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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (9 page)

BOOK: La guerra interminable
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—Aquí Potter. ¿No es posible hacerlo desde arriba?

—Claro que es posible. Y después nos rodearían por completo y nos harían pedazos. Tomaremos los edificios. Después… El resto habrá que pensarlo sobre la marcha. El reconocimiento aéreo nos permite adivinar la función de uno o dos edificios, nada más… y eso da mala espina. Podríamos perder mucho tiempo en destruir algo así como el bar de los soldados y dejar intacta alguna enorme computadora logística, sólo porque ésta parece un depósito de desperdicios, por ejemplo.

—Aquí Mandella —dije—. ¿No hay alguna especie de espaciopuerto? Me parece que deberíamos…

—¡A eso iba, caramba! El campamento está rodeado por un círculo de cabañas como éstas; tendremos que abrimos paso de algún modo. Por este lugar estaríamos más cerca y correríamos menos riesgos de revelar nuestra posición antes del ataque. Allí no hay nada que se parezca a un arma. Pero eso no significa nada; cualquiera de esas cabañas puede ocultar un láser bevawatt. Ahora bien, a quinientos metros de las cabañas, en el centro de la base, hay una gran estructura en forma de flor.

Cortez dibujó una gran forma simétrica que parecía el contorno de una flor de siete pétalos.

—No pregunten qué diablos es esa inmensa estructura, porque yo sé tanto como ustedes. De cualquier modo, como hay una sola es preciso dañarla lo menos posible. Eso no impide que la reduzcamos a astillas si me parece que es peligrosa. En cuanto a su espaciopuerto, Mandella, no lo hay. Nada. Probablemente ese crucero que derribó la Esperanza había sido dejado en órbita, tal como nosotros hicimos con el nuestro. Si tienen naves exploradoras, proyectiles teledirigidos o algo que se les parezca, no están aquí o los guardan bien escondidos.

—Aquí Bohrs. Si las cosas son así, ¿con qué nos atacaron cuando bajábamos de la órbita?

—Me gustaría saberlo, recluta. Como es obvio, no contamos con ningún medio para calcular el número del enemigo. En las fotos de reconocimiento no se ve un solo taurino en los terrenos de la base. De cualquier modo, ese dato no tiene valor, pues este medio es extraño para ellos. Sin embargo, indirectamente… Hemos contado el número de esos palos de escoba con que vuelan. Hay cincuenta y una cabañas, y en cada una hay, cuando más, un palo volador. Cuatro de ellas no tienen ninguno estacionado fuera, pero hemos localizado otros tres en distintos puntos de la base. Tal vez eso indica que hay cincuenta y un taurinos, uno de los cuales estaba fuera de la base cuando se tomó la fotografía.

—Aquí Keating. O cincuenta y un oficiales.

—Es posible. Puede haber cincuenta mil soldados en uno de estos edificios. No hay modo de averiguarlo. Y también pueden ser diez taurinos, cada uno de los cuales dispone de cinco palos voladores para escoger según su capricho. Pero tenemos algo a favor, y son las comunicaciones. Es evidente que usan una modulación de frecuencia de radiación electromagnética por megahertzios.

—¡Radio!

—Eso es, quienquiera que haya hablado. Identifíquense cuando hablen. No es imposible que reciban nuestras emisiones de neutrino fasado. Además, en el momento previo al ataque, la Esperanza dejará caer una hermosa bomba de fisión y la hará detonar en la atmósfera superior, precisamente encima de la base. Eso les restringirá a las comunicaciones visuales por algún tiempo, y hasta ésas se cubrirán de estática.

—¿Por qué no…? Aquí Tate… ¿Por qué no dejamos caer la bomba en medio de la base? Nos ahorraría mucho…

—Eso ni siquiera merece respuesta, recluta. Pero la respuesta es que podría hacerse así. Y roguemos porque no se haga. Si los de la nave destruyen la base ha de ser para salvar a la Esperanza. Lo harán una vez que hayamos atacado, y probablemente antes de que nos alejemos lo bastante como para estar a salvo. Lo mejor que podemos hacer para evitarlo es realizar un buen trabajo. Tenemos que dejar la base en un estado tal que no pueda seguir funcionando, pero al mismo tiempo dañarla solamente lo indispensable. Y tomar un prisionero.

—Aquí Potter. Usted querrá decir al menos un prisionero.

—Quiero decir lo que dije. Sólo uno. Potter, queda relevada del mando de su pelotón. Que Chávez se haga cargo.

—De acuerdo, sargento.

Su voz revelaba un alivio inconfundible.

Cortez prosiguió con su mapa y sus instrucciones. Había un edificio grande cuyas funciones eran bastante obvias: tenía una gran antena dirigible. Debíamos destruirla en cuanto los lanzadores de granadas la tuvieran a su alcance.

El plan de ataque era bastante flexible. La señal para avanzar sería el destello de la bomba de fisión. Al mismo tiempo varias naves teledirigidas convergerían sobre la base, a fin de permitirnos ver dónde estaban las defensas antiaéreas. Entonces trataríamos de reducir la eficacia de esas defensas sin destruirlas por completo.

Inmediatamente después de la bomba y de los proyectiles teledirigidos los granaderos se encargarían de convertir en vapor una hilera de siete cabañas.

Por ese hueco entraríamos todos a la base… y lo que pasara después quedaba librado a la imaginación de cada uno. Lo ideal era atravesar la base de un extremo a otro, destruyendo ciertos blancos y masacrando a todos los taurinos, salvo uno. Pero eso resultaba muy poco probable, pues dependía de que los enemigos ofrecieran muy poca resistencia.

En el caso contrario, si los taurinos demostraban superioridad de fuerzas desde el comienzo, Cortez daría la orden de desbandarse; cada miembro de la compañía tenía indicado un ángulo distinto para la retirada; nos abriríamos en todas direcciones, para reunimos (al menos los que sobrevivieran) en un valle situado a unos cuarenta klims al este de la base. Desde allí intentaríamos el regreso, una vez que la Esperanza ablandara un poco a los de la base.

—Una última advertencia —carraspeó Cortez—. Quizás algunos de ustedes piensen como Potter. Tal vez algunos opinen que… que deberíamos ser blandos y no convertir esto en un baño de sangre. La misericordia es un lujo y una debilidad que no podemos permitirnos en esta etapa de la guerra. Lo único que sabemos con respecto al enemigo es que ha matado a setecientos noventa y ocho humanos. No mostraron piedad alguna al atacar a nuestros cruceros y sería una ingenuidad de nuestra parte esperarla ahora, en esta primera acción en tierra.

»Ellos son responsables de la muerte de todos los compañeros que murieron durante el entrenamiento, de la de Ho y todos los que seguramente van a morir hoy. Me resulta incomprensible que alguien quiera ser blando con ellos. Pero eso no tiene importancia. Hay órdenes que cumplir; además, ¡qué diablos…! Es mejor que lo sepan: todos ustedes están bajo una sugestión poshipnótica que actuará al influjo de una frase; yo me encargaré de pronunciarla antes de la batalla. Eso les facilitará las cosas.

—Sargento…

—Silencio. Estamos escasos de tiempo; vuelvan a sus pelotones e informen de todo esto. Avanzaremos dentro de cinco minutos.

Los jefes de pelotón volvieron a sus respectivos grupos; atrás quedamos Cortez y diez de nosotros… y tres ositos de felpa que vagabundeaban por allí y estorbaban el paso.

15

Anduvimos con mucho cuidado para cubrir aquellos últimos cinco klims, manteniéndonos ocultos entre la hierba más alta y atravesando a toda prisa los claros ocasionales. Cuando estábamos a unos quinientos metros de la base, según nuestros datos, Cortez se adelantó con el tercer pelotón para explorar un poco, mientras los demás permanecíamos cuerpo a tierra. Al fin le oímos decir por la línea general:

—Es más o menos como suponíamos. Avancen en fila y arrastrándose sobre el vientre. Cuando alcancen al tercer pelotón sigan al jefe hacia la derecha o hacia la izquierda.

Así lo hicimos, distribuyéndonos en una línea de ochenta y tres personas que seguía una dirección más o menos perpendicular a la dirección del ataque.

Estábamos bastante bien escondidos, si exceptuábamos a los diez o doce ositos de felpa que recorrían la hilera mascando hierba.

En la base no había señales de vida. Todos los edificios carecían de ventanas y estaban pintados de un blanco uniforme y brillante. Las cabañas que constituían nuestro primer objetivo eran grandes huevos lisos, semienterrados, distantes unos sesenta metros entre sí. Cortez indicó una a cada lanzador de granadas.

Estábamos repartidos en tres equipos de fuego; el equipo A estaba compuesto por los pelotones dos, cuatro y seis; el B, por el uno, el tres y el cinco; el grupo de comando lo constituía el equipo C.

—Falta menos de un minuto. ¡Abajo los filtros! Cuando yo dé la orden los lanzadores de granadas dispararán contra los blancos. Que Dios les ayude si fallan.

Se oyó un ruido similar al eructo de un gigante; una ráfaga de cinco o seis burbujas iridiscentes surgió hacia el cielo desde el edificio en forma de flor y se elevó con velocidad creciente, hasta quedar fuera de la vista. Después se lanzaron hacia el sur por encima de nuestras cabezas. El suelo adquirió un súbito resplandor; por primera vez en mucho tiempo pude ver mi sombra, una sombra larga que apuntaba hacia el norte. La bomba había estallado prematuramente. Sólo tuve tiempo de pensar que eso no importaba mucho; de cualquier modo haría sopa de letras con todas las comunicaciones del enemigo cuando…

—¡Naves teledirigidas!

Una nave llegó bramando, apenas a la altura de los árboles, y se encontró con una burbuja. Cuando establecieron contacto la burbuja reventó y la nave estalló en un millón de pequeños fragmentos. Otro vehículo que venía en dirección contraria sufrió idéntico destino.

—¡Fuego!

Siete centellas brillantes, las granadas de 500 microtones, y una conmoción sostenida que habría matado a quienes no estuvieran protegidos.

—Arriba los filtros.

Niebla gris de polvo y humo. Terrones que caían con el ruido de pesadas gotas de lluvia.

—Escuchen: «Escoceses, que con Wallace han sangrado, escoceses, a quienes Bruce dirigía, bienvenidos al lecho ensangrentado ¡o a la victoria!» Apenas si le escuché, pues estaba tratando de comprender lo que ocurría dentro de mi cerebro. Sabía que se trataba sólo de sugestión poshipnótica y hasta recordaba la sesión en que la habían implantado, pero eso no la hacía menos avasalladora. Sentí que la mente me daba vueltas bajo fuertes recuerdos falsos: moles velludas que representaban a los taurinos (en nada parecidos a los que ahora conocíamos) abordaban la nave de unos colonos y devoraban a los bebés ante los mismos ojos de las madres, que gritaban aterrorizadas (los colonos nunca llevaban bebés, pues éstos no resistían la aceleración); después violaban a las mujeres hasta matarlas con enormes miembros purpúreos y surcados de venas (era ridículo pensar que podrían sentir deseo por las humanas), y sujetaban a los hombres para arrancarles la carne viviente y devorarla (como si pudieran asimilar proteínas extrañas). Cien detalles espeluznantes, tan nítidamente recordados como los sucesos del minuto anterior, ridículamente exagerados y lógicamente absurdos. Pero mientras mi parte consciente rechazaba tanta estupidez, algo en mí, a mucha mayor profundidad, en el interior de aquel animal dormido que atesora nuestros verdaderos motivos, codiciaba la sangre extraña, firme en la convicción de que el acto más noble, para un ser humano, sería morir matando a uno de esos monstruos horribles.

Yo sabía que todo eso era pura y exclusivamente mierda de soja y odié a quienes se habían tomado tan obscenas libertades con mi mente, pero al mismo tiempo oía rechinar mis dientes y sentía que las mejillas se me petrificaban en una mueca espástica, sedienta de sangre. Un osito de felpa cruzó frente a mí con aspecto aturdido. Comencé a levantar el dedo láser, pero alguien se me adelantó y la cabeza de la criatura estalló en una nube de sangre y astillas grises.

Suerte gruñó, casi gimiendo:

—Sucios… asquerosos… y jodidos hijos de puta…

En ese momento los rayos láser salieron disparados hacia cualquier parte, entrecruzándose; todos los osos de felpa cayeron muertos.

—¡Atención, carajo! —gritó Cortez—. ¡Apunten bien con esos jodidos rayos! ¡No son juguetes! Equipo A, avanzar hasta los cráteres para cubrir al B.

Alguien reía y lloraba.

—¿Qué mierda le pasa, Petrov?

Era extraño oír palabrotas en boca de Cortez. Al volverme vi que Petrov, a mi izquierda, yacía en un hoyo poco profundo y cavaba frenéticamente con ambas manos, llorando y balbuciendo.

—¡A joderse! —exclamó Cortez—. ¡Equipo B! Diez metros más allá de los cráteres échense cuerpo a tierra en hilera. Equipo C, ¡a los cráteres, con el A!

Me levanté a duras penas y cubrí aquellos cien metros en doce brincos amplificados. Los cráteres eran lo bastante grandes como para ocultar una nave exploradora; algunos medían unos diez metros de diámetro. Salté al lado opuesto del hoyo, aterrizando junto a un compañero llamado Chin. Ni siquiera levantó la vista al caer yo junto a él; en ningún momento apartó los ojos de la base, buscando señales de vida.

—Equipo A, avanzar hasta diez metros más allá del B y al suelo en hilera.

Precisamente cuando acababa de pronunciar la frase el edificio que teníamos enfrente emitió un eructo; una salva de burbujas se abrió en abanico hacia nuestras filas. Casi todos la vieron venir y se arrojaron al suelo, pero Chin, que se preparaba para la carrera, se encontró frente a frente con una de ellas. La burbuja rozó la parte superior del casco y desapareció con un sordo chasquido. Chin dio un paso hacia atrás y cayó por el borde del cráter, dejando tras de sí un arco de sangre y masa encefálica. Despatarrado y sin vida, se deslizó hasta el fondo, cabeza abajo, recogiendo tierra en el agujero perfectamente simétrico que la burbuja había cavado indiscriminadamente a través del plástico, el pelo, la piel, el hueso y el cerebro.

—Quietos todos. Jefes de pelotón, informen pérdidas. Sí…, sí, sí…, sí, sí, sí… sí. Tenemos tres fiambres. No habría ninguno si todos se hubiesen mantenido cuerpo a tierra. Ya lo saben: cuando se oiga ese ruido, todo el mundo a tragar polvo. Equipo A, completar la carrera.

Nuestros compañeros completaron la maniobra sin nuevos incidentes.

—Bien. Equipo C, correr hasta donde… ¡Quietos! ¡Abajo!

Todos nos pegamos al suelo. Las burbujas se deslizaron en un suave arco a dos metros de altura y pasaron por encima de nosotros serenamente; con excepción de una que redujo un árbol a mondadientes, todas se perdieron en la distancia.

—B, correr hasta diez metros por delante de A. C, tomar el lugar de B. Los lanzadores de granadas de B traten de alcanzar la Flor.

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