una sola baja humana. Sólo hacía falta llevar el campo hasta donde estaban los enemigos, para lo cual bastaban cuatro soldados fornidos en la gravedad de la Tierra, y ver cómo morían al deslizarse a través de la pared opaca del campo. Los que llevaban el generador eran invulnerables, salvo en los cortos períodos en que necesitaran apagarlo para orientarse.

En la sexta oportunidad, el enemigo estaba preparado. Llevaban trajes protectores y filosas espadas con las que rasgaron los trajes de los portadores. Desde entonces los soldados que llevaban el generador iban también armados. Sólo había noticias de otras tres batallas semejantes, aunque eran más de diez las fuerzas de choque dotadas de generadores. Las otras no habían llegado aún a destino, seguían luchando o habían sido totalmente derrotadas: no había modo de saberlo hasta el retorno. Y nadie las alentaba a regresar mientras los taurinos siguieran en posesión de «sus propiedades», pues eso se consideraba «deserción bajo el fuego enemigo» y se castigaba con la ejecución de todos los oficiales; sin embargo, según los rumores, no se hacía más que aplicarles lavado de cerebro y reeducación, para enviarlos nuevamente a la refriega.

—¿Usaremos el campo de estasis, señor? —preguntó Riland.

—Probablemente, pero no al principio, a menos que los taurinos estén allá cuando nosotros lleguemos. No me gusta pasarme días y días dentro de un traje.

Tampoco me gustaba la perspectiva de usar una espada, sable o puñal, por muchas ilusiones electrónicas que enviara con ellos al Walhalla. Miré mi reloj: faltaban dos horas para que se iniciara la secuencia de inserción.

—Bueno, será mejor que vayamos acercándonos a los tanques, teniente. No deje de verificarlo todo.

El recinto que albergaba los tanques parecía una enorme fábrica de productos químicos; tenía unos buenos cien metros de ancho y estaba lleno de grandes aparatos pintados de gris opaco y uniforme. Los ocho tanques estaban arracimados casi simétricamente en torno al ascensor central; el único detalle asimétrico lo constituía uno de ellos, cuya altura era doble. Sería el tanque de comando, para los oficiales superiores y los especialistas de apoyo.

El sargento Blazynski apareció desde detrás de un tanque y saludó. En vez de responder exclamé:

—¿Qué diablos es eso?

En aquel universo gris había una sola mancha de color.

—Es un gato, señor.

—Eso está a la vista.

Un gato grande, de colores brillantes, ridículamente encaramado al hombro del sargento.

—Permítame formular la pregunta de otro modo —insistí—: ¿Qué diablos hace este gato aquí?

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