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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (13 page)

BOOK: La guerra interminable
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Ella meneó la cabeza.

—¿El traje?

De pronto se puso más pálida y eructó sin fuerzas.

—William… agua… por favor…

Una voz potente y autoritaria dijo a mis espaldas:

—Consigan una esponja o un trapo empapado en agua.

Allí estaba Doc Wilson con dos camilleros.

—Primero, medio litro de femoral —dijo, sin dirigirse a nadie en especial, en tanto espiaba cuidadosamente bajo el vendaje a presión—. Sigan ese tubo de salida un par de metros y córtenlo; averigüen si ha evacuado sangre.

Uno de los ayudantes introdujo una aguja de diez centímetros en el muslo de Marygay y comenzó a pasarle sangre de una bolsa plástica.

—Lamento haber tardado —dijo Doc Wilson, con tono de cansancio—, pero hay un trabajo loco. ¿Qué decían del traje?

—Ya había sufrido dos lastimaduras. El traje no ajusta bien. Hace pliegues bajo presión.

Él asintió distraído, mientras verificaba la presión sanguínea.

—A ver, usted, o cualquiera, necesito un…

Alguien le alcanzó una toalla de papel chorreando agua.

—Ehh, ¿le han dado alguna medicación?

—Una ampolla de anti-shock.

Él estrujó un poco la toalla y la puso en la mano de la muchacha.

—¿Cómo se llama?

Se lo dije.

—Marygay, no podemos darle agua, pero puede succionar esto. Ahora voy a ponerle una luz brillante en los ojos.

Mientras observaba las pupilas con un tubo metálico volvió a preguntar:

—¿Temperatura?

Uno de los ayudantes le leyó el dato de un indicador digital y sacó una sonda.

—¿Ha evacuado sangre?

—Sí, un poco.

Doc Wilson apoyó suavemente la mano sobre el vendaje a presión.

—Marygay, ¿puede volverse sobre un costado? Un poquito, por favor.

—Sí —dijo ella, lentamente, mientras bajaba un codo para apoyarse.

En seguida se echó a llorar, diciendo:

—No.

—Bueno, bueno… —la consoló Wilson, distraído, mientras le alzaba la cadera lo suficiente como para verle la espalda—. Hay una sola herida. ¡Qué barbaridad de sangre!

Había bajado la voz al hacer los últimos comentarios. En seguida apretó dos veces el costado de su anillo y lo sacudió ante el oído.

—¿Hay alguien allá?

—Harrison, a menos que haya ido a atender una llamada.

Una mujer se acercó caminando. En el primer instante no la reconocí: estaba pálida y despeinada; tenía la túnica manchada de sangre. Era Estelle Harmony.

—¿Más pacientes, doctora Harmony? —preguntó Doc Wilson, levantando la vista.

—No —respondió ella, fatigada—. El hombre de mantenimiento tuvo doble amputación traumática. Vivió sólo unos minutos. Lo estamos manteniendo para transplantes.

—¿Y los otros?

—Descompresión explosiva-respondió Estelle, con una especie de sollozo—. ¿Hay algo que pueda hacer aquí?

—Sí. Espere un minuto.

Doc Wilson volvió a probar el anillo.

—Caramba —protestó—. ¿No sabe dónde está Harrison?

—No. Bueno, tal vez esté en Cirugía B, si hubo problemas con la conservación del cadáver. Sin embargo, creo que lo dejé bien preparado.

—Sí, bueno, vaya a saber cómo…

—¡Marca! —observó el ayudante que sostenía el saco de sangre.

—Otro medio litro de femoral —indicó el médico—. Estelle, ¿podría tomar el lugar de un ayudante y preparar a esta muchacha para cirugía?

—Claro. Prefiero mantenerme ocupada.

—Bien. Hopkins, vaya al local y traiga una camilla y un litro… no, mejor dos litros de fluorocar-boisotónico de espectro primario. Si son de la marca Merck en el rótulo dice «espectro abdominal».

Buscó una parte de la manga que no estuviera manchada de sangre y se enjugó la frente en ella. Después agregó:

—Si encuentra a Harrison envíelo a Cirugía A. Que prepare la secuencia anestésica para abdominal.

—¿Y que la lleve a A?

—Exacto. Si no encuentra a Harrison, consiga a alguien para que…

Me señaló con el dedo, concluyendo:

—Este hombre, que lleve a la paciente hasta A. Usted adelántese corriendo y comience la secuencia.

Recogió el maletín con la mirada perdida, musitando:

—Podríamos iniciar la secuencia aquí. Pero no, diablos, con esa parametadona… ¿Marygay? ¿Cómo se encuentra?

Ella seguía llorando.

—Estoy… herida…

—Ya lo sé —respondió él, con suavidad.

Tras cavilar por un instante indicó a Estelle:

—En realidad no hay modo de saber cuánta sangre ha perdido. Tal vez haya estado evacuándola bajo presión. Además, tiene acumulada una pequeña cantidad en la cavidad abdominal. Puesto que sigue con vida no parece probable que haya sangrado bajo presión por mucho tiempo. Ojalá no haya aún lesiones cerebrales.

En seguida tocó el indicador digital sujeto al brazo de Marygay.

—Vigile la presión sanguínea. Si le parece conveniente dele cinco centímetros cúbicos de vasoconstrictor. Tengo que ir a lavarme. ¿Tiene algún vasoconstrictor aparte del de la ampolla neumática?

Estelle revisó su propio maletín mientras el doctor cerraba el suyo.

—No, sólo la ampolla neumática de emerg… Ah, sí, tengo una dosis de control del dilator.

—Bien. Si se ve obligada a usar el vasoconstrictor y la presión sube demasiado rápido…

—Le doy vasodilatador en dosis de a dos centímetros por vez.

—Exacto. No es modo de hacer las cosas, pero… Bien. Si no está muy cansada me gustaría que me ayudara allá arriba.

—Sin duda.

Doc Wilson saludó con la cabeza y se marchó, mientras Estelle comenzaba a limpiar el vientre de Marygay con alcohol isopropílico. Aquello tenía un olor frío y limpio.

—¿Alguien le dio anti-shock? —preguntó.

—Sí —respondí—, hace unos diez minutos.

—Ah, por eso estaba preocupado el doctor. No te preocupes, hiciste lo indicado, pero el anti-shock tiene un poco de vasoconstrictor. Si le damos cinco centímetros más, la dosis puede resultar excesiva.

Prosiguió en silencio con su tarea, levantando los ojos cada pocos segundos para verificar la presión sanguínea.

—William…

Era la primera vez que daba muestras de conocerme.

—Esta muj… ejem, Marygay, ¿es tu amante? ¿Tu amante regular?

—En efecto.

—Es muy bonita.

Notable comentario, considerando que el cuerpo de Marygay estaba desgarrado y lleno de sangre seca y que tenía el rostro manchado allí donde yo había tratado de secarle las lágrimas. Tal vez un médico, una mujer o un amante fueran capaces de descubrir la belleza bajo esos detalles.

—Lo es.

Ella había dejado de llorar; con los ojos muy apretados sorbía los últimos restos de agua contenidos en el papel.

—¿Podemos darle más agua?

—Sí, pero con moderación; igual que antes.

Me dirigí hacia el casillero de la sala para buscar otra toalla de papel. Disipados ya los vapores del líquido compresor, percibí en el aire un olor extraño. Era como aceite ligero de máquina y metal caliente; el olor de las fundiciones. Me pregunté si habrían sobrecargado el acondicionador de aire.

Ya había ocurrido en otra ocasión, al usar por primera vez las cámaras de aceleración.

Marygay tomó la toalla empapada sin abrir los ojos.

—¿Pensáis vivir juntos cuando volváis a la Tierra?

—Probablemente —respondí—. Siempre que volvamos. Aún nos queda otra batalla.

—No habrá más batallas —observó ella, sin cambiar de tono—. ¿No te has enterado?

—¿De qué?

—¿No sabes que la nave fue alcanzada?

—¡Alcanzada!

¿Cómo era posible que alguien hubiese sobrevivido?

—Así es —respondió Estelle, volviendo a la desinfección—. Cuatro alas de brigada y la armería. No queda un solo traje de guerra… y no es posible combatir en ropa interior.

—Alas de brigada… ¿qué pasó con los ocupantes?

—No hay supervivientes.

Treinta personas.

—¿Dónde fue?

—Todo el tercer pelotón y la primera brigada del segundo pelotón.

Al-Sadat, Busia, Maxwell, Negulesco…

—¡Dios mío!

—Treinta cadáveres, y no tenemos idea de lo que pudo causarlo. Sólo sabemos que puede repetirse en cualquier momento.

—¿No fue una nave teledirigida?

—No, ésas cayeron todas. También el vehículo enemigo. Y cuando los sensores no indicaban nada… ¡blam! y la tercera parte de la nave se fue al demonio. Al menos fue una suerte que no afectara el sistema de mantenimiento vital.

Yo apenas la escuchaba. Penworth, LaBatt, Smithers, Christine y Frida. Todos muertos. Me sentí aturdido. Estelle sacó del maletín una navaja y un tubo de gelatina.

—Pórtate como un caballero y mira hacia otro lado —dijo.

En seguida lo pensó mejor y empapó en alcohol un cuadrado de gasa.

—Toma, sé útil —me ordenó—. Límpiale la cara.

Me dediqué a ello. Marygay, sin abrir los ojos, murmuró:

—¡Qué bonito! ¿Qué haces?

—Me porto como un caballero y además soy útil.

—Atención, personal, atención.

Aunque no había altavoces en la cámara de presión se oía claramente el mensaje por la puerta abierta.

—Todo el personal de grado seis o superior, a menos que esté ocupado en casos de emergencia médica o de mantenimiento, debe dirigirse inmediatamente a la sala de reuniones.

—Tengo que irme, Marygay.

Ella no respondió. Tal vez no había oído la llamada. Abandoné toda pretensión de caballero y me volví directamente hacia Estelle.

—Oye, ¿me dirás…?

—Sí, en seguida que podamos hacer un pronóstico te informaré.

—Bueno.

—Todo saldrá bien —me consoló, aunque su expresión era sombría y afligida—. Ahora vete.

Cuando hallé el camino para salir al corredor, el altavoz repetía el mensaje por cuarta vez. El aire olía a algo distinto, pero preferí no investigar.

5

A medio camino hacia la sala de reunión me di cuenta de mi deplorable aspecto y entré en el cuarto de baño contiguo a la sala de oficiales sin mando. Allí estaba la cabo Kamehameha, cepillándose apresuradamente el pelo.

—¡William! ¿Qué te ha pasado?

—Nada.

Abrí un grifo mientras me miraba en el espejo. Tenía el rostro y la túnica manchados de sangre seca.

—Fue Marygay, la cabo Potter. El traje… Bueno, por lo visto hizo un pliegue y…

—¿Ha muerto?

—No, pero está mal. La llevan a cirugía.

—No uses agua caliente. Fijarás la mancha.

—¡Oh, gracias!

Empleé el agua caliente para lavarme las manos y la cara; después froté la túnica con agua fría.

—Tu brigada está dos alas más allá de la Al, ¿verdad?

—Sí.

—¿No viste lo que pasó?

—No. Es decir, no cuando ocurrió.

En ese momento noté que estaba llorando; grandes lagrimones le corrían por las mejillas y la garganta.

Mientras tironeaba salvajemente de su pelo siguió hablando con su voz dominada y normal:

—Es un desastre.

Di un paso hacia ella y alargué la mano para posársela en el hombro, pero ella me la golpeó con el cepillo, chillando:

—¡No me toques! Disculpa. Vamos ya.

Al llegar a la puerta del baño me tocó ligeramente el brazo.

—William… —dijo, con una mirada desafiante—, me alegro de no haber sido yo. ¿Comprendes? Es la única forma de considerar todo esto.

La comprendí, pero no me di cuenta de que además lo creía.

—Puedo resumirlo en pocas palabras —dijo el comodoro con voz tensa—, aunque sólo sea porque sabemos muy poco. Unos diez segundos después de acabar con el vehículo enemigo, dos objetos, dos objetos muy pequeños, chocaron contra la Aniversario, hacia el centro de la nave. Puesto que no fueron detectados y conocemos los límites de nuestros aparatos detectores, sabemos que avanzaban a más de nueve décimos de la velocidad de la luz. Es decir, para mayor precisión: el vector de velocidad normal al eje de la Aniversario superaba los nueve décimos de la velocidad de la luz. Por eso atravesaron los campos de fuerza.

Cuando la Aniversario avanzaba a una velocidad relativa, generaba automáticamente dos poderosos campos electromagnéticos; uno de ellos, centrado a cinco mil kilómetros de la nave; el otro, a diez mil klims, ambos en línea con la dirección de avance. Esos campos se mantenían por un efecto de estatorreactor, recogiendo la energía del gas interestelar a medida que avanzábamos. Cualquier objeto lo bastante grande como para causar problemas si chocaba contra nosotros (es decir, lo bastante grande como para ser visto sin necesidad de lentes de aumento) pasaba por el primero de los campos y cuando llegaba al segundo tenía una fuerte carga negativa en toda la superficie. En cuanto entraba en el segundo campo se veía rechazado del rumbo que llevaba la nave. Si el objeto era demasiado grande como para ser rechazado, podíamos percibirlo a gran distancia y apartarnos de ese rumbo.

—No será necesario explicar que esto constituye un arma formidable. Cuando la Aniversario recibió el golpe, nuestra velocidad relativa con respecto al enemigo era tal que recorríamos nuestra propia longitud cada diez milésimos de segundo. Además, estábamos cambiando constantemente de dirección y la aceleración lateral sólo seguía las leyes del azar. Por lo tanto, los objetos que nos golpearon no habían sido apuntados hacia nosotros, sino guiados. Y el sistema de conducción era independiente, pues en el momento del choque ya no había taurinos con vida. Todo esto contenido en un objeto no mayor que un pequeño guijarro.

»Casi todos ustedes son muy jóvenes para recordar el término "impacto del futuro". En la década de los sesenta algunos pensaban que el progreso tecnológico, a fuerza de ser rápido, no permitía que la gente normal se ajustara a él. Es decir, la gente no acabaría de habituarse al presente antes de que el futuro la alcanzara. Un hombre llamado Toffler acuñó el término "impacto del futuro" para denominar esta situación.

El comodoro se mostraba muy académico, por cierto.

—Estamos atrapados en una situación física que me recuerda ese concepto erudito. El resultado ha sido el desastre, la tragedia. Y tal como lo analizamos en nuestra última reunión, no hay modo de contrarrestarlo. La relatividad nos atrapa en el pasado del enemigo y los trae de nuestro futuro. Sólo podemos confiar en que la próxima vez, la situación sea inversa. Y para que eso ocurra no podemos hacer otra cosa que regresar a Puerta Estelar y después a la Tierra, donde quizá los especialistas logren deducir algo, crear alguna especie de arma defensiva, basándose en la naturaleza del daño que hemos sufrido.

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