Read La guerra interminable Online
Authors: Joe Haldeman
—Camuflaje, sargento.
El color verde se convirtió en blanco; después, en un gris sucio.
—Éstos son camuflajes adecuados para Charon y para la mayoría de los planetas portales —observó Cortez, como si hablara desde un pozo profundo—, pero hay otras combinaciones posibles.
El gris se manchó con brillantes combinaciones de pardos y verdes.
—Jungla.
Después se convirtió en un ocre pálido y seco.
—Desierto.
Un pardo oscuro, más oscuro aún, hasta llegar al negro opaco.
—Noche o espacio.
—Muy bien, sargento. Que yo sepa, éste es el único detalle del traje que fue perfeccionado después de su entrenamiento. Los mandos están en torno a la muñeca izquierda. Reconozco que son incómodos, pero una vez que uno halla la combinación adecuada, es muy fácil mantenerla. Ahora bien, en la Tierra ustedes no recibieron demasiado entrenamiento respecto al uso del traje, pues no queríamos que se habituaran a utilizarlo en un ambiente benigno. El traje de guerra es el arma personal más poderosa que se haya inventado, pero al mismo tiempo la que más fácilmente puede causar la muerte de quien lo viste, por mero descuido. Gire, sargento.
Señaló una gran protuberancia cuadrada entre los hombros, y prosiguió:
—Aquí tienen un ejemplo: las aletas de escape. Como ustedes saben, el traje mantiene a quien lo lleva en una temperatura cómoda, sea cual fuere el clima exterior. El material del traje es el mejor aislante que se pudo conseguir, de acuerdo con las necesidades técnicas. Por lo tanto estas aletas se calientan mucho, en comparación con las temperaturas del lado oscuro, a medida que evacuan el calor del cuerpo humano. Supongamos que uno se recuesta contra una roca de gas congelado: hay muchas por ahí. El gas sublimará a medida que vaya surgiendo de las aletas y, al escapar, golpeará contra el «hielo» circundante, quebrándolo; en una centésima de segundo se producirá un estallido equivalente al de una granada, precisamente debajo del cuello. La víctima no sentirá nada. En los últimos dos meses han muerto once personas por variaciones sobre este tema. Y sólo estaban construyendo unas pocas cabañas.
»Supongo que ya están advertidos con respecto a la instalación Waldo, con la cual ustedes pueden matarse con toda facilidad o causar la muerte de sus compañeros. ¿Alguien quiere estrecharle la mano al sargento?
Hizo una pausa; al no obtener respuesta se adelantó y tomó la mano enguantada de Cortez.
—Él tiene muchísima práctica. Mientras ustedes no la tengan deberán emplear la máxima cautela. Por rascarse un picor pueden quebrarse la espalda. Recuerden: reacciones semilogarítmicas; una presión de un kilogramo ejerce una fuerza de cinco; tres kilos dan diez; cuatro, veintitrés; cinco, cuarenta y siete. Casi todos ustedes podrán levantar pesos muy superiores a los cincuenta kilos. Teóricamente se puede partir una viga de acero con sólo amplificar esa fuerza; lo que sucede en realidad es que se rompe el material de los guantes y uno muere inmediatamente, al menos aquí, en Charon. Sería una carrera entre la descompresión y la congelación instantánea: de uno u otro modo morirán sin remedio.
»También los Waldo de las piernas son peligrosos, aunque la amplificación es menor. Mientras no estén bien adiestrados no traten de correr ni de saltar. Lo más probable sería que resbalaran, y eso también significaría la muerte.
»La gravedad de Charon equivale a las tres cuartas partes de la terrestre, de modo que eso no es demasiado complicado. Pero en un planeta pequeño, como la Luna, uno toma carrera da un salto y vuela hacia el horizonte sin descender durante veinte minutos; probablemente acabe estrellándose contra una montaña a ochenta metros por segundo. En un pequeño asteroide tampoco sería buen negocio: se podría alcanzar la velocidad de escape y encontrarse en un viaje informal por los espacios intergalácticos. Es una manera muy lenta de viajar.
»Mañana por la mañana comenzaremos a enseñarles cómo mantenerse vivos dentro de esta máquina infernal. Durante el resto del día, hasta la hora de acostarse, les iré llamando uno por uno para tomarles las medidas. Eso es todo, sargento.
Cortez se acercó a la puerta e hizo girar la espita que permitía la entrada de aire a la esclusa; inmediatamente se encendieron varias lámparas de infrarrojos para evitar que el aire se congelara en su interior. Cuando las presiones estuvieron igualadas, el sargento volvió a cerrar la espita, abrió la puerta y pasó a la esclusa, cerrando tras de sí. Durante un minuto se oyó el murmullo de la bomba que evacuaba el pequeño recinto. Finalmente Cortez salió y cerró herméticamente la puerta exterior. El sistema era muy similar al de la Luna.
—En primer término, que venga el soldado Omarr Almizar. El resto puede ir a buscar las literas correspondientes. Les llamaré por el altavoz.
—¿Por orden alfabético, señor?
—Sí. Tardaré unos diez minutos con cada uno. Quienes tengan el apellido con Z pueden acostarse.
La pregunta había provenido de Rogers. Seguramente pensaba acostarse en seguida.
El sol era un punto blanco y duro en mitad del cielo; resultaba mucho más brillante de lo que yo había supuesto; dado que estábamos a ochenta unidades astronómicas de distancia, su luz tenía una intensidad 6.400 veces menor que en la Tierra. Sin embargo, daba tanta luz como una poderosa lámpara para iluminación de calles.
—Aquí hay mucha más luminosidad que en los planetas portales —crujió la voz del capitán Stott en nuestro oído colectivo—. Confórmense con ver por dónde caminan.
Marchábamos todos formados en una sola fila india por la acera de permaplast que comunicaba los alojamientos con la cabaña de suministros. Habíamos pasado la mañana practicando la marcha entre paredes; no había gran diferencia con lo de ahora, salvo en lo que respecta al exótico escenario. Aunque la luz era bastante mortecina, era posible ver claramente hasta el horizonte, puesto que no había atmósfera. Desde un lado al otro se extendía un barranco negro, demasiado regular como para ser natural, a un kilómetro de donde estábamos. El suelo era negro como la obsidiana, manchado con parches de hielo blanco o azulado. Junto a la cabaña de suministros había una pequeña montaña de nieve en un cubo con el rótulo «Oxígeno».
El traje era bastante cómodo, pero daba a su ocupante la extraña sensación de ser al mismo tiempo marioneta y titiritero. Uno aplicaba el impulso necesario para mover las piernas y el traje se encargaba de multiplicarlo, moviéndolas por uno.
—Por hoy nos limitaremos a caminar por la zona de los cuarteles. ¡Y que nadie abandone la zona!
El capitán no llevaba su pistola del 45, a menos que la llevara como amuleto bajo el traje; de cualquier modo tenía un dedo a rayo láser, como todos nosotros, y el suyo debía estar enganchado hacia arriba.
Guardando una distancia mínima de dos metros entre uno y otro, todos salimos del permaplast y seguimos al capitán por sobre la roca lisa. Caminó despacio durante cerca de una hora, abriéndose en espiral, y finalmente se detuvo en el otro extremo del perímetro.
—Atención, todo el mundo.
Señaló una laja de hielo azulado que estaba a unos veinte metros de distancia y explicó:
—Voy a subir a esa roca para mostrarles algo que deben saber si no quieren perder la vida.
Se alejó diez o doce pasos, caminando con facilidad.
—Primero debo calentar una roca. Bajen los filtros.
Oprimí la perilla que llevaba bajo el sobaco para bajar el filtro sobre mi conversor de imágenes. El capitán apuntó el dedo hacia una roca negra del tamaño de una pelota de baloncesto y lanzó un disparo breve. El resplandor lanzó hacia nosotros una larga sombra del capitán, en tanto la roca se quebraba en un montón de astillas brumosas.
—No tardarán mucho en enfriarse —comentó el capitán, mientras se inclinaba para recoger un trozo de roca—. Este debe estar más o menos a veinte o veinticinco grados. Observen bien.
Arrojó la piedra «caliente» sobre la superficie de hielo. La roca resbaló hacia todos lados, formando un dibujo absurdo, y salió disparada hacia un costado.
Cuando el capitán lanzó otro de los fragmentos el efecto fue el mismo.
—Como ustedes saben, los trajes no proporcionan un aislamiento completo. Estas rocas tienen aproximadamente la temperatura de las suelas de sus botas. Si ustedes tratan de erguirse sobre una laja de hidrógeno seguirán el mismo destino que estas piedras… con la diferencia de que éstas son ya cosas muertas. La causa de este comportamiento es que la roca forma con el hielo una superficie de contacto muy lisa constituyendo un pequeño charco de hidrógeno líquido; quedan unas pocas moléculas por sobre encima del líquido, en un colchón de hidrógeno gaseoso. De ese modo, tanto la roca como quien pise esto se convertirán en un peso sin fricción por lo que respecta al hielo; nadie puede mantenerse en pie si no hay contacto bajo las suelas. Cuando uno lleva ya un mes manejando el traje puede sobrevivir a la caída, pero en estos momentos ustedes no están lo bastante familiarizados. Fíjense en esto.
El capitán tomó impulso y saltó sobre el hielo. Al resbalar ambos pies sobre la superficie giró sobre sí en el aire y cayó sobre las manos y las rodillas. En seguida se deslizó para volver al suelo firme.
—El secreto consiste en evitar que las aletas de escape hagan contacto con el gas helado. Comparadas con el hielo tienen la temperatura de un horno; el contacto con un peso cualquiera provocaría una explosión.
Tras aquella demostración proseguimos la caminata durante una o dos horas más antes de regresar a los alojamientos. Una vez cruzada la esclusa de aire tuvimos que andar un rato por el interior para que los trajes se ajustaran a la temperatura del recinto. Alguien se acercó a mí e hizo chocar mi casco con el suyo. Sobre la placa frontal llevaba escrito el apellido «McCoy».
—¿William? —preguntó.
—Hola, Sean. ¿Alguna novedad?
—Quería saber si habías hecho planes para dormir con alguien esta noche.
En verdad me había olvidado. Allí no había listas para la asignación de literas; cada uno elegía a su compañero.
—Claro… Quiero decir, ¡ejem!, no, no. No he invitado a nadie. Si quieres…
—Gracias, William. Hasta luego.
Mientras la miraba alejarse me dije que si alguna mujer podía resultar sexualmente atractiva en un traje de guerra, ésa era Sean. Pero ni siquiera ella podía.
Cortez decidió que ya estábamos bastante calientes y nos condujo hacia el cuarto de los trajes, donde volvimos a poner las cosas en su sitio y las conectamos a las placas de carga. Cada traje tenía un fragmento de plutonio que le proporcionaba energía para varios años, pero se nos había pedido que utilizáramos los acumuladores de combustible. Después de mucho dar vueltas todo el mundo estuvo conectado y se nos permitió desvestirnos; éramos noventa y siete pollitos saliendo de otros tantos huevos verdes. Hacía frío; el aire, el suelo y sobre todo los trajes estaban helados; la retirada hacia los casilleros fue bastante desordenada.
Cuando me hube puesto la túnica, los pantalones y las sandalias, seguí sintiendo frío. Tomé mi taza y me uní a la cola que esperaba la soja. Todo el mundo brincaba en su sitio para entrar en calor.
—¿Qué t-t-temperatura… te parece… que hace…, M-mandella? —preguntó McCoy.
—No quiero… ni pensarlo.
Dejé de saltar y me froté con tanta fuerza como pude, con la taza en una mano, mientras agregaba:
—Por lo menos tanto frío como en Missouri.
—¿Por qué mierda… no calentarán… un poco esto?
Las mujeres pequeñas siempre sienten el frío más que nadie. McCoy era la más pequeña de la compañía, una muñequita de talle de avispa y un metro cincuenta escaso.
—Ya está funcionando el aire acondicionado. Dentro de poco estaremos mejor.
—Me gustaría… ser un gran pedazo de carne… como tú.
Por mi parte la prefería tal como era.
El tercer día, mientras aprendíamos a cavar hoyos, sufrimos la primera baja.
Dada la impresionante cantidad de energía almacenada en las armas de un soldado, no resulta nada práctico cavar hoyos con pico y pala. Sin embargo, uno puede lanzar granadas durante todo el día sin obtener más que una ligera depresión en el terreno; el método acostumbrado es practicar un pozo en el suelo con el láser de mano, poner en él un explosivo de tiempo en cuanto se ha enfriado y, de ser posible, rellenar el agujero. Claro que en Charon no hay muchas piedras sueltas, a menos que ya se haya practicado algún otro hoyo en las cercanías.
El único problema que presenta ese procedimiento consiste en alejarse a tiempo. Se nos había dicho que, para estar a salvo, había que ocultarse detrás de algún objeto realmente sólido o alejarse por lo menos cien metros. Una vez instalada la carga uno disponía de tres minutos para ello, pero no era cuestión de echar a correr. En Charon resultaba peligroso.
El accidente ocurrió cuando hacíamos un hoyo profundo, del tipo que se utiliza para refugios subterráneos. Para eso teníamos que cavar un pozo; después bajábamos al fondo y repetíamos el procedimiento una y otra vez hasta que quedara lo bastante profundo. Aunque dentro de ese cráter usábamos cargas de cinco minutos, ese tiempo parecía muy escaso: había que avanzar muy lentamente, escogiendo el camino hacia el borde del cráter.
Casi todos habían cavado ya un pozo doble; faltábamos sólo yo y otros tres soldados. Creo que sólo nosotros cuatro estábamos prestando atención cuando Bovanovitch se encontró en dificultades. Todos estábamos a más de doscientos metros de distancia. Con el conversor de imágenes graduado a poder cuarenta la vi desaparecer por encima del borde del cráter. Después sólo pude escuchar su conversación con Cortez. En esa clase de maniobras se interrumpían las transmisiones de radio normales y sólo se permitía transmitir al soldado en adiestramiento y al superior a cargo.
—Bien, avance hacia el centro y retire los cascotes. No hay por qué darse prisa mientras no haya quitado el seguro.
—Claro, sargento.
Se oyeron pequeños ecos emitidos por las rocas al entrechocar y transmitidos por las botas. Ella permaneció en silencio durante varios minutos.
—He tocado fondo —dijo, algo jadeante.
—¿Hielo o roca?
—¡Oh, es roca, sargento! Esa cosa verde.
—En ese caso debe usar una carga de poca potencia. Uno punto dos, dispersión cuatro.
—Maldición, sargento, no acabaré jamás.