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Authors: Joe Haldeman

La guerra interminable (2 page)

BOOK: La guerra interminable
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Aunque nunca había ocurrido semejante catástrofe, un día ocurrió que el vehículo automático volvió solo. Al analizar sus datos se descubrió que la nave de los colonos había sido perseguida y destrozada por otro transporte. Esto ocurrió cerca de Aldebarán, en la constelación de Tauro, pero en vista de la dificultad en decir «aldebaraniano», al enemigo lo apodaron «taurino».

Desde entonces los vehículos izadores viajaban protegidos por una guardia armada. Ésta iba sola, frecuentemente, hasta que el grupo de colonización acabó abreviándose en FENU, Fuerza Exploradora de las Naciones Unidas, con énfasis en «fuerza».

Después algún cerebro de la Asamblea General decidió que era necesario formar un ejército de infantería para custodiar los planetas portales de los colapsares más próximos. Eso llevó a la Ley de Reclutamiento Escogido de 1996 y a la constitución del ejército más escogidamente reclutado en la historia de las guerras.

Y allí estábamos: cincuenta hombres y otras tantas mujeres, todos con coeficientes de inteligencia superiores a 150, un físico excepcionalmente sano y fuerte, chapoteando nuestras excelencias a través del barro y de la sucia nieve de Missouri, meditando en la inutilidad de la habilidad para construir puentes en mundos donde el único fluido era algún charco ocasional de helio líquido.

3

Aproximadamente un mes más tarde partimos hacia el planeta Charon, para efectuar las maniobras finales de entrenamiento.

Aunque próximo al perihelio, Charon distaba del Sol el doble de Plutón.

Nuestro vehículo había sido originariamente «transporte de ganado», o sea, una nave diseñada para transportar a doscientos colonos y una variedad de plantas y animales. El hecho de que sus ocupantes fuéramos sólo la mitad no lo hacía más espacioso, pues todo el espacio sobrante era ocupado por material reactivo y pertrechos de guerra.

El viaje duró tres semanas; la mitad del trayecto acelerando a dos gravedades, para desacelerar en la otra mitad. Nuestra velocidad máxima, al pasar junto a la órbita de Plutón, fue de un vigésimo de la luz, es decir, insuficiente para que la relatividad levantara su complicada cabeza.

No es ninguna juerga llevar un peso dos veces mayor que el normal. Hacíamos un poco de ejercicio tres veces por semana y permanecíamos acostados cuando nos era posible. Así y todo hubo varios casos de huesos rotos y miembros dislocados. Los hombres tenían que usar soportes especiales para no esparcir sus órganos por el suelo. Era casi imposible dormir: pesadillas en que uno se ahogaba o perecía aplastado; además había que girarse de vez en cuando para evitar hemorragias y cardenales. Una muchacha llegó a tal extremo de agotamiento que estuvo a punto de dormirse mientras una costilla le perforaba la carne.

No era la primera vez que yo salía al espacio, de modo que, cuando al fin acabó la aceleración y quedamos en caída libre, no sentí sino alivio. Pero algunos de los que viajaban por primera vez (con excepción del viaje de entrenamiento a la Luna) sucumbieron al súbito vértigo y a la desorientación. Los demás debíamos seguirlos con esponjas y aspiradoras, para limpiar los cuartos y retirar los glóbulos de «soja concentrada de alto contenido proteico y poco residuo, sabor a carne asada», a medio digerir.

Al bajar de la órbita Charon nos ofreció un buen espectáculo. No había mucho que ver; era sólo una esfera opaca y blanca, con algunas manchas. Descendimos a unos doscientos metros de la base. Un tractor oruga presurizado vino a buscarnos y se unió a la nave de tal modo que no nos fue necesario vestir los trajes espaciales. Entre chirridos y ruidos de lata avanzamos hacia el edificio principal, un cajón informe de plástico grisáceo.

En el interior las paredes eran del mismo color insulso. Los demás miembros de la compañía charlaban tranquilamente, sentado cada uno en su escritorio. Había un asiento libre junto a Freeland, que parecía aún algo pálido.

—¿Te sientes mejor, Jeff?

—Si los dioses hubiesen querido que el hombre sobreviviera en caída libre, le habrían dotado de una glotis de acero —respondió, suspirando profundamente—. Estoy un poco mejor. Me muero por un cigarrillo.

—Aja.

—Tú, en cambio, pareces no tener problemas. Habías subido al espacio cuando estabas estudiando, ¿verdad?

—Sí, hice la tesis sobre las soldaduras en el vacío. Tres semanas en órbita en torno a la Tierra.

Me recosté hacia atrás y busqué por milésima vez la caja de cigarrillos. No la tenía. La Unidad de Mantenimiento Vital no quería cargar con nicotina y THC.

—Ya teníamos bastante con el adiestramiento —rezongó Jeff—, y ahora esta mierda…

—¡Aten… ción!

Todos nos pusimos en pie, con muy poco garbo, de a dos y de a tres. La puerta se abrió para dar paso a un verdadero mayor, cosa que me hizo adoptar una postura algo más rígida. Era el oficial de más alto rango que había visto en mi vida. Llevaba una hilera de cintas prendidas al mono, incluyendo la banda purpúrea que reciben quienes han sido heridos en combate mientras peleaban por el viejo ejército americano. Seguramente había sido en aquel asunto con Indochina, antes de que yo naciera.

—Siéntense, siéntense.

Hizo un ademán con la mano, como si palmeara el aire; después se paró en jarras y observó a la compañía con una sonrisilla.

—Bienvenidos a Charon. Han elegido un día maravilloso para llegar; la temperatura exterior es estival: 8,15 grados Farenheit sobre cero. La cosa no cambiará mucho en los próximos dos siglos.

Algunos de los muchachos rieron sin muchas ganas.

—Será mejor que disfruten el clima tropical de la base Miami; disfrútenla mientras puedan. Aquí estamos en el centro de la parte soleada, pero casi todo el adiestramiento se llevará a cabo en la parte oscura. Allá la temperatura es de 2,08. Bien pueden considerar que todos los ejercicios hechos en la Tierra y en la Luna son sólo práctica elemental, cumplida con el solo objeto de darles una buena oportunidad de sobrevivir en Charon. Aquí tendrán que emplear todo el repertorio: herramientas, armas, maniobras. Descubrirán que con este frío las herramientas no funcionan como debieran y que las armas se niegan a disparar. Y la gente debe moverse con muchísimo cuidado.

Estudió la lista que tenía en la mano y prosiguió:

—En este momento son cuarenta y nueve mujeres y cuarenta y ocho hombres. Dos muertes en la Tierra y una baja por motivos psiquiátricos. Después de leer el resumen del entrenamiento recibido, francamente me asombra que hayan llegado tantos hasta aquí. Pero les conviene saber que me daría por satisfecho con que en esta etapa final se graduaran solamente cincuenta: la mitad. Y la única manera de no graduarse es morir. Aquí. El único modo de volver a la Tierra (incluso para mí) es después de haber combatido.

«Completarán un mes de adiestramiento. Desde aquí irán al colapsar Puerta Estelar, distante media luz, para permanecer en Puerta Estelar I, que es una colonia establecida en el mayor de los planetas portales, hasta que llegue el relevo. Afortunadamente será sólo un mes, pues en cuanto ustedes se marchen llegará aquí otro grupo. Cuando salgan de Puerta Estelar será para dirigirse a algún colapsar estratégicamente importante; allí ustedes instalarán una base militar y, si los taurinos la atacan, lucharán contra el enemigo. De lo contrario mantendrán esa base hasta recibir nuevas órdenes. Las dos últimas semanas del adiestramiento consistirán precisamente en construir una base como ésa, aquí, en el lado oscuro. Estarán totalmente aislados con respecto a la base Miami: sin comunicaciones, médicos ni suministros. Poco antes de que acaben esas dos semanas pondremos a prueba sus defensas por medio de un ataque con naves teledirigidas. Irán armadas.

¿Era posible que hubieran gastado tanto dinero sólo para matarnos durante el adiestramiento?

—Todo el personal permanente de Charon está constituido por veteranos de guerra. Por lo tanto, todos tenemos entre cuarenta y cincuenta años de edad. Sin embargo, creo que podemos seguirles el paso. Dos de nosotros permanecerán siempre con ustedes y les acompañarán al menos hasta Puerta Estelar. Son el capitán Sherman Stott, el comandante de la compañía, y el sargento primero Octavio Cortez. ¿Caballeros?

Dos hombres sentados en la hilera del frente se levantaron tranquilamente y se volvieron a mirarnos. El capitán Stott era algo más menudo que el mayor, pero ambos parecían cortados por la misma tijera: rostro duro y liso como la porcelana, semi-sonrisa cínica, un centímetro exacto de barba en torno a la barbilla prominente y un aspecto que revelaba treinta años, cuanto más. Llevaba una gran pistola sobre la cadera, con todo el aspecto de las armas a pólvora.

El sargento Cortez era otra historia, un relato de horror. Tenía la cabeza rasurada y de una forma extraña: por un lado era plana, como si le hubieran quitado un gran pedazo de cráneo. Era muy moreno y tenía la cara sembrada de arrugas y heridas. Le faltaba la mitad de la oreja izquierda y sus ojos eran tan expresivos como los interruptores de una máquina. Lucía una combinación de barba y bigote que parecía una escuálida oruga blanca paseando en torno a la boca. En cualquier otra persona esa sonrisa casi infantil habría resultado agradable, pero él era la criatura más fea y perversa que yo haya visto en mi vida. Sin embargo, si uno descartaba la cabeza y se atenía sólo al metro ochenta, más o menos, que seguía por debajo, podría haber pasado por publicidad para algún curso de cultura física. Ni él ni Stott llevaban cintas en el mono de trabajo. Cortez llevaba bajo el sobaco izquierdo una pistola a láser de bolsillo, suspendida en un cierre magnético; su culata de madera estaba pulida por el uso.

—Ahora, antes de confiarles a los más tiernos cuidados de estos dos caballeros, permítanme que les haga una recomendación. Hace dos meses no había un alma en este planeta; sólo quedaba algún equipo abandonado por la expedición de 1991. Un pelotón de cuarenta y cinco hombres luchó durante todo un mes para levantar esta base; de ellos murieron veinticuatro, más de la mitad. Éste es el planeta más peligroso que los hombres hayan tratado jamás de habitar, pero los que ustedes van a visitar son tan malos como éste, o peores aún. Sus instructores tratarán de mantenerles vivos durante los treinta días siguientes. Préstenles atención… y sigan su ejemplo; todos llevan aquí un tiempo mucho más prolongado que el que ustedes deberán pasar. ¿Bien, capitán?

—¡Atención!

La última sílaba fue como un estallido; todos nos levantamos de un salto.

—Voy a decirles algo; lo haré una sola vez, así que les conviene escuchar bien —gruñó—. Aquí estamos realmente en situación de combate; en estas condiciones hay sólo un castigo para la desobediencia o la insubordinación.

Extrajo la pistola de su cadera y la sostuvo por el cañón, como si fuera una cachiporra, mientras explicaba:

—Ésta es una pistola automática reglamentaria modelo 1911, automática, calibre 45; se trata de un arma primitiva, pero muy eficaz. El sargento y yo estamos autorizados a utilizar nuestras armas para reforzar la disciplina. No nos obliguen a emplearlas porque lo haremos. Va en serio.

Volvió a poner la pistola en su sitio, con un fuerte chasquido que retumbó en aquel mortal silencio.

—El sargento Cortez y yo hemos matado entre los dos más personas de las que hay en esta habitación. Los dos luchamos en Vietnam por EE UU y los dos nos unimos, hace más de diez años, a la Guardia Internacional de las Naciones Unidas. Yo he tomado licencia como mayor para gozar del privilegio de comandar esta compañía, y el sargento Cortez ha hecho lo mismo con respecto a su grado de submayor, debido a que ambos somos soldados de combate y ésta es la primera situación de combate que se ha producido desde 1987. Recuerden bien lo que les he dicho mientras el sargento primero les da instrucciones más específicas sobre las tareas que les corresponderán. Hágase cargo, sargento.

Giró sobre sus talones y salió a grandes pasos de la habitación. Su expresión no había cambiado un solo milímetro durante toda esa arenga. El sargento primero avanzó como una máquina pesada con un montón de cojinetes. En cuanto la puerta se hubo cerrado con su discreto siseo, se volvió hacia nosotros y dijo:

—Tranquilos, siéntense.

Su voz resultó sorprendentemente suave. Tomó asiento en una mesa, al frente de la habitación: el mueble, aunque crujiendo, le sostuvo.

—El capitán habla como un monstruo, yo parezco un monstruo, pero los dos tenemos buenas intenciones. Puesto que ustedes van a tener que trabajar mucho conmigo, conviene que se acostumbren a esto que tengo colgando frente al cerebro. No creo que traten mucho al capitán, salvo durante las maniobras. —Se llevó una mano a la parte plana de la cabeza y agregó—: Y hablando de cerebro, todavía tengo el mío entero, a pesar de los esfuerzos que hicieron los chinos por quitármelo. Todos los veteranos que entramos en la FENU tuvimos que pasar por los mismos criterios que rigieron la Ley de Reclutamiento Escogido. Por lo tanto, sospecho que todos ustedes son de mente rápida o cuerpo duro…, pero recuerden una cosa: el capitán y yo somos de mente rápida, cuerpo duro y, además, tenemos mucha experiencia.

Hojeó las listas sin prestarles mucha atención.

—Bien, como ha dicho el capitán, durante las maniobras habrá un solo tipo de medida disciplinaria: la pena capital. Pero normalmente no seremos nosotros quienes la apliquemos. Charon nos ahorrará el trabajo. Allá en los alojamientos es otro cantar. No nos interesa gran cosa lo que allí hagan. Rásquense el culo todo el día y jodan toda la noche; es cosa suya. Pero una vez que estén vestidos y en el exterior, tendrán que demostrar una disciplina que avergonzaría a un centurión. Habrá situaciones en las que cualquier estupidez podrá matarnos a todos. De cualquier modo, lo primero que debemos hacer es acostumbrarnos a usar los trajes de guerra. El armero les está esperando en los alojamientos; les atenderá uno por uno. Vamos.

4

El armero era menudo y parcialmente calvo, sin insignias de rango sobre el mono. El sargento Cortez nos había indicado que le llamáramos «señor», pues era teniente.

—Ya sé que en la Tierra recibieron lecciones sobre el funcionamiento de los trajes de guerra, pero quisiera insistir sobre algunos aspectos y agregar algunas cosas que tal vez allá no saben o no pueden explicar con mucha claridad. El sargento primero ha tenido la amabilidad de prestarse como modelo. Sí, sargento.

Cortez se quitó el mono y subió a una pequeña plataforma donde había un traje de guerra, abierto como una almeja antropomorfa. Se acercó de espaldas e introdujo los brazos en aquellas mangas rígidas. Se oyó entonces un chasquido y el traje se cerró con un suspiro. Era de color verde brillante; sobre el casco se leía, escrito en letras blancas, el apellido «Cortez».

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