Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
Venid a la Luna, donde todavía nos consideramos individuos. Aquí no arrojamos a la gente por la ventana en cuanto cumplen los setenta años.
—Tendríamos que volver a enrolarnos en la FENU.
—Es cierto, pero sin necesidad de combatir. Dicen que os necesitan. Sobre todo para adiestramiento. Podrías estudiar en el tiempo libre y ponerte al día con la física. ¡Quién sabe! Tal vez algún día puedas dedicarte a la investigación.
Hablamos tres minutos en total. Me devolvieron mil dólares.
Marygay y yo discutimos el asunto durante la noche. Tal vez habríamos llegado a una solución distinta si no hubiéramos estado allí, rodeados por la vida y la muerte de mi madre. Pero cuando llegó la aurora, aquella ambiciosa, cauta y orgullosa ciudad de Rifton se nos antojó siniestra y llena de malos presagios.
Empaquetamos nuestras pertenencias, hicimos transferir nuestros fondos a la Unión de Crédito Tycho y tomamos un monorriel hasta El Cabo.
—Por si esto les interesa, no son ustedes los únicos veteranos de guerra que han decidido regresar. El oficial de reclutamiento era una teniente musculosa de género indeterminado. Lancé mentalmente una moneda al aire y salió cruz.
—Mi única información —dijo la teniente, con su áspera voz de tenor— es que hay otros nueve. Todos han escogido la Luna… Tal vez se encuentren allí con algunos viejos amigos.
Nos extendió dos formularios simples por encima del escritorio e indicó:
—Firmen esto y volverán a estar enrolados con el grado de teniente segundo.
El formulario era una simple solicitud de reincorporación a las tareas activas; en realidad nunca habíamos salido de la FENU, puesto que la Ley de Reclutamiento Escogido había sido prorrogada, pero estábamos en condición pasiva. Revisé el papel con atención.
—Aquí no se mencionan las garantías que se nos prometieron en Puerta Estelar.
—¿Qué garantías? —preguntó la mujer, con la sonrisa blanda y mecánica de los terráqueos.
—Se nos garantizó que podríamos escoger libremente el destino. Aquí no dice nada sobre eso.
—No es necesario. La Fuerza va a…
—Por mi parte lo creo necesario, teniente —indiqué, devolviéndole el formulario sin vacilar.
Marygay me imitó.
—Permítanme hacer algunas averiguaciones.
Se levantó del escritorio y desapareció en el interior de una oficina. Pasó un rato hablando por teléfono y después oímos el tableteo de una máquina de escribir, regresó con las dos hojas, en las que había escrito, debajo de nuestros nombres:
SE GARANTIZA ELECCIÓN DE BASE (LUNA) Y DE PUESTO (ESPECIALISTA EN ADIESTRAMIENTO PARA EL COMBATE).
Tras un examen físico completo nos tomaron las medidas para hacernos nuevos trajes de batalla. A la mañana siguiente tomamos el primer vehículo lanzadera hacia órbita y disfrutamos de algunas horas de caída libre mientras trasladaban la carga a un extraño vehículo taquiónico, parecido a una araña; finalmente salimos rumbo a la Luna y nos instalamos en la base Grimaldi.
En la puerta de la sala para oficiales en tránsito, algún bromista había escrito: «Abandonad toda esperanza los que aquí entráis.» Buscarnos el cubículo doble que nos habían asignado y empezamos a cambiarnos para comer. En ese momento sonaron dos golpes a la puerta.
Abrí; me quedé mirando fijamente al sargento que me saludaba, antes de recordar que era ya oficial y devolverle el saludo. Me entregó dos faxes idénticos, de los cuales di uno a Marygay. Creo que nuestros corazones se detuvieron simultáneamente:
**ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES**
EL PERSONAL NOMBRADO A CONTINUACIÓN:
Mandella William Tte. 2." (11 575 278) COCOMM D Co.
GRITRABN y
Potter Marygay Tte. 2.° (17 386 907) COCOMM B Co.
GRITRABN
SON POR LA PRESENTE REASIGNADOS A:
Tte. 2.° Mandella: PLCOMM 2.° PL Fuerza choque THETA PUERTA ESTELAR.
Tte. 2.° Potter: PLCOMM 3.° PL Fuerza choque THETA PUERTA ESTELAR.
DESCRIPCIÓN DE PUESTO:
comandar pelotón de infantería en campaña Tet-2
************
EL PERSONAL ARRIBA NOMBRADO SE PRESENTARÁ INMEDIATAMENTE AL BATALLÓN DE TRANSPORTE GRIMALDI PARA SER TRASLADADO A NUEVO PUESTO.
DADO EN PUERTA ESTELAR TACBD —1298-8684-1450/4 diciembre 2024 PE
POR AUT Mando Fuerza Choque Comandante
**ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES**
—No han perdido tiempo, ¿verdad? —observó amargamente Marygay.
—Deben ser órdenes previas. El comando de la Fuerza de Choque no sabe siquiera que nos hemos reenganchado; están a semanas-luz de distancia.
—¿Y qué ha pasado con…?
Marygay dejó perderse el resto de la frase. La garantía.
—Bueno, nos han dado el destino que queríamos. Nadie nos garantizó que lo conserváramos durante más de una hora.
—¡Es tan sucio!
—¡Es tan del ejército! —repliqué, encogiéndome de hombros.
Pero tenía dos sensaciones perturbadoras: que desde el principio esperábamos algo así, y que volvíamos al hogar.
—Rápido y sucio.
Estaba mirando a Santesteban, el sargento de mi pelotón, pero en realidad hablaba conmigo mismo. Y con cualquiera que estuviera escuchando.
—Sí —respondió él—. Hay que hacerlo en los dos primeros minutos o nos envuelven.
Era directo y lacónico; estaba drogado. La recluta Collins se acercó en compañía de Halliday; la pareja iba tomada de la mano, sin la menor timidez.
—¿Teniente Mandella? —me preguntó con voz quebrada—. ¿Podemos retrasarnos un minuto?
—Sólo uno —contesté, con demasiada brusquedad—. Dentro de cinco minutos debemos partir. Lo siento.
Era duro contemplar la escena. No tenían experiencia previa en el combate, pero sabían lo que todos sabíamos: que tendrían muy pocas probabilidades de volver a reunirse.
Buscaron el refugio de un rincón, murmurando palabras y ensayando mecánicas caricias, sin pasión, sin consuelo siquiera. A Collins le brillaban los ojos, pero no sollozaba. Halliday tenía una expresión sombría y aturdida. Era, con mucho, la más bonita de las dos, pero todo encanto la había abandonado, dejando sólo una cáscara vacía y bien formada.
En los meses transcurridos desde que abandonáramos la Tierra había terminado por acostumbrarme a la homosexualidad femenina; ni siquiera me molestaba ya la idea de que perdía dos posibles compañeras. Pero aún me estremecía al ver la misma actitud entre dos hombres.
Ajusté las correas y retrocedí hacia el traje, abierto como una ostra. Los nuevos modelos eran mucho más complicados, pues estaban llenos de artefactos biométricos y dispositivos para casos de herida traumática. Sin embargo, bien valían el trabajo que suponía conectarlos, sobre todo cuando uno se despedazaba un poco en alguna explosión. En ese caso nos mandaban de regreso a casa con una prótesis heroica y una cómoda pensión. Hasta se hablaba de la posibilidad de regeneración, al menos para brazos y piernas. Ojalá lo consiguieran pronto, antes de que Paraíso se llenara de hemipersonas. Paraíso era el nuevo planeta dedicado a hospital y lugar de descanso y diversión.
Concluí la secuencia de conexión y el traje se cerró por su cuenta, mientras yo apretaba los dientes en espera del dolor, que jamás se presentaba, al entrar en el cuerpo los sensores internos y los tubos de fluido. Se trataba de un condicionamiento que evitaba el contacto neural, de modo que uno sentía tan sólo una ligera dislocación desconcertante, no la muerte de mil punzadas.
Collins y Halliday estaban poniéndose los trajes; como los otros ya habían casi terminado, me dirigí a la zona del tercer pelotón para despedirme de Marygay. Estaba ya vestida y venía en dirección a mí. En vez de emplear la radio tocamos los cascos para conversar en privado.
—¿Te sientes bien tesoro?
—Perfectamente —dijo ella—. He tomado una píldora.
—Sí, la píldora de la felicidad.
Yo también había tomado una; decían que producía optimismo sin interferir en la capacidad de juicio. Sabía que casi todos nosotros íbamos a morir, pero eso no me parecía una mala perspectiva.
—¿Quieres hacer el amor conmigo esta noche?
—Si sobrevivimos los dos… —dijo, neutralmente—. Para eso también tengo que tomar una píldora.
Trató de reír y aclaró:
—Para dormir, por supuesto. ¿Cómo lo toman los novatos? Tienes diez, ¿verdad?
—Diez, sí; están bien. Drogados de la cabeza a los pies, con cuatro dosis.
—Yo también hice lo mismo. Trata de no apretarles demasiado las clavijas.
En realidad, Santesteban era el único veterano de combate de mi pelotón; los cuatro cabos llevaban algún tiempo en la FENU, pero nunca habían estado en una batalla.
Crujió el micrófono de mi pómulo con la voz del comandante Cortez:
—Dos minutos. Que su gente se forme.
Me despedí de Marygay y regresé para preparar a mi bandada. Todos parecían haberse vestido sin problemas, de modo que les hice formar. Aguardamos un rato que nos pareció muy largo.
—Bien, hágales subir.
Con la palabra «subir» se abrió la puerta del compartimiento (en la zona de estacionamiento ya se había evacuado todo el aire) y conduje a mis soldados hacia la nave de asalto.
Los nuevos vehículos eran verdaderamente horribles. Consistían sólo en un armazón descubierto con palancas para que cada uno se sujetara en su lugar, rayos láser giratorios en proa y popa y pequeñas plantas energéticas taquiónicas debajo de ellos. Todo era automático; la máquina descendería lo antes posible y se alejaría para hostilizar al enemigo. Se trataba de un vehículo teledirigido descartable tras haber sido utilizado una sola vez. El que vendría a recogemos en el caso de que sobreviviéramos, bastante más bonito, estaba también en su sitio, junto al otro.
Cada uno tomó asiento en su puesto; la nave de asalto partió de la Sangre y Victoria
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con dos chorros gemelos de sus eyectores de despegue. La voz de la máquina inició una breve cuenta regresiva; finalmente despegamos a cuatro gravedades de aceleración, directamente hacia abajo.
El planeta era un trozo de roca negra que ni siquiera merecía un nombre; no tenía ninguna estrella normal lo bastante cerca como para darle calor.
Al principio resultaba visible sólo por la ausencia de estrellas allí donde su mole impedía el paso de la luz, pero a medida que nos aproximábamos fuimos percibiendo sutiles variaciones en la negrura de su superficie. Estábamos descendiendo hacia el hemisferio opuesto a la base taurina.
Las expediciones de reconocimiento indicaban que el campamento estaba situado en medio de una planicie de lava de varios cientos de kilómetros de diámetro. Era bastante primitiva, si la comparábamos con otras bases taurinas descubiertas por la FENU, pero no había modo de llegar a ella por sorpresa. Cenaríamos sobre el horizonte a unos quince klims de ese lugar; cuatro naves convergerían simultáneamente desde distintas direcciones, todas desacelerando locamente, con la esperanza de caer directamente sobre ellos y ya disparando. No había nada tras lo cual nos pudiéramos ocultar. Por mi parte, nada me preocupaba; en un sentido abstracto me arrepentía de haber tomado la píldora.
Salimos de la trayectoria a un kilómetro de la superficie, para avanzar en dirección horizontal a velocidad mucho mayor que la de los cohetes, corrigiendo permanentemente el curso para no volver a ascender.
La superficie se deslizaba por debajo en un borrón gris oscuro. De nuestros eyectores taquiónicos emanaba un poco de luz, escapando de nuestra realidad para entrar en la propia.
Aquel desgarbado artefacto avanzó dando saltos durante unos diez minutos; el eyector frontal disparó de pronto, lanzándonos hacia delante, con los ojos desorbitados por la rápida desaceleración.
—Preparados para la eyección —dijo la mecánica voz femenina de la máquina—. Cinco, cuatro…
Los rayos láser de la nave comenzaron a disparar; rapidísimos destellos congelaron el suelo en un movimiento estroboscópico espasmódico. Era una retorcida confusión de grietas, hoyos y rocas negras esparcidas, a pocos metros por debajo de nosotros. Descendíamos lentamente.
—Tres…
La voz no pudo seguir contando. Hubo un destello demasiado brillante. El horizonte pareció caer al bajar la cola de la nave; cuando ésta rozó el suelo se produjo el impacto. Fue horrible; trozos de cuerpos humanos, fragmentos de la nave se esparcieron por doquier. Giramos vertiginosamente hasta detenernos con un último golpe. Cuando traté de liberarme descubrí que tenía una pierna atrapada bajo la mole de la nave; un dolor insoportable, un crujido seco: la viga de metal había triturado la pierna. El agudo silbido del aire que escapaba de mi traje roto.
El servicio de trauma del traje se conectó automáticamente en «cortar»; más dolor. En seguida desapareció el sufrimiento y me encontré rodando libremente, mientras el muñón de la pierna iba dejando un rastro de sangre rápidamente congelada en negro sobre las rocas oscuras y opacas. Sentí gusto a bronce; una bruma rojiza, lo cubrió todo; tomó después el tono pardo de la arcilla del río y finalmente el de la manga. Entonces me desvanecí, mientras la píldora pensaba en mi nombre: «No es tan grave…»
El traje está preparado para salvar el cuerpo que contiene, hasta donde sea posible. Si uno pierde parte de un brazo o de una pierna, uno de los dieciséis afiladísimos iris se cierra en torno al miembro afectado con la fuerza de una prensa hidráulica, amputándolo con precisión y cerrando herméticamente el traje antes de que uno muera por descompresión explosiva. Después, el «servicio de trauma» cauteriza el muñón, repone la sangre perdida y llena al sujeto de drogas estimulantes y anti-shock. Si los camaradas acababan por ganar la batalla, tarde o temprano uno llegaría al puesto médico de la nave. De lo contrario, por lo menos moría feliz.
Mientras yo dormía envuelto en algodones negros, nuestra gente ganó aquella partida. Desperté en la enfermería atestada, en medio de una larga hilera de catres, cada uno ocupado por alguien cuyo traje había logrado salvar hasta tres cuartas partes del ocupante. Los dos médicos de la nave nos ignoraban por completo; estaban absortos en algún sangriento rito ante la mesa de operaciones. Les observé durante largo rato, medio cegado por la fuerte luz. La sangre que les manchaba las túnicas podía pasar por grasa; los cuerpos envueltos sobre los cuales se inclinaban, por extrañas máquinas blandas. Pero las máquinas gritaban en sueños y los mecánicos murmuraban palabras de consuelo mientras manejaban sus herramientas engrasadas. Observé, dormí, desperté en diferentes lugares.