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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (18 page)

BOOK: La guerra interminable
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Había otras dos personas en el vestíbulo, y como les oímos decir que irían a ver el «cerebro», las seguimos por un largo corredor que desembocaba en otra zona de observación, bastante pequeña comparada con la anterior, desde donde se veían las computadoras que mantenían a Ginebra en marcha. La única iluminación de aquel vestíbulo era la débil luz, fría y azulada, que provenía del cuarto inferior.

También el recinto de computación era pequeño en comparación con el otro: su tamaño era aproximadamente el de un campo de béisbol. Las máquinas eran cajas grises de diversos tamaños, sin rasgos distintivos, conectadas entre sí por un laberinto de túneles de vidrio en los que cabría un hombre, provistos de esclusas de aire a intervalos regulares. Era obvio que ese sistema permitía el acceso a un elemento por vez, en caso de reparaciones, mientras el resto del recinto permanecía a una temperatura cercana al cero absoluto para facilitar la superconductividad.

Aunque allí no existían la actividad nerviosa del cuarto de control ni el bullicio de la planta baja, el recinto de computación era aún más impresionante, a pesar de su inmovilidad: allí se percibía la presencia de vastos, desconocidos poderes bajo dominio; era un templo consagrado al orden, a la inteligencia. La otra pareja nos dijo que en ese piso no había otra cosa de interés, salvo salas de reuniones, oficinas y funcionarios atareados. Volvimos al ascensor para subir al segundo piso, donde estaba el centro comercial.

Allí nos fue muy útil el libro de mapas. Aquella zona contenía cientos de negocios y «mercados al aire libre», dispuestos en una formación rectangular; las aceras móviles comunicantes los separaban en bloques según su función. Marygay y yo nos dirigimos al paseo central, que resultó ser una caprichosa reconstrucción de cierta aldea medieval. Había en ella una iglesia barroca cuya cúpula, por ilusión holográfica, se extendía hasta los pisos tercero y cuarto; los murales de mosaico mostraban escenas religiosas primitivas y los adoquines formaban esquemas intrincados. Una fuente lanzaba agua por las bocas de unas monstruosas cabezas. Compramos un racimo de uvas en una verdulería al aire libre (la ilusión se quebró cuando tomó una tarjeta de calorías y selló mi libreta de raciones) y recorrimos las angostas aceras de ladrillo, que nos parecieron encantadoras. Me alegré de que la Tierra tuviera aún tiempo, recursos y energía para esa clase de cosas.

Allí se podía comprar una asombrosa variedad de objetos y servicios, pero, aunque disponíamos de dinero en abundancia, habíamos perdido ya el hábito de comprar cosas; por otra parte no sabíamos cuánto tiempo debía durarnos lo ganado. (En realidad la suma era grande, a pesar de lo dicho por el general Botsford. El padre de Rogers era, al parecer, un excelente abogado especialista en impuestos, y ella había hecho correr la voz de que sólo debíamos pagar por nuestro ingreso anual de promedio. Por mi parte, liquidé todo el asunto con 280.000 dólares.)

Nos saltamos el tercer piso, ocupado en su mayor parte por comunicaciones, porque ya lo habíamos recorrido el día anterior mientras nos dirigíamos a nuestras respectivas entrevistas. Sentí deseos de hablar con la persona que había recompuesto mis frases, pero Marygay me convenció de que sería totalmente inútil hacer eso.

La montaña artificial de Ginebra está escalonada como un pastel de bodas; la planta baja y los tres primeros pisos miden alrededor de un kilómetro de diámetro y unos trescientos metros de altura; los pisos siguientes, desde el cuarto hasta el trigésimo segundo, tienen la misma altura, pero la mitad de ese diámetro. Desde allí hasta el piso setenta y dos se eleva un cilindro de trescientos metros de diámetro por ciento veinte de altura.

El cuarto piso, al igual que el trigésimo tercero, está constituido por un parque con árboles, arroyos y animales pequeños. Las paredes son transparentes y permanecen abiertas cuando el tiempo es bueno; la «plataforma», es decir, el techo del tercer piso, está cultivada en la forma de un bosque espeso. Descansamos un rato junto a un estanque, mirando a los que nadaban y arrojando trocitos de uva a los pececillos.

Algo me estaba preocupando a nivel subliminal desde nuestra llegada a Ginebra. De pronto, al verme rodeado por tanta gente agradable, comprendí de qué se trataba.

—Marygay —observé—, aquí nadie es infeliz.

—¿Quién podría sentirse melancólico en un lugar como éste? —respondió ella, sonriendo—. Tantas flores y…

—No, no me refería a toda Ginebra. ¿Has visto a alguien que pareciera disconforme con el sistema de vida? ¿Quién…?

—Tu hermano.

—Sí, pero él también es forastero. Fíjate, en cambio, en los comerciantes, los trabajadores y la gente que nos rodea.

Ella pareció pensativa.

—No me había fijado —dijo—. Tal vez tengas razón.

—¿Y no te parece extraño?

—No es común, pero…

Arrojó un grano de uva entero al agua y los pececillos se dispersaron de inmediato.

—¿Recuerdas lo que dijo aquel sargento homosexual? —prosiguió—. Detectan y corrigen las tendencias antisociales a edad muy temprana. ¿Y qué persona racional no se sentiría feliz aquí?

—La mitad de estas personas carece de trabajo —bufé— y casi todos los demás realizan tareas artificiales de las que se podría prescindir o que podrían estar a cargo de máquinas.

—Pero no les faltan alimentos ni cosas en las que ocupar la mente. Hace veintiséis años no era así.

—Tal vez —repliqué, sin ganas de discutir—. Supongo que tienes razón.

De cualquier modo aquello me seguía preocupando.

9

Pasamos el resto de la jornada y el día siguiente en la sede de las Naciones Unidas (verdadera capital de mundo), que ocupaba todo el cilindro superior de Ginebra. Habríamos tardado semanas enteras en recorrerla por completo. ¡Diablos!, hacían falta siete u ocho días para visitar tan sólo el Museo de la Familia del Hombre. Cada país tenía un local propio donde se vendían artículos regionales y a veces también un restaurante donde se servían platos típicos. Aquello me alegró, pues temía que se hubiera perdido la identidad de cada país, dando origen a un mundo muy ordenado pero de escasa variedad.

Marygay y yo estudiamos un itinerario de viaje mientras recorríamos las Naciones Unidas. Decidimos volver a Estados Unidos y buscar una residencia para salir después en un viaje de dos semanas. Cuando pedí consejo a mamá sobre el modo de conseguir un apartamento, la noté extrañamente turbada, tal como había ocurrido con el sargento Siri. Pero dijo que se encargaría de ver lo que hubiera disponible en Washington, ya que emprendía el regreso al día siguiente; mi padre había tenido trabajo allí, y tras su muerte mamá no halló razones para mudarse.

Cuando interrogué a Mike sobre esa reticencia en cuestiones de alojamiento, me explicó que se trataba de resabios dejados por los años caóticos transcurridos entre los motines del hambre y la Reconstrucción. La falta de techo hizo que, aun en países anteriormente prósperos, una habitación debiera ser compartida por dos familias. Al fin intervinieron las Naciones Unidas; al principio lanzaron una campaña publicitaria; después implantaron un condicionamiento masivo, para reforzar la idea de que la virtud exigía vivir en un lugar tan reducido como fuera posible, afirmando que era pecado hasta el deseo de vivir solo o en un apartamento de muchas habitaciones. Además, no se hablaba de esos temas.

Mucha gente mantenía aún resabios de ese condicionamiento, aunque lo habían borrado hacía más de una década. En varios niveles sociales se consideraba todavía descortés, imperdonable o al menos bastante atrevido hablar de eso.

Mamá volvió a Washington; Mike, a la Luna. Marygay y yo pasamos en Ginebra un par de días más.

Bajamos del avión en Dulles y desde allí tomamos un monorriel hasta Rifton, la ciudad satélite donde vivía mamá. Su pequeñez resulta refrescante por comparación con la vasta Ginebra, aunque se hallaba extendida en un área mayor. Era una mezcla agradablemente diversa de distintos edificios; sólo un par de ellos contaban con muchos pisos. Todos estaban agrupados en torno a un lago y rodeados de árboles. Una acera móvil los conectaba con la mayor parte de las construcciones, una especie de cúpula donde estaban los comercios, escuelas y oficinas. Allí encontramos una guía que nos indicó la manera de llegar al domicilio de mamá: un doble piso sobre el lago.

En vez de emplear la acera móvil cubierta caminamos junto a ella, aspirando el aire frío que olía a hojas caídas. La gente que pasaba al otro lado del plástico ponía mucho cuidado en no mirar con fijeza.

Mamá no acudió a nuestra llamada, pero la puerta no estaba cerrada. Era un apartamento muy cómodo y espacioso, al menos para nosotros, que estábamos acostumbrados a las limitaciones de las naves espaciales; el abundante mobiliario databa del siglo XX. Al descubrir que mamá estaba dormida en su cuarto, Marygay y yo nos instalamos en la sala para leer un rato. De pronto nos sobresaltó un fuerte ataque de tos proveniente del dormitorio. Corrí hacia allí y llamé a la puerta.

—¿William? No sabía que…

Más toses.

—…Entra; no sabía que estabas…

La encontré incorporada en el lecho, con la luz encendida, rodeada de panaceas diversas. Estaba pálida, ojerosa y envejecida. Encendió un cigarrillo de marihuana que pareció calmarle la tos.

—¿Cuándo habéis llegado? No sabía que…

—Hace unos minutos. ¿Cuánto hace que tienes… que estás así?

—Oh, es sólo algún microbio que atrapé en Ginebra. Pasará en dos o tres días.

Cuando le volvió la tos vi que tomaba un liquido rojo y espeso de una botella que mostraba la etiqueta de los medicamentos patentados de venta libre.

—¿Te has hecho examinar por un médico?

—¿Médico? Cielos, no, Willy. No hay… No es serio, note…

—¿Que no es serio?

¡A los ochenta y cuatro años!

—¡Por el amor de Dios, mamá! —protesté mientras iba hacia la cocina para buscar el teléfono.

Con alguna dificultad logré comunicarme con el hospital. En el cubo se formó la imagen de una muchacha fea, de unos veinte años.

—Enfermera Donalson, servicios generales.

Exhibía una sonrisa inmutable de simpatía profesional, pero allí todo el mundo se pasaba el día sonriendo.

—Mi madre necesita atención médica. Tiene…

—Nombre y número, por favor.

—Bette Mandella.

Tras deletreárselo pregunté:

—¿De qué número se trata?

—Número de servicios médicos, naturalmente —respondió ella, sin dejar de sonreír.

Fui al dormitorio para preguntarle el número a mamá, pero dijo que no lo recordaba.

—No importa, señor; sin duda hallaré su registro.

Volvió la sonrisa hacia un tablero que tenía ante sí y marcó un código.

—Bette Mandella —repitió, mientras el gesto se le tornaba burlón—. ¿Y usted es hijo suyo? Ella debe de tener más de ochenta años.

—Por favor, se trata de un asunto complicado. Pero ella necesita un médico.

—¿Está bromeando?

—¿Cómo «bromeando»?

La tos proveniente del otro cuarto iba de mal en peor.

—Oiga —insistí—, esto puede ser grave, tiene que…

—Pero señor, la señora Mandella ingresó en la categoría de prioridad cero en 2010.

—¿Y eso qué diablos significa?

—¡Seeñor! —exclamó ella, ya endurecida la sonrisa.

—Oiga, supongamos que vengo de otro planeta. ¿Qué es esa categoría de prioridad cero?

—Otro… ¡Oh, ya lo reconozco!

Miró hacia la izquierda y llamó:

—Sonia, Sonia, ven un segundo. No te imaginas quién…

Otra cara acabó de llenar el cubo; era una rubia cuya sonrisa duplicaba exactamente la de la otra enfermera.

—¿Recuerdas que le vimos esta mañana en el estático?

—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Es uno de los soldados. ¡Vaya, esto es maravilloso, realmente maravilloso!

La cabeza se retiró.

—¡Oh, señor Mandella! —dijo la primera muchacha, efusivamente—. Ahora me explico por qué estaba tan confundido. En realidad es muy simple.

—¿De qué se trata?

—Es parte del Sistema de Servicio Médico Universal. Todo el mundo entra en esa categoría al cumplir los setenta años; el registro se hace automáticamente en Ginebra.

—¿Y qué significa eso?

Pero la fea verdad estaba a la vista.

—Bueno, indica la importancia de una persona y qué tipo de tratamiento le corresponde. Quienes están en la categoría tres tienen los mismos derechos que todo el mundo; la clase dos merece además cierta prolongación de la vida…

—Y la clase cero no recibe ninguna clase de tratamiento.

—Exacto, señor Mandella.

En su sonrisa no había siquiera un destello de comprensión o de pena.

—Gracias.

Corté la comunicación. Marygay, de pie detrás de mí, lloraba silenciosamente con la boca abierta.

En un negocio de artículos para deportes adquirí oxígeno para alpinista; también conseguí algunos antibióticos en el mercado negro, por medio de cierto personaje al que conocí en un bar de Washington. Pero el estado de mamá ya no respondía a un tratamiento de aficionados. Vivió cuatro días más. Los del crematorio exhibían la misma sonrisa estereotipada.

Traté de comunicarme telefónicamente con Mike, pero la compañía no me permitió efectuar la llamada mientras no hube firmado un contrato y enviado un giro por veinticinco mil dólares. Tuve que conseguir una transferencia de fondos desde Ginebra y los trámites me ocuparon todo un día. Cuando al fin pude hablar con él le dije, sin más preámbulos:

—Mamá ha muerto.

Las ondas de radio tardaron una fracción de segundo en llegar a la Luna y otra fracción en volver. Mi hermano hizo un gesto de sorpresa, pero en seguida asintió lentamente:

—No me extraña. Hace diez años que me pregunto si la encontraré con vida cada vez que bajo a la Tierra. Ninguno de los dos tenía dinero suficiente como para que pudiéramos ponernos en contacto con frecuencia.

Ya en Ginebra nos había dicho que el franqueo de una carta, de la Luna a la Tierra, costaba cien dólares… más cinco mil de impuestos. Eso favorecía muy poco las comunicaciones con quienes las Naciones Unidas consideraban un grupo de anarquistas, por desgracia indispensables.

Nos lamentamos juntos durante un rato. Al final Mike dijo:

—Willy, la Tierra no es lugar adecuado para ti y Marygay; a esta altura ya os habréis dado cuenta.

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