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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

La hija del Espantapájaros (4 page)

BOOK: La hija del Espantapájaros
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Empezaron a subir la cuesta, pero Loella se quedó en su sitio, aturdida.

Esta mujer, de la que no sabía nada aparte de su nombre, Agda Lundkvist, la había visto cuando era pequeña y había conocido a su padre, del que nadie, ni siquiera su madre, le había hablado nunca. Esto la convertía en una persona temible, superior, poderosa. Loella miró sus anchas espaldas, como hechizada, y sintió que irradiaban un extraño peligro.

Con el corazón palpitándole precipitadamente, fue de puntillas tras ellos.

Pronto llegaron a la cabaña y empezaron a golpear la puerta. Ella se deslizó hasta situarse lo más cerca posible, escondida tras un gran abeto. De nuevo pudo oír cuanto decían.

—¿Qué demonios estarán haciendo? ¿Por qué no abren la puerta? En un día como éste tienen que estar en casa.

Fueron hacia la ventana y miraron al interior.

—¡En cuanto le ponga la mano encima a esa chica, sabrá lo que es bueno! —dijo Agda Lundkvist.

—Se debe estar bien ahí dentro —dijo el hombre.

—¡Bah! Todo revuelto… y tan oscuro que no se ve nada. ¿Cómo podría Iris vivir así? ¿Tú ves algo?

En ese momento los mellizos se echaron a llorar.

—¡Lo que te dije! Están en casa. Menos mal que no hemos hecho el viaje en balde. La chica debe estar escondida. Estoy segura de que al principio va a armar mucho jaleo. Iris me dijo que es muy cabeza dura y que se enrabietaría.

Seguían junto a la ventana y de pronto vieron a Rudolph y a Conrad.

Habían salido de sus cajones y ahora corrían de un lado a otro de la habitación. ¡Qué mala suerte! ¡Y cómo lloraban! A Loella se le partía el corazón oyéndolos. El hombre dijo:

—No creo que la chica esté en casa. Si estuviera, los chicos la llamarían. Se ve que ella se ha ido por ahí y los ha dejado solos.

Agda Lundkvist estaba fuera de sí y vociferó:

—Entonces, ¿qué hacemos? Si ha ido al pueblo pueden pasar años antes de que vuelva. ¡Y con este frío! Vamos a esperarla en el coche. La veremos cuando llegue. Es una idiotez quedarse aquí de pie…

El hombre mostró otra vez su irritante sonrisita.

—No… Puede escabullirse por otro lado cuando vea el coche. Nuestra única oportunidad es atraparla antes de que tenga tiempo de meterse en la casa y encerrarse con llave. Debemos esperar aquí mismo. No hay otro remedio.

La expresión de disgusto se hizo más patente en la cara de Agda Lundkvist.

—Ya es bastante desgracia tener que cargar con una loca, para que encima haya que aguantar este frío horrible. ¡Y todo por una chica incapaz de sentir el menor agradecimiento! Porque no comprenderá que tratamos de ayudarla… El padre era igual. No tenía donde caerse muerto, pero tenía más humos que si fuera a subir a un trono en cualquier momento. Más orgulloso que nadie. ¡No aguanto a la gente así! Por mí, como si no existiera.

Iba y venía, furiosa, con la cara amoratada de frío. La nieve revoloteaba a su alrededor. El viento silbaba. De vez en cuando se detenía para frotarse las manos y golpear el suelo con los pies. Estaba indignada. El hombre, en cambio, no parecía sentir ni tanta indignación ni tanto frío. Seguía mirando por la ventana como si no le importara mucho lo que estaba pasando.

Loella, detrás del abeto, no hacía caso del frío ni de la nieve, tan impresionada estaba por lo que llegaba a sus oídos.

Una y otra vez hablaban de su padre. Decían que era igual que ella y le extrañaba oírlo. Nunca había pensado en él, como si durante todos esos años no hubiera existido; pero en ese momento en que tenía tantas preocupaciones, en medio de la tormenta, con sus hermanitos llorando y aquella gente cerca, empezaba a tomar cuerpo y a convertirse en una persona viva.

Y acabó por hacerse completamente real para Loella cuando la mujer dijo:

—Quería muchísimo a la chica. Porque era como él, supongo. Armó un lío terrible para quedarse con ella y si Iris hubiera tenido un poco de sentido común, se la hubiera dejado. Pero se peleó con él y le dijo que si quería marcharse, tendría que ser sin la niña. El se llevó un disgusto terrible; pero se lo tuvo merecido, por engreído.

De pronto Loella no pudo aguantar más. Estaba ciega de rabia. Esos dos… ¿por qué no se marchaban y dejaban de hablar? Allí no hacían ninguna falta.

¿Quiénes eran para permitirse hacer esos comentarios sobre su padre? Si no les gustaba, a ella le importaba un pepino. Al contrario, era la mejor recomendación. Los dos intrusos tampoco le gustaban a ella. Y era lógico. ¿No decían que era como su padre?

Pero no tenían derecho a hablar de papá. No era asunto suyo. ¡Tenían que irse! ¡Y en seguida!

Rudolph y Conrad lloraban a todo pulmón. No había razón para esperar más. Debía ir a su lado. Poner fin a la historia lo más deprisa posible.

Detrás de la cabaña había una vieja escalera. Rápidamente, en silencio, la alcanzó, la apoyó contra la pared y subió al tejado. Con cesta y todo; pero había escondido la llave junto al abeto. Así, aunque la pareja la descubriera, no podrían entrar en la casa.

Apareció inopinadamente junto a la chimenea, en plena furia del viento y los torbellinos de nieve. Como un gran pájaro negro y salvaje. Ellos no la habían visto aún.

Entonces, Loella estiró el brazo señalándolos.

—¡Qué están haciendo ahí! —gritó con todas sus fuerzas. Salían chispas de sus ojos. El viento enmarañaba todavía más sus rizos. El impermeable se agitaba y restallaba como un látigo en el viento. Tenía un aspecto aterrador. Los dos, petrificados, se quedaron mirándola.

Al ver lo asustados que estaban, Loella dio rienda suelta a sus impulsos. Balanceando los brazos bajo la manta impermeable, daba grandes saltos y decía con voz silbante:

—¡Luna negra! ¡Flor venenosa! ¡Nido de culebras!

Agda Lundkvist se llevó las manos a la cabeza y se tambaleó acercándose al hombre.

—¡Está loca! ¡Nunca he visto nada tan espantoso! ¿Qué hacemos?

—¡Fuera de aquí!

—Tu madre nos pidió que viniéramos —dijo la mujer con un hilo de voz.

—Ella nos ha abandonado. La única que manda ahora aquí soy yo. ¡Largo!

—¿Qué vamos a hacer con ella, Gösta?

Agda Lundkvist ya estaba casi derrotada, pero Loella se daba cuenta de que en la cabeza del hombre, y tras su bobalicona sonrisa, bullía alguna trampa. Una bola de nieve cruzó el aire como un disparo. Ella se hizo a un lado para evitarla; pero en seguida llegó otra que le dio en plena mejilla.

Era más de lo que podía soportar. La cesta estaba detrás de la chimenea. Fue a buscarla y un segundo después estaba subida en la chimenea con una tarta de crema en cada mano. Hizo puntería, las arrojó, cogió más y también las lanzó. No tenía tiempo para fijarse si había hecho blanco; pero la mujer dio un grito y se le cayó el sombrero. Lo recogió y salió corriendo.

—¡Vamos, Gösta! ¡Está completamente loca! Tendremos que mandar a la policía a buscarla.

El hombre no se movió. Una astuta sonrisa demostraba que estaba planeando otra estratagema, pero era demasiado lento. Oyó un sonido amenazador y vio al terrible pájaro agitándose salvajemente en el tejado. Antes de comprender lo que se le venía encima, una gran tarta de crema hizo blanco en toda su cara.

Entonces optó también por escapar, mientras la risa burlona del pájaro resonaba en sus oídos.

Loella se quedó todavía un momento en el tejado, hasta estar completamente segura.

Las voces nerviosas de la pareja se hicieron cada vez más débiles. La portezuela del coche golpeó al cerrarse. El motor se puso en marcha… y su sonido se desvaneció a lo lejos.

Ahora no se oía nada, excepto el viento. Loella bajó precipitadamente y entró en la cabaña.

Capítulo 5

LOELLA estaba satisfecha de sí misma. El día anterior había obtenido una brillante victoria sobre Agda Lundkvist; pero la victoria le dio un exceso de confianza. Pensaba que era invencible, que nadie podría con ella. Sentía como si pudiera dominar al mundo entero con una sola mano.

Fue un día muy tranquilo. El sol salió después de la tormenta de nieve y brillaba sobre el blanco paisaje. No había viento. Era muy bonito.

Fue a quitar la nieve de las ropas de Papá Pelerín y encontró en sus bolsillos un poco de mantequilla y algunos chicles. También una tarjeta de tía Adina diciendo que volvería a su casa dos días más tarde.

Todo parecía dispuesto para que se sintiera optimista y alegre.

Dejó a los gemelos jugando al sol, sobre la nieve, mientras hacía las camas y ordenaba la casa. Los niños estaban locos de alegría y ella misma disfrutaba la sensación de poder respirar libremente, al fin, y no tener que estar todo el tiempo en guardia viviendo bajo una constante amenaza. Estaba segura de haber asustado tanto a los visitantes, que pasaría mucho tiempo hasta que se atrevieran a poner otra vez los pies en el bosque.

Pero Loella se equivocaba.

No comprendía que, por el contrario, había impulsado a Agda Lundkvist a tomar medidas más violentas. Lo primero que la mujer hizo al regresar a la ciudad fue llamar al Patronato de Menores. Les contó todo sin ahorrar palabras.

El Patronato decidió tomar cartas en el asunto sin perder tiempo.

Al día siguiente se pusieron en camino. Dos coches salían de la ciudad en aquella apacible mañana. En uno iban Agda Lundkvist y su marido. En el otro, dos representantes del Patronato de Menores. —Dentro de un momento comeremos —dijo Loella a los mellizos—. No os vayáis muy lejos. Quedaos cerca de aquí. Os daré una voz cuando la comida esté lista.

Los niños obedecieron; pero de todos modos Loella dejó la puerta entreabierta para poder echarles un vistazo de vez en cuando.

Había puesto las tazas y los platos en la mesa y empezó a freír salchichas y patatas. Cantaba y silbaba. ¡No era para menos! Tía Adina estaría de vuelta pronto y tenía salchichas y buena mantequilla. Las perspectivas no podían ser mejores.

De pronto, unas sombras negras se proyectaron sobre el suelo. La entrada y las ventanas se oscurecieron.

Sombras silenciosas parecían rodear la cabaña. Loella dejó de cantar. Como atontada, vio a dos mujeres que aparecieron de repente a su lado. Sonreían.

—Esta debe ser Loella, supongo… —dijo una de ellas—. ¡Qué niña tan dispuesta! La otra asintió.

—Sí, desde luego. Haces la comida para tus hermanitos y tienes la casa muy limpia. ¡Muy limpia y ordenada!

Loella no dijo una sola palabra. Permaneció en su sitio, sujetando débilmente un cuchillo. La habían sorprendido, no entendía nada. ¿Qué era lo que pretendían?

Por lo que pudo comprender, se trataba de Rudolph y Conrad. A través de la ventana vio a Agda Lundkvist y a su marido. Se habían quedado fuera y hablaban con los mellizos imitando el lenguaje de los niños. Ellos reían porque no sabían hacer otra cosa.

¿Qué significaba todo eso? ¿Querían asustarla, tomarle el pelo? ¿Pero con qué propósito? Habían llegado a traición para pillarla desprevenida. Sólo una tonta no se daría cuenta; de otro modo, hubiera oído algo. Pero no se había escuchado un solo ruido.

De pronto se sintió cansada, sin fuerzas. Parecía que sus músculos se negaran a funcionar; que sus piernas, lo mismo que su cabeza y sus brazos, no formaban parte de su cuerpo. Se limitaba a estar allí, de pie, en medio de la habitación. Las salchichas se estaban quemando en la sartén. Ella se daba cuenta, pero no le importaba. Era como si nada tuviera que ver con ella. Una de las mujeres apartó la sartén del fuego. Y seguían hablando, hablando…

Les resultaba absurdo verlas en su pequeña cabaña. ¿Qué buscaban? Sus palabras martilleaban los oídos de Loella y tenía que hacer un esfuerzo para descubrir en ellas algún sentido.

Una de las mujeres se acercó a la mesa. Sacó un papel de su cartera y lo agitó, al tiempo que sonreía y hablaba. La otra tomó suavemente a Loella por un brazo, mirándola, mientras sonreía y hablaba.

Loella se sentó en el sofá. Ellas se quedaron de pie, una a cada lado. Señalando el papel explicaban algo, gesticulaban y sonreían.

El nombre de mamá fue mencionado varias veces. Eso estaba claro. Según decían, mamá les había escrito una carta pidiéndoles que se hicieran cargo de ella. Viviría en un hogar para niños, un sitio muy agradable, hasta que mamá regresara. Le enseñaron la carta y le pidieron que la leyera, pero ella no se molestó en hacerlo. Luego las mujeres señalaron la firma. Sí, claro que Loella conocía la firma de su madre. ¿Y qué?

No le decía nada nuevo. Ella sabía perfectamente que su madre los había abandonado. De eso no necesitaba ninguna prueba. Agda Lundkvist apareció en la puerta con Rudolph en un brazo y Conrad en el otro.

Loella sintió como si le asestaran una puñalada.

Pero la fatiga se adueñó de ella otra vez. Y se entregó sin resistencia porque sabía que era inútil seguir luchando. Bostezó varias veces. Las dos sonrientes señoras la miraron curiosamente.

—Tu madre nos escribió una carta conmovedora diciendo que piensa siempre en vosotros y en lo que más os conviene. Sufre mucho por no poder teneros con ella.

Loella se tumbó en el sofá.

—Aquí se habla demasiado —dijo disgustada—. Esta casa es demasiado pequeña para aguantar el ruido de tanta charla. Lo mismo se viene abajo.

Fueron las primeras palabras que pronunció. Y las únicas.

Las dos mujeres le dirigieron una rápida mirada y guardaron los papeles en la cartera. Esta vez, al menos, no sonreían. Agda Lundkvist susurró gravemente a una de ellas:

—Lo han visto ustedes mismas, ¿no? Ya les dije que esta chica no está bien de la cabeza.

La mujer no contestó. Se limitó a hacer un gesto con la cabeza y rápidamente empezó a sacar de los cajones la ropa de los niños. Agda Lundkvist se quedó a un lado y su cara reflejaba sus mezquinos pensamientos. Su marido cogió a los gemelos y los llevó afuera. Las mujeres estaban haciendo el equipaje. Loella seguía sentada, quieta. Agda Lundkvist quiso ser útil recogiendo algunas cosas, ordenando la cabaña, y de vez en cuando dirigía a Loella una mirada de triunfo que la chica ni siquiera advertía.

No había mucho que llevar. Las señoras terminaron pronto su tarea.

Entonces dijeron, con cierto embarazo, que todo estaba listo y era hora de marcharse.

Loella se levantó mecánicamente, abrigándose con su chaqueta verde. Todos salieron y ella los siguió sin ofrecer la menor resistencia.

El marido de Agda Lundkvist cerró la puerta y luego preguntó qué hacía con la llave.

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