Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
Nos amarraron en el interior de seis naves exploradoras (un pelotón de doce en cada una) y nos alejamos de la Esperanza a ocho gravedades. Cada nave debía seguir su propio sendero hacia el punto de cita, a 108 klims de la base. Al mismo tiempo se lanzaron catorce naves teledirigidas para confundir al sistema detector aéreo del enemigo.
El descenso fue casi perfecto, aunque una de las naves sufrió daños menores al desprenderse parte del material ablativo lateral en una maniobra casi fallida; de cualquier modo quedó en condiciones de cumplir con la misión y regresar, siempre que no aumentara mucho la velocidad mientras estuviera en la atmósfera.
Avanzamos en zigzag hasta reunimos con la primera nave en el lugar indicado. La única dificultad consistía en que ese lugar estaba bajo cuatro kilómetros de agua. Casi era posible oír los chirridos del motor que, a 140.000 kilómetros de distancia, agregaba a sus engranajes mentales la nueva información. Procedimos exactamente como si se tratara de un descenso en suelo firme: cohetes de frenado, caída, desplazamiento, golpe en el agua, desplazamiento, golpe y desplazamiento, nuevo golpe y finalmente inmersión.
Habría sido más práctico seguir de largo hasta aterrizar en el fondo (después de todo la nave tenía diseño aerodinámico y el agua no es sino otro fluido), pero el casco no era lo bastante fuerte como para sostener una columna líquida de cuatro kilómetros. En nuestro vehículo venía el sargento Cortez.
—¡Sargento, ordene a esa computadora que haga algo! ¡Nos vamos a…!
—¡Oh, cállese, Mandella! Confíe en el señor.
La palabra «Señor», en labios de Cortez, iba decididamente con minúscula.
Se produjo un fuerte suspiro burbujeante, seguido por otro: sentí aumentar un poco la presión sobre mi espalda, lo cual significaba que la nave estaba ascendiendo.
—¿Bolsas de flotabilidad?
Cortez no se dignó responder o no supo hacerlo. Se trataba de las bolsas, en efecto. Nos elevamos hasta unos diez o quince metros por debajo de la superficie y allí nos mantuvimos suspendidos. Por las ventanillas se veía relucir la superficie del agua como un espejo de plata pulida; me pregunté qué sentirían los peces al tener un techo tan definido sobre la cabeza.
Otra nave descendió con un gran chapoteo, levantando una gran nube de burbujas y turbulencias antes de caer, con la cola algo hacia abajo; cuando hubo alcanzado cierta profundidad, grandes bolsas se inflaron súbitamente bajo cada ala triangular. Entonces ascendió hasta nuestra misma altura y se detuvo allí.
—Aquí el capitán Stott. Escuchen con atención: a unos veintiocho klims de la posición en que están, en dirección al enemigo, hay una playa. Avanzarán hasta allí con las naves exploradoras; desde ese punto combinarán el asalto contra las posiciones taurinas.
Bien, ya era algo; al menos caminaríamos tan sólo ochenta klims.
Desinflamos las bolsas y salimos a la superficie para avanzar hacia la playa en formación abierta, a poca velocidad. El trayecto nos exigió varios minutos. Al detenerse la nave percibí el zumbar de las bombas que igualaban la presión de la cabina con la del exterior. Antes de que se detuviera por completo se abrió junto a mi litera la abertura de salida. Me filtré por ella e hice pie sobre el ala del vehículo; desde allí salté a tierra. Disponía de diez segundos para hallar refugio; avancé a brincos sobre la grava suelta hacia la «hilera de árboles», unas pocas matas retorcidas de arbustos altos y escasos, de color verde azulado. Los vehículos teledirigidos que aún quedaban se elevaron lentamente hasta una altura de unos cien metros, para abrirse en seguida en todas direcciones con un rugido capaz de quebrar huesos. Las naves auténticas retrocedieron lentamente hacia el fondo. Tal vez fuera una buena idea.
No era aquél un mundo muy atractivo, pero sin duda resultaría más sencillo andar por allí que por el planeta de pesadilla criogénica en el que nos habían adiestrado. El cielo era un resplandor plateado, descolorido y uniforme; se confundía tan perfectamente con las nieblas del océano que resultaba imposible determinar los límites entre agua y aire. Pequeñas ondulaciones lamían la costa de pedregullo negro, con una gracia demasiado lenta, debido a que la gravedad equivalía a las tres cuartas partes de la terrestre. Aun desde una distancia de cincuenta metros se percibía nítidamente el fuerte repiqueteo de los innumerables guijarros.
La temperatura del aire era de 79 grados centígrados, insuficiente para hacer hervir el mar, aunque la presión era baja comparada con la terrestre. Allí donde el agua tocaba la tierra se elevaban rápidas volutas de vapor. ¿Cuánto tiempo podría vivir allí un hombre sin la protección del traje? ¿Moriría primero a causa del calor o de la baja proporción de oxígeno, puesto que la presión parcial era equivalente a un octavo de la terrestre? Tal vez existiera algún mortífero microorganismo más rápido aún que esos dos factores.
—Aquí Cortez. Que todo el mundo se acerque.
Estaba de pie sobre la playa, a mi izquierda, y agitaba la mano en círculos sobre la cabeza. Me acerqué a él, caminando entre los arbustos quebradizos, frágiles, paradójicamente marchitos a pesar del vapor. Como protección no nos sería de gran utilidad.
—Avanzaremos con una inclinación al este de 05 radianes con respecto al norte. Quiero que el pelotón uno tome la delantera. El dos y el tres lo seguirán a unos veinte metros de distancia, a derecha e izquierda. El pelotón comando siete irá en el medio, a veinte metros del dos y el tres. Los pelotones cinco y seis cerrarán la retaguardia en semicírculo. ¿Todos enterados?
Por supuesto; habríamos sido capaces de hacer esa maniobra en «punta de flecha» hasta con los ojos cerrados.
—Bueno, vamos.
Yo estaba en el pelotón siete, el «grupo de comando». El capitán Stott no me había puesto allí para dar órdenes, sino debido a mis conocimientos de física. El grupo de comando solía ser el que menos riesgos corría, pues le protegían seis pelotones; lo constituían aquellas personas que, por razones tácticas, eran algo más necesarias que el resto. Allí estaba Cortez, para dar las órdenes; Chávez, encargado de arreglar cualquier avería en los trajes; Doc Wilson, el médico, el único realmente diplomado en medicina; y Theodopolis, el ingeniero en radio y enlace con el capitán, que había preferido permanecer en órbita.
El resto de los que habíamos sido asignados al grupo de comando poseíamos alguna aptitud o conocimiento especial que, normalmente, nadie habría considerado de interés táctico; pero en el primer enfrentamiento con un enemigo desconocido no había modo de saber qué podía resultar de importancia. Por lo tanto allí estaba yo, lo más parecido a un físico que había en la compañía. Y Rogers, biólogo; Tate, químico y capaz de un ciento por ciento de aciertos en el test Rhine de percepciones extra-sensoriales; Bohrs, políglota, que hablaba con fluidez veintiún idiomas. El talento de Petrov consistía en no tener siquiera una molécula de xenofobia en su psique. Keating era un acróbata habilísimo. Debby Hollister, alias «Suerte», poseía una notable capacidad para ganar dinero y también una percepción Rhine bastante superior a la normal.
Al iniciar la marcha lo hicimos con los trajes ajustados al camuflaje de jungla. Sin embargo, las selvas de aquellos anémicos trópicos eran tan raquíticas que parecíamos una banda de conspicuos arlequines de paseo por los bosques. Cortez nos hizo pasar a negro, pero resultó igualmente erróneo, pues la luz de Epsilón provenía de todos los puntos del cielo de un modo regular, con lo cual las únicas sombras eran las nuestras. Al fin nos decidimos por el camuflaje pálido del desierto.
A medida que avanzábamos hacia el norte, alejándonos del mar, la naturaleza de aquellos parajes fue cambiando lentamente. Los tallos espinosos (quizá se les pueda considerar como árboles) raleaban más aún, pero eran mayores; bajo cada uno de ellos, una masa de viñas enredadas, del mismo tono verde azulado, se estiraba en un cono aplanado de diez metros de diámetro. La copa de cada árbol lucía una delicada flor verde del tamaño de un melón.
A unos cinco klims del mar empezamos a ver hierba. Como si respetara los «derechos de propiedad» de los árboles, ésta dejaba una zona desnuda en torno a cada cono de enredaderas, en cuyos bordes brotaba imitando una tímida barba verde azulado; más allá iba aumentando en altura y grosor, hasta llegarnos a los hombros en algunos lugares, allí donde la separación entre un árbol y otro era mayor que la habitual. Su tono era más claro y verdoso que el de los árboles y las enredaderas, por lo que cambiamos el color de nuestros trajes al verde brillante que habíamos empleado en Charon para máxima visibilidad. Si nos manteníamos entre las hierbas más tupidas nuestra presencia quedaba bastante disimulada.
Cubríamos más de veinte klims por día; tras haber pasado meses completos bajo dos gravedades nos sentíamos ligeros como plumas. En las dos primeras jornadas la única forma de vida animal con la que tropezamos fue una especie de oruga negra, del tamaño de un dedo, con cientos de patas ciliares semejantes a las cerdas de un cepillo. Rogers dijo que debía haber alguna criatura de mayor tamaño, pues de otro modo los árboles no tendrían espinas. Todos prestábamos atención, no sólo contra el peligro de los taurinos, sino también contra el de esas criaturas sin identificar.
El segundo pelotón, el de Potter, llevaba la delantera; a ella le estaban reservadas todas las sorpresas, pues por lógica sería su grupo el que detectaría en primer término cualquier eventualidad.
—Sargento, aquí Potter —oímos todos—. Hay movimiento delante de nosotros.
—¡Cuerpo a tierra, entonces!
—Así estamos. No creo que nos hayan visto.
—Primer pelotón, avanzar hasta la derecha de la delantera. Cuerpo a tierra. El cuarto, avanzar hacia la izquierda. Avisar cuando lleguen a las posiciones indicadas. Sexto pelotón, mantenerse atrás y cuidar la retaguardia. Quinto y tercero, cerrarse con el grupo de comando.
Veinticuatro personas surgieron con un susurro de entre la hierba para unirse a nosotros. Cortez pareció recibir noticias del cuarto pelotón, pues dijo:
—Bien. ¿Y ustedes, los del primero?… Bien, de acuerdo. ¿Cuántos hay allí?
—Ocho a la vista —respondió la voz de Potter.
—Bueno. Cuando yo lo ordene, abran fuego. Disparen a matar.
—Sargento…, son sólo animales.
—Potter, si usted sabía cómo eran los taurinos debió decírnoslo. Disparen a matar.
—Pero tendríamos que…
—Tendríamos que capturar un prisionero, pero no hay por qué escoltarle a lo largo de cuarenta klims hasta su base y además vigilarle mientras combatimos. ¿Está claro?
—Sí, sargento.
—De acuerdo. Los del siete, todos los genios y los bichos raros, nos adelantaremos para observar. Quinto y tercero, acompáñennos y cúbrannos.
Nos arrastramos por entre la hierba, que allí alcanzaba un metro de altura, hasta donde estaba el segundo pelotón, extendido en una línea de fuego.
—No veo nada —dijo Cortez.
—Allá adelante, hacia la izquierda. Verde oscuro.
Eran apenas más oscuros que la hierba, pero una vez que se distinguía el primero era fácil verlos a todos; se movían lentamente, a unos treinta metros delante de nosotros.
—¡Fuego!
Cortez disparó el primero. En seguida, doce líneas de color carmesí saltaron hacia delante y la gente que cavó un agujero grande como un puño en medio de aquel cuerpo murió, como los otros, sin un solo gemido.
Eran más bajos que un ser humano, pero más corpulentos en la zona media. Estaban cubiertos por un pelaje de color verde oscuro, casi negro, que se enroscaba en rizos blancos allí donde habían recibido el impacto del láser. Parecían tener tres patas y un solo brazo. El único adorno de aquellas cabezas lanudas era una boca húmeda, un negro orificio lleno de dientes negros y planos. Resultaban enteramente repulsivos, pero lo peor no era la diferencia con respecto a los seres humanos, sino cierta semejanza: dondequiera que el láser había socavado el cuerpo brotaban glóbulos venosos y serpentinas orgánicas; los coágulos de sangre eran rojos y oscuros.
—Rogers, venga a echar un vistazo. ¿Son taurinos o no?
Rogers se arrodilló ante una de aquellas criaturas despedazadas y abrió una caja plástica aplanada, llena de relucientes instrumentos de disección. Entre ellos escogió un escalpelo.
—Hay una forma de averiguarlo.
Doc Wilson la miró cortar metódicamente la membrana que cubría diversos órganos.
—Aquí está.
Tenía entre los dedos una masa negra y fibrosa que, por comparación ante tanta armadura, parecía absurdamente delicada.
—¿Y?
—Es hierba, sargento. Si los taurinos pueden comer esta hierba y respirar este aire, se diría que han hallado un planeta notablemente similar al suyo propio.
Y agregó, arrojando a un lado los residuos:
—Son animales, sargento; sólo jodidos animales.
—No estoy seguro —dijo Doc Wilson—. Que caminen a cuatro patas, o a tres, y que coman hierba, no significa que…
—Bien, veamos el cerebro.
Buscó un ejemplar que hubiera recibido el impacto en el cerebro y raspó la materia carbonizada de la herida.
—Vean esto.
Era casi todo hueso macizo. Eligió otro ejemplar y quitó el pelo que le cubría la cabeza. Después se levantó.
—¿Qué diablos usa como sentidos? No tiene ojos, ni orejas, ni… No hay nada en esa maldita cabeza, aparte de una boca y de diez centímetros de cráneo que no protegen una mierda.
—Si pudiera encogerme de hombros, lo haría —dijo el doctor—. Eso no prueba nada. No es obligatorio que el cerebro parezca una nuez blanda; tampoco tiene por qué estar siempre en la cabeza. Tal vez ese cráneo no sea hueso, sino el cerebro, en alguna red cristalizada…
—Sí, pero el jodido estómago está en el lugar correspondiente, y si ésos no son intestinos me como el…
—Oigan —dijo Cortez—, ya sé que son intestinos, pero lo que necesitamos saber es si este bicho es peligroso o no para seguir adelante. No disponemos de…
—No son peligrosos —empezó Rogers—. No tienen…
—¡Un médico! ¡Doc!
En la línea de fuego alguien estaba agitando los brazos. Doc se lanzó hacia allí, con todos nosotros tras él.
—¿Qué pasa? —preguntó al llegar, mientras abría el maletín.
—Es Ho. Está desmayada.
Doc abrió rápidamente la portezuela de los biomonitores médicos de Ho. No le hizo falta investigar mucho.