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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

La hija del Espantapájaros (13 page)

BOOK: La hija del Espantapájaros
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—¿Qué demonios hacéis? ¿Todavía no habéis encontrado nada? ¿A qué distancia estamos de la ciudad?

Se puso de peor humor cuando sólo escuchó unos monosílabos como respuesta.

—¡Tanto hurgar en las tripas del coche y no sirve para nada! Mejor sería que lo hicieseis arrancar.

Johnny estalló:

—¿Qué sabes tú de motores?

Mona también se enfadó y dijo que se iría a pie aunque tuviese que andar toda la noche. Cogió de un brazo a Loella y echó a andar carretera adelante, furiosa; pero desistió porque sus tacones se hundían en la arenilla blanda que la bordeaba; le dolían los pies y cada vez llovía más fuerte. Los coches pasaban casi rozándolas y deslumbrándolas con los faros.

—En el peor de los casos, haremos autostop —dijo Mona—. ¡Johnny no es el único en el mundo que tiene coche! ¡Que se quede ahí tumbado, el muy idiota!

En ese preciso momento apareció un gran coche negro y se detuvo a su lado. Mona sujetó a Loella y se volvió, advirtiendo a gritos:

—¡La poli!

Dos guardias salieron del coche negro.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó uno de ellos.

Nadie dijo nada. De Bert y Johnny sólo se veían las piernas. Segundos después se pusieron de pie, sucios, cubiertos de grasa, pálidos y asustados. La única capaz de demostrar cierto valor fue Mona. Haciendo todo lo posible por aparentar desenvoltura, encendió un cigarrillo.

—¿Y a ustedes qué les importa? —dijo con descaro; pero como respuesta recibió una mirada que le quitó las ganas de continuar en el mismo tono.

Los policías preguntaron de quién era el coche. Johnny balbuceó algo. Y pudieron entender que era de su padre.

—El permiso de conducir…

Johnny hizo como que lo buscaba en sus bolsillos y luego dijo que se lo había dejado en casa. Finalmente tuvo que confesar que no tenía permiso porque acababa de cumplir dieciséis años.

Todos fueron a parar al coche de la policía. Johnny se resistió, porque no quería abandonar el de su padre.

—Nosotros nos ocuparemos de él —dijo uno de los guardias cortésmente, al tiempo que lo empujaba hacia el coche.

Regresaron a la ciudad y, una vez allí, fueron derecho a la comisaría.

Un policía llamó por teléfono a Tía Svea y a los padres de los demás. Todo pasó increíblemente de prisa. Llevaron a Mona y a Loella en el coche de la policía. Iban calladas, sin atreverse a mirarse una a la otra. Este también fue un viaje rápido, pero no tan agradable como el anterior.

Cuando bajaron del coche, frente al Hogar, el aire ligero de primavera todavía olía al humo de las fogatas. Entonces empezaron a repicar todas las campanas de las iglesias de la ciudad. Loella no necesitó contar las campanadas. Sabía que eran doce.

Tía Svea esperaba en la escalera, muy seria. Sus ojos tenían un reflejo grisáceo; su boca, un gesto severo. No estaba enfadada, pero tanto Loella como Mona tuvieron que escuchar sus palabras de disgusto y advertencia.

Loella no se enteró casi de lo que le decía. Estaba tan cansada…

Lo único que seguía resonando en sus oídos eran aquellas doce fatales campanadas.

Capítulo 18

NI Loella ni Mona tenían ganas de hablar de lo que había pasado aquella noche. Nunca volvieron a mencionarlo. Seguramente, porque a nadie le gusta recordar sus derrotas.

Para Loella no era solamente la desagradable experiencia de haber sido atrapada. La noche había tenido otra desilusión peor: la profecía del vaso no se había cumplido.

Después de tal fracaso, sus dudas fueron cada vez mayores. Se desvanecían sus sueños. Trataba de hacerlos revivir por todos los medios pero, si aparecían, era de un modo mecánico, falso.

Los días se iban haciendo muy largos y las noches muy cortas.

Mona, como de costumbre, rara vez estaba en casa. A menudo volvía tarde, pero ya no intentó escaparse por la noche. Se consolaba sumergiéndose en el mundo de las canciones de moda, las revistas femeninas y los tratamientos de belleza. No tenían mucho que decirse la una a la otra, pero tampoco se peleaban tanto como antes.

Loella empezó a poner más interés en sus estudios. Y fue a ver a Rudolph y Conrad con más frecuencia. Ellos representaban lo único firme y auténtico en su vida.

Una noche la despertaron extraños ruidos que venían de la cama de Mona. Parecía que lloraba… No, no era posible. Mona nunca lloraba.

En el Hogar nadie lloraba, excepto los niños muy pequeños. Era como una ley no impuesta, pero aceptada de común acuerdo. Por eso el llanto de Mona le impresionó mucho.

Loella se sentó en la cama. En la luz grisácea del amanecer, que se filtraba a través de los visillos, vio la cabeza de Mona sin los rulos.

—Mona… ¿te sientes mal?

No obtuvo respuesta.

—¿Te duelen las muelas?

Mona se volvió hacia ella y vio su cara hinchada y enrojecida.

Sollozaba, hipaba, jadeaba. No, no le dolían las muelas. No le pasaba nada.

Loella, indecisa, se levantó y fue a sentarse en la cama de Mona. Ella escondió la cara en la almohada.

—¿Por qué estás tan triste?

—Me acuerdo de mi casa… —tartamudeó Mona. Y volvió a llorar.

Loella se quedó un momento pensativa.

—Pero tú siempre dices que odias los pueblos. Te gusta estar en la ciudad, ¿no?

—Sí… pero echo de menos mi casa.

Sollozó con más fuerza. En seguida se destapó la cara, se secó los ojos con la sábana, haciendo todo lo posible por dominarse. Empezó a hablar en tono quejumbroso.

—Da igual donde uno viva. El pueblo es horrible, sí… pero eso no tiene nada que ver. Lo que quiero decir es que… bueno, qué más da.

Nuevamente las lágrimas corrían por sus mejillas. Loella comprendía su desconsuelo.

—¿Y no puedes volver a tu casa? —preguntó.

Mona dejó de llorar de repente.

—¿Estás loca? ¿Por qué crees que estoy aquí, entonces?

Se sentó en la cama, mirando a Loella con sus ojos ribeteados de rojo y con la expresión más dramática de que fue capaz.

—No… Hace mucho tiempo que ya no tengo casa a donde ir. La cosa no viene de ayer.

Reunió sus recuerdos mientras se sonaba la nariz, cuidadosamente, ensimismada.

—Mi padre tiene una tienda, ¿sabes? Una bonita tienda, aunque esté en un pueblo. Cerca de Estocolmo… Tengo dos hermanos, Rollan y Krillie. Y una hermana, Pip. Rollan y Krillie se llevan un año solamente. Los dos trabajan en Estocolmo. Pip es la más pequeña y yo la mediana. Ellos se portan muy bien… Son estupendos, te lo aseguro…

Fue interrumpida por un ataque de hipo, como pasa, cuando se llora mucho. Como no se le quitaba, Loella fue a buscar un vaso de agua. Después de beberlo, el hipo desapareció y Mona pudo continuar hablando.

Contó a Loella que su madre, que era muy guapa, trabajaba también en la tienda. Y que un día desapareció llevándose a Pip, la hermanita pequeña de Mona, que entonces sólo tenía unos meses. Se volvió a casar con un hombre que había conocido en la tienda.

—Bonitos parroquianos, ¿verdad? —dijo Mona amargamente.

Luego siguió diciendo que su padre también se había casado poco después. Pero entonces sus hermanos se marcharon a Estocolmo y sólo ella se quedó en la casa. Su padre dejó de ocuparse de Mona y le hizo comprender que estorbaba. No se lo decía, pero lo demostraba.

—Su mujer también… pero el viejo era el peor. Siempre estaba diciéndome que me fuera por ahí… ¿Y qué podía hacer yo?

Mona miró a Loella, repitiendo la pregunta:

—¿Qué podía hacer yo?

Empezó a salir todo lo más posible. Hizo muchos amigos. Algunos tenían coche y lo pasaban bien. Luego empezaron a robar pequeñas cosas en las tiendas: para divertirse solamente, no por dinero. En casa le daban mucho; pero hacerlo era una emocionante aventura.

—No… mi viejo no es roñoso… en ese sentido se portaba bien. No le importa la pasta.

Se quedó callada, pensativa, como si dudara entre seguir hablando o no. Luego, en un murmullo incoherente, confesó cómo los descubrieron robando. Mona era la encargada de guardar todo lo que pillaban y lo tenía en su cuarto. Cuando la descubrieron, se armó el gran barullo.

—Tenías que haber visto al viejo entonces…

Antes de eso era muy comprensivo. Ella siempre había robado cosas en la tienda y, aunque él lo sabía, no decía nada. Como si no le importara. Cuando Mona le pedía ropa nueva, dinero, o cualquier otra cosa, nunca se lo negaba. La había dejado estar fuera hasta altas horas de la noche. Le daba igual lo que ella hiciera.

Pero cuando la descubrieron, como se enteró todo el mundo, cambió por completo. Se lamentaba de que un hombre honrado como él pudiera tener una hija como Mona. Y no paraba de decir que había hecho todo lo posible por educarla como era debido. Había sido bueno y generoso con ella… ¡Y qué agradecimiento recibía!

—Dijo que yo había salido a mi madre y que no quería saber nada de mí. Que se lavaba las manos. Y como mamá me había abandonado, pues… Total, que fui a parar al Patronato de Menores. Así, tal cual.

Mona se recostó sobre las almohadas, con la mirada perdida en la oscuridad.

—Ahora que lo sabes, seguro que comprenderás por qué lloro y qué es lo que echo de menos…

Estaba pálida, pero algo más tranquila; ya no lloraba. Dijo que tenía una tía muy simpática, la medium. Mona había pasado las Navidades en casa de ella, pero ahora ya no podía ir porque su madre se había peleado con ella, con la medium.

—¿Y sabes por qué se han peleado?

—No.

—Porque mi madre, aunque no se ocupa ni pizca de mí, se pone furiosa si mi tía me invita. ¿Qué te parece?

Loella no dijo nada. Sólo movió la cabeza en un gesto de disgusto. Lo que oía era terrible. Era terrible oír hablar así de un padre. Era terrible pensar que él era «el viejo» que estaba excluido de las oraciones de Mona.

Mona continuó. Era difícil saber si hablaba realmente a Loella o si pensaba en voz alta.

—Me pregunto qué es lo que echamos de menos… Algo bueno que pasó y que quizás hayamos olvidado, pero que sigue en alguna parte. Recuerdo pequeñas cosas… como cuando mamá me hizo un suéter rosa y siempre andaba detrás de mí para que le dejara probármelo. Una manga le salió demasiado estrecha… ¡Dios mío! ¡Cómo nos reímos papá y yo! Cosas así, es lo que quiero decir.

Mona añadió que si su padre hubiera sido siempre exigente y serio, si la hubiera regañado por fumar o por volver tarde a casa o por pintarse, le hubiera parecido normal.

—No lo creerás, pero hasta me hubiera gustado, en el fondo. Porque eso querría decir que se preocupaba por mí.

Pero fue tolerante sólo hasta que el asunto se destapó; a partir de entonces ya no quiso saber nada de ella. Entonces llegaron los del Patronato de Menores y, a su manera, también se mostraron muy comprensivos. Hiciera lo que hiciera Mona, no se alteraban. Era parte de su trabajo. Y de eso no puede uno quejarse.

Mona buscó un paquete de cigarrillos en su revuelta mesilla de noche, sacó una colilla que había dentro y la encendió. La lucecita se movía siguiendo el movimiento de su mano como una pequeña luciérnaga en la oscuridad.

—Oh, sí… todo el mundo, en todas partes, me colocaba el mismo disco: «comprendo, comprendo…» ¿Y eso de qué sirve? ¡Me importa un pito que me comprendan!

La lucecita hizo una rápida curva sobre su cabeza.

—Lo que tiene que hacer un padre no es sólo comprenderte… Lo que importa es que te quiera siempre, pase lo que pase.

Hubo otro silencio. Mona chupaba furiosamente su colilla. Temblaba, pero no de frío, sino porque estaba muy afligida.

Cuando acabó de fumar abrió un poco la ventana.

—Vuélvete a la cama, niña. Te vas a acatarrar.

Loella se acostó y Mona cerró la ventana.

Luego su boca se abrió en un enorme bostezo y murmuró, soñolienta:

—Demonio, qué tarde es. Tenemos que dormir. Buenas noches, niña.

—Buenas noches.

Mona se volvió de cara a la pared. Siempre se movía mucho en la cama antes de dormirse, se estiraba y daba vueltas. Loella estaba tumbada de espaldas, mirando al techo, con la cabeza llena de pensamientos que se mezclaban, iban y venían. Pero uno volvía constantemente. Era una pregunta que quería hacer a Mona desde hacía mucho tiempo, pero no se había atrevido.

—Mona…

—¿No duermes todavía?

—Quiero preguntarte algo. ¿Recuerdas lo que me contestó el vaso? Los espíritus dijeron Abril, ¿te acuerdas?

—Claro.

—Me engañaron. En Abril no pasó lo que yo esperaba. Y quiero saber por qué.

Mona se movió ruidosamente en su cama otra vez, levantó la cabeza, la apoyó en su mano y miró en la oscuridad hacia Loella.

—No tienes que hacer mucho caso.

—¿Pero por qué me engañaron?

Mona rió sin contestar; pero Loella no se dio por vencida.

—Si sabes algo, Mona, debes decírmelo.

Mona dijo suavemente:

—Fue una broma.

—¿Una broma?

—Sí… En el mes de Abril se pueden decir mentiras… para divertirse. ¿Nunca has oído hablar de esa costumbre?

—No…

—Vaya, pues ya era hora. Y no pongas esa cara tan triste. Duérmete, niña. Buenas noches…

Capítulo 19

LE habían tomado el pelo, ni más ni menos. Todo había sido una broma. Los espíritus se habían divertido a su costa.

Era una estúpida, pensaba Loella. Pero ahora tenía que sobreponerse y meditar con realismo en la situación, en vez de caer en la tentación de hacerse ilusiones.

Y eso fue lo que hizo. Se preguntó a sí misma: ¿Qué le hacía creer que su padre se acordaba de ella?

Respuesta: Ciertas palabras de Agda Lundkvist, oídas a medias. Especialmente, la afirmación de que su padre la quería porque se parecía mucho a él.

Pero no, eso no podía ser cierto; si lo fuera, se la hubiera llevado mucho antes, sin dejar pasar tantos años.

¿Y por qué creía que vendría ahora?

Respuesta: Porque tía Adina afirmaba que todo lo que ocurre tiene un sentido. Y el único sentido que podía descubrir en su desdichada marcha a la ciudad era el de que allí encontraría a su padre.

Ahora veía muy claro que estaba equivocada. Había buscado ese oculto sentido sin encontrarlo; por eso se había inventado uno. Se había engañado a sí misma. Nadie más que ella tenía la culpa. Todo había sido pura fantasía. Imaginaciones tontas.

Papá no quería saber nada de ella. Era absurdo pensar lo contrario. Andaba viajando por todos los países del mundo, durante muchos años, y la había olvidado. No era razonable esperar otra cosa. Además, no es lo mismo cargar con una niña pequeñita que con una ya crecida. Se ve que molestan. No había más que fijarse en el padre de Mona, por ejemplo; se cansó de ella, le importaban más otras personas. Si no, hubiera querido que Mona viviera siempre con él.

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