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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (20 page)

BOOK: La guerra interminable
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Al fin desperté en un lugar definitivo. Estaba sujeto con correas a la cama y lleno de tubos de alimentación y electrodos de biosensores. No había médicos a mi alrededor. En la pequeña habitación había sólo otra persona: Marygay, que dormía en la cama vecina a la mía. Su brazo derecho había sido amputado precisamente por debajo del codo.

No la desperté. Pasé un largo rato mirándola, mientras intentaba ordenar mis sentimientos, superando el efecto de las drogas. Aquel muñón no me despertaba simpatía ni repulsión. Traté de forzar tanto una reacción como la otra, pero no lo conseguí. Era como si siempre la hubiese visto de ese modo. No sé si se debía a las drogas, al condicionamiento o al amor. Había que esperar.

De pronto ella abrió los ojos; comprendí entonces que llevaba un rato despierta, pero que me había dado tiempo para pensar.

—Hola, juguete roto —me saludó.

—¿Cómo… cómo te sientes? —pregunté.

¡Brillante, la pregunta! Ella se llevó un dedo a los labios para besarlo, en un gesto familiar, mientras pensaba.

—Estúpida, aturdida. Y feliz de no seguir siendo soldado —respondió, sonriendo—. ¿Te lo han dicho? Vamos camino de Paraíso.

—No lo sabía. Pero tenía que ser hacia allá o hacia la Tierra.

—Paraíso es mejor que la Tierra —observó ella, mientras yo pensaba que cualquier cosa lo era—. ¡Ojalá estuviéramos ya allí!

—¿Cuánto falta para llegar?

—No lo sé —respondió Marygay, volviéndose de cara al cielo raso—. ¿No has hablado con nadie?

—Acabo de despertar.

—Hay una nueva orden que no se molestaron en comunicarnos antes. La Sangre y Victoria debe realizar cuatro misiones; hay que seguir combatiendo hasta haber cumplido las cuatro. A menos que nuestras bajas sean muchas y no convenga seguir.

—¿Cuánto es «muchas»?

—¡Quién sabe! Ya hemos perdido la tercera parte, pero vamos con rumbo a Aleph-7. «Incursión de calzones.» Tal era el nuevo término que aplicábamos a aquel tipo de operaciones cuyo objetivo principal era capturar artefactos taurinos y prisioneros, dentro de lo posible. Traté de investigar los orígenes de la frase, pero la única explicación que se me ocurrió fue completamente estúpida.

Alguien llamó a la puerta. En seguida entró el doctor Foster, haciendo revolotear las manos como si fueran mariposas.

—¿Todavía en camas separadas? Marygay, creí que estabas más repuesta.

Foster tenía razón. Era un pajarillo alborotado, pero demostraba cierta divertida tolerancia por la heterosexualidad. Examinó primero el muñón de Marygay y después el mío. Finalmente nos puso sendos termómetros en la boca para que no pudiéramos hablar y habló con tono serio y directo.

—No voy a pintaros las cosas de color de rosa. Los dos estáis llenos de droga hasta las orejas y la pérdida que habéis sufrido no os preocupará mientras no os prive de ella. Por mi propia conveniencia os mantendré así hasta que lleguemos a Paraíso. Tengo veintiún amputados a mi cargo; me sería imposible manejar veintiún casos psiquiátricos.

»Disfrutad, mientras tanto, de la paz del espíritu. Vosotros dos más que nadie, pues probablemente querréis seguir juntos. En Paraíso os pondrán unas prótesis muy aceptables, pero cada vez que uno de vosotros mire su miembro mecánico, pensará en lo afortunado que es el otro. Cada uno despertará constantemente en el otro recuerdos de dolor y pérdida… Tal vez os tiréis los platos a la cabeza en menos de una semana. Tal vez compartáis un taciturno amor por el resto de la vida. Pero también es posible que lo superéis, que os deis fuerzas mutuamente. Si no es así, no tratéis de engañaros.

Verificó las marcas de los termómetros y tomó nota en su libreta.

—Este médico sabe lo que dice, aunque sea un poco extraño para el anticuado punto de vista que vosotros mantenéis. No lo olvidéis.

Me sacó el termómetro de la boca y me dio una palmadita en el hombro. Imparcialmente, hizo lo mismo con Marygay. Ya en la puerta, agregó:

—Dentro de seis horas entraremos en campo colapsar. Una de las enfermeras os llevará a los tanques.

Pasamos a los tanques (tanto más cómodos y seguros que las viejas cápsulas de aceleración) y entramos en el campo colapsar Tet-2, iniciando ya la loca maniobra evasiva a cincuenta gravedades que nos protegería de los cruceros enemigos al surgir en Aleph-7 un microsegundo más tarde.

Como era de esperar, la campaña de Aleph-7 resultó un fracaso total. Nos retiramos con sólo dos campañas cumplidas, cincuenta y cuatro muertos y treinta y nueve lisiados, para tomar rumbo a Paraíso. Quedaban sólo doce soldados en condiciones de combatir, pero no estaban muy ansiosos por hacerlo.

Para llegar a Paraíso debimos trasponer tres saltos colapsares. Ninguna nave iba directamente desde la batalla a ese sitio, aunque el desvío costara algunas vidas más. Había que evitar a toda costa que los taurinos descubrieran Paraíso o la Tierra.

Paraíso era un planeta encantador, similar a la Tierra, pero aún en buen estado. Así podría haber sido nuestro mundo si los hombres lo hubieran tratado con más compasión que codicia. Selvas vírgenes, playas blancas, prístinos desiertos. Sus treinta o cuarenta ciudades se confundían perfectamente con el medio (una estaba completamente bajo tierra) o eran atrevidas afirmaciones del ingenio humano: Océano, en un arrecife de coral, con seis brazas de agua sobre los techos transparentes; Bóreas, colgada de la abrupta cima de una montaña, en las estepas polares; la fabulosa Skye, una enorme ciudad que flotaba de un continente a otro según la llevaran los vientos.

Descendimos en Umbral, la ciudad de la selva, como se hacía por costumbre. Esta población está constituida en sus tres cuartas partes por un hospital y es, con mucho, la más grande del planeta. Nadie podría apreciarlo desde el aire, al bajar la órbita. El único signo de civilización era una breve carretera que aparecía súbitamente como un pequeño parche blanco, reducido a la insignificancia por los bosques inmensos que avanzaban desde el este y por el océano, extendido hasta el otro horizonte.

Una vez que se entraba en la espesura la ciudad quedaba más a la vista. Entre los troncos, de diez metros de diámetro se alzaban edificios bajos, construidos con maderas y piedras del lugar, conectados entre sí por disimulados senderos de piedra; una avenida ancha bajaba hacia la playa. La luz del sol se filtraba formando parches en el follaje. El aire tenía allí la dulzura de la selva mezclada con el vigor del salitre.

Más tarde supe que la ciudad se extendía a lo largo de doscientos kilómetros cuadrados; cuando las distancias a recorrer eran demasiado prolongadas, uno podía tomar un transporte subterráneo que le llevaría en cualquier dirección. La ecología de Umbral, cuidadosamente equilibrada y mantenida, imitaba la selva exterior, pero sin sus peligros e incomodidades. Un poderoso campo hipertensor mantenía alejados a los animales peligrosos y a los insectos que no resultaban necesarios para la vida de las plantas.

Caminando, renqueando o en sillas de ruedas entramos en el edificio más próximo, que era la recepción del hospital. El resto estaba constituido por treinta plantas subterráneas. Cada uno fue examinado y llevado a una habitación. Traté de conseguir un cuarto doble para compartirlo con Marygay, pero no estaban preparados para dar esa clase de alojamiento.

Corría por entonces el año terrestre 2189. Eso significaba que yo tenía doscientos quince años. ¡Dios, qué viejo carcamal! Por favor, que alguien pase el sombrero… No, no era necesario, el médico que me examinó dijo que transferirían mis sueldos acumulados de la Tierra a Paraíso. El interés compuesto me ponía en un tris de convertirme en billonario. Me comentó que en Paraíso había muchas formas de gastar ese dinero.

Como atendían con preferencia a los heridos más graves, pasaron varios días antes de que yo pasara a cirugía. Más tarde, al despertar en mi habitación, descubrí que me habían fijado una prótesis al muñón; era una estructura articulada de metal reluciente que, en mi profana opinión, parecía exactamente el esqueleto de una pierna y un pie. Era horripilante sin remisión; yacía en un saco de fluido transparente, con varios cables que se insertaban en una máquina instalada a los pies de la cama En ese momento entró un ayudante médico.

—¿Cómo se siente, señor?

Estuve a punto de sugerirle que dejara de fastidiar con eso de «señor», puesto que yo ya no pertenecía al ejército ni pensaba volver a él. Pero tal vez al hombre le resultara grato sentir que mi rango era superior.

—No sé. Me duele un poco.

—Dolerá como el infierno. Espere a que los nervios comiencen a crecer.

—¿Nervios?

—Claro —repuso, mientras manipulaba la máquina y leía los indicadores del otro lado—. ¿De qué serviría una pierna sin nervios? Sólo para quedarse aquí en la cama.

—¿Nervios como los normales? Es decir, ¿bastará con que yo piense «muévete» para que la pierna se mueva?

—Por supuesto.

Me miró intrigado antes de volver a su tarea. Pero yo estaba asombrado.

—Pues la prótesis ha avanzado mucho.

—¿«Pro» qué?

—Esto, los miembros artif…

—¡Ah, claro, como en los libros! Piernas de madera, ganchos, todo eso.

¿Cómo era posible que le hubieran dado ese empleo?

—Todo eso, sí, prótesis. Como lo que tengo en el muñón.

—Oiga, señor —aclaró, mientras dejaba el tablero en donde había estado garabateando algún dato—. Usted está muy atrasado. Va a ser una pierna igual a la suya, sólo que ésta no se romperá jamás.

—¿Y con los brazos también hacen eso?

—Por supuesto; con cualquier miembro —explicó, volviendo a sus anotaciones—. Hígados, riñones, estómagos…, cualquier cosa. Con el corazón y los pulmones no estamos tan avanzados; todavía se emplean sustitutos mecánicos.

—Fantástico —exclamé, pensando que Marygay también volvería a estar completa.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Esto se hace desde antes de que yo naciera. ¿Qué edad tiene usted, señor?

Cuando se lo dije silbó de asombro.

—¡Caray! Usted ha de haber estado en esto desde el comienzo.

Su acento era muy extraño. Las palabras eran correctas, pero no la forma de pronunciarlas.

—Sí, estuve en el ataque a Epsilón, en la campaña de Aleph.

Al principio los colapsares recibían los nombres de las letras del alfabeto hebreo, pero cuando esos malditos planetas empezaron a pulular por todas partes las letras no alcanzaron y hubo que agregarles números. Yod-42.

—¡Vaya, eso es historia antigua! ¿Cómo eran las cosas en aquella época?

—No lo sé. No había tanta gente; era más agradable. Hace un año volví a la Tierra. ¡Diablos, fue hace un siglo! Depende de cómo se mire. Aquello me pareció tan espantoso que me enrolé de nuevo, ¿sabe? Eran todos como zombies, sin intención de ofender.

Él se encogió de hombros.

—Yo no estuve nunca allí. La gente que viene de la Tierra parece echarla de menos. Tal vez haya mejorado.

—¡Cómo! ¿Usted nació en otro planeta? ¿En Paraíso?

No era de extrañar que su acento me resultara imposible de identificar.

—Aquí nací, aquí me eduqué y aquí me reclutaron —afirmó, mientras guardaba el lápiz en el bolsillo y plegaba las anotaciones hasta reducirlas al tamaño de una billetera—. Sí, señor. Pertenezco a la tercera generación de ángeles. Este maldito planeta es el mejor de toda la FENU.

Noté que deletreaba las letras en vez de decir «fenu» como nosotros.

—Oiga, teniente, debo darme prisa. Tengo que controlar otros dos monitores ahora mismo —explicó, dirigiéndose hacia la puerta—. Si necesita algo toque el timbre que está sobre la mesa.

Tres generaciones de ángeles. Sus abuelos habían venido desde la Tierra cuando yo no era más que un centenario novato. ¿Cuántos otros mundos habrían colonizado mientras yo no me enteraba? Y una vez perdido un brazo, ¿crecería otro nuevo?

Sería agradable instalarse en algún lugar para vivir un año entero cada doce meses transcurridos.

Lo que ese hombre me había dicho con respecto a los dolores no era broma. Y no se trataba sólo de la pierna nueva, aunque ardía como aceite hirviendo: para que los tejidos nuevos se adaptaran hubo que debilitar la resistencia de mi cuerpo a las células extrañas; tuve cinco o seis brotes cancerígenos que fue necesario tratar dolorosamente y por separado.

Comenzaba a sentirme desgastado, pero al mismo tiempo me resultaba fascinante ver cómo crecía la pierna nueva. Los hilos blancos se convirtieron en vasos sanguíneos y en nervios; al principio colgaban un poco, pero lentamente fueron situándose en su lugar a medida que crecía la musculatura en torno al hueso metálico. Como me había habituado a verla crecer, el espectáculo no me repugnaba. En cambio, la visita de Marygay me resultó un verdadero golpe; la autorizaron a levantarse antes de que terminara de crecer la piel del brazo nuevo, y apareció en mi cuarto como una demostración de anatomía en vivo. Sin embargo, logré superar la impresión; ella acabó por visitarme durante varias horas por día para jugar a cualquier cosa o para intercambiar chismes; otras veces nos limitábamos a leer, mientras el brazo le crecía lentamente dentro de la envoltura plástica.

Una semana después de aparecer la piel me quitaron el molde y desconectaron la máquina. La nueva pierna era horrible: tenía la blancura de los muertos y carecía de vello, además de estar rígida como una vara metálica. Pero a su modo funcionaba. Pude levantarme y dar unos cuantos pasos. Me pasaron entonces a ortopedia para «reeducación de movimientos», lo cual era un nombre caprichoso para cierta tortura prolongada: consistía en atarme a una máquina que flexionaba al mismo tiempo la pierna vieja y la nueva. La nueva se resistía.

Marygay estaba en una sección cercana donde le retorcían metódicamente el brazo. El proceso sufrido por ella debía ser peor, pues se la notaba cada día más pálida y ojerosa cuando nos encontrábamos arriba, por las tardes, para tomar un poco de sol. A medida que pasaban los días la terapia dejó de constituir una tortura para convertirse en un ejercicio extenuante. Ambos comenzamos a nadar durante una hora diaria en las tranquilas aguas de la playa, custodiadas por el hipertensor. Yo renqueaba aún en tierra firme, pero en el agua me defendía bastante bien.

Aquellos ejercicios en las aguas protegidas eran lo único excitante que podíamos disfrutar en Paraíso…, excitante para nuestra sensibilidad, adormecida por la guerra. Cada vez que llegaba un buque debían apagar el hipertensor por un instante a fin de que el barco no fuera rechazado hacia el océano. De tanto en tanto se deslizaba algún animal hacia el interior del campo, pero los animales de tierra que podían resultar peligrosos eran lentos para cruzar la barrera. En el mar no ocurría lo mismo.

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