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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (4 page)

BOOK: La guerra interminable
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—Es que esa materia tiene cristales hidratados; se calienta demasiado aprisa y podría fracturarse. Y en ese caso no podríamos hacer otra cosa que dejarla allí, muchacha, muerta y ensangrentada.

—Sí, de acuerdo, uno punto dos, dispersión cuatro.

El borde interior del cráter centelleó con el resplandor rojo del rayo láser.

—Cuando haya profundizado medio metro, más o menos, súbalo a dispersión dos.

—De acuerdo.

Tardó exactamente diecisiete minutos, tres de ellos con dispersión dos. Era fácil imaginarse lo cansado que tendría el brazo con que disparaba.

—Ahora descanse unos minutos. Cuando el fondo del pozo deje de centellear, prepare la carga y déjela caer. Después salga caminando, ¿entiende? Tiene tiempo de sobra.

—Comprendo, sargento. Caminando.

Parecía bastante nerviosa, pero se justificaba; no es algo muy habitual eso de apartarse de puntillas, dejando atrás una bomba de veinte microtones. Durante varios minutos no se oyó más que su respiración.

—Aquí va.

Hubo un leve ruido deslizante, causado por la bomba al resbalar hacia el fondo.

—Ahora, despacio y con calma. Tiene cinco minutos.

—Sí… sí, cinco.

Sus pasos se oyeron lentos y regulares; después, a medida que iba trepando por la pared del cráter, perdieron algo de regularidad para tornarse un poco frenéticos. Y cuando sólo quedaban cuatro minutos…

—¡Mierda!

Un fuerte ruido, como si algo rascara la roca; golpes y choques.

—¡Mierda, mierda!

—¿Qué pasa, recluta?

—¡Oh, mierda!

Silencio. Después otra vez:

—¡Mierda!

—Recluta, si no quiere recibir un disparo, ¡dígame ahora mismo qué es lo que pasa!

—Me… mierda, me he quedado trabada. Estas jodidas rocas que resbalan… ¡Mierda, haga algo! No me puedo mover, mierda, no me puedo mover. Yo… yo…

—¡Cállese! ¿Hasta dónde está atrapada?

—No puedo mover las… mierda… las piernas. ¡Ayúdeme!

—¡Pues use los brazos, carajo! ¡Empújese! Puede mover una tonelada con cada mano.

Tres minutos. La muchacha dejó de maldecir y empezó a murmurar algo, probablemente en ruso, con voz monótona. Estaba jadeando. La radio transmitía el estruendo de las rocas desprendidas.

—Estoy libre.

Dos minutos.

—Salga con tanta rapidez como pueda —indicó Cortez con voz indiferente.

Faltaban noventa segundos cuando la vimos aparecer, arrastrándose por encima del borde del cráter.

—Corra, muchacha, será mejor que corra.

Ella obedeció, pero a los cinco o seis pasos cayó al suelo; tras resbalar unos cuantos metros volvió a levantarse y echó nuevamente a correr. Nueva caída. Se levantó otra vez…

Parecía alejarse con bastante rapidez, pero sólo se había alejado unos treinta metros cuando Cortez ordenó:

—Bien, Bovanovitch, échese a tierra y quédese quieta.

Faltaban diez segundos; ella no oyó o prefirió alejarse un poco más. Siguió corriendo a grandes saltos desordenados. En mitad de uno de ellos la sorprendieron el relámpago y el trueno. Un objeto grande la golpeó bajo el cuello. El cuerpo descabezado salió girando hacia el espacio y dejó tras de sí una espiral roja y negra de sangre rápidamente congelada. Aquello cayó grácilmente al suelo en un sendero de polvo cristalino que nadie osó perturbar.

Aquella noche Cortez no vino a darnos ningún sermón; ni siquiera apareció a la hora de la cena. Todos nos mostramos mutuamente corteses y nadie tuvo miedo de hablar sobre el asunto.

Me acosté con Rogers (todo el mundo se acostó con algún buen amigo), pero ella sólo quería llorar; lloró tanto y con tanta pena que acabó por contagiarme.

7

—Equipo de fuego A… ¡Adelante!

Los doce avanzamos en línea irregular hacia el refugio simulado. Estaba a un kilómetro de distancia, tras una pista de obstáculos cuidadosamente preparados. Habían retirado todo el hielo, cosa que nos permitía avanzar con bastante celeridad, pero nuestros diez días de experiencia sólo nos permitían un paso largo y cómodo.

Yo llevaba un lanzador de granadas cargado con proyectiles de diez microtones para práctica. Todos teníamos el láser digital graduado en NOS DI, lo que equivalía apenas a un relámpago. Se trataba de un ataque simulado; el refugio y el robot que lo defendían costaban demasiado como para usarlos una sola vez.

—Equipo B, síganlos. Jefes de equipo, háganse cargo.

Nos aproximamos a un grupo de cantos rodados cercanos a la señal que indicaba la mitad del camino. Potter, la jefe de mi equipo, ordenó:

—Detenerse y cubrirse.

Todos nos arracimamos tras las rocas y aguardamos al equipo B.

Los doce hombres y mujeres que nos seguían se nos acercaron en un susurro. En cuanto estuvieron fuera de peligro avanzaron hacia la izquierda, desapareciendo de la vista.

—¡Fuego!

Rojos círculos de luz bailaron a medio klim de distancia, allí donde el refugio se hacía visible. El límite de práctica para esas granadas era de quinientos metros, pero por si la suerte me ayudaba puse el lanzador en línea con la imagen del refugio, lo gradué en un ángulo de cuarenta y cinco grados y arrojé tres.

Desde el refugio respondieron al fuego aun antes de que llegaran mis granadas. Sus láseres automáticos no eran más poderosos que los nuestros, pero un golpe directo podía desactivar el conversor de imágenes y uno quedaba ciego. Disparaban al azar, sin siquiera acercarse a los cantos rodados que nos servían de protección.

Tres fuertes luces de magnesio parpadearon simultáneamente a unos treinta metros del refugio.

—¡Mandella! ¡Se supone que tienes un poco de puntería!

—¡Caray, Potter, disparan sólo a medio klim! Cuando nos acerquemos un poco más los pondré bien en el medio.

—Sí, sí, te creo.

No respondía. Algún día ella dejaría de ser jefe de equipo. Además no era mala persona, pero el poder se le había subido a la cabeza. Puesto que el lanzador de granadas es ayudante del jefe del equipo, yo estaba esclavizado a la radio de Potter y oía todas sus conversaciones con el equipo B.

—Potter, aquí Freeman. ¿Hay pérdidas?

—Aquí Potter. No, parece que el fuego se concentra sobre vosotros.

—Sí, tenernos tres bajas. En este momento estamos en una depresión a unos cien metros de vosotros. Podemos cubrir cuando estéis preparados.

—De acuerdo, empezad.

Se oyó un suave chasquido; en seguida ella ordenó.

—Equipo A, síganme.

Salió deslizándose desde su escondrijo tras la roca y encendió el leve rayo rosado que llevaba sobre su equipo energético. También yo encendí el mío y corrí de lado tras ella; el resto del equipo se abrió en abanico, en una especie de cuña. Nadie disparó mientras el equipo B nos cubría.

A mis oídos llegaba sólo la respiración de Potter y el suave crunch-crunch de mis botas. Como veía muy poco, subí el conversor de imágenes a una intensidad logarítmica de dos. Eso borroneó un poco la imagen, pero le dio más brillo. Al parecer, el refugio mantenía al equipo B bastante ocupado. Éste devolvía los disparos con rayos láser, exclusivamente; sin duda habían perdido el lanzador de granadas.

—Potter, aquí Mandella. ¿No deberíamos desviar un poco el ataque del equipo B?

—Sí, en cuanto podamos cubrirnos. ¿Te parece bien, recluta?

La habían ascendido a cabo mientras durara el ejercicio.

Nos desviamos hacia la derecha para cobijarnos tras una laja. Casi todos los demás encontraron refugio, pero unos cuantos tuvieron que echarse de bruces contra el suelo.

—Freeman, aquí Potter.

—Potter, aquí Smithy. Freeman está fuera de combate y Samuels también. Quedamos sólo cinco. Cubridnos un poco para que podamos…

—De acuerdo, Smithy.

Otro chasquido.

—Fuego el equipo A. Los del B están en apuros.

Eché una mirada por encima del borde de la roca. Mi detector de posiciones indicaba que el refugio estaba a unos trescientos cincuenta metros, bastante lejos aún. Apunté un poquito más arriba y lancé tres granadas; en seguida bajé un par de grados y arrojé otras tres. Las primeras fallaron en unos veinte metros, pero la segunda carga estalló precisamente delante del refugio. Tratando de mantener el mismo ángulo disparé otras quince, todas las que me quedaban.

Debía haberme agachado tras la roca para volver a cargar, pero quería ver dónde caían las quince granadas, de modo que no perdía de vista el refugio en tanto retrocedía para buscar otra carga. Cuando el rayo láser dio contra mi conversor de imágenes percibí un resplandor rojo tan intenso que pareció perforarme los ojos y rebotar en el cráneo. En una fracción de segundo el conversor, ya sobrecargado, quedó ciego; sin embargo, aquella imagen siguió torturándome la vista por varios minutos.

Puesto que yo estaba oficialmente muerto, mi radio se desconectó de inmediato; no me quedaba sino permanecer en mi sitio hasta que aquel remedo de batalla hubiese terminado.

El tiempo se me hizo muy largo; no tenía más datos sensoriales que el tacto de mi propia piel (y dolía allí donde el conversor de imágenes había centelleado) y un constante zumbido en los oídos. Al fin un casco golpeó contra el mío.

—¿Estás bien, Mandella? —preguntó la voz de Potter.

—Disculpa, hace diez minutos que he muerto de aburrimiento.

—Levántate y agárrate a mi mano.

Así lo hice, y ambos avanzamos arrastrando los pies hasta el alojamiento. Probablemente tardamos más de una hora. Ella no volvió a hablar durante todo el camino de regreso (la forma de comunicarse resulta bastante extraña), pero una vez que hubimos pasado la esclusa de aire y calentado los trajes me ayudó a desvestirme. Me preparé para recibir una buena azotaina verbal, pero en cuanto el traje se abrió, antes de que mis ojos se acostumbraran a la luz, ella me echó los brazos al cuello y me plantó un beso húmedo en la boca.

—Buen tiro, Mandella.

—¿Eh?

—¿No viste? Claro que no. El último disparo, antes de que te alcanzaran, hizo blanco: cuatro estallidos directos. El refugio decidió que estaba vencido y no tuvimos más que caminar el resto del trayecto.

—¡Qué bien!

Me rasqué la cara bajo los ojos, desprendiendo un poco de piel seca. Ella soltó una risita.

—¡Si te vieras! Pareces…

—Todo el personal debe presentarse en la zona de asambleas.

Era la voz del capitán. Eso indicaba malas noticias. Potter me alcanzó una túnica y un par de sandalias.

—Vamos.

La zona de asambleas y sala comedor estaba al otro lado del pasillo. Ante la puerta había una hilera de botones correspondientes al registro. Mientras oprimía el que llevaba mi nombre noté que sólo cuatro de ellos estaban cubiertos con cinta negra. Sólo cuatro: eso significaba que durante las maniobras no se habían producido bajas.

El capitán estaba sentado en la plataforma; eso quería decir que, cuanto menos, no nos veríamos obligados a pasar por el absurdo rito de «Atención». La sala se llenó en menos de un minuto. Una suave campana indicó que la lista estaba completa.

—Hoy se han portado bastante bien —dijo el capitán Stott, sin levantarse—. No murió nadie, aunque yo había calculado alguna baja. En ese aspecto ustedes han sobrepasado mis expectativas, pero por lo demás el trabajo de hoy ha sido muy pobre. Me alegra que sepan cuidarse, pues cada uno de ustedes representa una inversión de un millón de dólares y un cuarto de vida humana. Pero en esta batalla simulada, contra un enemigo robótico muy estúpido, hubo treinta y siete soldados que lograron caer bajo el láser enemigo y morir en forma simulada. Puesto que los muertos no comen, esas personas no tendrán comida durante los próximos tres días. Cada uno de los soldados caídos en esta batalla recibirá solamente dos litros de agua y una ración de vitaminas por día.

Nos cuidamos muy bien de gruñir o algo por el estilo, pero hubo expresiones bastante disgustadas, sobre todo en aquellas caras que exhibían cejas chamuscadas y rectángulos rojizos en torno a los ojos.

—Mandella.

—Sí, señor.

—Usted es el más quemado de las bajas. ¿Tenía el conversor de imágenes graduado en normal?

¡Oh, mierda!

—No, señor. Intensidad logarítmica dos.

—Aja. ¿Quién era el jefe de su grupo durante los ejercicios?

—La cabo interina Potter, señor.

—Recluta Potter, ¿le ordenó usted intensificar la imagen?

—Yo, señor… no recuerdo.

—¿No? Bien, como ejercicio mnemotécnico puede contarse entre las bajas. ¿Le parece bien?

—Sí, señor.

—De acuerdo. Los muertos comerán por última vez esta noche y no tendrán raciones a partir de mañana. ¿Alguna pregunta?

Seguramente bromeaba.

—Bien. Rompan filas.

Elegí los alimentos que parecían más ricos en calorías y llevé mi bandeja hasta donde estaba Potter.

—Fue una quijotesca tontería —le dije—, pero gracias.

—De nada. De cualquier modo quería perder unos kilos que me sobran.

No parecía tener ninguno de más, en mi opinión.

—Para eso conozco un buen ejercicio.

Ella sonrió sin levantar la vista de su bandeja.

—¿Te has comprometido con alguien para esta noche?

—Estaba medio decidida a invitar a Jeff…

—En ese caso será mejor que te des prisa. Se está entusiasmando con Maejima.

Bueno, era bastante cierto. A todo el mundo le pasaba lo mismo.

—No sé. Quizá convendría reservar las fuerzas. Ese tercer día…

—Vamos —insistí, rascándole ligeramente el dorso de la mano con una uña—. No nos hemos acostado desde que salimos de Missouri. Es posible que hayamos aprendido algo nuevo.

—Tú, tal vez —observó ella, inclinando la cabeza para mirarme con picardía—. Bien, de acuerdo.

En realidad era ella quien había aprendido un truco nuevo; le llamaba «el sacacorchos francés». No quiso decirme quién se lo había enseñado; pero consideré que el tipo merecía mis felicitaciones.

8

Las dos semanas de adiestramiento en torno a la base Miami nos costaron al fin y al cabo once vidas. Doce, si contamos a Dahlquist. Creo que verse obligado a pasar el resto de la vida en Charon, con una mano y ambas piernas amputadas, es algo muy parecido a la muerte.

Foster murió aplastado por un alud de tierra; Freeland sufrió un desperfecto en el traje que le congeló antes de que pudiéramos llevarle adentro. Los otros fiambres, en su mayoría, eran gente que yo no conocía muy bien, pero de todos modos la pérdida dolía. Y cada una aumentaba nuestro miedo en vez de reforzar nuestra cautela.

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