La guerra interminable (16 page)

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Authors: Joe Haldeman

BOOK: La guerra interminable
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Después Siri mencionó pueblos y ciudades determinados, pues todos querían noticias de su tierra natal, y las cosas empezaron a parecemos, en general, mucho mejores que al principio.

En respuesta a una pregunta bastante poco discreta, Siri afirmó que no usaba cosméticos sólo por ser homosexual; todo el mundo se maquillaba en la Tierra. Por mi parte decidí comportarme como un inconformista y mantener la cara limpia.

Nos unimos a los sobrevivientes de la Esperanza de la Tierra II para regresar con ellos a la Tierra, en tanto los especialistas estudiaban los daños sufridos por la Aniversario. El comodoro debía presentarse a interrogatorio, pero hasta donde pudimos saber no habría corte marcial para él.

En el viaje de retorno la disciplina fue bastante laxa. En aquellos siete meses leí treinta libros, aprendí a jugar algo, di clases elementales (y pasadas de moda) sobre temas de física y fortalecí aún más mi relación con Marygay.

7

No se me había ocurrido, pero en la Tierra éramos verdaderas celebridades. Al llegar a Móndale, el Sec-Gen saludó personalmente a cada uno de nosotros; era un hombrecito negro, muy anciano, llamado Yakiby Ojukwu. La pista de aterrizaje estaba rodeada por miles, tal vez millones de espectadores, que trataban de acercarse todo lo posible. El Sec-Gen pronunció un discurso para la multitud y los periodistas; después los oficiales superiores de la Esperanza farfullaron las tonterías de costumbre, mientras los demás esperábamos, más o menos pacientemente, en el calor tropical.

Un gran helicóptero nos llevó hasta Jacksonville, donde estaba el aeropuerto internacional más próximo. La ciudad en sí había sido reconstruida según las descripciones de Siri. Era algo impresionante.

Al principio nos pareció una solitaria montaña gris, un cono ligeramente irregular; surgió lentamente en el horizonte y fue creciendo poco a poco. Estaba situada en el centro de una extensión cultivada aparentemente infinita; rutas y carreteras convergían hacia ella por decenas. Aunque uno podía ver aquellas autopistas como finas hebras blancas sobre las que se arrastraban microscópicos insectos, la mente se negaba a integrar esa información en un cálculo de tamaño. Aquella mole no podía ser tan grande.

Nos acercamos más y más, a medida que el helicóptero ascendía, hasta que el edificio se convirtió en una pared de color gris claro que ocupaba todo el campo visual a un lado. Al aproximamos otro poco pudimos ver algunos puntitos humanos; una de aquellas motas, asomada a un balcón, parecía estar agitando la mano.

—Es lo más cerca que podemos llegar —dijo el piloto por el intercomunicador— sin entrar en el sistema de conducción automática de la ciudad, que nos llevaría a aterrizar en la cima. El aeropuerto está hacia el norte.

Y nos alejamos un poco a través de la sombra arrojada por la ciudad.

El aeropuerto no era ninguna maravilla, aunque era más grande que cuantos yo había visto hasta entonces, era también más convencional en cuanto a su diseño: una terminal central, que parecía el cubo de una rueda, desde donde partían pequeños monorrieles que, tras recorrer más o menos un kilómetro, acababan en estaciones terminales menores por completo para aterrizar cerca de un avión estratosférico de Swissair; del helicóptero pasamos al otro aparato. El trayecto que debíamos recorrer estaba cerrado por cordones y circundado por una multitud que nos lanzaba vítores. Con seis billones de desocupados no costana mucho reunir una multitud con cualquier excusa.

Temí que nos esperaran más discursos, pero entramos directamente en el avión. Los camareros (hombres y mujeres) nos trajeron emparedados y bebidas mientras la multitud se dispersaba. No hay palabras para describir el sabor de un emparedado de pollo y una cerveza fresca, tras dos años de ingerir mierda reaprovechada.

El señor Ojukwu nos explicó que nos llevarían a Ginebra, al edificio de las Naciones Unidas, donde esa misma noche recibiríamos los honores de la Asamblea General. «Donde nos van a exhibir», pensé al escucharle. Él comentó que casi todos teníamos parientes esperándonos allí.

Al cruzar el Atlántico notamos que el agua parecía extrañamente verdosa. Aquello despertó mi curiosidad y lo anoté mentalmente para interrogar a la camarera, pero los motivos no tardaron en hacerse evidentes. Se trataba de una granja. Cuatro enormes balsas (debían ser gigantescas, aunque yo no tenía modo de calcularlo, pues no sabía a qué altura volábamos), avanzaban en lenta procesión sobre la superficie verde; cada una dejaba una estela de color azul oscuro que se desvanecía lentamente. Antes de que aterrizáramos descubrí que se trataba de un alga tropical cultivada para la alimentación.

Ginebra era un solo edificio, al estilo de Jacksonville, aunque parecía de menor tamaño, tal vez porque la empequeñecían las montañas naturales entre las que estaba enclavada. La nieve que la cubría le daba un aspecto suave y bello.

Caminamos un minuto por entre la nieve arremolinada (¡qué placer no estar siempre «a temperatura de interior»!) hasta llegar a un helicóptero que nos llevó a la cima del edificio. Desde allí tomamos un ascensor, después una acera móvil, después otro ascensor y otra acera móvil, hasta un ancho corredor que llevaba a Thantstrasse 281B, recinto 45, según la dirección que me habían dado. Me sentía casi asustado cuando puse el dedo sobre el timbre. Ya me había hecho a la idea de que mi padre había muerto (el ejército nos esperaba en Puerta Estelar con esa clase de noticias), pero eso no me preocupaba tanto como la idea de que mi madre se hubiera convertido súbitamente en una anciana de ochenta y cuatro años. Estuve a punto de lanzarme en busca de un bar para dejar en él un poco de sensibilidad, pero me sobrepuse y oprimí el botón.

La puerta se abrió con prontitud. Había envejecido, pero no estaba demasiado cambiada; tenía algunas arrugas más y el pelo gris se había puesto blanco. Nos miramos fijamente por un instante; en seguida, al abrazarnos, noté con sorpresa y alivio que me sentía feliz de estar con ella.

Me quitó la gorra y me hizo pasar a la sala de estar. Allí me esperaba una verdadera sorpresa. Allí estaba mi padre, de pie, serio y sonriente al mismo tiempo, con la inevitable pipa en la mano. Tuve un arranque de cólera contra el ejército, que se había equivocado en tal forma. En seguida comprendí que no podía ser mi padre, con aquel aspecto, tal como yo lo recordaba desde la infancia.

—¿Michael? ¿Mike?

Él se echó a reír.

—¿Quién, si no? ¿Willy?

Mi hermano menor, ya maduro. No lo veía desde 1993, el año en que comencé la carrera universitaria. Por entonces tenía dieciséis años. Veinticuatro meses después estaba en la Luna por cuenta de la FENU.

—¿Ya te has cansado de la Luna? —le pregunté mientras cambiábamos un apretón de manos.

—¿Eh? ¡Oh, no, Willy! Todos los años paso uno o dos meses en tierra firme. Las cosas han cambiado mucho.

Cuando comenzaron a reclutar gente para ir a la Luna se sabía que sólo había un viaje de regreso, pues el combustible costaba demasiado como para permitir licencias.

Los tres nos sentamos en torno a una mesita baja de mármol; mamá nos ofreció cigarrillos de marihuana.

—¡Hay tantos cambios! —observé, antes de que comenzaran a hacerme preguntas—. Habladme de todo esto.

Mi hermano agitó las manos, riendo.

—¡Será una historia muy larga! ¿Dispones de un par de semanas?

Era obvio que no sabía cómo dirigirse a mí. Indudablemente ya no era el hermano mayor. ¿Qué era entonces? ¿Su sobrino?

—De cualquier modo Michael no es el más indicado para informarte —dijo mamá—. Los lunícolas hablan de la Tierra como las vírgenes del sexo.

—Vamos, mamá…

—Con entusiasmo e ignorancia.

Encendí uno de los cigarrillos e inhalé profundamente. Tenía un sabor dulce y extraño.

—Los lunícolas viven unas pocas semanas por año en la Tierra y pasan la mitad de ese período tratando de enseñarnos cómo se hacen las cosas.

—Posiblemente. Pero también pasamos la otra mitad observando. Objetivamente.

—Bueno, ya apareció el «objetivismo» de mi querido Michael —comentó mamá, recostándose hacia atrás con una sonrisa.

—Mamá, ya sabes que… ¡Oh, diablos, cambiemos de tema! Willy dispone de toda la vida para averiguar quién tiene razón.

Echó una calada a su cigarrillo, pero entonces noté que no inhalaba el humo.

—Háblanos de la guerra, hombre —me dijo—. Se dice que estuviste en la fuerza de choque que luchó frente a frente contra los taurinos.

—Sí. No fue gran cosa.

—Es cierto —observó Mike—. Dicen que se portaron como cobardes.

—Bueno, no tanto como eso —repliqué, mientras sacudía la cabeza para aclararla; aquella marihuana me estaba aturdiendo un poco—. Yo diría que no entendían muy bien de qué se trataba. Fue como una galería de tiro al blanco. Se pusieron en fila para que disparásemos.

—¿Cómo es posible? —dijo mamá—. Las noticias decían que habíais perdido a diecinueve compañeros.

—¿Dijeron que nos habían matado a diecinueve? Eso no es verdad.

—No lo recuerdo con exactitud.

—Bueno, en realidad perdimos a diecinueve compañeros, pero sólo cuatro cayeron ante el enemigo. Eso fue en la primera parte de la batalla, antes de que descubriéramos el modo de burlar sus defensas.

Decidí no explicarles cómo había muerto Chu; era demasiado complicado.

—De los otros quince —proseguí—, uno cayó bajo nuestros propios rayos láser. Perdió un brazo, pero sobrevivió. En cuanto a los otros… perdieron la razón.

—¿Por qué? ¿Algún arma de los taurinos? —preguntó Mike.

—Los taurinos no tuvieron nada que ver. Fue el ejército. Nos condicionaron para que tiráramos a matar sobre cualquier cosa viviente una vez que el sargento activara el condicionamiento con unas palabras clave. Cuando salimos de ese estado muchos no pudieron soportar el recuerdo. Se sentían carniceros.

Tuve que volver a sacudir la cabeza un par de veces. La droga me estaba haciendo mucho efecto. Me levanté con cierto esfuerzo y murmuré:

—Vais a tener que perdonarme. Llevo muchas horas en pie.

—Por supuesto, William.

Mamá me tomó por el codo para conducirme hasta un dormitorio y prometió despertarme a tiempo para las festividades de la noche. La cama era cómoda hasta la indecencia, pero yo habría podido dormir apoyado contra un árbol nudoso.

La fatiga, la droga, las excitaciones del día me habían agotado. Mamá tuvo que rociarme la cara con agua fría para despertarme. Después me condujo hasta un armario del que me indicó dos vestimentas como adecuadas para la ocasión. Escogí la de color rojo ladrillo, pues el tono azul pólvora me pareció muy afectado. Tomé una ducha y me afeité. Después de rechazar los cosméticos (Mike, que estaba hecho una muñeca, se ofreció para ayudarme), armado con la media página de instrucciones para llegar hasta la sede de la Asamblea General, salí de aquellas habitaciones.

Me perdí dos veces en el trayecto, pero en cada intersección de corredores había una pequeña computadora que proporcionaba instrucciones para llegar a cualquier parte, en catorce idiomas distintos.

En mi opinión las ropas masculinas habían dado un paso atrás. Desde la cintura hacia arriba la cosa podía pasar; se usaba una blusa apretada de cuello alto con una capa corta. Pero también un cinturón ancho y brillante, completamente inútil, del que colgaba una pequeña daga con incrustaciones de piedras preciosas, que quizá sirviera para abrir correspondencia. Los pantalones se fruncían en grandes pliegues, sujetos a algo más abajo de la rodilla por botas de tacón alto, de un material sintético brillante. Con un sombrero de plumas habría parecido un personaje de Shakespeare.

Las mujeres estaban mucho mejor. Me encontré con Marygay ante la sala de la Asamblea General.

—Tengo la impresión de estar completamente desnuda, William.

—Pero te queda muy bien. De cualquier modo es lo que se estila.

Casi todas las mujeres jóvenes con quienes me había cruzado llevaban un atuendo similar: era una simple camisa con grandes aberturas rectangulares a ambos lados, desde la sisa hasta el ruedo. Y el ruedo terminaba allí donde comienza la imaginación. El pudor exigía movimientos muy moderados y una gran fe en la electricidad estática.

—¿Has visitado este lugar? —preguntó, tomándose de mi brazo—. Entremos, conquistador
[1]
.

Cuando hubimos traspuesto las puertas automáticas me detuve en seco: la sala era tan amplia que me pareció haber salido al exterior. El suelo tenía forma circular y medía más de cien metros de diámetro. Los muros se elevaban unos buenos sesenta o setenta metros hasta acabar en una cúpula transparente (recordé entonces haberla visto cuando aterrizábamos) sobre la cual danzaban y giraban grises copos de nieve. Las paredes eran de mosaico cerámico, con miles de figuras que representaban cronológicamente los progresos de la humanidad. No sé cuánto tiempo pasé contemplándolos.

Una vez cruzada la sala nos reunimos con los otros veteranos para tomar café. Era sintético, pero siempre mejor que la soja. Supe entonces con fastidio que ya no se cultivaba el tabaco en la Tierra, salvo en pequeñas cantidades. Algunas zonas habían prohibido su siembra a fin de dedicar más tierras a la producción de alimentos. El poco tabaco disponible era muy caro y por lo general de pésima calidad, pues había sido cultivado por aficionados en pequeños patios o en canteros de balcón. El único tabaco bueno provenía de la Luna; su precio resultaba… bueno, astronómico.

La marihuana, en cambio, era abundante y barata. En algunos países, como en Norteamérica, por ejemplo, el gobierno la producía y distribuía gratuitamente. Ofrecí un cigarrillo a Marygay, pero ella lo rechazó.

—Tendré que acostumbrarme poco a poco —dijo—. Hoy fumé uno y estuve a punto de quedar inconsciente.

—A mí me pasó lo mismo.

Un anciano de uniforme entró en el vestíbulo; su pecho era una vistosa ensalada de frutas formada por cintas, y los hombros se le vencían bajo el peso de las cinco estrellas. Sonrió cuando la mitad de los asistentes se levantó de un salto.

—Buenas noches, buenas noches —saludó, indicando con las manos que todo el mundo podía sentarse—. Me alegro de verles aquí y de que sean tantos.

¿Tantos? Éramos apenas la mitad del grupo inicial.

—Soy el general Gary Manker, jefe de personal de la FENU. Dentro de unos minutos pasaremos a la sala. Después de una breve ceremonia les dejaremos en libertad para descansar. Bien lo merecen. Pueden haraganear durante unos cuantos meses, recorrer el mundo, hacer lo que les plazca, mientras logren esquivar a los periodistas. Sin embargo, quisiera decirles antes unas pocas palabras sobre lo que ustedes tendrán deseos de hacer, cuando se cansen de las vacaciones y comiencen a quedarse sin dinero.

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