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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (12 page)

BOOK: La guerra interminable
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—Quizá hayas perdido peso.

—¡Qué inteligente!

Desde que nos habían hecho los trajes en Puerta Estelar, nuestras calorías y nuestros ejercicios habían sido cuidadosamente vigilados. Nadie puede usar el traje de guerra a menos que el sensor de piel se ajuste al cuerpo como una película de aceite. Un altavoz instalado en la pared ahogó el resto de su comentario.

—Atención, personal, atención. Todo el personal del ejército, desde el grado seis hacia arriba, y todo el personal de la marina, desde el grado cuatro arriba, deberán presentarse en la sala de reuniones a las 2130. Atención…

El mensaje fue repetido dos veces más. Yo fui a acostarme algunos minutos mientras Marygay mostraba su verdugón (y todo el resto de su persona) al médico y al armero. Dejo constancia de que no me sentí celoso en absoluto.

El comodoro dio comienzo a la reunión.

—No hay mucho que decir; sólo algunas malas noticias. Hace seis días el vehículo taurino que nos persigue soltó un proyectil teledirigido. La aceleración inicial era de 80 gravedades.

Hizo una pausa antes de proseguir:

—Tras mantenerla durante un día entero, más o menos, la aumentó súbitamente a 148 gravedades.

Hubo una exclamación colectiva.

—Ayer volvió a subir: 203 gravedades. No necesito decirles que eso duplica la capacidad de aceleración de los vehículos enemigos de nuestro último encuentro. Lanzamos una salva de naves teledirigidas, en número de cuatro, para que interceptaran las cuatro trayectorias enemigas que la computadora indicaba como más probables. Una de ellas giró a sotavento a poca distancia, mientras efectuábamos las maniobras evasivas. Hicimos contacto con el arma taurina y la destruirnos a diez millones de kilómetros de aquí.

Eso estaba prácticamente a la vuelta de la esquina.

—El único detalle alentador que proporciona el encuentro es el análisis espectroscópico del estallido. No fue más poderoso que los anteriores; por lo tanto podemos deducir que no han progresado tanto en explosivos como en propulsión. O tal vez no creyeron que fuera necesario provocar una explosión mayor que ésa. Ésta es la primera manifestación de un efecto muy importante que hasta el momento ha interesado sólo a los teóricos.

En seguida señaló a Negulesco y le preguntó:

—Dígame, recluta, ¿cuánto hace que combatimos a los taurinos por primera vez, en Aleph?

—Depende del marco de referencia —respondió ella, obediente—. Para mí son ocho meses, comodoro.

—Exactamente. Sin embargo, ustedes han perdido unos nueve años, debido a la dilatación cronológica, mientras maniobrábamos entre saltos colapsares. Desde un punto de vista de la ingeniería y puesto que no hemos efectuado ninguna investigación importante durante ese período, ¡el vehículo enemigo viene del futuro!

Hizo otra pausa para permitir que asimiláramos la idea. Después prosiguió:

—A medida que se desarrolle la guerra, esto será más y más pronunciado. Los taurinos, empero, tampoco han encontrado remedio a la relatividad, lo que puede operar en nuestro beneficio. Sin embargo, hasta el presente jugamos en desventaja. A medida que el vehículo taurino se aproxime, esta desventaja se acentuará. Es muy posible que nos aniquilen.

«Tendremos que hacer algunas maniobras extrañas. Cuando estemos a quinientos millones de kilómetros de la nave enemiga todo el mundo entrará en las cápsulas y confiaremos la situación a la computadora logística. Ella nos llevará a través de una rápida serie de cambios en dirección y velocidad. Les seré totalmente sincero: si ellos tienen una sola nave teledirigida más que nosotros, será nuestro fin. No han vuelto a lanzar ninguna desde la primera vez. Tal vez se están reservando o…

Y concluyó, mientras se enjugaba la frente con ademán nervioso.

—O tal vez no tenían más que una. En ese caso el triunfo será nuestro. De cualquier modo pido a todo el personal que esté listo para entrar en las cápsulas con sólo diez minutos de advertencia. Cuando estemos a mil millones de kilómetros del enemigo deberán ustedes estar de pie ante las cápsulas. Cuando se aproxime hasta los quinientos millones entrarán en ellas; entonces inundaremos y presurizaremos las salas de cápsulas. No habrá tiempo para esperar a nadie. Por mi parte, eso es todo. ¿Quiere agregar algo, mayor?

—Ya hablaré después con mis soldados, comodoro.

—Rompan filas.

No hubo nada de aquel estúpido saludo, «jódase, señor». La marina lo consideraba como algo impropio de su dignidad.

Todos, menos Stott, seguimos en posición de firmes hasta que él salió de la sala. Después algún otro marinerito repitió «rompan filas» y todos nos marchamos.

Yo me dirigí al comedor en busca de soja, compañía y, a ser posible, alguna información. Allí no había más que especulaciones ociosas, de modo que invité a Rogers y nos acostamos juntos. Marygay había vuelto a desaparecer; probablemente estaba tratando de sacarle algún dato a Singhe.

3

A la mañana siguiente se realizó la prometida charla con el mayor. Éste no hizo sino repetir aproximadamente lo que ya había dicho el comodoro, en términos de infantería y con su monótono staccato. Puso énfasis en el hecho de que sólo sabíamos una cosa de los taurinos: habían mejorado su capacidad en cuanto a navegación y era muy probable que ya no fueran tan poco eficaces como en el encuentro anterior.

Pero eso trae a cuento un aspecto interesante. Hacía ocho meses o nueve años habíamos tenido una enorme ventaja a nuestro favor, pues ellos parecían no comprender de qué se trataba. Puesto que eran tan belicosos en el espacio, habíamos supuesto que serían verdaderos salvajes en tierra firme. En cambio se pusieron prácticamente en fila para entrar en el matadero. Uno, el que había escapado, describió seguramente a sus congéneres aquella anticuada forma de combate.

Sin embargo, no era seguro que esa noticia hubiera llegado a conocimiento del grupo que custodiaba Yod-4; la única forma de comunicarse superando la velocidad de la luz consiste en llevar físicamente el mensaje a través de sucesivos saltos colapsares. Y no había manera de saber cuántos eran los saltos entre Yod-4 y el planeta natal de los taurinos. Tal vez el grupo en cuestión se mostrara tan pasivo como los otros; tal vez llevaban más de diez años practicando tácticas de infantería. Ya lo averiguaríamos al llegar allí.

Mientras el armero y yo ayudábamos a mi brigada con el mantenimiento de los trajes, pasamos el límite de los cien millones de kilómetros y tuvimos que acercarnos a las cápsulas. Nos quedaban cinco horas antes de meternos en ellas. Jugué una partida de ajedrez con Rabí y la perdí. Después Rogers ordenó al pelotón realizar unos vigorosos ejercicios gimnásticos, probablemente sólo para apartar los pensamientos de tan triste perspectiva: yacer medio aplastado en las cápsulas durante cuatro horas, como mínimo. Hasta entonces habíamos soportado sólo la mitad de ese tiempo. Cuando sólo faltaban diez minutos para llegar al límite de los quinientos millones de kilómetros, los jefes de patrulla supervisamos la entrada a las cápsulas. En ocho minutos estuvimos encerrados, cubiertos de fluido y a merced de la computadora, o a salvo en sus brazos.

Mientras yacía allí, exprimido, se me ocurrió una idea tonta que siguió dando vueltas en mi mente como la carga de un superconductor: según las formalidades militares, la conducción de la guerra se divide claramente en dos categorías: táctica y logística. La logística se relaciona con el movimiento de tropas, la provisión de alimentos y casi todos los demás aspectos, con excepción del combate en sí, que corresponde a la táctica. Y en aquellos momentos estábamos combatiendo sin computadora táctica que nos guiara para el ataque y la defensa; sólo contábamos con un pacífico supereficiente encargado cibernético de suministros, con una enorme computadora logística. Atención al término: logística.

La otra parte de mi cerebro, quizá menos estrujada, argüía que importaba muy poco el nombre de una computadora: es siempre un montón de microchips de memoria, bancos de datos, tornillos y tuercas… Si uno la programa como para que sea Gengis Khan, se convierte en una computadora táctica, aunque sus funciones habituales consistan en supervisar el mercado de acciones o manejar la purificación de las aguas residuales.

Pero la otra voz, obstinada, respondía que, según ese criterio, un hombre sería tan sólo una masa de pelo, un poco de hueso y algo de carne fibrosa; por lo tanto, sea el hombre que sea, se podría convertir a un monje budista en un sanguinario guerrero.

En ese caso (respondía el otro lado), ¿qué diablos eres tú, soy yo, somos los dos? Un físico amante de la paz, especializado en soldaduras en el vacío, secuestrado en una máquina de matar. Tú, yo, los dos hemos matado y disfrutado con ello.

Pero era hipnotismo, condicionamiento motivacional (me replicaba yo mismo). Eso ya no se hace.

Y la única razón por la cual no se hace (volví a responder) es porque así matarás mejor. Se trata de simple lógica.

Y hablando de lógica, la pregunta original era: ¿por qué hacen que una computadora logística se encargue del trabajo de un hombre? O algo por el estilo. En aquel momento nos desconectaron de nuevo.

Al encenderse la luz verde operé automáticamente la llave con la barbilla; la presión había bajado a 1,3 antes de que yo reaccionara del todo: eso significaba que estábamos vivos, que habíamos ganado la primera escaramuza.

Tenía razón, pero sólo en parte.

4

Cuando me estaba sujetando la túnica con el cinturón, mi anillo emitió un tintineo. Levanté la mano para escuchar. Era Rogers.

—Mandella, ve a inspeccionar el ala 3. Algo ha ido mal: Dalton tuvo que descompresionarla desde Control.

¡El ala 3 correspondía a la brigada de Marygay! Salí disparado por el corredor, descalzo, y llegué precisamente cuando abrían la puerta desde el interior de la cámara de presión. El primero en salir fue Bergman.

—¿Qué diablos ha pasado, Bergman? —pregunté, tomándole por el brazo.

—¿Eh?

Me miró de reojo, todavía aturdido, como ocurre siempre con quienes salen de la cámara. Al fin exclamó:

—¡Oh, eres tú, Mandella! No sé a qué te refieres. —Traté de espiar por la puerta, siempre sin soltarle.

—Os habéis retrasado, hombre. Habéis hecho más tarde la descompresión. ¿Qué ha pasado?

Sacudió la cabeza como si tratara de aclarar las ideas.

—¿Tarde? ¿Qué tarde? Digo, ¿cuánto nos hemos retrasado?

Miré el reloj por primera vez.

—No mucho —dije—. ¡Jesús! Entramos a las cápsulas a las 0520, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

Marygay seguía sin salir; no estaba entre las borrosas figuras que se tambaleaban entre las literas y los tubos enredados.

—Hum… creo que os habéis retrasado sólo un par de minutos, pero debíamos estar allí cuatro horas o menos, y ya son las 1050.

—¡Ah!

Volvió a agitar la cabeza. Le dejé ir y di un paso atrás para dejar paso a Stiller y a Demy.

En ese caso todo el mundo se ha retrasado. No hay problema.

Non sequitur.

—Claro, claro. ¡Oye, Stiller! ¿Has visto a…?

Desde adentro se oyó gritar:

—¡Un médico, un médico!

Alguien salía; no era Marygay. Empujé rudamente para abrirme paso y me lancé hacia la puerta; tras atropellar a algún otro llegué hasta donde estaba Struve, el ayudante de Marygay. De pie junto a una cápsula, hablaba en voz alta y a toda velocidad por el anillo.

—…y sangre Dios sí necesitamos…

Era Marygay, aún acostada en su traje; estaba —…Dalton nos advirtió que… cubierta por completo por una capa uniforme y brillante de sangre y

—…y como no reaccionaba…

que se iniciaba como una fuente furiosa junto a la clavícula y descendía entre sus pechos hasta el esternón y más allá

—…me acerqué y abrí el…

para abrirse en un tajo que se hacía más y más profundo a medida que bajaba por el vientre, y allí donde se interrumpía,

—…sí, todavía está…

a pocos centímetros del pubis salía un membranoso fragmento de intestino.

—De acuerdo, el muslo izquierdo. Mandella…

Vivía aún, su corazón palpitaba, pero la cabeza surcada de sangre colgaba sin fuerzas y tenía los ojos en blanco; cada vez que exhalaba el aliento aparecían dos burbujas de saliva rojiza en las comisuras de la boca.

—…tatuado el muslo izquierdo.

¡Mandella! ¡Reacciona! Mira debajo del muslo y fíjate qué grupo sanguíneo…

—Tipo cero RH negativo. Maldi… ta… sea. Lo siento. Cero negativo.

¿Acaso no había visto yo diez mil veces ese tatuaje? Struve transmitió la información. Mientras tanto yo recordé súbitamente que llevaba un botiquín de primeros auxilios en el cinturón; lo abrí y comencé a revisar su contenido.

«Detener la hemorragia… proteger la herida… tratar el shock.» Eso decía el libro. Faltaba algo, faltaba algo… «Limpiar los conductos de aire.» Bueno, ella respiraba, si a eso se refería el texto. ¿Y cómo se puede detener una hemorragia o proteger la herida con un simple vendaje a presión cuando el tajo tiene casi un metro de largo? En cuanto al tratamiento contra el shock, eso estaba a mi alcance. Busqué la ampolla verde, se la puse contra el brazo y oprimí el botón. Después le puse la cara esterilizada del vendaje contra la parte expuesta del intestino y le pasé la banda elástica por el lado inferior de la espalda, la gradué a tensión cero y la sujeté.

—¿Puedes hacer algo más? —preguntó Struve.

—No lo sé —respondí, irguiéndome con la sensación de ser importante—. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

—No sé más que tú de medicina.

Struve miró hacia la puerta sacudiendo un puño, con los bíceps en tensión.

—¿Dónde diablos se habrán metido? —protestó—. ¿No tienes Morfplex en el botiquín?

—Sí, pero alguien me dijo que no debe usarse en caso de heridas inter…

—¿William?

Ella había abierto los ojos y estaba tratando de levantar la cabeza. Me apresuré a sostenérsela.

—No te aflijas, Marygay. El médico ya está en camino.

—¿Qué… afligirme? Tengo sed. Agua.

—No, tesoro, no puedes beber. Al menos durante un rato no podremos darte nada.

Imposible darle agua si tenían que operarla.

—¿Por qué tanta sangre? —preguntó con voz débil, mientras la cabeza se le caía hacia atrás—. Me porté mal…

—Debe haber sido el traje —me apresuré a decir—. ¿Recuerdas que hacía pliegues?

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