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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (23 page)

BOOK: La guerra interminable
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Puesto que lo más probable era entrar en combate una vez por año subjetivo, y puesto que sólo un treinta y cuatro por ciento sobrevivía a cada batalla, es sencillo calcular las posibilidades de supervivencia en los diez años: aproximadamente dos milésimos por ciento. O, para decirlo en otros términos, era como jugar a la ruleta rusa con cuatro de las seis cámaras cargadas. Si uno podía hacerlo diez veces sin decorar la pared opuesta, ¡felicitaciones!: podía considerarse civil.

Habiendo unos sesenta mil soldados combatientes en la FENU, sólo un 1,2% lograría sobrevivir durante diez años. No entraba en mis cálculos ser precisamente ese afortunado, aunque ya estaba a mitad de camino. ¿Cuántos de aquellos jóvenes que entraban al auditorio se sabían condenados?

Traté de comparar aquellas caras con las fichas que había estado estudiando durante toda la mañana, pero no era fácil. Todos habían sido seleccionados según parámetros estrictos y se parecían notablemente: altos, pero no demasiado; musculosos sin ser corpulentos; inteligentes, pero no dados a las cavilaciones. Además, la Tierra era por aquel entonces mucho más racialmente homogénea que en mis tiempos. La mayoría de los muchachos tenía un aspecto vagamente polinesio. Sólo dos de ellos, Kayibanda y Lin, parecían representar tipos étnicos puros. Me pregunté si los demás no les harían la vida imposible por ello.

La mayor parte de las mujeres eran dolorosamente bellas, aunque yo no estaba en condiciones de ser buen juez. Llevaba más de un año de celibato, desde que me había despedido de Marygay, allá en Paraíso. Me pregunté si alguna de ellas tendría algún resabio atávico o estaría dispuesta a satisfacer las excentricidades de su comandante. «Queda absolutamente prohibido a los oficiales mantener vínculos sexuales con sus subordinados.» ¡Qué cálida forma de expresarlo! «Las violaciones a esta regla serán punibles con la incautación de todos los fondos y la degradación al rango de recluta; si la relación afectare la eficiencia de una unidad de combate se llegará a la ejecución sumaria.» Si todas las reglas de la FENU hubieran podido ser desobedecidas con tanta facilidad y frecuencia, la vida militar habría resultado muy llevadera.

En cuanto a los muchachos, ninguno despertaba atracción en mí. No podía asegurar cómo serían las cosas una vez transcurridos otros doce meses.

—¡Ten-ción!

Era la teniente Hilleboe; al parecer mis nuevos reflejos eran buenos, puesto que no me levanté de un salto. Eso hicieron, en cambio, todos los presentes en el auditorio.

—Soy la teniente Hilleboe, oficial segundo de campo.

Ese grado se llamaba en otros tiempos «sargento primero de campo»; una buena señal de que un ejército lleva demasiado tiempo en movimiento es que empieza a mostrarse irregular con los oficiales. Hilleboe prosiguió como un soldado profesional bien curtido. Probablemente gritaba órdenes frente al espejo todas las mañanas, mientras se depilaba. Pero yo había revisado sus antecedentes y sabía que sólo había estado en acción una vez, por un par de minutos. Tras perder un brazo y una pierna había sido ascendida, al igual que yo, como resultado de las pruebas a que nos sometían en la clínica de regeneración. ¡Diablos, tal vez había sido muy simpática antes de pasar por ese trauma! Ya era bastante duro tener que regenerar un solo miembro.

Lo que decía a los soldados era la cháchara habitual de los sargentos primeros, severa, pero justa: «No me hagan perder tiempo con nimiedades; empleen la cadena de comando; casi todos los problemas se pueden resolver en el quinto grado.» Era una lástima que yo no hubiera hablado con ella un poco más temprano. El Comando de la Fuerza de Choque nos había lanzado de lleno en esa primera entrevista, pues debíamos subir a bordo al día siguiente, y yo no había tenido tiempo sino para cambiar unas pocas palabras con mis oficiales.

No había sido suficiente, pues estaba claro que Hilleboe y yo sosteníamos criterios muy dispares sobre el modo de manejar una compañía. En realidad, manejarla era tarea suya; yo debía limitarme a mandar. Pero ella estaba creando en potencia una división entre «los buenos y los malos» al usar la cadena de comando para aislarse de quienes estaban a su cargo. Yo no tenía intenciones de ser tan reservado; pensaba fijar una hora por día para que cualquier soldado pudiera venir a mí con quejas o sugerencias, sin necesidad de solicitar permiso a sus otros superiores.

A ambos se nos había proporcionado la misma información durante las tres semanas pasadas en el tanque. Resultaba interesante que hubiéramos llegado a conclusiones tan diferentes con respecto al mando. Esa política de puertas abiertas, por ejemplo, había dado buenos resultados en los ejércitos modernos de Australia y América; además parecía especialmente adecuada a nuestra situación, donde todos permanecían encerrados durante meses y hasta años enteros. La habíamos empleado en la Sangre y Victoria, última nave estelar a la que yo fuera asignado, y pareció aliviar las tensiones.

Hilleboe parecía tranquila mientras pronunciaba esa arenga organizadora. Muy pronto les ordenaría prestar atención para presentarme. ¿De qué podía yo hablarles? Había pensado decir unas pocas palabras y explicar mi política de puertas abiertas; después les dejaría con la comodoro Antopol, que les hablaría de la Masaryk II. Pero sería mejor postergar la explicación mientras no hubiera mantenido una larga charla con Hilleboe; en realidad sería mejor que ella misma presentara esa política a los soldados, a fin de no dar la impresión de que estábamos en desacuerdo.

Mi oficial ejecutivo, el capitán Moore, vino en mi rescate. Apareció a toda prisa por una puerta lateral (vivía corriendo, como si fuera un meteorito gordinflón) y, tras saludarme bruscamente, me entregó el sobre que contenía nuestras órdenes de combate.

Mantuve una breve charla en voz baja con la comodoro; estuvimos de acuerdo en que no les haría ningún mal saber adonde íbamos, aunque los soldados sin rango no tenían obligación de enterarse. Pero si de algo no teníamos por qué preocuparnos en aquella guerra era de los agentes enemigos. Con una buena mano de pintura un taurino podía disfrazarse de hongo ambulante, pero sin duda despertaría sospechas.

Hilleboe ya estaba explicándoles mis excelencias como comandante; que yo había estado en la guerra desde el comienzo, y que si ellos tenían intenciones de sobrevivir harían bien en seguir mi ejemplo. No mencionó el hecho de que yo fuera tan sólo un soldado mediocre, con cierto talento para pasar desapercibido. Tampoco dijo que me había retirado del ejército a la primera oportunidad, para volver debido tan sólo a las intolerables condiciones de vida en la Tierra.

—Gracias, teniente —manifesté, al tomar su sitio en el estrado—. Descansen.

Desplegué la hoja que contenía nuestras órdenes y la sostuve en alto.

—Tengo algunas noticias buenas y algunas malas.

Lo que había pasado por un chiste cinco siglos atrás era ya tan sólo una afirmación corriente.

—He aquí nuestras órdenes de combate para la campaña Sade-138. La buena noticia es que probablemente no entremos en combate al menos en seguida. La mala, que actuaremos como blanco.

Ante aquello se agitaron un poco, pero nadie dijo palabra ni apartó los ojos de mí. Buena disciplina, o tal vez sólo fatalismo; yo no sabía si tenían una imagen muy realista de su futuro. Es decir, de su falta de futuro.

—Se nos ha ordenado hallar el mayor planeta portal que gire en torno al colapsar de Sade-138, para construir allí una base. Después deberemos permanecer en ella hasta que nos releven. Probablemente pasarán dos o tres años.

»Es casi seguro que en ese período nos atacarán. Como ustedes han de saber, el Comando de la Fuerza de Choque ha descubierto cierto esquema en los movimientos del enemigo, de colapsar a colapsar. Confían en que, tarde o temprano, será posible rastrear ese complejo esquema a través del tiempo y del espacio, hasta hallar el lugar de origen de los taurinos. Por el momento sólo podemos enviar fuerzas que les intercepten e impidan su expansión.

»Eso es, a grandes rasgos, lo que se nos ordena hacer. Seremos una de las muchas fuerzas de choque empleadas en esas maniobras de bloqueo en las fronteras del enemigo. Por mucho que insista sobre la importancia de esta misión, jamás será bastante; si la FENU logra evitar que el enemigo se expanda, tal vez consigamos envolverlo y ganar la guerra.

De ser posible, antes de que todos estuviéramos reducidos a cadáveres.

—Quiero dejar un punto bien claro: tal vez nos ataquen el mismo día en que lleguemos; tal vez ocupemos el planeta durante diez años sin dificultades.

(Las probabilidades eran más que escasas.)

—Pero, pase lo que pase, cada uno de nosotros debe mantenerse en el mejor estado posible para el combate. Mientras estemos en la nave llevaremos a cabo un programa regular de ejercicios gimnásticos y de revisión de adiestramiento, especialmente en lo que concierne a técnicas de construcción; debemos levantar la base y sus instalaciones defensivas en el menor tiempo posible.

(¡Dios, ya estaba hablando como los oficiales!)

—¿Alguna pregunta?

No las hubo. Entonces finalicé:

—Quiero presentarles a la comodoro Antopol. Adelante, comodoro.

Ésta no trató de ocultar su aburrimiento en tanto explicaba a todas aquellas lombrices de tierra las características y las comodidades de la Masaryk II. El programa de información del tanque me había enseñado ya la mayor parte de cuanto ella decía, pero sus últimas frases me llamaron la atención.

—Sade-138 será el colapsar más lejano alcanzado por el hombre. Ni siquiera está en la galaxia propiamente dicha, sino que forma parte de la Gran Nube Magallánica, a unos cincuenta años-luz de distancia. Nuestro viaje requerirá cuatro saltos colapsares y nos ocupará unos cuatro meses subjetivos. Las maniobras para la inserción colapsar nos habrán retrasado unos trescientos años con respecto al calendario de Puerta Estelar para cuando lleguemos a Sade-138.

Y habrían pasado otros setecientos años, si yo vivía tanto como para volver. Eso no haría mucha diferencia: Marygay ya había muerto, sin duda, y no había persona viviente que significara algo para mí.

—Tal como el mayor les ha dicho, estas cifras no les deben inducir a la desidia. El enemigo también se dirige hacia Sade-138; tal vez lleguemos el mismo día. Las matemáticas de la situación son complicadas, pero crean lo que les decimos: la carrera ha de ser difícil. Mayor, ¿quiere agregar algo más?

Empecé a levantarme, diciendo:

—Bueno…

Inmediatamente Hilleboe gritó:

—¡Atención!

Tenía que aprender a estar preparado para eso.

—Sólo quería decir que me gustaría hablar unos minutos con los oficiales superiores, desde el grado cuatro hacia arriba. Los sargentos de pelotón se encargarán de conducir las tropas a la zona de embarque 67, mañana por la mañana a las 0400. Hasta entonces quedan todos en libertad.

Invité a los cinco oficiales a mi salita y saqué una botella de verdadero coñac francés. Me había costado dos meses de sueldo, pero ¿qué otra cosa podía hacer con el dinero? ¿Invertirlo? Cuando serví las copas, Alserver, la doctora, rechazó la suya; en cambio partió una pequeña cápsula bajo su nariz y aspiró profundamente. Después trató sin mucho éxito de disimular su expresión de euforia.

—En primer lugar, vamos a un problema personal básico —dije, mientras servía la bebida—. ¿Están todos ustedes informados de que no soy homosexual?

Hubo un coro mezclado de «sí señor» y «no señor».

—¿No creen que esto va a… complicar mi situación como comandante entre los soldados?

—Señor, no creo… —empezó Moore.

—Aquí no hacen falta rangos —dije—: estamos en un círculo cerrado. Hace cinco años, en mi propio marco cronológico, yo era recluta. Cuando no haya soldados rasos presentes, pueden llamarme Mandella o William.

Tuve la sensación de que estaba cometiendo un error al decir eso, pero concluí:

—Sigue hablando.

—Bueno, William, tal vez hace cien años habría sido un problema. Ya sabes lo que pensaba la gente por entonces.

—En realidad no lo sé. Desde el siglo XXI en adelante no sé más que historia militar.

—¡Oh! bueno, era… ¿Cómo te diré? Eh, era…

Agitó las manos en el aire. Alserver terminó por él:

—Era un delito. Eso fue mientras el Consejo de Eugenesia trataba de convencer a la gente para que la homosexualidad fuera universal.

—¿Qué Consejo de Eugenesia?

—Es parte de la FENU. Solamente tiene autoridad en la Tierra.

Aspiró profundamente la cápsula vacía y prosiguió:

—Se trataba de evitar que la gente siguiera procreando bebés al modo biológico. Porque A) la gente mostraba una lamentable falta de juicio al elegir al compañero biológico, y B) el Consejo notaba que las diferencias raciales provocaban una división innecesaria en la humanidad. Con un control absoluto de los nacimientos se podría lograr que en pocas generaciones hubiera una sola raza.

No sabía que habían llegado tan lejos, pero parecía lógico.

—Y tú, como médico, ¿lo apruebas?

—Cómo médico no estoy segura.

Tomó otra cápsula del bolsillo y la hizo girar entre el pulgar y el índice, con la mirada perdida, o tal vez fija en algo que nadie veía.

—En cierto modo eso me facilita mucho el trabajo. Muchas enfermedades han dejado de existir. Pero creo que no saben tanto de genética como creen saber. No es una ciencia exacta; quizás están haciendo algo muy mal y el resultado no se note hasta dentro de muchos siglos.

Rompió la segunda cápsula bajo su nariz y aspiró dos veces seguidas.

—Sin embargo —aclaró—, como mujer estoy de acuerdo.

Hilleboe y Rusk asintieron vigorosamente.

—¿Porque así no debes pasar por el proceso del parto?

—En parte por eso —confirmó ella, bizqueando cómicamente al mirar la cápsula para aspirar por última vez—. Sin embargo es sobre todo por no verme obligada a… tener un hombre… dentro de mí. ¿Comprendes? Es desagradable.

—Si no has probado, Diana —observó Moore riendo—, no lo puedes…

—¡Oh, cállate! —exclamó ella, arrojándole juguetonamente la cápsula vacía.

—Pero es perfectamente natural —protesté.

—También lo es andar de árbol en árbol y cavar en busca de raíces con un palo romo. El progreso, mi querido mayor, el progreso.

—De cualquier modo —prosiguió Moore— sólo se consideró delito durante un breve período. Después pasó a ser… ejem… una…

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